viernes, junio 25, 2010

La mujer del hoy

El documental. Lo vi hace una semana pero fue realizado hace ahora nueve años. El tema de este documental, dirigido por la actriz Silvia Munt, es una aproximación biográfica a la figura de Gala, la que fue Musa de Salvador Dalí. Lo que en él se nos muestra es, por ir al grano, una magnificación del personaje protagonista. Así, una vez más, un documental biográfico como excusa para realizar un documental hagiográfico. Como vamos descubriendo a medida que se desarrolla el documental el tema es, efectivamente, Gala, pero el asunto es “Gala, mujer”. Matiz importante que no se deriva tanto de una interpretación personal del documento cuanto de una evidente intención autoral. De hecho, apenas aparece Dalí y cuando lo hace es de modo testimonial. Para el documento, el hecho de que Gala estuviera emparejada con Dalí es un elemento subsidiario, inevitable pero subsidiario. Lo que le importa al documento es, como digo, la mujer que hay en Gala. Y no tanto para concluir con aquel rancio y viejo tópico que decía que detrás de cada gran hombre hay siempre una gran mujer cuanto para hablar de lo grande que fue Gala, y no tanto para decir que fue grande al lado del artista cuanto para decir que fue grande a pesar de estar junto a él (en este sentido se llega a sugerir que mucho de lo que hacía Dalí era ideado por Gala).

El documental muestra, con claridad y precisión, lo que siempre se supo de Gala. Así pues, el documental hace coincidir la leyenda con la verdad. Como es sabido, nunca se ocultó la rareza de la relación sentimental y sexual que mantuvo con Dalí, nunca se ocultaron sus compulsivas y continuas relaciones sexuales con jovencitos, nunca se ocultó su espíritu manipulador obsesivo ni su autoritarismo ni su avidez de dólares, y lo que hace el documental es precisamente confirmarlo, pero, ¡y aquí lo desconcertante!, confiriendo a esos aspectos una positividad magnificadora. En efecto: el egoísmo impenitente de Gala, su compulsión sexual casi pederástica (diferencias de 40, 50 y 60 años con sus amantes), su espíritu manipulador y su afición a la vida hedonista y contemplativa (sin trabajar) se trataban como las virtudes de una Gran Mujer, una Gran Mujer que podría representar a la “nueva mujer” del hoy, la “nueva mujer” del hoy que es producto de todos esos avances que, como los conseguidos por mujeres como ella, han ido permitiendo a la mujer del hoy ser lo que hoy es: una mujer parecida a Gala. Así Gala fue, bajo el punto de vista del documental, una mujer pionera respecto a lo que ahora se entiende por la mujer representativa del hoy.

En las charlas que varios amigos (hombres y mujeres) de Silvia Munt mantienen en el documental a modo de actualización refrescante de los hechos que se narran, las mujeres parecen admirar en muchos casos y envidiar en otros algunos de los aspectos más definitorios de esa Gran Mujer que para ellas fue Gala. Así, admiran, precisamente, todo lo que para ellas fueron virtudes: todas las citadas más arriba y que podrían resumirse en “hizo lo que le dio la gana“. Y puestos a no importarnos el propio Dalí como posible factor inductor de la personalidad de Gala (como tampoco le ha importado a Silvia Munt), nada nos induce a pensar que Gala fuera el producto de Dalí. Además eso es precisamente lo que el documental pretende en primera instancia: autonomizar a la mujer Gala.

Para Silvia Munt y toda su cohorte de amigos Gala fue sin duda una Gran Mujer, además de pionera y modelo. En un momento del film Silvia Munt le dice a un amigo en tono triunfalista: “cada vez hay más Galas”.

Durante muchos años se estuvo diciendo a los hombres que estaban equivocados por fundamentar su actitud vital en la promiscuidad (sobre todo cuando contenía tendencias paidofílicas), la obsesión por el dinero, el autoritarismo y el egoísmo. Y por eso se trataba de conculcar en ellos, los hombres, eso que verdaderamente les hacía falta: la capacidad de amar por encima de todas las miserias que se centraban en sus intereses primarios. Tal era lo que yo creía que, no sin razón, pedían las mujeres a los hombres después de reprocharles tanta inhumanidad (machista). Tal era lo que yo creía que las mujeres pedían a los hombres en su lucha por un mundo más justo (menos machista): más amor y menos egoísmo. Me equivocaba. Lo que sí está claro que querían es más igualdad. Y al menos por lo que concierne a la ética por fin la están consiguiendo. Amor, mucho amor.

El vídeo. No sabría decir con exactitud cuántas mujeres se encuentran allí dentro, pero todas se encuentran gobernadas por la misma emoción. Parece que se trata de un bar de copas, pero con la peculiaridad de que la clientela es sólo femenina. Puede que haya unas 200 mujeres y, curiosamente, todas ellas manifiestan una indudable alegría. Todas se encuentran sentadas, organizadas por grupos, habiéndolas de toda forma y condición. Para comunicarse entre ellas se hacen necesarios constantes acercamientos de boca a la oreja debido al alto volumen de la música que inunda la sala. El sonido del vídeo se corresponde con el sonido de esa sala que contiene unas 200 mujeres ebrias de alegría, sonido diegético pues. Un gran travelling nos ayuda a confirmar lo que sólo pudo ser una apresurada conjetura. Y en efecto, en esa especie de bar de copas se encuentran unas 200 mujeres extraordinariamente contentas. Pasados unos minutos sale un tipo fornido y vestido de policía. Ante la atenta mirada de todas esas mujeres el policía comienza a desnudarse al son de la música. Las mujeres ya no sólo parecen estar contentas sino que ahora, además, lo demuestran bailando al ritmo de esa misma música, pero sin levantarse de sus asientos. El policía ya se encuentra en paños menores y se va paseando por entre todas esas mujeres mientras se acaricia los pectorales, los abdominales y la entrepierna. Las mujeres que le circundan comienzan a gritar mientras alzan los brazos como en danza extática. El policía ha dejado de parecer un policía y ha pasado a ser un hombre prácticamente desnudo, algo grotesco, pero desnudo y bien formado. Ya no es él quien se acaricia a sí mismo, ahora son ellas las que lo acarician, unas veces conminadas por el propio striper y otras por la propia iniciativa de esas mujeres que no pueden ya controlar sus impulsos. Llegado un momento del show queda claro que las mujeres están desbaratadas, desatadas, descontroladas. El hombre escoge a una de ellas, seguramente después de haberlas estudiado mientras se despojaba del disfraz, la aparta de sus amigas, le agarra firmemente la cabeza y la empotra en sus genitales aún cubiertos por un liviano y ridículo tanga. Ella se deja hacer mientras mira a sus amigas entre risas y muestras de falso pudor. Las amigas se ríen y la señalan. El hombre tapa su acción con una toalla al tiempo que aprieta el rostro de ella contra su paquete. Ejerce un suave movimiento pélvico que hace enloquecer definitivamente al excitado público. Cuando retira la toalla el estado de excitación también queda reflejado bajo el ridículo calzoncillo. La chica se retira entre gestos que muestran perplejidad satisfactoria. El ex-policía vuelve al ataque acercándose ahora a todas las chicas que va encontrando a su paso. Se baja de vez en cuando el tanguilla para ir mostrando, en pequeñas dosis, su polla erecta y bamboleante (en efecto, creo que no hay lector medianamente inteligente que pudiera perdonarme un eufemismo a estas alturas de la corrida). Él va obligando a todas ellas, una por una, a ir cogiéndole la polla y a ejercer sobre ella unos ligeros movimientos libidinosos. Ellas, todas, reaccionan de forma extremadamente parecida: riéndose a carcajadas y alternando miradas a sus compañeras con miradas a la polla erecta. Y accediendo a la propuesta del desconocido bailongo. Todo es ya pura histeria colectiva. El hombre lo sabe, sabe que todo tiene su momento y que el espectáculo tiene sus tiempos. Ahora sabe que puede meter su polla en la boca de cualquiera de esas mujeres y sabe que no habrá nadie que la rechace. Lo sabe. Por eso va pasando de grupo en grupo y metiéndosela en la boca a todas una por una. A todas. Alguna parece, en efecto, reticente, pero el hombre sabe que también ella acabará por metérsela en la boca. El hombre sabe que las reticentes acaban siempre cediendo, sabe que las 199 mujeres restantes no le perdonarían a esa reticente su negativa. Y sabe que las reticentes sólo son reticentes durante el tiempo que dura la eternidad. Sabe que una vez tienen su polla en la boca la reticencia será historia, sólo historia. Por eso todas acaban chupándole la polla a ese musculoso desconocido. Todas. La carcajada, el grito, el baile y la música (a gran volumen) han sido los elementos suficientes y necesarios para que todas esas mujeres, todas, hayan acabado por meterse en la boca la polla de un desconocido. Éste es el vídeo que me mandaron el otro día a través de un mensaje electrónico. Un mensaje de esos que se envían masivamente y que acaba viendo todo el mundo tarde o temprano. Amor, mucho amor. E igualdad a manta.

La película. Hay cerca de mi casa uno de esos videoclubs magníficos en los que tienen prácticamente de todo. Su dueño es un sabidillo de esos que hace magnos esfuerzos por transmitirte en el mínimo tiempo posible todos sus conocimientos cinematográficos. Si el cliente es mujer entonces esos esfuerzos son ya paranormales. Y aliña sus comentarios con opiniones que no dejan lugar a duda acerca de sus inclinaciones, feministas. Parece ser que, al menos con las mujeres, le funciona bien. Una de las películas que aconseja a todas las mujeres, a todas, es una película en la que la protagonista es una mujer casada con un hombre extraordinario al que engaña con un hombre negro por el que se vuelve loca. La película adquiere su sentido durante el transcurso de una trama que consiste, precisamente, en un engaño del que ella no quiere sentirse culpable. Un engaño que no necesita excusas para producirse. Ella, simplemente, le engaña dejándose llevar por el deseo. Y la relación que mantiene con su amante es lo suficientemente satisfactoria para no querer renunciar a ella. En un momento avanzado de la película su hijo, un niño pequeño, se encuentra en el jardín mientras ella lo observa desde el interior de su casa. El niño está trepando por una barandilla con el incierto e inconsciente (por pueril) fin de saltar al exterior. La madre lo mira sabiendo perfectamente el peligro que está corriendo su hijo, sin embargo no reacciona, algo la mantiene paralizada mientras el niño continúa en su intento. Aunque reacciona tarda unos instantes en hacerlo. Nada tienen de casual los tiempos de reacción por parte de la madre en el enclave del guión y la trama. Es precisamente esa lentitud de reacción aquello por lo que esa mujer queda definida. Algo que al parecer en nada influye, desde la óptica feminista, sobre la caracterización ética del personaje. O mejor, desde la óptica feminista la actitud de ella no resulta reprobable por lo que a la ética se refiere porque antes que nada se encuentra su realización como persona/mujer. Es decir, cuando el dueño del videoclub aconseja la película es porque cree firmemente en el potencial feminista que se trasluce de una mujer a la que no le hacen falta excusas para hacer lo que le da la gana, por supuesto que con independencia de cualquier posible sentido de la ética. El dueño del videoclub NO ve maldad alguna por parte de la protagonista, sino que ve, más bien, a una mujer que ha conseguido reivindicarse a sí misma por encima de cualquier cosa que le suponga un impedimento de la Libertad. Ve a una mujer que, ¡por fin!, actúa sin las ataduras que la sociedad (machista) pretende imponer de forma subliminal a todas las mujeres. Ve a una mujer que se ha liberado, ¡por fin!, del constructo cultural y lingüístico que subyuga, en lo concerniente a los sentimientos y a la sexualidad, de forma pertinaz a todas las mujeres. La película se llama El secreto. Amor, mucho amor.

La noticia. Hará ahora casi un año salió en prensa una noticia en la que se afirmaba que las mujeres habían tomado las riendas de La Camorra italiana. Daban los nombres de las nuevas jefas y en el mismo titular se aseguraba que éstas llegaban a ser más crueles en sus castigos y venganzas que sus precedentes masculinos.

Hace unos días salió este titular en El País: “Dos mujeres dirigen una ETA muy dividida y debilitada”, y cuyo subtítulo rezaba: “La policía sitúa a Iratxe Sórzabal en la cúpula de la banda”. Igualdad, por fin mucha igualdad. Y amor, mucho amor.

El anuncio. La empresa de compra-venta Cash Converters ha publicado este anuncio: “¿Tu novio te ha puesto los cuernos? Véngate vendiendo los regalitos que te hizo”. Amor, mucho amor.

sábado, junio 19, 2010

Expertos en Arte (y espectadores acobardados) V

En una entrevista realizada para un dominical (El País Semanal), el crítico Robert Hughes nos decía acerca de la experiencia de contemplar Arte: “la imagen no sustituye nuestras experiencias reales o las que nos proporciona el arte”. Todo, pues, parece ir por buen camino, si bien es cierto que no está diciendo nada que no sepamos todos. Poco más adelante, y respecto a la fama conseguida por el crítico, la periodista le pregunta: “Creo que su secreto, lo que lo ha hecho famoso, es decir lo que piensa sobre lo que ve”. A lo que Hughes contesta: “No tengo ni idea. Digo lo que pienso, sí, claro”. De lo que se trasluce que, o bien que Hughes se siente incómodo ante la pregunta, o bien que se trata de una pregunta que le pilla por sorpresa. De hecho, después de decir que no tiene ni idea, no sólo contesta con una afirmación, sino que además la hace tajante.

Después de explicar Hughes sus inicios en la crítica, la entrevistadora le sugiere: “Y entonces se puso a explicar si los cuadros que veía le parecían bonitos o feos, maravillosos o repugnantes”. A lo que el crítico que se hizo famoso escribiendo en la revista Time diciendo lo que pensaba responde: “Bueno, en realidad, un crítico nunca debe hacer eso. Lo que debe hacer, si es posible, es explicar a los lectores qué es lo que hace que aquello sea arte”. Con lo que, como puede verse, estamos en lo de siempre. Pero observen el significativo desliz: llama lectores, y no espectadores, a quienes necesitan explicaciones.

La afirmación de Hughes (“Bueno, en realidad, un crítico nunca debe hacer eso. Lo que debe hacer, si es posible, es explicar a los lectores qué es lo que hace que aquello sea arte”), tanto por lo que hay en ella de implícito por lo que hay de explícito, significa:

Primero, que hay algo que comprender en el Arte; segundo, que hay que comprenderlo a través del discurso verbal; tercero, que hay una forma apropiada de comprenderlo; cuarto, que el experto es la persona idónea para orientar en la comprensión; y quinto, que si alguien no lo comprende de esa forma apropiada (la que le ha sido explicada) vivirá en el Limbo de la ignorancia y/o la insensibilidad. La clave, quizás se encuentre en el tercer punto, puesto que si verdaderamente no hubiera una forma determinada de comprenderlo, no harían falta ni el segundo ni el cuarto. Porque además, las mismas palabras del experto son tan significativas como representativas: su función no es explicarnos el Arte a los espectadores, sino “explicar a los lectores lo que hace que aquello sea arte”. Y sólo podrá algo ser Arte en la explicación del experto.

Así, la Realidad del Arte tiene UNA explicación y la figura del experto es crucial porque es la que confiere sentido a esa Realidad. Pero si aceptamos que el Arte tiene UNA explicación deberemos aceptar que la experiencia de contemplación del Arte no puede ser una experiencia libre. Es decir, la existencia del experto sólo se entiende si aceptamos que hay una sola forma de entender el Arte: la adecuada. O lo que es lo mismo: la existencia del Arte sólo se entiende desde la existencia de los expertos. No sólo porque ellos lo digan (como Hughes), sino porque, de otra forma no tendría sentido tanta información por ellos transmitida, la que después de todo configura la Realidad. Cuando Hughes dice que su función es “explicar a los lectores qué es lo que hace que aquello sea arte” lo que está haciendo no es abrir vías posibles de interpretación, lo que está haciendo es inculcar la idea de Arte sobre un producto que ha generado duda acerca del mismo estatus con el que se nos presenta (el de Arte)*.

Nos decía Hughes que desde luego decía siempre lo que pensaba, y la entrevistadora nos venía a corroborar lo que muchos sabíamos: que la fama del experto se había debido, fundamentalmente, al atrevimiento de pronunciar lo que le parecía. Así, por una parte Hughes afirma que efectivamente siempre dice lo que le parece, pero por otra dice que explicar los cuadros no consiste en decir si le parecían bonitos o feos, maravillosos o repugnantes, ya que “en realidad un crítico nunca debe hacer eso. Lo que sí debe hacer, si es posible, es explicar a los lectores qué es lo que hace que aquello sea arte”

¿En qué consiste, entonces, decir lo que le parecen unos cuadros si no es diciendo lo que le parecen? La respuesta nos la da el propio experto al final de la misma contestación: “Lo importante del trabajo de un crítico de arte es desmenuzar esa acumulación de significados, no el hecho de que yo piense que aquella obra es bonita o fea”. De tal forma, tenemos que aceptar que efectivamente, y definitivamente, dadas las premisas con las que el Arte se nos presenta, la experiencia del espectador no puede ser subjetiva, es decir, no puede ser libre. Y por eso, y para eso, están los expertos: para explicarnos la forma adecuada de enfrentarnos al Arte.

Por una parte, entonces, están los espectadores que demandan explicaciones de por qué algo es Arte y por otra los expertos que son quienes dan las explicaciones del por qué algo lo es. Así, según nuestro experto, la prueba de que algo sea Arte se encuentra en su explicación, por lo que una vez pronunciada por él y entendida por el espectador que la demanda sólo los cerriles seguirán dudando acerca del estatus del “objeto” que ha provocado la duda. Incluso aunque les gustara el objeto que ha suscitado la explicación.

Ante tanta contradicción le cabría pensar al espectador desorientado que por lo menos le queda la Teoría, ese único artefacto posible con el que poder entender las contradicciones del experto. Es por eso, quizás, que Robert Hughes nos inste a no dejarnos intimidar por las presiones de la Institución y por eso nos dice en la misma entrevista: “No hay que dejarse intimidar por la teoría; la teoría tiene su papel, que es orientar la mirada, pero no puede suplantar a la experiencia que produce el arte. El arte es, para mí, sobre todo una experiencia”.*

*Nota 1. Precisamente Hughes es un excelente crítico porque es uno de los pocos que con sus textos sí abre vías interpretativas de las Obras de Arte “diciendo lo que le parece”. Por eso conviene diferenciar en Hughes la labor de crítico, que explica la Obra de Arte produciendo opiniones excelentes, y el conocimiento de aquello que en principio le capacita para producir esas opiniones, la Teoría. En lo primero es excelente, en lo segundo deja tanto de desear como la mayoría de exégetas del Arte Moderno y Contemporáneo. Cuando se le presiona para que justifique sus opiniones sólo balbucea, como puede comprobarse en la entrevista. Y lo hace aun cuando sus opiniones sobre las Obras concretas sean excelentes.
*Nota 2. Respecto a lo de que “El arte es experiencia” ver lo que se decía en un post anterior respecto a la definición de Arte expresada por otro experto (jueves, 11 de Marzo): “El arte es intensidad, y es experiencia, experiencia del mundo. Algo que une a los hombres en lugar de separarlos. Un lugar donde nos encontramos mucha gente de diversa procedencia ante obras que nos interrogan”. (J.M. Bonet, exdirector de varios museos).

domingo, junio 13, 2010

Cautivos del mal

Vivimos los restos. O mejor, somos los restos del acontecer de los últimos 20 años. También, claro, de toda nuestra historia, pero sobre todo de los últimos 20 años. Hemos ido creando desde 1992 (Guerra del Golfo, Primera crisis económica mundial, Inicios de Internet, Fin de la Historia, Muerte del Arte, de la Novela y otros, Movimientos migratorios a gran escala, Recomposición de grupos terroristas internacionales, etc.) las condiciones en las que ahora, por fin, nos movemos como peces en el agua. Peces moribundos en aguas pútridas. Los sujetos de los países civilizados somos, ya, el perfecto producto de una voluntad colectiva. Una voluntad que siendo colectiva no deja de ser, a su vez y valga la paradoja, el producto de irresponsabilidades tan individuales como individualistas. Todos somos, por fin, lo mismo. No ha sido Dios sino nuestro individualismo quien ha conseguido hermanarnos.

Y las soluciones que nos han ido proponiendo para sobrevivir a todo ese caos no han servido para nada. Seguramente porque, como en seguida veremos, ninguna de ellas tenía en cuenta el verdadero carácter actual del alma humana. Todos los “sanadores” han ido fracasando porque desconocían las verdaderas cualidades del actual alma humana. La filosofía New Age y la Autoayuda no han servido más que para precipitarnos en el foso. Por ejemplo, llegaba alguien y usaba todo un formato libro para decirnos: “somos lo que comemos”. Y vendía en una semana más libros de los que Camus vendió en toda su vida. Ante este complejo lema filosófico-gastronómico la gente respondía, masivamente, abriendo la boca en gesto sorpresivo y comiendo legumbres a manta. Pero la insatisfacción permanecía.

Después llegaba otro y usaba otro libro entero para decirnos: “somos lo que leemos”, y la gente se ponía a leer cuentos, también con la boca abierta (esta vez para poder entender mejor por su falta de costumbre). Y mientras, otro que vestía una túnica naranja, insistía en que “somos pura energía” y recomendaba alimentar nuestra subsidiaria estructura física con brócoli y sirope de arce. Da igual que las excéntricas frases fueran dichas, al alimón, por empresas hortofrutícolas, intelectuales orgánicos (orgánicos respecto a sus intenciones avida dolars) y aburridos monjes tibetanos. La cuestión es que llevamos cerca de 20 años usando los libros como supositorios. Y haciéndoles mucho caso a horteras lemas naifs inventados por empresas de marketing que sólo querían medrar. Unos lemas que sólo han dado muestras de ineficacia, pues no han sacado a la gente de su desconcierto y de su infelicidad. Todo el acontecer real de los caóticos hechos, en su digna persistencia, no pensó desaparecer nunca a partir de cosas como el yoga, el tai chi, la meditación, las verduras, la danza del vientre, la música relajante o las castañuelas.

En los restos, todos los posibles lemas han sido sustituidos por una máxima instalada en el sujeto del hoy de forma silenciosa, pero tácita: “sálvese quien pueda”. Una máxima que nadie se atreve a considerar, pero que se encuentra ahí, de forma subliminal, colgada de nuestras orejas: siendo susurrada a todos los individuos de las sociedades civilizadas. Individuos que por seguir a rajatabla esa máxima (la única demostradamente eficaz para los intereses particulares de todos sus seguidores) han ido deshumanizando las relaciones con sus semejantes. Así, es cierto que por fin nos encontremos hermanados todos los seres humanos, pero a la manera de Caín.

En cualquier caso, nadie nos dijo nunca algo tan sencillo y tan monstruoso como que en realidad “somos quienes queremos” y tampoco que lo somos muchas veces incluso en contra de nuestra voluntad. En efecto, una cosa es que, debido a la inercia de nuestros intereses más individuales, seamos lo que no hemos podido dejar de ser y otra que nos sintamos satisfechos de ser quienes somos. Es decir, yo me encuentro definido por mis actos con independencia de que estos sean a veces éticamente reprobables. La frase (“somos quienes queremos”), todo se ha de decir, es políticamente incorrecta en estos tiempos de relativización absoluta (valga la paradoja). Y la relativización hiperbólica es una fuente maldad ya que, precisamente, es por ella por la que no hay forma cabal de distinguir niveles, estadios, categorías, valores, virtudes. Gracias a la instauración del relativismo no hay posibilidad de distinguir con claridad lo bueno de lo malo. De eso se trataba. Y por eso, en esas estamos. Ya lo decía Gombrich, aunque para otros efectos: ¿Qué sentido puede ya tener la palabra Grande ante la publicidad de un producto que ofrece tres tamaños distintos, Grande, Jumbo y Mamut? Y quien dice Grande dice Bello, Bueno, Virtuoso.

Así, y después de todo, sólo “somos quienes queremos (ser)”. No quienes nos gustaría ser, sino quienes acabamos siendo. “Por sus actos los reconoceréis” se nos decía en antaño, y no deja de ser cierto. Somos quienes somos por lo que hacemos y no por lo que podríamos hacer. La película Cautivos del mal da perfecta cuenta de cómo las debilidades humanas nos conforman. O mejor: da perfecta cuenta de cómo los seres “normales” tienen todos un demonio dentro pugnando por salir al exterior en algún momento. Los tres personajes reunidos por el productor Peebbles (Walter Pidgeon) desprecian al odioso Jonathan Shields (Kirk Douglas) porque, según ellos mismos, los utilizó con fines espurios; es decir, lo desprecian porque, según ellos mismos, los utilizó para conseguir su particular objetivo, los utilizó para medrar. Lo que demuestra la película a base de tres historias contadas en flashbacks es que los tres personajes fueron siguiendo a Shields en función de sus propios intereses y que fue precisamente Shields quien les fue proporcionando lo que necesitaban para lograr ese fin, que a la postre no es otro que conseguir sus particulares intereses dentro de sus profesiones respectivas. Se nos presenta a Shields como un ser egoísta y despiadado por oposición a tres seres “normales” que se sienten usados por el malvado, pero poco a poco vamos descubriendo que los tres seres “normales” han ido concediendo ante todo aquello que pudiera acercarles a su objetivo, haciendo lo que fuera menester y creyendo fervientemente en aquello que sólo formaba parte de su fantasía.

Un perfecto engranaje de ocultaciones, falsas verdades, mentiras piadosas, sinceridades maléficas, en donde todos los personajes se mueven sinuosamente en torno a sus primordiales intereses. Lo que les hace actuar de determinada manera a la actriz Georgia Lorrison (Lana Turner), al escritor James Lee Barrow (Dick Powell) y al director Fred Amiel (Barry Sullivan) no son, después de todo, las pautas impuestas por Shields, sino su misma ansia de medrar a costa casi de lo que sea. Ninguno de los tres hubiera llegado a nada sin la “ayuda” de Shields y ninguno de los tres supo renunciar a su “ayuda” por miedo a no recibirla de otra parte. Lo único que diferencia a Shields de sus amigos es la premeditación y por tanto sus actos, que se sitúan en función del uso de una estrategia. Pero por otra parte es también el único que se conoce a sí mismo y así el único que no se engaña a sí mismo. Él es malo y lo sabe, por lo que su maldad contiene siempre un límite; es cautivo del mal. Los otros tres, más “normales”, son los que descubren el mal porque les cautiva y les acoge. Pero nunca son conscientes de ello. Para ellos el mal siempre está afuera, en gente como Shields.

Los personajes de Cautivos del mal son la perfecta representación del sujeto del hoy. Son personas que priman sus particulares intereses por encima de cualquier sentido de la ética que les pueda impedir alcanzar sus objetivos. Son, ya, el perfecto producto de la voluntad colectiva de los países civilizados. Una voluntad que siendo colectiva no deja de ser, a su vez y valga la paradoja, el producto de unas irresponsabilidades tan individuales como individualistas. Todos somos, por fin, lo mismo. No ha sido Dios sino nuestro individualismo quien ha conseguido hermanarnos. Todos somos Caín. No son pues sólo los políticos los que nos pervierten con sus malvados actos. Somos nosotros también quienes les hemos dado a los políticos las pautas de comportamiento. Ellos pueden ser Shields, pero nosotros somos Georgia, James Lee y Fred. En todo caso existe una perfecta retroalimentación entre el cautivo del mal y el cautivado por el mal. Todos son, en cualquier caso, quienes quieren. Todos somos quienes queremos.

Y en efecto; en los tiempos actuales resulta difícil encontrar una máxima más REAL que el “sálvese quien pueda”. Una máxima con la que se nos insta a diario, y a todos, a salvarnos... si podemos. Un lema instigado y propagado, sin alharacas, por quien nos lo susurra al oído, uno a uno, a todos los individuos de las sociedades civilizadas; “quien pueda, que se salve”. No se trata, pues, del arcaico y novelesco “sálvese quien pueda” gritado (por un héroe ebrio de impotencia) a instancias de la desesperación provocada por factores ajenos a nosotros mismos. No, esta vez se trata de un “sálvese quien pueda” susurrado por alguien que al parecer carece de rostro; o mejor: que sólo lo adquiere ante un reflejo especular. Una Medusa que emerge ante la desesperación provocada por nuestra inconsecuencia. Nosotros somos Medusa. Y la máxima nos guía en todas y cada una de nuestras decisiones. Como les guía a Georgia, James Lee y Fred, que tan prontamente juzgan a los demás como tan prontamente se olvidan de juzgarse a sí mismos.

domingo, junio 06, 2010

El ínclito y la maldad del gerundio

Todo tiene un límite. De hecho es aquello que lo sobrepasa lo que nos advierte del exceso, de la desmesura, de la desproporción; es decir, detrás del límite, más allá del límite, es donde se encontraría todo aquello que se sitúa alejado de la virtud. Para entenderlo pondré un ejemplo. En el diccionario la palabra gordo sería definida de la siguiente forma: persona corpulenta.

Pero dadas las condiciones que (más allá de los casos patológicos) conforman la gordura (el sobrepeso), la palabra gordo podría definirse de esta otra forma: persona que estuvo engordando. Un gordo no es, al fin y al cabo, más que una persona que estuvo haciéndose corpulento. En efecto, como es bien sabido, un gordo no surge de la noche a la mañana. Es más, se requiere cierta constancia y algo de paciencia para llegar a tener un aspecto que induzca al calificativo de gordo ante una necesaria descripción física. Un gordo es, pues, una persona que fue ignorando aquello que se encontraba causando la gordura. Día a día, semana a semana, mes a mes. En un proceso del que se es inevitablemente consciente en la medida en que, día a día, se van creando conscientemente (que no voluntariamente) las causas que van induciendo a la gordura.

Desde hace más de dos años la cifra de parados ha ido aumentando a velocidades vertiginosas, día a día, semana a semana, mes a mes. En un proceso que no podía ser ignorado por el principal responsable (y causante) del mismo proceso, cuando no, además, el de su mismo origen. El brutal aumento de parados que se ha ido produciendo, día a día, durante algo más de dos años no es sino la consecuencia de dejar que día a día fuera creciendo el número de parados de forma alarmante. No puede ser otra cosa que la consecuencia de la incompetencia del causante de los hechos; causante en la medida en la que día a día iba ignorando las cifras que le señalaban como la causa del problema. Ignorando en ese día a día lo que en ese mismo día adía iba aumentando. El causante, el único responsable: el ínclito.

Durante su primera legislatura, el ínclito sólo tuvo dos objetivos reales: hacer política social y destruir a la derecha. Sólo esas dos. O sea, durante su primera legislatura sólo tuvo en mente una cosa: las siguientes elecciones. O por decirlo de otra manera más realista, sólo tuvo presente su Gloria. En efecto, y digámoslo de la forma en la que nadie se lleve a engaño: llevamos casi 8 años en manos de alguien cuya metodología de gobierno es la Guerra, pues toda Guerra consiste en la destrucción de un adversario como forma de acceso al poder de la Gloria, a la gloria del Poder. Y es la Guerra, esa Guerra por él instigada, la que le ha llevado a ese estado de catalepsia en la que sólo sabe de lo que sabe: de la Guerra. Lo sacas de la Guerra, esa Guerra en la que lleva 7 años inmerso por su propia voluntad, y sólo sabe balbucear. Le preguntas al ínclito por el paro y te responde “la derecha ser mala (punto) tenemos que encontrar el cadáver de García Lorca (punto)”.

Durante los primeros 4 años la máxima obsesión del ínclito fue, antes que gobernar, destruir a la derecha y por tanto "sólo gobernó" a los de su cuerda ideológica. El ínclito nunca quiso gobernar a quienes no compartían su ideología, le repugna(ba) gobernar a quien es (era) afín del partido que había que destruir. La máxima que le ha guiado durante estos 6 años ha sido la de creer “con convicción” que si moría el perro se acabaría la rabia y es por eso que había que “matar” al adversario y por supuesto a todos aquellos que el adversario representaba; así: la Guerra. Consiguió los aliados pertinentes para que todo fuera desarrollándose bajo esos auspicios. Y muchos le apoyaron en ese afán destructor. Ignorando con saña (despreciando) no tanto a un partido más o menos conservador cuanto a la casi mitad de los españoles que lo votaron. Así, no conformándose con ignorar a esa otra mitad a la que no cree (ni quiere) representar el ínclito necesitó humillarla. Y aun cuando ese esfuerzo le pudiera despistar en sus deberes primordiales, se centró en él mientras olvidaba día a día, semana a semana y mes a mes a todas esas personas que iban sumando a la desesperación.

Para el ínclito el mundo sólo sería habitable cuando desaparecieran de la tierra todos los votantes del partido que había que destruir. Y por eso se emocionó tanto cuando Obama ganó las elecciones, pero no tanto debido a lo que Obama podría hacer por su propio país (o por el mundo) cuanto por lo que él, el ínclito, podría hacer por Obama. Y se imaginó a sí mismo siendo el asesor del que iba a ser su gran amigo, Obama. Se imaginó a sí mismo siendo admirado por el presidente de EEUU. Así es nuestro ínclito. Así es quien nos gobierna con soberbia sonrisa mientras día a día crece el número de pobres en España.

Y no sintiéndose responsable de nada de lo acaecido desoyó todas críticas que desde durante dos años provinieron de sus adversarios (moribundos, eso sí). ¿Cómo iba el ínclito a escuchar los consejos de un ente despreciable (tanto en sentido cualitativo como cuantitativo); de un ente que sólo merecía la extinción? Y aquí es donde el ínclito se topó con su propio destino, como es sabido. El que en sus fantasías mesiánicas debía ser su amiguito del alma lo llamó por teléfono desde EEUU y le dijo, “y ahora vas a dar dos volteretas con tirabuzón, y después te vas a la cama sin ducharte”. Al día siguiente el ínclito dio dos volteretas alambicadas y chapuceras, remató con un tirabuzón tembloroso y dijo “y todo aquel que quiera ducharse después de mis volteretas es que no es un patriota”. Y así es que los cinco millones de parados son, para el ínclito que los ha ido amasando, unos antipatriotas.

Nota. Habrá alguien, seguramente no muy habituado a leer (o demasiado habituado a la TV), que habrá querido ver en el texto una defensa de la derecha. Y habrá alguien, quizá más malicioso, que habrá querido ver en el texto una defensa del Partido Popular. Nada más lejos de la realidad. Ni siquiera es, en esta ocasión, una crítica a la clase política, entre otras cosas porque aunque pudiera ser legítima e incluso pertinente sigo sosteniendo que los “políticos son nosotros”. No, este texto sólo hace referencia, no tanto a un político cuanto al ínclito, alguien con un espíritu mesiánico de magnitudes paranormales; alguien que día a día, semana a semana y mes a mes ha ido revelando su desmedida ambición, su perversa soberbia; alguien cuyo gabinete estaría formado, por decreto inclitiano, sólo por personas sumisas a su ego. En efecto, el ínclito no ha cambiado un ápice, durante estos dos últimos desastrosos años, su actitud política (respecto al problema laboral) aun cuando día a día y semana a semana esa actitud fuera destrozando vidas en progresión aritmética. Hasta que fue obligado, desde “fuera”, a cambiarla. Por eso ante la pregunta ¿pudo la derecha haberlo hecho mejor en lo que respecta a esta crisis laboral que de alguna manera fue engordada por quien tanto la negó? Y es entonces cuando hay que contestar, sin complejos, “por supuesto que sí, pero no tanto debido a la cualificación de sus representantes cuanto porque cualquiera lo hubiera sabido hacer mejor que el ínclito, el inepto, el prepotente, el maléfico”.

martes, junio 01, 2010

Sujetos sujetados por los pelos

Tengo un alumno en el curso de la mañana, llamémoslo David, que podría calificar de aceptable. O sea, se trata de uno de los mejores alumnos del curso de la mañana. Es bastante puntual, viene a clase con frecuencia y parece que me escucha. Es decir, es de los mejores porque está y porque me mira. Si como decía Bekett “ser es ser percibido”, en el curso de la mañana yo existo gracias a los dos o tres que parecen atenderme. Así, siendo sólo aceptable resulta ser de los mejores: tan curioso como significativo. Es delgado, longilíneo, de tez blanquecina y su cabeza se encuentra coronada por una semicresta que se sustenta con fijador. Sus formas de comunicación son algo introvertidas debido a su evidente timidez. Habla bajo y relajado, baja la cabeza cuando lo hace y si sonríe agudiza su timidez girando la cabeza y cambiando el color de su epidermis. En cualquier caso y en contra de lo previsible es de los pocos con quien mantengo conversaciones cuando acaban las clases. Una vez le pregunté acerca de la música que escuchaba a través de esos auriculares que sólo se quitaba ante mis exigencias pedagógicas. Me contestó que probablemente no me gustara, pero que si yo aceptaba me dejaba escuchar para no tener que explicarme algo que no entendería. Accedí. Me puse los auriculares. Antes de continuar debo decir que esto pasó a los dos meses de empezar el curso, allá por Noviembre. Pues bien, me puse los auriculares durante dos o tres minutos. Y aún no me he recuperado. No sabía siquiera que tal cosa pudiera existir, pero mucho menos que eso pudiera tener adeptos. El heavy metal más bruto se quedaría, al lado de esto, en una mezcla de Ray Conniff con James Last.

Lo primero que pensé es que me había puesto uno de los temas extremos de su grabación, pero él enseguida se encargó de desmentirlo y me demostró que absolutamente toda la grabación estaba compuesta por ese ruido agudo, hiriente, abstracto, infernal. Y me lo decía con la modestia y la humildad de uno de los pocos alumnos que contenía esas virtudes. Su amigo y compañero, que se encontraba presente en la conversación, no sólo asentía y confirmaba todo, sino que además apostillaba todas sus respuestas aportando un matiz que debía ser importante, pues sintió que debía repetirlo al menos tres veces. Así, su compañero y colega: “David es una persona feliz”, “(David) es la persona más feliz que conozco”, “(David) es superfeliz”. Apostillas que se debieron, con toda probabilidad, a mis expresadas dudas respecto a las consecuencias que podían derivarse de la escucha reiterada de ese exacerbado ruido.

Ante mi expresa perplejidad y mi manifiesta e impulsiva ansia de conocimiento mis alumnos se fueron creciendo. No tardó David en ponerme un vídeo del grupo en cuestión que intenté ver a través de su teléfono móvil de última generación. Y en efecto, lo que sonoramente era incomprensible visualmente era igual de incomprensible. Así, el conjunto era de una coherencia extrema. Ante las palabras de apoyo moral de su compañero (se conocían ambos desde niños por haber estudiado en el mismo colegio) David aseguró ser una persona sencilla, equilibrada y feliz; y que esa música (¿) le venía muy bien para relajarse. Yo, dados todos mis posibles elementos de juicio, los que se coligen de observarlo de reojo desde hace ahora 9 meses, me lo creo; es sin duda uno de los alumnos más serenos, si no el más, del grupo de la mañana.

El otro día nos pusimos a hablar de cine y como no podía ser de otra forma me sorprendió. Yo, que llevo toda mi vida dedicado al cine y por tanto he procurado siempre estar bien informado, no sabía de qué me hablaba. Me habló de sus gustos en genérico y después pasó a lo concreto. De lo genérico vino a confesarme rápidamente su gusto por lo perverso, cruel y sádico. No había concesiones en sus gustos naturalmente aceptados. Por lo que no había ni un ápice de extrañeza ante tal gusto; era para él absolutamente NORMAL el hecho de tener ese particular gusto. Se había aprendido perfectamente la lección que los adultos le habían inculcado desde pequeño; a saber: que cada uno tiene derecho a ser quien quiere y todo gusto es tan legítimo y natural como cualquier otro. Así, el gusto por el dolor y el sufrimiento de los personajes fílmicos era para él NORMAL. Como no le hacía daño a nadie era para él NORMAL y, claro, legítimo, que pudiera gustar de películas que se fundamentaban en el sadismo extremo. Todas las películas que le gustan cuentan con personajes malvados que infligen dolor y sufrimiento a partir de una crueldad exacerbada; o con juegos macabros que terminan con decapitaciones parsimoniosas. Como yo no me hacía una idea cabal de lo que me contaba me dijo: “la semana que viene te traigo una película, las ves y ya me cuentas”. Y añadió, “se trata de la primera de una saga y es posiblemente la más floja de las 6. Una de ellas está prohibida en EEUU”.

He de reconocer que me asusté ante el hecho de tener que verla porque me siento una persona sensible ante el dolor ajeno ya sea real o ficcional. Aún recuerdo lo mal que lo pasé viendo la primera versión Funny games, por muy inteligente que pudiera parecerme el fin último de las intelectuales pretensiones del Michael Haneke. La verdad es que no encontré el momento de verla hasta dos semanas después. Le había cogido auténtico miedo sin saber nada de ella, sólo que le gustaba a mi alumno, ese alumno sereno, educado y cortés de los martes por la mañana. La tuve que ver partida en tres sesiones y buscando siempre que no coincidiera con el momento previo a irme a la cama. Conclusión: salvaje. De factura, eso sí, muy correcta, pero salvaje. Y según me cuentan es la más floja de las 6 en lo que respecta a la crueldad. No quiero pensar cómo será la prohibida en EEUU.

El martes siguiente le devolví la película procurando ser sincero al tiempo que cortés. Verbalizando mi análisis comprobé que me había gustado más de lo que la visualización me había dado a entender. De hecho, igual que me sucedió con Funny games. Sin embargo, las diferencias entre mi alumno y yo son varias y muy significativas; la primera es que yo no puedo evitar el intelectualizar mi experiencia perceptiva, algo que él no hace; la segunda es que mi bagaje cultural cinematográfico me permite analizar mi gusto en función de un conocimiento (histórico) del medio, mientras él no sabe quién fue Spencer Tracy; tercera que yo no disfruté viendo la película y él sí; y cuarta que yo no tengo ninguna intención de ver las 5 películas restantes de la saga y él las revé siempre que puede.

Aproveché para darle mi opinión en público, de tal forma podría saber algo más acerca de sus argumentos y podríamos ponerlos a prueba ante sus compañeros. La verdadera sorpresa me sobrevino al comprobar que absolutamente todos los alumnos del martes por la mañana habían visto las películas de esa saga. Indagué en el grupo de la tarde: todos las habían visto también. Y todos opinaban acerca de ellas con extrema naturalidad; es decir, opinaban acerca de ellas como si les parecieran unas películas más y no como si les parecieran películas anormales. Aun con las diferencias propias de cada particularidad todos opinaban que la saga era interesante porque contaba con un verdadero suspense poco propio del terror más zafio. Así, todos a favor. No todos llegaban tan lejos como David, pero al parecer nadie se sintió afectado por esas películas.

Según la filosofía antigua el fin último de la vida es la felicidad, fin perfecto y Bien Supremo. Mi alumno vive en un estado de completa satisfacción. A pesar de sus (dudosos y cuestionables) gustos; o precisamente debido a ellos, pues son el producto de la libertad. La felicidad consiste en eso, en ser un estado caracterizado por la dicha y la satisfacción y no un estado caracterizado por la desdicha y la inquietud. A mi alumno, por tanto, la existencia de la crueldad y el sadismo, si bien es cierto que ficcionales, no le crean inquietud alguna, más bien al contrario le ayudan a relajarse. Y al resto de sus compañeros tampoco les inquieta demasiado aquello a lo que están acostumbrados. Porque sólo la costumbre, el hábito, puede ser la causa de la desafección, la indiferencia o la insensibilidad ante algo tan poderoso como es el dolor injustificado o el sufrimiento infligido.

Desde el punto de vista de la sociología las costumbres son el conjunto de prácticas o modos de comportarse que se pueden observar en una sociedad dada. Los representantes más jóvenes de nuestra sociedad son estos: los que gracias al uso que desde pequeños han hecho de Internet ya no se sorprenden ante las imágenes pornográficas más salvajes y más degeneradas, ni ante las imágenes violentas más sádicas y más crueles (y en este caso reales, ya no ficcionales). Otra cosa es que la sensatez de muchos (¿) de ellos les sirva sólo para haber conocido esas imágenes y no para convertirse en adictos a ellas. En cualquier caso, y a las pruebas me remito, ningún joven ha escapado de ver las barbaridades que circulan por Internet. Ninguno. Ya sea para verlas allí mismo o para conocer la forma de acceder a ellas (bajándoselas, pasándoselas).

Hace poco le contaba todo esto a la joven y dulce hija de unos amigos. Se lo contaba, claro, manifestando mi perplejidad y mi inquietud. Cuando me encontraba a mitad de la historia me interrumpió cortésmente y me dijo, “la película de la que hablas no será Saw, ¿verdad?”. Desconcertado le dije “sí, ¿cómo lo sabes?”, a lo que ella respondió, “¿cuál de las 6?”.

Post Scriptum. Hay una secuencia muy emocionante en la película En nombre de la rosa (no he leído el libro); una secuencia que me resulta emocionante debido, precisamente, a la misma emoción que que se desprende del protagonista.

Me emociono ante un estudioso franciscano emocionado de la misma forma que emociona Lo sublime. No hacen falta paisajes poderosos, ni grandes tormentas, ni acantilados, ni magnos incendios forestales para despertar el sentimiento de Lo sublime. O mejor, no son sólo este tipo de experiencias las que pueden conducirnos a Lo sublime. Lo que en un momento dado aparece ante los ojos de Guillermo de Baskerville es uno de los espectáculos más sublimes con los que se puede enfrentar un ser humano: el del CONOCIMIENTO. En efecto, durante sus pesquisas investigatorias, el fraile franciscano se encuentra ante, como él mismo la describe entusiasmado, una de las bibliotecas más grandes de la Historia de la Humanidad. Y se emociona ante el conocimiento que todos esos libros contienen aún sabiendo que todo ese conocimiento allí albergado no es sino un muy minúsculo grano de arena del verdadero Saber. A Guillermo le tiembla el pulso ante todos esos libros, los ojos le brillan y le tiembla la voz. Su entusiasmo es indescriptible e inenarrable. No hay gestos ni palabras que puedan traducir la experiencia de Lo sublime. En el momento en que descubre la biblioteca el fraile se encuentra ya poseído y no puede, por tanto, ser dueño de sus palabras. No puede dar cuenta cabal de su experiencia, por lo que sólo puede balbuear. Se ha topado con Lo sublime.

Bajo mi punto de vista el sentimiento de Guillermo de Baskerville es un sentimiento noble, por lo que su inenarrable experiencia es edificante y ejemplar aún cuando sólo podamos intuirla o imaginarla. El gusto por el Conocimiento, así como la voluntad de acceso a la Bondad, son para mí las únicas predisposiciones vitales que pueden redimir al ser humano de sus miserias.

Mutatis mutandi. Hace poco salió publicada, en las portadas de todos los periódicos, la fotografía que mostraba a un torero en el momento trágico de la cogida. La imagen era espectacular: el hasta le entraba por la garganta y le salía por la boca. En lo que a mí respecta, pura pornografía. Por perfectamente innecesaria. A partir de ese día, y en todos los "youtube" posibles, el vídeo más visto de esos día: un vídeo que recoge las cogidas más espectaculares y sangrientas de los últimos años, todas juntas, una detrás de otra, todas las cogidas más sangrientas. El vídeo más visto. El más visto por todos aquellos que disfrutan viendo, también, accidentes de tráfico en programas específicos de televisión, persecuciones, peleas entre estudiantes, caídas de motociclistas, tanganas deportivas...