domingo, noviembre 28, 2010

¿Mayéutica?

Hemos tenido que sobrevivir a tres días de bombardeo mediático. Por el día del Contra la violencia de género. Niños adiestrados, actores sobrevenidos de elocuencia, presentadores ebrios de buena voluntad y televidentes asaltados por las calles declaran todos lo mismo ante la cámara. Los periódicos se hacen eco del asunto a su manera: en las portadas de varios de ellos la fotografía de unas mujeres sacando tarjeta roja. Las mismas mujeres que también han salido en todos los telediarios de todas las cadenas televisivas.

La pregunta, por cierto nada gratuita, sería, ¿a quién le sacan la tarjeta roja las mujeres?, ¿a quién va dirigida esa tarjeta?: ¿a los posibles futuros maltratadores?, ¿a los que se están pensando si maltratar o no a sus mujeres?, ¿a todos los hombres? ¿o sólo a los que ya han consumado el maltrato? ¿Qué sentido puede tener el sacar tarjeta roja a quien ya ha demostrado que “no entiende de fútbol” y por eso le importan muy poco las tarjetas? Si por lo tanto no es a ellos a quienes se les saca la tarjeta roja, pues estos ya estaban expulsados, ¿a quién le están sacando la tarjeta roja esas mujeres que tanto énfasis ponen en su acción sancionadora?

Se trata de la escenificación de un sentir en el Día Contra la Violencia de Género. Pero, ¿es de género de lo que habla esa violencia? No hace mucho una lesbiana le pegó una paliza a la mujer con quien estaba casada y el Sr. Juez giraba la cabeza cual niña del exorcista en el momento de la sentencia. No sabía exactamente cómo denominar el delito y se inclinó por declararlo como Violencia Doméstica (delito menor). Por lo que le llovieron piedras de parte de la mujer agredida que exigía ser víctima de la Violencia de Género (delito mayor). Pero, ¿es el género algo que claramente se asocia a uno de los dos sexos para distinguirlo del otro? El caso demuestra que no. ¿Es el género, en todo caso, lo que puede distinguir en una sentencia la gravedad del delito? ¿No era el género un simple constructo cultural, elaborado por la despótica sociedad patriarcal y machista? Por cierto, ¿puede llamarse machista a una violencia cometida, las más de las veces, por energúmenos que ejercen esa violencia sin creer en la superioridad de un género sobre el otro? O dicho de otra manera, ¿puede llamarse Violencia Machista a la ejercida por motivos que nada tienen que ver con el machismo, sino con los celos, el egoísmo, la debilidad mental o una patología mental? ¿Qué es pues una mujer ante la Ley? ¿Qué es lo que posee para que esa posesión le haga distinta del hombre ante la Ley? ¿Somos tan distintos los hombres y las mujeres como para que la Ley tenga que distinguir entre sexos a la hora de juzgar? Al parecer y según las mujeres SÍ. Por no ser iguales a los hombres.

Así, ¿a quién le sacan la tarjeta roja las mujeres? ¿A los hombres? ¿A los hombres sólo? ¿A todos o a los que por “no entender de fútbol” no entienden de tarjetas? Es decir, ¿a todos, que son legión, o a los canallas, que son unos cuantos? ¿Pero no son todos los demás (los que no saben de violencia), precisamente, los que no necesitan amonestación y menos aún expulsión? Entonces, ¿a quién van dirigidas todas esas tarjetas rojas?

En estos tres días de bombardeo mediático no ha habido reportaje que no hiciera hincapié en una necesaria prevención que debía estar destinada a los hombres, a los hombres y a su educación. Por tanto, también a los niños, que también eran protagonistas de la campaña. Eran las niñas quienes, adiestradas por sus satisfechos educadores, expresaban en el Telediario un “NO” rotundo dirigido a las posibles actitudes del potencial delincuente, su compañero de pupitre. Y del carácter indefinido de los conceptos posible y potencial se pasará, como atestigua el discurso oficial, a la criminalización del género masculino, a la criminalización (especulativa) de los niños (posibles y potenciales canallas) y de todos los hombres (posibles y potenciales canallas). El discurso oficial preventivo.

Ayer mismo venía en El País esta declaración de la responsable de la Sección Mujer de la Unidad Central del equipo Mujer-Menor de la Guardia Civil. “La misma mujer que ha venido llorando al cuartel, asustada y llena de moratones, trata de convencernos después de que su pareja es muy buena persona, que la quiere mucho y que, por tanto, quiere retirar la denuncia. Le dices: “Señora, eso lo dirá es fiscal”. Y entonces se enfurecen y arremeten contra nosotros. Nos llaman de todo. Las buscas y no cogen el teléfono. Vas a su casa y no te abren. Se desdicen ante el juez, niegan lo evidente… Es frustrante […] Lo defienden (al verdugo) con verdadera pasión. Eso no ocurre en ningún comportamiento criminal” (Ana Muñoz, capitana de la Guardia Civil).

La pregunta ahora sería, ¿a quiénes les hizo falta esa educación que habría evitado llegar a tales infames circunstancias: a los hombres “enfermos” o a las “dulces” e “indefensas” mujeres? O mejor, ¿la educación de quiénes habrían podido prevenir mejor (o disminuido las probabilidades de) los hechos narrados por la experta? ¿Qué sentido tiene entonces mirar sólo a los ojos de los niños varones cuando con la excusa de la prevención se pretende educar a los niños de ambos sexos? A ellos se les dice, “no maltrates”, a ellas se les dice, “no te dejes maltratar”. ¿La igualdad?

Post Scriptum. Tengo dos sobrinos mellizos de los que ya he hablado en algún post. Tienen ahora 11 años y son niño y niña. Pues bien, si en algún momento me planteara prevenirlos contra un posible futuro de sufrimiento en estas lides del “amor”, antes me inclinaría por hacer énfasis en la educación de ella que la de él. La explicación es muy sencilla y contiene dos fundamentos: el primero se corresponde con una simple cuestión numérica. Los hombres maltratadores son una pequeñísima porción respecto a los hombres que no lo son y además mi sobrino no vive las condiciones familiares que se consideran propicias para conformar a uno de ellos. Lo cual no quiere decir que excluya la posibilidad, sólo quiere decir que me atengo a las probabilidades y en este sentido es más probable que mi sobrina se enamore de un chulo o de un adinerado que mi sobrino se convierta en un canalla violento. Mucho más probable. La segunda se corresponde con las cuestiones electivas. Mi sobrino no tendrá elección respecto al camino a seguir: deberá ser un hombre de provecho, lo que significa que tendrá que trabajar sí o sí para poder formar una familia (descarto otras posibilidades no vinculadas a su futuro sentimental). En cambio mi sobrina tendrá que superar la tentación de “querer” encontrar un hombre que le evite tener que trabajar. Es algo de lo que nada quieren oír las feministas, pero la verdad es que siguen siendo muchas más las mujeres que deciden depender de un hombre (en su enlace o compromiso) que hombres que deciden depender de una mujer. Un posible tercer fundamento tendría que ver con el hecho, también extendido y también poco analizado, de que los adolescentes y los jóvenes que más fornican son siempre los más chulos. Con lo que eso supone respecto a la atracción sexual de ellas, las adolescentes.

domingo, noviembre 21, 2010

En off

Hace unos días hablaba yo en este blog sobre las diferencias que median entre lo dicho en privado y lo dicho en público. Sólo se trató de un apunte usado para hablar de otro tema, así que no pude expresar la importancia que bajo mi punto de vista tiene en nuestra sociedad esta esquizofrenia mostrenca.

Y no sólo sucede en política, sino que sucede con todo y en todo. Nadie dice en público lo que dice en privado. Así, muchos de los que se jactan de su sinceridad lo hacen porque en realidad no tienen un público; tienen amigos, pero no público. Las mujeres comprometidas públicamente con su causa (feminista) te dicen en privado sinceridades que contravienen todo su discurso público. Los expertos en arte hablan en plural mayestático a “su” público de las bondades del arte, pero después hablan de su desfachatez cuando se encuentran entre amiguetes. Los gitanos comprensivos que salen en televisión exigiendo integración se reúnen por la noche para echar unos cantes y decir, “nosotros semos asín, que se mueran los payos, chico”. Los políticos dicen por los pasillos del Congreso lo que no se atreven a decir en el Hemiciclo. Y quienes en público aseguran que todos somos iguales sólo hablan en privado de lo que a ellos les hace diferentes.

Sólo emerge la verdad en el fuera de campo. Entonces, sólo entonces, surge la verdad y el mundo se torna creíble, humano. No bueno, sino humano. Sólo ante los descuidos de alguien descubrimos el lado humano de los dos trampantojos mequetrefes (Zapatero y Rajoy). Descuidos humanos, por cierto. En efecto, de forma invariable, cada cierto tiempo emerge un político cuya voz se escapa fuera de campo. Son las traiciones de la voz en off. El otro lado, el lado público, es sin embargo el lado oscuro, el que sólo sabe de pensamientos únicos, de hipocresía: de corrección, de maldad. Así, la única verdad posible se encuentra, desgraciadamente, siempre en off. El señorito Rajoy dice que el desfile de las Fuerzas Armadas es un coñazo y el sibilino Zapatero que hay que violentar al ciudadano para sacarle más rédito político. Es el lado humano (privado) de ambos el que se ha manifestado, sí, pero no olvidemos que nos gobiernan desde el otro lado, el lado oscuro (público).

Desgraciadamente no hay verdad posible en el discurso público y lo humano sólo cabe fuera de campo, esto es, en lo privado. De ahí la poca credibilidad de todo discurso público y de ahí la desafección hacia el mismo. Y de ahí la miseria social que nos rodea. Ya nada puede creerse del discurso público, que es falso por efecto y por defecto. Quedan ya muy pocas cosas de las que hablar en público que no generen un déjà vu asfixiante por desesperanzador (quizá sea este el motivo por el que los gemidos se han impuesto en las campañas electorales catalanas, los gemidos equivalentes al caca, pedo, culo pis de los niños). Por otra parte, el sujeto del hoy sólo quiere medrar y se sirve de algo que precisamente los políticos le han puesto en bandeja: la corrección política, que consisteverdadero cáncer de nuestro tiempo gobernado por un Pensamiento Acomplejado. La hipocresía y la ambición no son, pues, cuestiones que definen al político del hoy sino que son un signo de nuestro tiempo, un tiempo en el que el sujeto vive con miedo y amor; miedo al otro y amor al dinero. En fin y por volver al asunto, somos humanos sólo cuando hablamos delante de una cerveza; esto es, fuera de campo. Una pena.

viernes, noviembre 19, 2010

(Sin) Pudor

Fui casi obligado por ciertas circunstancias. No es que se tratara de un incordio, pero casi: de no haber sido por la insistencia de la pareja no habría acudido a la conmemoración. Son amigos de toda la vida, celebraban sus bodas de plata y para ellos era importante que fundamentalmente acudieran los mismos que coincidimos en los fastos de sus nupcias. El lugar elegido para el evento, es cierto, ya merecía el esfuerzo: un hotel rural solitario que había sido alquilado en su totalidad. Y digo casi obligado porque padezco un fuerte rechazo a los actos sociales en general y a los de las celebraciones en particular. Me acuerdo que tres días antes del viaje me pasó lo de siempre. Lo que siempre me pasa cuando algo o alguien me saca de la rutina. Todo lo que supone abandonar mis hábitos me sumerge en un estado melancólico presidido por una fuerte sensación de pereza. O por decirlo de otra forma: tres días antes de salir hacia ese retirado y aislado hotel ya sentía yo las irrefrenables ganas de inventarme una excusa que pudiera justificar mi ausencia. Pero debía ir y fui.

Como los viernes son días que en los que acostumbro a no hacer nada de lo que sí hago durante los otros cuatro días laborables me pude permitir el lujo de salir a mitad mañana en dirección al hotel. Paré a comer en un llamémoslo bar de carretera que resultó estar bastante alejado de la desviación que se anunciaba en la autovía. Dudo en la denominación del local porque aún no tengo claro que fuera sólo un bar, dada la altura de la barra, su forma, su longitud y su revestimiento. En efecto, la barra formaba una inexplicable forma de doble “u”, era más alta de lo habitual y estaba tapizada en piel en estilo capitoné. Mesas, sin embargo, habría media docena, todas desocupadas. Una vez me dispuse a comer el bistec con patatas comprobé que, efectivamente, se trataba de un bar restaurante, si bien no dejé de pensar en todo momento que el local era, por lo menos, algo más que un bar restaurante. Lo que corroboré cuando pagué por un menú de los años 70 casi el doble de lo que vale un menú posmoderno en el centro de Valencia. En cualquier caso, durante mi estancia se ocuparon dos mesas más. Habría que ver este local a mitad tarde, me dije. O habría que ver lo que hubiera pasado si en vez de un bistec de entrada hubiera pedido un Nokando.

Fui el primero en llegar al hotel. Me recibió un hombre barbudo que hablaba siempre mirando al suelo. Me acompañó a la habitación y me explicó el funcionamiento de la ducha con un tono de voz somnoliento. Cuando salió de mi habitáculo levantó la cabeza con los ojos cerrados y me dijo, “le recomiendo que si puede, y antes de que lleguen sus amigos, de una vuelta por los alrededores, que son una maravilla; no debería perdérselos”. Intenté ser amable con él pero no me dio tiempo, se giró dejándome con las “gracias” colgadas de la boca. Deshice mi maletín y me dispuse a leer el libro que en esos días me ocupaba: Sobre el pudor. Pasadas un par de horas decidí hacer caso al enigmático barbudo y salí a dar un paseo por los alrededores. Estaba anocheciendo, no se vislumbraba signo de civilización alguno y el silencio era casi ensordecedor. La vegetación del lugar era abundante y carecía de sendas. Todo abrupto y salvaje.

Me acerqué a un pequeño bosquecillo que ya de lejos me llamó la atención por parecerse a esos pequeños bosquecillos que aparecen en los fondos de Botticelli. Salté unos pequeños arbustos con el fin de acortar distancias y escuché entonces el sonido de lo que debía ser un riachuelo. Me dirigí hacia él y cuando hube traspasado lo que parecía un linde derruido apareció ante mí una pequeña casa de piedra que tenía la puerta abierta. Me aproximé temeroso porque carezco de espíritu aventurero. Había oscurecido bastante y dentro de la casa no había luz. Era pequeña, cuadrada y con un tejado a dos aguas, y su exterior se encontraba en condiciones muy saludables. Me acerqué a la puerta en silencio y ¡cuál fue mi sorpresa!: sentada frente a mí y junto a una mesa de madera había una bella mujer vestida con una bata larga. ¡Está ahí sentada como esperándome!, me dije. “Adelante, pasa, te estaba esperando”, susurró en tono dulce y tranquilizador. El corazón me dio un vuelco.

Estuve paralizado unos segundos hasta que se volvió a dirigir a mí, “pasa, no tengas miedo”. Pero yo tenía miedo, mucho miedo, y no podía disimularlo. Ella se levantó pausadamente y me dijo “¿quieres algo de beber, una taza de té, una cerveza?”. ¿Una cerveza?, me dije, ¿cómo que una cerveza? Cuando quise reaccionar ya estaba ella insistiendo, “pasa que te estaba esperando”. Su presencia tenía algo de irreal, por qué no decirlo, pero había algo en ella que transmitía sosiego y paz. Se acercó a mí, me cogió suavemente del brazo y me acompañó a la mesa en donde había dos sillas. Me hizo sentar y cogiéndome la mano me dijo, “siempre hay un momento para lo imprevisible”. Y en efecto, ese debía de ser uno de esos momentos. Yo aún no había dicho nada por miedo, por miedo a lo que estaba siendo imprevisible. Entonces balbuceé, “¿quién eres?”. “Soy un ángel”, respondió con una enigmática pero bondadosa sonrisa. ¡Está sonriendo como lo haría un ángel!, me dije, y un escalofrío recorrió toda mi espalda. ¡Un ángel y ofreciéndome una cerveza!

Intenté relajarme pero ni por esas era capaz yo de articular con palabras mis inciertos pensamientos. Fue entonces cuando cogiendo mi mano con ambas manos y mirándome tiernamente a los ojos me dijo, “toda acción tiene un tiempo, se corresponde con un tiempo, y la medida de las acciones se encuentra anclada en la posibilidad del autocontrol”. Yo, claro, no entendía nada de lo que me decía, pero la intriga era más fuerte que el miedo. Además, alguien con esas facciones tan dulces no debía ser muy peligrosa, me dije mientras reflexionaba acerca del posible sentido de la frase. No quería entrar con mal pie en la conversación; es decir no quería parecer maleducado, pero no pude evitarlo y por eso le dije, “no entiendo”. Ella, lejos de mostrar incomprensión ante mi incomprensión sonrió y añadió: “la determinación es la única forma de controlar los tiempos de nuestras indeterminadas pero reiteradas acciones; deberías sugerirte a ti mismo la posibilidad de provocar un cambio en tus acciones vinculadas al tiempo presente. Ser en el tiempo, sí, pero ser en tiempo real; ser con convicción”.

Ahora fui yo el que puso mi mano derecha encima de la suyas, que abrazaban mi mano izquierda. “Perdona, pero es posible que te estés equivocando de persona, yo estoy aquí de casualidad y he…”, comencé diciendo. Pero ella me cortó en seco y dijo, “es cierto que las cosas no siempre son lo que parecen, pero la cuestión es que estás aquí para que yo te guíe, para que yo pueda indicarte el camino que debes seguir y por eso te digo de nuevo, que hay acciones que deben formar parte del pasado de la misma forma que hay presentes que no conformarán nunca ningún futuro posible”. “¿De nuevo?”, me dije. ¿Y ahora qué hago?, pensé mientras soltaba sus manos. “Las cosas no siempre son lo que parecen”. ¿Qué querrá decir con ese tópico: que sí son lo que parecen porque nunca son lo que parecen?, me preguntaba yo apresuradamente con el fin de poder entender algo.

“De verdad, estoy aquí por casualidad…” balbuceé, pero ella, de nuevo (?), no me dejó acabar. “¡Por casualidad!, ¿pero es que no eres capaz de darte cuenta…?”, replicó. Y ahora fui yo la que la interrumpí, ya en un tono serio, “No sé de qué me tengo que dar cuenta, pero tampoco sé qué pinto yo aquí, ni sé lo que pretendes de mí”. “Casualidad… casualidad… casualidad”, repetía ella en tono burlesco y despectivo. Y después de dejar pasar un instante continuó, ya sin sonrisa, “¿en realidad piensas que el hotel elegido por tu amigo ha sido casual, y el bar restaurante de dudosa reputación, y el hombre barbudo enseñándote la ducha… e incluso la forma de esta casa… o yo misma?, ¿acaso tú no eres Alberto Adsuara, el fotógrafo?”. “Pues más o menos”, contesté. “De más o menos nada; o eres o no eres, no te pongas entendidillo a estas alturas”. “Sí, soy yo”, dije con un levantamiento de hombres y aún a pesar de no tener muy clara mi respuesta. “Pues entonces la cuestión es que debes dejar la fotografía; este es el verdadero motivo por el que tú y yo estamos aquí, para que yo te guíe con mis palabras. Y la cuestión, repito, es que debes ya tratar de evitar los signos patéticos y para eso debes de abandonar la fotografía”, concluyó de forma tajante.

Se produjo entonces un insignificante tira y afloja en el que yo sólo pretendía entender lo que me quería decir con esa especie de consejo-orden. Quise decirle que llevaba muchos años haciendo fotografías y todo eso, pero ella zanjó mi discurso de forma categórica, “¡he dicho que te dejes la fotografía, hostia!, ¡y se acabó! Y sin dramatizar”. Así, di un paso atrás y la miré perplejo; ella sonrió con media boca mientras me señalaba la puerta. Salí de aquel refugio y me dirigí al hotel en donde me esperaban todos los invitados.

Un ángel me había indicado el camino, mi camino. Sin dramatizar.

Post Scriptum. Espero que esta narración basada en hechos reales sirva para explicar mi al parecer incomprensible (para los demás) abandono definitivo de la fotografía. La celebración fue un coñazo y el viaje de vuelta lo hice de tirón. Aún recuerdo el olor acre del bar restaurante, mezcla de ambientador y grasa.

domingo, noviembre 14, 2010

Don Juan, Doña Inés y el arte

[De vuelta de ver la exposición del artista Weiwei en la Tate Modern]

Una vez más no es en mi caso el arte el motivo de mi reacción. El arte está “ahí” para quien quiera y para quien de alguna manera quiera y pueda servirse de él. La discusión no se encuentra en la validez o invalidez del propio arte, como nos quieren hacer creer los medios que anuncian la controversia y la polémica (formas de venta), sino en el verbo que lo acompaña. O si se quiere en el mismo mundo del arte, que no es otra cosa que todo lo que envuelve al arte si exceptuemos el arte. No es por tanto mi idea elaborar juicios respecto a la pertinencia de tal o cual representación artística. Por muy sospechosa que, por naturaleza, pueda ser.

Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático. LA libertad del artista creador no es más que un vestigio romántico que se desvanece ante el verdadero Mercado de la misma forma en la que la pureza de Doña Inés se desvanece en brazos de un empresario llamado Don Juan. Mercantil, pues, en la medida en que los beneficios producidos (no necesariamente crematísticos) por el arte del hoy (ofrecido ya sólo desde la Institución) sólo inciden de forma extremadamente tangencial en los espectadores a los que supuestamente va dirigido. O por decirlo de otra forma: el arte del hoy, ahora más que nunca, es sólo el producto de una estrategia empresarial que mezcla Estado y Gran Capital (en diversas proporciones dependiendo del continente), por lo que el arte del hoy sólo puede ser sospechoso, con independencia de las emociones estéticas que suscite en la individualidades. No criticable en la medida en la que nace como producto de la libertad, pero sí sospechoso en la medida en la que cuando se muestra responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Los artistas del hoy son todos unas doñas ineses; unas novicias que suspiran por el abrazo de un musculoso y cínico protector.

Da capo. Vengo de ver la última pieza del artista Weiwei: cien millones de pipas de porcelana diseminadas por el suelo de la Sala de Turbinas de la Tate Modern. La gracia consiste, pues, en que son cien millones y en que son de porcelana. O por decirlo a la manera estratégico-mediática: mil metros cuadrados ocupados por cien millones de pipas de porcelana producidas a mil km. de Pekín, por 1.600 personas que han trabado en la fabricación más de dos años. Pesan 120 toneladas y ocupan 10 cm. de grosor. ¿Vale?

Una vez dentro me dediqué a lo único que podía: a mi experiencia estética. ¡150 millones de réplicas de pipas a unos cuantos palmos de mis narices! ¡Qué barbaridad!, me iba diciendo a mí mismo, a quién si no. La gracia debe encontrarse en la cantidad, como en los Guiness, me dije, o quizás en el hecho de que estén todas pintadas a mano una a una por 1.600 alienados chinitos. O sea, como en el Guiness. La experiencia de ver tantas réplicas de pipas resulta, en cualquier caso, desconcertante, debido precisamente a las dudas que genera tal empresa. Como en los Guiness.
Mi experiencia reclamaba una explicación a tal propuesta artística. Y yo no soy dado a exigir demasiado en la percepción de una obra de arte, si no lo entiendo de primeras sólo espero que de alguna forma me conmueva sin necesidad de concepto. Pero más allá de que esto suceda o no (algo irrelevante en sí mismo para los demás) trato de entender los motivos por los que una obra de arte de esta magnitud se encuentra en una de las catedrales del arte contemporáneo. La Tate Modern es un súmun del Arte Contemporáneo, así que una de las obligadas reflexiones que plantea toda exposición allí ubicada es la de su pertinencia y necesidad. O por decirlo de otra manera: uno no puede salir de allí sin saber por lo menos qué hay detrás de algo tan trivial como es el amontonamiento de algo tan intrascendente; en definitiva: uno no puede salir de allí no sabiendo qué hay detrás de las apariencias. A no ser que la experiencia le haya conmovido sin concepto, cosa que a mí no me ocurrió.

Por eso me hice tantas preguntas durante el proceso de mi experiencia estética, preguntas vinculadas a los posibles objetivos del histriónico artista. ¿Será que quiere hablarme de algún problema derivado de la política China?, me dije. No creo, me contesté, si bien mirado sería posible que las pipas formaran parte de una posible denuncia contra el régimen chino vinculada a la precariedad de la comida de millones de Chinos, me repliqué e mi mismo, a quién si no. Pero no, no creo que se trate de algo tan burdo, sentencié; sería demasiado burdo, me insistí. Poco después me pregunteé a mí mismo, a quién si no, ¿no será esta una obra que nada tenga de compromiso social y que por tanto deba verse desde el prisma de la misma experiencia estética y de sus categorías propiamente estéticas, lo bello, lo sublime, lo gracioso, lo grotesco…? Puede, me contesté, pero entonces mi opinión valdría tanto como la de cualquier otro (experto). Así, puede, me contesté, pero entonces lo que no entendería sería la intención de la Tate Modern en tanto que Catedral del Arte Contemporáneo, en tanto que conformadora del Zeitgeist. De otra forma no habría diferencias sustanciales entre un Museo y un Parque Temático dedicado a la mazorca o al aceite de oliva.

En realidad no podía carecer de explicación; la misión de las catedrales del Arte es precisamente imponer lo que por tener UNA explicación se acaba imponiendo. Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático; y responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Por eso, llego a Valencia después de mi fugaz viaje y en el primer suplemento cultural que cae en mis manos me encuentro ya con la explicación a mis ingenuas demandas.

Dice la crítica del El Cultural del El mundo: “Si bien a nivel visual la obra es literalmente “gris”, a nivel conceptual es extraordinaria”. La cosa promete, me digo a mí mismo a quién si no, y sigo leyendo “Tiene capas y capas de significados”, continúa. “Capas y capas”, me digo, qué intrigante, veamos: “Es una denuncia de las penurias, la carestía de alimentos a las que ese enfrentó durante la etapa más dura del régimen de Mao el pueblo chino… El proyecto es también una demostración de la esquizofrénica situación del buen arte actual, suspendido en el abismo que separa el frívolo mercado –la inauguración coincidió con la semana de la feria Frieze- de las potenciales del arte como agente de transformación social: el encargo ha dado trabajo a muchas personas en situación económica muy comprometida…”

La única pregunta que me queda por hacer una vez resuelto el enigma es, ¿Cuántas Tate Modern caben en un campo de fútbol?

viernes, noviembre 12, 2010

Libros y democracia (o viva la madre que me parió)

Hay hechos que históricamente no adquieren la importancia que se merece hasta que alguien les asigna su merecido protagonismo. Esto que sigue podría ser un texto autobiográfico si no fuera porque no lo es; se trata, simplemente, de poder asignar un mérito a través de lo único que me permite hacerlo: mi experiencia personal. De asignar un mérito a quien se lo merece, haciéndolo, como no podía ser de otra forma, a través de quien de él puede dar fe: yo.

Antes de comenzar mis estudios universitarios mi madre ya reconoció tener un problema conmigo. Los libros que yo había adquirido durante mi adolescencia no cabían en mi habitación y tenían que ocupar otras estancias de nuestra discreta casa. Y la cosa no había hecho más que empezar. Todos mis reyes, mis cumpleaños, mis navidades, mis celebraciones, mis santos etc. se saldaban con libros. Y mi madre siempre estaba dispuesta a gastarse conmigo el poco dinero que tenía si el fin lo merecía. Eran siempre libros de arte y había de todo, de todo lo que en aquella época podía encontrarse; desde un libro de dibujos de Tièpolo encontrado en una librería de saldo a libros monográficos sobre Sunyer o Grau-Garriga. No me era nada fácil encontrar libros de arte porque, primero había pocos en aquella época, segundo se vendían en escasísimas librerías y tercero eran muy caros. Otro problema añadido es que yo era demasiado joven para hojear libros de arte y algunas librerías me lo ponían difícil (no existían las grandes superficies). No les gustaba que los libros caros fueran manoseados por adolescentes barbilampiños y yo nunca tuve la asertividad suficiente para exigir un mejor trato.

Una de mis librerías favoritas se encontraba en un oscuro y poco transitado pasaje comercial de mi ciudad. Como era bastante pequeña tenían la extraña costumbre, a la hora del cierre, de alfombrar el suelo con las últimas novedades de libros vinculados a la imagen, ya fuera de arte o de diseño. Así, la mejor hora para acudir a esa librería antipática era la que se situaba fuera de su horario comercial. Iba allí por la noche, pegaba mi nariz a la luna y me tiraba un buen rato escrutando las portadas e imaginando lo que podían dar de sí sus páginas interiores. Como después era mi madre quien compraba los libros para regalármelos por mi cumpleaños nunca dejó el dueño de tratarme antipáticamente cada vez que entraba a ver un libro. Así él, “¿qué quieres?” Así yo, “hola, buenos días, me gustaría ver un libro que ayer vi expuesto en el suelo cuando la librería se encontraba cerrada”. Así él, “grrrr”. Y después pegaba su barbilla a mi hombro mientras yo hojeaba el libro.

Ya digo, me hice mayor y comencé estudios universitarios (donde aprendí más o menos lo mismo que lo que aprendí haciendo el servicio militar). Mi gran sorpresa de entonces no fue tanto comprobar que prácticamente nadie tenía libros de arte cuanto comprobar que no les hacían ninguna falta. Y no fue tanto comprobar que mis compañeros comenzaban una carrera de la que nada sabían cuanto comprobar, 3 años más tarde, que estos seguían sin necesidad de comprar libros sobre aquella especialidad de estudios que se encontraban cursando. “Son muy caros”, decían invariablemente. Y en eso llevaban razón.

Yo renuncié a muchas cosas por la tenencia de libros, pero lo que ellos me proporcionaban era tan enorme que toda privación era motivo de júbilo. Compraba todo lo que podía y me interesaba casi todo, no necesariamente vinculado al arte de forma estrecha. Libros sobre acuarelistas ingleses, sobre la Hudson River School, sobre el vedutismo veneciano, sobre arte erótico, sobre la talla de madera, sobre Hans Baldung Grien, sobre pinturas de estaciones ferroviarias, sobre Charles Demuth, sobre la historia del mueble, sobre xilografías japonesas, etc. Todos, absolutamente todos, en inglés o francés, cosa que a mí, si he de ser sincero, me la traía al pairo. En aquella época yo sólo quería mirar para aprender, la letra vino después, que como es bien sabido sólo con sangre pudo entrar.

Poco a poco fui especializando mis gustos y por lo tanto acrecentando mis exigencias. Había dos librerías en Madrid, Tórculo y Gaudí (a Barcelona iba a comprar los discos de Jazz), y allí que iba yo ansioso ante la posibilidad de poder encontrar lo que buscaba. Los de Gaudí también me resultaron siempre antipáticos. Me acuerdo que estuve a punto de comprarles un libro sobre el Grand Tour y ellos mismos me quitaron las ganas con su aire despectivo. Recuerdo también que en Tórculo compré uno sobre Egon Schiele, un pintor austriaco que por aquel entonces no conocían aquí en España ni los "angulos" más puestos en Historia. Además tenía en jaque a todos mis amigos viajantes, a los que siempre les daba una lista de los autores que debían buscarme si tenían tiempo para buscarlos en una librería que estaba cerca de la estación de Charing Cross, Londres. Así, por ejemplo, pude ir recopilando información bibliográfica sobre los pintores de la Nueva Objetividad alemana del periodo de entreguerras, libros que jamás habría podido conseguir en España salvo alguna rara excepción. Y así sucesivamente hasta ahora, que aún padezco del mal de esa filia que es patológica. Hace 7 años tuve que comprarme una casa de pueblo para poder dormir en horizontal, pero esa es otra historia.

Pues bien, y volviendo al inicio: sólo alguien que ha vivido esa situación descrita sabe que la verdadera democratización del arte no la han consumado los pretenciosos artistas, ni los empalagosos museos, ni por supuesto los aburridos críticos. La verdadera democratización del arte la ha llevado a cabo TASCHEN.

martes, noviembre 09, 2010

A favor del maniqueísmo

Llevo años escuchando a la intelectualidad imperante que las cosas no son tan sencillas como pretende toda concepción dicotómica. Siempre lo dicen para preservar la bienintencionada libertad de expresión, esa libertad que no pueden ejercer quienes defienden una ética basada por principios antagónicos y eternos que luchan entre sí. Si hay algo mal visto por la rampante corrección política es cualquier concepción dualista. Y a los dirigentes políticos les ha venido de maravilla esa posición intelectual que desde hace muchos años lleva defendiendo la infinita posible gama tonal de grises frente a la tiranía del blanco y el negro. ¡Qué monos son los intelectuales del hoy!: seres ebrios de buena voluntad que desprecian la intolerancia y que viven permanentemente preocupados por su “bello” discurso público. ¿Pero quiénes son los intelectuales del hoy (de los últimos 20 años)?, se preguntará más de uno: pues los jefes de departamento de todas las universidades del hoy. Y quien dice los jefes de departamento dice los becarios que les hacen las fotocopias. Y quien dice los becarios dice los catedráticos que intercambian muestras de cariño con otros catedráticos.

La cuestión es pare ellos rechazar todo rasgo de pensamiento que comience por establecer una concepción dicotómica del elemento de análisis. Y de ahí que el victimismo ordenado desde la Cultura de la Queja se haya impuesto, como forma de poder, de igual forma en cuestiones sexuales que en cuestiones políticas. Todo se resuelve acudiendo a principios relativizadores, negando por lo tanto el papel esencial que supone el proceso dialéctico. Los intelectuales del hoy tiemblan ante la verdadera opinión: la opinión no contemporarizadora, la opinión que no se corresponde con el Pensamiento Débil, la opinión que se expresa de forma atávica, la opinión expresada desde la inoportunidad, la opinión sin débito, la opinión libre. Por eso llevan tantos años diciendo que las cosas no son blancas o negras, sino que albergan todas las posibilidades de la gama tonal de los grises. ¡Cuánta bondad emanan los que, desde la negritud, demandan públicamente más grises a su alrededor!

El primer Ministro inglés se ha reunido con los altos mandatarios chinos y sólo le ha faltado repartir besos de tornillo a todos ellos. Se lo ha pasado en grande departiendo parabienes y sonrisas a diestro y siniestro. Sus allegados, también políticos, pero de segundo rango, han manifestado públicamente que Cameron no ha expresado su sentir verdadero ante el líder chino porque no quería ofenderlos (a los mandatarios) ni crear un clima poco propicio. Para los negocios, se entiende. ¡Qué bella y enternecedora imagen!: ¡El bueno de Cameron, atusándole el flequillo al alto mandatario chino! Y como es sabido, cuando Cameron se encontraba en la oposición se le llenaba la boca de términos como “derechos humanos” para hablar del mal que los mandatarios chinos infligían a sus súbditos. Quienes lo conocen dicen que Cameron se cisca en los mandatarios chinos cuando se encuentra en privado. ¡Cuánto valor hace falta para eso! Pero no, las cosas no son tan fáciles –debe pensar Cameron-, si los dictadores tienen amigos con los que se reúnen y comparten risas es porque al fin y al cabo no deben ser tan malos; además mucha gente vive mejor gracias a ellos, y son muchos los chinos que ya no sólo comen arroz…

¿Y qué tendrá que ver el carácter deportivo (canallesco como todo el mundo sabe) de Evo Morales con el carácter mostrado a sus amigos (más o menos diplomáticos) cuando con ellos queda a tomar un Daikiri? Nada; en este caso todos quieren al simpático de Evo, que además es arrolladoramente generoso y divertido. Así, abrazar a Evo Morales en un hospital, cenar cigalas con Castro en The Paradise o hacer footing con Chavez es lo NORMAL para un político que vive en un mundo que desprecia el bien y el mal por considerarlos simples entelequias.

lunes, noviembre 01, 2010

Misantropía (ensayo)

Movimiento continuo

Los jóvenes de las nuevas generaciones nadan mientras pretenden guardar la ropa. Son individuos criados en un limbo informático rodeado, eso sí, de vías de escape.

La imagen que pretendo ofrecer de las generaciones pertenecientes a la nueva era (los nacidos desde 1985 en adelante) debe ser más precisa: se trataría de imaginar a todos sus integrantes circulando por una carretera infinita que contuviera múltiples vías de escape, vías como esas que se anuncian en las pendientes con elevado porcentaje de desnivel, vías que no llevan a ningún sitio; o mejor: vías que te devuelven pertinazmente al mismo sitio, la ramificada carretera que contiene múltiples vías de escape. La carretera sería, en este sentido, el soporte que propiciaría el movimiento continuo y las vías de escape no dejarían de ser formas de evasión circunstancial. El movimiento continuo es la inevitable marca del sujeto del hoy y las vías de escape, que parecen bifurcaciones reales, son sólo falsas representaciones de puntos muertos.

Placer sin deseo

El rumbo sobre la carretera es aleatorio debido a la indiferencia y al escepticismo de los circulantes. El placer se encuentra en el mismo circular (casi siempre muy rápido) y no en deseo alguno que vaya más allá del presente anclado en un punto móvil. Es más, en realidad no puede haber deseo alguno allá donde el placer tenga que hacer acto de presencia continuo. No puede haber deseo allá donde el placer esté instalado a perpetuidad. De ahí la necesidad de esas vías de escape, que no son sino sofisticadas sustituciones del antaño deseado sosiego. Esta vez sin sosiego y en virtual, en falso. Las generaciones de la nueva era lo miran todo con gran angular, jamás con teleobjetivo. Viven en una carretera que parece infinita (demiúrgica) pero que después de todo está construida por las empresas de telecomunicaciones y diseñada por un tal Moebius.

Pulsión escópica y reality show

Lo ven todo pero sin ver nada. Desprecian el cine en blanco y negro en particular y el anterior a 1995 en general (la Historia). Se disfrazan en la noche de Halloween sin saber quién es Don Luis Mejías (el Mito). A pesar de su juventud conocen varios países, pero son incapaces de encontrar palabras que definan conceptos con cierto sentido verbal enriquecedor (el Intelecto). Están bien preparados para la vida social, pero sus carencias en lo que se refiere a la expresión verbal limitará los desarrollos humanísticos -que no empresariales-. Porque el triunfo para ellos sólo puede ser económico (deportivo), o sexual (económico). Tienen la misma edad mental que tendrán 20 años después porque la base de su “educación sentimental” se fundamenta en la corrección política; responden así a la tentación de la inocencia. Están obsesionados con divertirse porque no han aprendido a disfrutar. Les enloquece el reflexivo divertirse porque el disfrute requiere de tiempo, paciencia, soledad y “puntos muertos”, asuntos para ellos desconocidos. Se comunican a través de las redes sociales, compran por internet, ven cine en su ordenador, cuando quieren saber algo se conectan a la Wikipedia y si quieren saber cómo es algo lo buscan en google (imágenes). Viven, en definitiva, hilvanados a una pantalla. Siendo la Fe que le profesan a esa pantalla infinitamente superior a cualquier otra Fe conocida. La pantalla es su carretera y el conjunto de sus actos cotidianos las vías de escape. Por eso hacen tanto el tonto.

Post Scriptum. Hace unos días una pareja de enamorados volvió contenta de las Maldivas. Acababan de contraer matrimonio a través de unos oficios que se celebraron en el idioma divehi, en un lujoso complejo hotelero de las Maldivas. Se habían casado con un discurso del que no habían entendido nada y a pesar de todo (o por eso mismo) eran felices. La pareja de enamorados había viajado muy lejos con el fin de celebrar una ceremonia exótica en un idioma del que nada sabía. Se casaron, pues, y lo filmaron, que por eso estaban recién casados cuando volvieron; con la prueba de la hazaña, el vídeo. Y muy contentos. No esperaban lo que youtube les deparaba.

No se ha explicado bien el origen de la difusión del vídeo de la particular boda (si bien poco importa), pero el caso es que la ceremonia fue colgada en youtube a los pocos días de haberse realizado. Y la gran sorpresa, para escarnio de los contrayentes, se produjo ante la subtitulación que adjuntó al video algún desocupado y desinteresado navegador. En efecto, los oficiadores de la ceremonia habían hecho de su capa un sayo y habían elaborado un discurso insultante. Frases como “Ustedes son unos cerdos. Los hijos que nazcan de esta unión serán cerdos bastardos porque este matrimonio no es válido”, etc., eran habituales durante toda la ceremonia. Y todo mientras en off se escuchaban especulaciones acerca de si la mujer llevaba o no sujetador. En divehi, claro. Y ellos con cara de papanatas. Ay, las vías de escape. ¡Excéntricos de pacotilla! ¡Tontos!