(Una semana después)
El plural mayestático sirve de forma desigual a las diversas formas artísticas. No es lo mismo hacer uso de él para expresar un juicio sobre cine que usarlo para hacer lo propio con la música. El cine es una forma artística relativamente joven que con su desarrollo se ha asegurado la existencia de aquello que le confiere verosimilitud: el público. Eso de lo que se deshizo la música hace cerca de 100 años y eso que despreció el arte desde los orígenes de la modernidad, esto es, desde los mismos orígenes del arte. No es lo mismo, pues, usar el plural mayestático para hablar de La diligencia de Jonh Ford que usarlo para hacer lo propio con un klee de Paul Klee. La credibilidad del primer caso no carece de sentido debido, precisamente, a la verosimilitud que confiere la existencia de un público, un público que sabe de trasgresiones pero que conoce las normas. Sin embargo un klee no puede dejar de ser más que el producto de un capricho que nace ante la indeterminación de normas, la libertad total. Si el cine produce signos el arte produce síntomas. No hay otra.
Así, en el arte, el plural mayestático no podrá dejar de ser más que una forma retórica que se usará, fundamentalmente, desde la ignorancia. Valga la tremenda paradoja. En efecto, el plural mayestático se usa con frecuencia en el arte como una manera de evitar el ridículo que suponen, precisamente, las frases típicas y previsibles (o emocionalmente pobres). Se requiere mucho talento para hablar desde la primera persona sin que el discurso aparezca ante el lector como algo sumamente básico e infantil. Ciertas palabras supuestamente expresadas desde el sentimiento pueden resonar ridículas desde la primera persona, sin embargo dichas desde el plural mayestático pueden llegar a parecer incluso verdaderas. El caso del post anterior sirve de ejemplo, los efectos del decir “(el cuadro) nos reclama desde la distancia” (Muñoz Molina) son extraordinariamente distintos a los del decir “(el cuadro) me reclama desde la distancia”. No hay duda de que la primera persona habría resultado infantil, pero se habría debido, precisamente, a la brutal vulgaridad del (no) argumento. De esta forma el plural mayestático se descubre como una forma de expresión extremadamente fácil de usar por todo aquel que no tenga gran cosa que decir; o por todo aquel que carezca del valor necesario para decir algo por boca propia. Se trataría, en definitiva, de la forma de expresión “perfecta” para todo aquel que careciera de argumentos reales y verdaderos; la forma de expresión "perfecta" del ignorante.
O por decirlo de otra forma, en arte el plural mayestático es un intento de verificación, pero con la particularidad de que lo que se pretende verificar es “de por sí” inverosímil. Desde el plural mayestático todo argumento será verídico, con independencia de que pueda ser o no verdadero, porque supuestamente está dicho desde la realeza. Y precisamente es por haber sido dicho desde la realeza por lo que no podrá ser nunca verosímil (sobre todo dada la inecesariedad de verificación alguna). Y la Verdad, que al parecer nada tiene que ver en este entierro, sería ese “acto de valentía que elige la incertidumbre objetiva con la pasión del infinito” (Kierkegaard). “La esencia de la verdad es esta apreciación: “creo que esto o aquello es así”. Lo que se expresa en este juicio son las condiciones necesarias para nuestra conservación y desarrollo” (Kant).
Post Scriptum. Como es sabido hace dos días han sido concedidos los galardones del Príncipe de Asturias. Las palabras de nuestro casi Rey (Felipe) respecto al premiado artista Richard Serra fueron: “Es un gran artista, creador de una obra inconfundible y solemne, generosa y horada, enraizada en la verdad, que nos invita a formar parte de ella, a vivirla con emoción” (22-10-10). Y, en efecto, se trata de palabras propias de un (casi) Rey. Aunque si he de ser sincero yo preferiría no formar parte nunca de una obra de Serra. Dos serían los motivos: primero por desconocer verdaderamente la verdad de las raíces de los mastodontes y segundo, y fundamentalmente, por miedo.
domingo, octubre 24, 2010
domingo, octubre 17, 2010
Plural mayestático y hermenéutica
Desde de 1994 he escrito varios textos que de una forma o de otra se han posicionado junto a Antonio Muñoz Molina en lo referente a la polémica que él mismo suscitó con un artículo publicado en El país. Su contestado artículo sobre la exposición de Joseph Beuys no fue sino una suerte de reivindicación de la libertad ante la experiencia estética. Así al menos lo entendí yo y por ello no he dejado, cuando la oportunidad me lo ha permitido, de rememorar o citar el “caso Beuys” como el paradigma de ese conocido desencuentro continuo que se produce entre el espectador de arte y el experto en arte. Poniendo siempre a Muñoz Molina como el ejemplo representativo del intelectual que expresa un sentir muy extensible.
Le di la razón porque creí, en efecto, que lo que Muñoz Molina reivindicaba era su derecho a sentir libremente ante toda obra de arte (fuera o no de Beuys). Y porque, por ello, toda aseveración producida públicamente que no tuviera en cuenta esa libertad debería considerarse despótica. Y toda reivindicación de un artista que exigiera adoración y culto tendría que ser por fuerza tiránica. Le di la razón porque con su artículo lo que M.M. pretendía no era denostar a Beuys sino reivindicar su libertad ante los despóticos argumentos de los exégetas. Le di la razón porque creía, con él, que los exégetas que adoraban al gurú no eran, a la postre, más que unos déspotas engreídos. Y le di la razón porque todos aquellos que salieron en su ataque carecían de argumentos que no fueran otros que los histórico/culturales. O sea, le di la razón porque no existía ni un ápice de pensamiento y reflexión, ni de sentimiento, en los insultos que proferían los expertos al acorralado y desprevenido escritor. Le di la razón, en definitiva, porque soy absolutamente partidario de la (necesidad de) interpretación de toda obra de arte y porque creo que el sentido de la obra de arte se construye con independencia de intencionalidad alguna (del artista o del exégeta).
Ahora bien: me equivoqué. Y no es que me equivocara en los argumentos esgrimidos, esos argumentos citados, sino en las deducciones que extraje de aquel pequeño texto que parecía ser algo. Y no era nada. Me explicaré, pero baste decir que este post estuvo a punto de llamarse El peligro del falso experto y que al final cambié de título para no precipitar las conclusiones del lector. Al parecer sobrevaloré la intelectualidad del por otra parte excelente escritor Muñoz Molina. Concebí esperanzas porque creí que, en efecto, lo que el escritor valientemente denunciaba era el despotismo que llevan implícitas todas las aseveraciones proferidas por un experto que trata de inútil a todo aquel que no comparte sus tesis (aunque lo hiciera con trucos retóricos tan zafios como efectivos). Concebí esperanzas porque, como ya he dicho, creo en la construcción del sentido y por tanto espero de las personas sensibles interpretaciones que puedan aportarme algo en el conocimiento del mundo. Y me sobran los que hablan por boca de otros. O por decirlo de otra forma: yo sólo puedo aprender de quien me habla de dentro a fuera (como Félix de Azúa en su ya comentado libro Autobiografía sin vida) y no de quien lo hace de fuera a dentro. Por otra parte, no me interesa el tema de la intencionalidad del autor y por tanto soy poco amigo de los asuntos biográficos. Así, lo que me interesa realmente son las buenas (productivas) interpretaciones que emergen de los sabios (¿) hermeneutas, sean o no famosos. E incluso con independencia de que esté o no de acuerdo con ellos. Y nada me interesan los lugares comunes y el plural mayestático.
Este sábado el bueno de Muñoz Molina se ha vuelto a pronunciar en cuestiones artísticas (si bien nunca ha dejado de hacerlo) y ha querido EXPRESAR su opinión en El país, 16-10-10. Para ello ha escogido dos cuadros de la exposición Made in USA. Arte americano de la Phillips Collection, uno de Rothko y otro de Hopper. Ante esta particular selección, al parecer emocional, uno no puede dejar de imaginar al escritor contento por poder escoger dos “formas artísticas” tan antagónicas para hacer de ellas una interpretación positiva, lo que sin duda le alejará de una nueva polémica que pudiera achacarle incultura. Pero anécdotas aparte, hay algo en el artículo que, al menos para mí, ha resultado esclarecedor. Se me podrá decir que se trata de una simple forma de hablar, pero yo responderé que es precisamente Muñoz Molina quien no puede hablar en esos términos después de decir lo que dijo. Me refiero, claro, al uso del plural mayestático (truco retórico tramposo donde los haya). Es precisamente la crítica del uso de esa forma de expresión lo que convertía el artículo de M.M. en un artículo no sólo lúcido, sino lo que es más importante, mal que le doliera a muchos: irrefutable.
Si algo reivindicaba el escritor con su famoso artículo era la libertad de no compartir el saco. M.M. no quería que se le incluyera en el saco de los que tendrían que gozar por obligación con la Silla con fieltro y grasa. Y mucho menos estaba dispuesto a admitir que por su rechazo hacia esa obra pudiera ser insultado. Así, si algo reivindicaba el escritor respecto a la llamada obra de arte era, eso al menos creía yo, la interpretación sensible pero humilde como única posibilidad real de aportar algo al conocimiento del mundo; la expresara quien la expresara. Sin embargo, y pongo de manifiesto por fin sus palabras, éste es ahora su modo de expresar su opinión. Un modo, todo se ha de decir, exacto al de aquellos que en su famoso artículo cuestionaba (citado in-extenso para evitar malos entendidos):
“Un vago rectángulo anaranjado, de bordes muy imprecisos que se diluyen en el fondo, y debajo otro rectángulo mucho menor, amarillo, los dos suspendidos, no sólo verticalmente, el rectángulo más grande flotando sobre el más pequeño, sino también por encima del material que lo sustenta, el papel muy liso de color marrón claro, como papel de envoltorio. Algunas obras de arte, sean cuadros músicas, libros, imponen sus propias condiciones. Aquí, está este pequeño rothko, de época tardía, de colores insinuados, disolviéndose en los bordes de la forma como se diluye la acuarela o la tinta en la textura del papel o el límite del mar y del cielo en un horizonte de bruma: y sin embargo nos reclama desde su distancia, desde el interior de la pequeña habitación en la que lo han colgado solo, cuando ya hemos visto una gran parte de la exposición de arte americano y estábamos empezando a notar el cansancio de la acumulación de las pinturas y del tiempo que llevamos de pie. Nos exige detenernos, ingresar en el espacio físico y espiritual que establece su presencia, quedarnos el tiempo que haga falta. Nos acordamos de esas fotos en las que Rothko está parado delante de un cuadro sin terminar, con la mirada fija y a la vez perdida, viendo lo que hay y lo que todavía no hay, con los brazos cruzados, con un cigarrillo en la mano, olvidado del tiempo”.
Que no Antonio, que no NOS RECLAMA; que no estaba yo cansado cuando llegué a la habitación sagrada; que no NOS EXIGIÓ DETENERNOS aunque yo ingresara en la rentable sala con la intención de detenerme ante él; que el espacio no me pareció espiritual aunque al parecer Rothko tenga que evocar tal condición por “obligación” cada vez que de él se habla; que no Antonio, que no deseé quedarme allí más que el tiempo que estimara necesario respecto a mis fines inevitablemente cargados de prejuicios (como lo están los tuyos querido Antonio); que curiosamente yo sí me acordé de esas fotos, pero para interpretarlas de forma radicalmente distinta a la tuya.
Le di la razón porque creí, en efecto, que lo que Muñoz Molina reivindicaba era su derecho a sentir libremente ante toda obra de arte (fuera o no de Beuys). Y porque, por ello, toda aseveración producida públicamente que no tuviera en cuenta esa libertad debería considerarse despótica. Y toda reivindicación de un artista que exigiera adoración y culto tendría que ser por fuerza tiránica. Le di la razón porque con su artículo lo que M.M. pretendía no era denostar a Beuys sino reivindicar su libertad ante los despóticos argumentos de los exégetas. Le di la razón porque creía, con él, que los exégetas que adoraban al gurú no eran, a la postre, más que unos déspotas engreídos. Y le di la razón porque todos aquellos que salieron en su ataque carecían de argumentos que no fueran otros que los histórico/culturales. O sea, le di la razón porque no existía ni un ápice de pensamiento y reflexión, ni de sentimiento, en los insultos que proferían los expertos al acorralado y desprevenido escritor. Le di la razón, en definitiva, porque soy absolutamente partidario de la (necesidad de) interpretación de toda obra de arte y porque creo que el sentido de la obra de arte se construye con independencia de intencionalidad alguna (del artista o del exégeta).
Ahora bien: me equivoqué. Y no es que me equivocara en los argumentos esgrimidos, esos argumentos citados, sino en las deducciones que extraje de aquel pequeño texto que parecía ser algo. Y no era nada. Me explicaré, pero baste decir que este post estuvo a punto de llamarse El peligro del falso experto y que al final cambié de título para no precipitar las conclusiones del lector. Al parecer sobrevaloré la intelectualidad del por otra parte excelente escritor Muñoz Molina. Concebí esperanzas porque creí que, en efecto, lo que el escritor valientemente denunciaba era el despotismo que llevan implícitas todas las aseveraciones proferidas por un experto que trata de inútil a todo aquel que no comparte sus tesis (aunque lo hiciera con trucos retóricos tan zafios como efectivos). Concebí esperanzas porque, como ya he dicho, creo en la construcción del sentido y por tanto espero de las personas sensibles interpretaciones que puedan aportarme algo en el conocimiento del mundo. Y me sobran los que hablan por boca de otros. O por decirlo de otra forma: yo sólo puedo aprender de quien me habla de dentro a fuera (como Félix de Azúa en su ya comentado libro Autobiografía sin vida) y no de quien lo hace de fuera a dentro. Por otra parte, no me interesa el tema de la intencionalidad del autor y por tanto soy poco amigo de los asuntos biográficos. Así, lo que me interesa realmente son las buenas (productivas) interpretaciones que emergen de los sabios (¿) hermeneutas, sean o no famosos. E incluso con independencia de que esté o no de acuerdo con ellos. Y nada me interesan los lugares comunes y el plural mayestático.
Este sábado el bueno de Muñoz Molina se ha vuelto a pronunciar en cuestiones artísticas (si bien nunca ha dejado de hacerlo) y ha querido EXPRESAR su opinión en El país, 16-10-10. Para ello ha escogido dos cuadros de la exposición Made in USA. Arte americano de la Phillips Collection, uno de Rothko y otro de Hopper. Ante esta particular selección, al parecer emocional, uno no puede dejar de imaginar al escritor contento por poder escoger dos “formas artísticas” tan antagónicas para hacer de ellas una interpretación positiva, lo que sin duda le alejará de una nueva polémica que pudiera achacarle incultura. Pero anécdotas aparte, hay algo en el artículo que, al menos para mí, ha resultado esclarecedor. Se me podrá decir que se trata de una simple forma de hablar, pero yo responderé que es precisamente Muñoz Molina quien no puede hablar en esos términos después de decir lo que dijo. Me refiero, claro, al uso del plural mayestático (truco retórico tramposo donde los haya). Es precisamente la crítica del uso de esa forma de expresión lo que convertía el artículo de M.M. en un artículo no sólo lúcido, sino lo que es más importante, mal que le doliera a muchos: irrefutable.
Si algo reivindicaba el escritor con su famoso artículo era la libertad de no compartir el saco. M.M. no quería que se le incluyera en el saco de los que tendrían que gozar por obligación con la Silla con fieltro y grasa. Y mucho menos estaba dispuesto a admitir que por su rechazo hacia esa obra pudiera ser insultado. Así, si algo reivindicaba el escritor respecto a la llamada obra de arte era, eso al menos creía yo, la interpretación sensible pero humilde como única posibilidad real de aportar algo al conocimiento del mundo; la expresara quien la expresara. Sin embargo, y pongo de manifiesto por fin sus palabras, éste es ahora su modo de expresar su opinión. Un modo, todo se ha de decir, exacto al de aquellos que en su famoso artículo cuestionaba (citado in-extenso para evitar malos entendidos):
“Un vago rectángulo anaranjado, de bordes muy imprecisos que se diluyen en el fondo, y debajo otro rectángulo mucho menor, amarillo, los dos suspendidos, no sólo verticalmente, el rectángulo más grande flotando sobre el más pequeño, sino también por encima del material que lo sustenta, el papel muy liso de color marrón claro, como papel de envoltorio. Algunas obras de arte, sean cuadros músicas, libros, imponen sus propias condiciones. Aquí, está este pequeño rothko, de época tardía, de colores insinuados, disolviéndose en los bordes de la forma como se diluye la acuarela o la tinta en la textura del papel o el límite del mar y del cielo en un horizonte de bruma: y sin embargo nos reclama desde su distancia, desde el interior de la pequeña habitación en la que lo han colgado solo, cuando ya hemos visto una gran parte de la exposición de arte americano y estábamos empezando a notar el cansancio de la acumulación de las pinturas y del tiempo que llevamos de pie. Nos exige detenernos, ingresar en el espacio físico y espiritual que establece su presencia, quedarnos el tiempo que haga falta. Nos acordamos de esas fotos en las que Rothko está parado delante de un cuadro sin terminar, con la mirada fija y a la vez perdida, viendo lo que hay y lo que todavía no hay, con los brazos cruzados, con un cigarrillo en la mano, olvidado del tiempo”.
Que no Antonio, que no NOS RECLAMA; que no estaba yo cansado cuando llegué a la habitación sagrada; que no NOS EXIGIÓ DETENERNOS aunque yo ingresara en la rentable sala con la intención de detenerme ante él; que el espacio no me pareció espiritual aunque al parecer Rothko tenga que evocar tal condición por “obligación” cada vez que de él se habla; que no Antonio, que no deseé quedarme allí más que el tiempo que estimara necesario respecto a mis fines inevitablemente cargados de prejuicios (como lo están los tuyos querido Antonio); que curiosamente yo sí me acordé de esas fotos, pero para interpretarlas de forma radicalmente distinta a la tuya.
martes, octubre 05, 2010
Verdad y método
Hay una escena al principio de la película Fuego camina conmigo de David Lynch que resulta desconcertante, tanto cuando se visualiza sin tener conocimiento (aún) de la trama del film, como cuando se recuerda ya avanzada la película, o incluso al final de la misma. Quizá porque se trata de una secuencia que aparentemente nada tiene que ver con la propia trama; o quizá porque se trata de una secuencia que sirve, no tanto para entender la trama como para entender la forma de entender la trama. En efecto, un lío, y de ahí lo de desconcertante. Lynch filma una secuencia con el fin de explicar su método y con el fin de poder justificarlo. Y después no vuelve a ella.
Como es sabido Fuego camina conmigo es una precuela de Twin Peaks, la serie televisiva que se caracterizó por estirar en el tiempo la resolución policial de un asesinato. Laura Palmer, una joven estudiante de instituto, aparece muerta en los márgenes del río de una pequeña y tranquila población. El acierto de Lynch consistió en narrar las pesquisas de una investigación criminal centrando la importancia fílmica, no tanto en la resolución del caso cuanto en la caracterización de los personajes que habrían rodeado a la víctima antes del propio asesinato. Fuego camina conmigo, realizada después, trata, sin embargo, de los siete días que precedieron a la consecución del crimen. Twin Peaks sería, de esta forma, la búsqueda de la Verdad en base a signos complejos (que requieren un experto, al agente Cooper) que hacen difícil la resolución, una Verdad resistente al desconocimiento del significado de los signos, el que Cooper intenta desentrañar. Y Fuego camina conmigo podría definirse como el cúmulo de signos que hizo claro el predestinado crimen. Signos que estuvieron ahí y que nadie supo leer con la profundidad que hubiera sido necesaria para evitar el asesinato.
La escena en cuestión contiene una rareza que ya será propia del estilo que, a partir de entonces, se denominará como lyncheano. Hasta entonces Lynch no habría llegado tan lejos y se habría tenido que conformar con escenas de tinte onírico que por verosímiles rozaban lo siniestro (Terciopelo Azul, Corazón salvaje). Ahora, sin embargo, Lynch entraba de lleno en el absurdo; esto es, en lo incomprensible, a base de ejercicios narrativos cuyo significado podría ser inexcrutable (Carretera perdida, Muholand Drive, Enland Empire). Se requerirá, a partir de entonces, cierto esfuerzo interpretativo para no abandonar prematuramente. Y, a partir de entonces, Lynch tendrá fanáticos seguidores y contundentes detractores.
La secuencia: El jefe regional del FBI Gordon Cole, interpretado por el propio Lynch, se reúne en un aeródromo con el agente especial Chet para hablar acerca del asesinato de una joven llamada Teresa Banks. Cuando ambos se encuentran Gordon le dice a Chet: “Chet, tu sorpresa” y la cámara se dirige hacia una mujer vestida de rojo y con una peluca roja que se encuentra junto a una avioneta amarilla. “Se llama Lil –continúa Gordon-, es hija de la hermana de mi madre. Buena suerte Chet”, y se despide del agente. Simultáneamente a estas palabras la mujer de rojo se iba moviendo grotescamente de forma parecida a una marioneta. Terminada la secuencia Chet se embarca en la investigación con su nuevo ayudante Sam Stanley. Hasta ahí, todo normal, si por normal entendemos lo que no ha podido dejar de suceder. Sólo faltaría entender la escena para que además de normal pudiera dejar de ser absurda.
La solución al enigma de lo sucedido viene en la ulterior secuencia, cuando el ayudante federal Stanley le manifiesta a Chet (viejo amigo y conocedor de Gordon) su perplejidad ante la misma secuencia: “Lo de esa bailarina ha sido increíble, ¿qué sentido tendría?”. Así pues, la enigmática secuencia tenía una explicación, la que Chet pasa a explicar (nos). Que (nos) la explica. De repente, y ante la explicación del agente, descubrimos que toda la incomprensión que nos albergaba se debía a no haber sabido leer los signos, pues todos los gestos y movimientos de la extraña y caricaturesca mujer contenían un significado. Chet los analiza uno por uno y les otorga su correspondiente explicación: así, el gesto de la boca significaría problemas con las autoridades locales, el parpadeo que habrá complicaciones con el sheriff, la mano en el bolsillo que les ocultarán algo, el puño de la otra que serán beligerantes, el movimiento de los pies que tendrán mucho que patear, y así sucesivamente con todo lo acaecido ante “la sorpresa” preparada por Gordon.
Lo importante para Lynch, claro, no se encuentra tanto en la verosimilitud de las explicaciones cuanto en el hecho de haber demostrado que alguien ducho en la lectura de ciertos signos puede ver lo que otros no ven. Así, los espectadores que hace un rato nada entendíamos de la absurda escena sabemos (ya) que ésta contenía un sentido en base a la interpretación de signos. No les importa a los espectadores la veracidad de la interpretación de esos signos por parte de Chet, lo que les importa a los espectadores es lo que Lynch les ha transmitido: que las “cosas” existen en la medida en la que seamos capaces de interpretarlas y que los signos están ahí, no para hablarnos de verdad alguna, sino para orientarnos en la propia interpretación. No es casualidad que sea el propio Lynch el que haya interpretado el papel de Gordon, el policía que introduce “la sorpresa”, no tanto a Chet como al espectador. Acabada la secuencia ya no volveremos a saber nada de la mujer de rojo y Chet desaparecerá literalmente de la película para dar lugar a la verdadera trama: la de los 7 últimos días de una adolescente que va a ser asesinada. Unos días cargados, claro está, de signos que mostraban de forma latente una realidad que estaba predestinada a mostrar, con el tiempo, el caos de lo real. Un caos cuyas consecuencias tendrá que analizar, “después”, otro agente (el agente Cooper en Twin Peaks) en base a signos que deberá interpretar adecuadamente con el fin de localizar la verdad: el asesino.
Fuego camina conmigo y Twin Peaks son, en su conjunto, ejercicios intelectuales que tocan un asunto filosófico de primer orden: el de la Verdad y la Interpretación. En Twin Peaks todo comienza ante la necesidad de encontrar “una” explicación a la aparición imprevista de un cadáver. Y en ese asunto se centra el desarrollo de una trama que, conforme se va sucediendo la investigación, va simultáneamente abandonando la idea de que sea “una” la explicación al caos que supone un asesinato. Twin Peaks es en este sentido verdaderamente novedosa respecto a narraciones fílmicas precedentes. La posibilidad de encontrar una causa real y única del asesinato es algo que no interesa a Lynch –ni al agente Cooper- durante el transcurso de la verdadera serie (los 13 primeros capítulos, ya que al parecer el resto de capítulos, que incluyen el descubrimiento del asesino, no fue sino el producto de una imposición de la producción con el fin de obtener más rentabilidad).
Lynch distingue, pues, las causas que conducen al caos (Fuego camina conmigo) de los signos que conducen al asesino (Twin Peaks); en el análisis de las causas en Fuego camina conmigo los protagonistas son dos, la víctima y el asesino, y en el análisis de los signos de Twin Peaks los protagonistas son los mismos signos amorfos que provienen de la realidad al completo. Por eso en la serie el asunto se encuentra constantemente pendiente hasta el punto de pasar a un segundo orden de interés. O por salvar la paradoja: en la serie resulta tan interesante –y productiva- la investigación en sí misma (la interpretación de los signos) que el hecho de encontrar “una” causa pasa a ser subsidiario.
Es ese interés el que distingue al agente Cooper de otros remotos investigadores que fundamentaban su método en una estirada y prepotente racionalidad. Tanto Poirot como Holmes son investigadores que aún creen en el objetivismo científico, mientras Cooper, ya instalado en los ochenta, tiene una nueva visión del “objeto” y sabe que el lenguaje es un saber fundado sobre la intersubjetividad, sobre la impureza de unas relaciones comunicativas siempre contaminadas por intereses, emociones y deseos. Cooper es el primer investigador hermeneuta del cine. No cree tanto en “una” explicación causal o descriptiva cuanto en la intercomunicación holística de “objetos” que son susceptibles de investigación. Cooper disfruta con la interpretación de los signos porque aunque diga buscar la Verdad sabe que hay algo que la hará siempre inefable. La necesidad de interpretación constante (sin acceder a conclusiones definitivas) no es sino una forma de negar la existencia de “una” verdad.
La hermenéutica nace, precisamente, ante la convicción de que eso a lo que hacemos referencia en la experiencia (el ser) es una realidad extremadamente transitoria, contextual y condicionada. De tal forma conocer es siempre interpretar, siendo toda verdad obtenida de la interpretación una verdad igual de relativa y transitoria que la misma experiencia de la realidad. De ahí la resistencia (inconsciente) del agente Cooper a encontrar el asesino; una resistencia que llega a ser exasperante en esos momentos en los que todo parece señalar a alguien. Es entonces cuando más disfruta Cooper encontrando la falsabilidad de las pruebas. Cooper no parece querer encontrar una interpretación que pueda ser única. Dice querer encontrar la verdad pero actúa a sabiendas de que toda interpretación carece de estabilidad y ultimatividad. De hecho actúa con las premisas del Gadamer de Verdad y método, recordando que la esencia del saber se encuentra en el preguntar; la experiencia no nos conduce a una verdad sino al aprendizaje de la formulación de nuevas preguntas. Por eso la serie no “acaba nunca”, el tiempo pasaba por encima de la necesidad de encontrar lo que dice buscar.
En cualquier caso resulta inquietante la necesidad de Lynch por hacer una precuela de la serie. Sobre todo si tenía que ser tan “distinta”. Existe como una necesidad de volver al “orden” por parte de Lynch, al que se le fue de las manos la serie estirando demasiado una idea que pudo ser mejor si se hubiera expresado de forma más contenida, o de forma menos radical. De hecho, y no es más que una especulación por mi parte, la necesidad de Lynch por volver al tema del asesinato de Laura Palmer con una película “previa” responde a la insatisfacción que le genera tanto relativismo en Twin Peaks. Lynch podrá ser todo lo críptico y ambiguo que se quiera pero nadie duda de que el Lynch creador tiene explicación para todas sus ocurrencias. Y el hecho de que para él la realidad sea inexcrutable no quita para que su cine pretenda ser una interpretación de esa inexcrutable realidad. De ahí la existencia de Fuego camina conmigo. Y por otra parte se encuentra la citada y comentada secuencia en la que Lynch/Gordon nos dice que todo tiene una explicación por muy absurda (o falsa) que ésta pueda ser.
De hecho, pasa del relativismo sobre el concepto de verdad en Twin Peaks al pragmatismo impuesto por la realidad en Fuego camina conmigo. La noción de verdad como interpretación no supera para Lynch el relativismo que esa verdad exige al fin y al cabo. Con Fuego camina conmigo Lynch ya no quiere dejar la verdad suspendida y centra todos sus esfuerzos en encontrar causas perfectamente explicativas a lo ya devenido. Ya no quiere que le pase lo que sucedió con Twin Peaks; ya no quiere vivir en el limbo de lo inexplicable (el simple juego de no saber); en definitiva: ya no quiere renunciar a la realidad de la existencia. Para Lynch, ahora, “la posición relativista es como un espejismo que parece real sólo a cierta distancia: se divisa como si fuese un oasis en el desierto, nos acercamos increíblemente sedientos, y después todo se desvanece dejando nada más que arena” (Hilary Putnam). El asesino no puede ser nadie, el asesino es el propio padre de Laura Palmer. Pudo no estar claro durante cierto tiempo (Twin Peaks), pero después de todo el asesino es el padre de Laura Palmer (Fuego camina conmigo). Y punto.
Como es sabido Fuego camina conmigo es una precuela de Twin Peaks, la serie televisiva que se caracterizó por estirar en el tiempo la resolución policial de un asesinato. Laura Palmer, una joven estudiante de instituto, aparece muerta en los márgenes del río de una pequeña y tranquila población. El acierto de Lynch consistió en narrar las pesquisas de una investigación criminal centrando la importancia fílmica, no tanto en la resolución del caso cuanto en la caracterización de los personajes que habrían rodeado a la víctima antes del propio asesinato. Fuego camina conmigo, realizada después, trata, sin embargo, de los siete días que precedieron a la consecución del crimen. Twin Peaks sería, de esta forma, la búsqueda de la Verdad en base a signos complejos (que requieren un experto, al agente Cooper) que hacen difícil la resolución, una Verdad resistente al desconocimiento del significado de los signos, el que Cooper intenta desentrañar. Y Fuego camina conmigo podría definirse como el cúmulo de signos que hizo claro el predestinado crimen. Signos que estuvieron ahí y que nadie supo leer con la profundidad que hubiera sido necesaria para evitar el asesinato.
La escena en cuestión contiene una rareza que ya será propia del estilo que, a partir de entonces, se denominará como lyncheano. Hasta entonces Lynch no habría llegado tan lejos y se habría tenido que conformar con escenas de tinte onírico que por verosímiles rozaban lo siniestro (Terciopelo Azul, Corazón salvaje). Ahora, sin embargo, Lynch entraba de lleno en el absurdo; esto es, en lo incomprensible, a base de ejercicios narrativos cuyo significado podría ser inexcrutable (Carretera perdida, Muholand Drive, Enland Empire). Se requerirá, a partir de entonces, cierto esfuerzo interpretativo para no abandonar prematuramente. Y, a partir de entonces, Lynch tendrá fanáticos seguidores y contundentes detractores.
La secuencia: El jefe regional del FBI Gordon Cole, interpretado por el propio Lynch, se reúne en un aeródromo con el agente especial Chet para hablar acerca del asesinato de una joven llamada Teresa Banks. Cuando ambos se encuentran Gordon le dice a Chet: “Chet, tu sorpresa” y la cámara se dirige hacia una mujer vestida de rojo y con una peluca roja que se encuentra junto a una avioneta amarilla. “Se llama Lil –continúa Gordon-, es hija de la hermana de mi madre. Buena suerte Chet”, y se despide del agente. Simultáneamente a estas palabras la mujer de rojo se iba moviendo grotescamente de forma parecida a una marioneta. Terminada la secuencia Chet se embarca en la investigación con su nuevo ayudante Sam Stanley. Hasta ahí, todo normal, si por normal entendemos lo que no ha podido dejar de suceder. Sólo faltaría entender la escena para que además de normal pudiera dejar de ser absurda.
La solución al enigma de lo sucedido viene en la ulterior secuencia, cuando el ayudante federal Stanley le manifiesta a Chet (viejo amigo y conocedor de Gordon) su perplejidad ante la misma secuencia: “Lo de esa bailarina ha sido increíble, ¿qué sentido tendría?”. Así pues, la enigmática secuencia tenía una explicación, la que Chet pasa a explicar (nos). Que (nos) la explica. De repente, y ante la explicación del agente, descubrimos que toda la incomprensión que nos albergaba se debía a no haber sabido leer los signos, pues todos los gestos y movimientos de la extraña y caricaturesca mujer contenían un significado. Chet los analiza uno por uno y les otorga su correspondiente explicación: así, el gesto de la boca significaría problemas con las autoridades locales, el parpadeo que habrá complicaciones con el sheriff, la mano en el bolsillo que les ocultarán algo, el puño de la otra que serán beligerantes, el movimiento de los pies que tendrán mucho que patear, y así sucesivamente con todo lo acaecido ante “la sorpresa” preparada por Gordon.
Lo importante para Lynch, claro, no se encuentra tanto en la verosimilitud de las explicaciones cuanto en el hecho de haber demostrado que alguien ducho en la lectura de ciertos signos puede ver lo que otros no ven. Así, los espectadores que hace un rato nada entendíamos de la absurda escena sabemos (ya) que ésta contenía un sentido en base a la interpretación de signos. No les importa a los espectadores la veracidad de la interpretación de esos signos por parte de Chet, lo que les importa a los espectadores es lo que Lynch les ha transmitido: que las “cosas” existen en la medida en la que seamos capaces de interpretarlas y que los signos están ahí, no para hablarnos de verdad alguna, sino para orientarnos en la propia interpretación. No es casualidad que sea el propio Lynch el que haya interpretado el papel de Gordon, el policía que introduce “la sorpresa”, no tanto a Chet como al espectador. Acabada la secuencia ya no volveremos a saber nada de la mujer de rojo y Chet desaparecerá literalmente de la película para dar lugar a la verdadera trama: la de los 7 últimos días de una adolescente que va a ser asesinada. Unos días cargados, claro está, de signos que mostraban de forma latente una realidad que estaba predestinada a mostrar, con el tiempo, el caos de lo real. Un caos cuyas consecuencias tendrá que analizar, “después”, otro agente (el agente Cooper en Twin Peaks) en base a signos que deberá interpretar adecuadamente con el fin de localizar la verdad: el asesino.
Fuego camina conmigo y Twin Peaks son, en su conjunto, ejercicios intelectuales que tocan un asunto filosófico de primer orden: el de la Verdad y la Interpretación. En Twin Peaks todo comienza ante la necesidad de encontrar “una” explicación a la aparición imprevista de un cadáver. Y en ese asunto se centra el desarrollo de una trama que, conforme se va sucediendo la investigación, va simultáneamente abandonando la idea de que sea “una” la explicación al caos que supone un asesinato. Twin Peaks es en este sentido verdaderamente novedosa respecto a narraciones fílmicas precedentes. La posibilidad de encontrar una causa real y única del asesinato es algo que no interesa a Lynch –ni al agente Cooper- durante el transcurso de la verdadera serie (los 13 primeros capítulos, ya que al parecer el resto de capítulos, que incluyen el descubrimiento del asesino, no fue sino el producto de una imposición de la producción con el fin de obtener más rentabilidad).
Lynch distingue, pues, las causas que conducen al caos (Fuego camina conmigo) de los signos que conducen al asesino (Twin Peaks); en el análisis de las causas en Fuego camina conmigo los protagonistas son dos, la víctima y el asesino, y en el análisis de los signos de Twin Peaks los protagonistas son los mismos signos amorfos que provienen de la realidad al completo. Por eso en la serie el asunto se encuentra constantemente pendiente hasta el punto de pasar a un segundo orden de interés. O por salvar la paradoja: en la serie resulta tan interesante –y productiva- la investigación en sí misma (la interpretación de los signos) que el hecho de encontrar “una” causa pasa a ser subsidiario.
Es ese interés el que distingue al agente Cooper de otros remotos investigadores que fundamentaban su método en una estirada y prepotente racionalidad. Tanto Poirot como Holmes son investigadores que aún creen en el objetivismo científico, mientras Cooper, ya instalado en los ochenta, tiene una nueva visión del “objeto” y sabe que el lenguaje es un saber fundado sobre la intersubjetividad, sobre la impureza de unas relaciones comunicativas siempre contaminadas por intereses, emociones y deseos. Cooper es el primer investigador hermeneuta del cine. No cree tanto en “una” explicación causal o descriptiva cuanto en la intercomunicación holística de “objetos” que son susceptibles de investigación. Cooper disfruta con la interpretación de los signos porque aunque diga buscar la Verdad sabe que hay algo que la hará siempre inefable. La necesidad de interpretación constante (sin acceder a conclusiones definitivas) no es sino una forma de negar la existencia de “una” verdad.
La hermenéutica nace, precisamente, ante la convicción de que eso a lo que hacemos referencia en la experiencia (el ser) es una realidad extremadamente transitoria, contextual y condicionada. De tal forma conocer es siempre interpretar, siendo toda verdad obtenida de la interpretación una verdad igual de relativa y transitoria que la misma experiencia de la realidad. De ahí la resistencia (inconsciente) del agente Cooper a encontrar el asesino; una resistencia que llega a ser exasperante en esos momentos en los que todo parece señalar a alguien. Es entonces cuando más disfruta Cooper encontrando la falsabilidad de las pruebas. Cooper no parece querer encontrar una interpretación que pueda ser única. Dice querer encontrar la verdad pero actúa a sabiendas de que toda interpretación carece de estabilidad y ultimatividad. De hecho actúa con las premisas del Gadamer de Verdad y método, recordando que la esencia del saber se encuentra en el preguntar; la experiencia no nos conduce a una verdad sino al aprendizaje de la formulación de nuevas preguntas. Por eso la serie no “acaba nunca”, el tiempo pasaba por encima de la necesidad de encontrar lo que dice buscar.
En cualquier caso resulta inquietante la necesidad de Lynch por hacer una precuela de la serie. Sobre todo si tenía que ser tan “distinta”. Existe como una necesidad de volver al “orden” por parte de Lynch, al que se le fue de las manos la serie estirando demasiado una idea que pudo ser mejor si se hubiera expresado de forma más contenida, o de forma menos radical. De hecho, y no es más que una especulación por mi parte, la necesidad de Lynch por volver al tema del asesinato de Laura Palmer con una película “previa” responde a la insatisfacción que le genera tanto relativismo en Twin Peaks. Lynch podrá ser todo lo críptico y ambiguo que se quiera pero nadie duda de que el Lynch creador tiene explicación para todas sus ocurrencias. Y el hecho de que para él la realidad sea inexcrutable no quita para que su cine pretenda ser una interpretación de esa inexcrutable realidad. De ahí la existencia de Fuego camina conmigo. Y por otra parte se encuentra la citada y comentada secuencia en la que Lynch/Gordon nos dice que todo tiene una explicación por muy absurda (o falsa) que ésta pueda ser.
De hecho, pasa del relativismo sobre el concepto de verdad en Twin Peaks al pragmatismo impuesto por la realidad en Fuego camina conmigo. La noción de verdad como interpretación no supera para Lynch el relativismo que esa verdad exige al fin y al cabo. Con Fuego camina conmigo Lynch ya no quiere dejar la verdad suspendida y centra todos sus esfuerzos en encontrar causas perfectamente explicativas a lo ya devenido. Ya no quiere que le pase lo que sucedió con Twin Peaks; ya no quiere vivir en el limbo de lo inexplicable (el simple juego de no saber); en definitiva: ya no quiere renunciar a la realidad de la existencia. Para Lynch, ahora, “la posición relativista es como un espejismo que parece real sólo a cierta distancia: se divisa como si fuese un oasis en el desierto, nos acercamos increíblemente sedientos, y después todo se desvanece dejando nada más que arena” (Hilary Putnam). El asesino no puede ser nadie, el asesino es el propio padre de Laura Palmer. Pudo no estar claro durante cierto tiempo (Twin Peaks), pero después de todo el asesino es el padre de Laura Palmer (Fuego camina conmigo). Y punto.
domingo, octubre 03, 2010
Valencia
Como es mundialmente sabido la Cultura en Valencia se encuentra masacrada por sus dirigentes políticos. Citas la palabra Valencia allende sus propias fronteras en cualquier conversación cultural y los contertulios se santiguan. El grado de corrupción respecto al producto artístico es tan absoluto como perfecto. Desde que las altas instancias políticas fueron conscientes del poder que les confería el control de la cultura, éstas no dudaron en ejercer un despostismo basado en la ignorancia cuando no en los intereses personales. Así, el estado actual de la Cultura en Valencia tiene como culpables a los mismos dirigentes políticos: zafios, ignorantes y cicateros. Si bien tiene como responsables a todos aquellos que fueron extrayendo cierto rédito mientras hacían la vista gorda en época de vacas gordas: artistas, galeristas, coleccionistas, periodistas...
Para llegar a este punto de degradación cultural ha tenido que suceder algo que, siendo común en otros lugares, es en Valencia donde ha alcanzado su nivel más mostrenco; algo que hace referencia a la evolución sufrida por la relación histórica de dos conceptos indisociables: Arte y Política. El Arte ha pasado de ser “el objeto” que interpretaba el mundo a través de una cierta poesía a ser “el objeto” que representa lo que la Institución llama Cultura. O dicho de otra forma el Arte es SÓLO cosa de Política. Y es entonces cuando entra en juego la pederástica maquinaria de la Institución.
En estas circunstancias le resulta sumamente fácil gestionar la Cultura a esa nueva generación de gestores culturales sin cultura y/o sin escrúpulos. Los técnicos culturales son seres que luchan por atornillarse al poder de su partido… o al de cualquier otro; cuando no luchan por repartir parabienes a los integrantes de la Casa Nostra. Para concluir debo decir que se ha vuelto a hacer realidad lo que en tantos posts llevo dicho: tenemos a los gobernantes que nos merecemos. En Valencia tenemos motivos para salir a la calle con escopetas, pero lo único que hacemos es hablar en pandilla para decir en privado lo que nadie se atreve a decir en público. O por ejemplificar con un caso real: mientras el Crítico más Internacional que está al servicio de la Gran Dama de Museo se lamenta en privado de la situación depauperada de la gestión cultural valenciana, colabora también en ella a cambio de buenos estipendios. Y lo peor del caso: todos le ríen las gracias. Siendo todos, todos los que se quejan del brazo de hierro de la Gran Dama, la déspota ignorante. Y se las ríen porque le tienen miedo.
Llevaba razón una de las comentaristas de mi post Placer pasivo y Conocimiento. El Conocimiento no es suficiente para dejar de ser infrahumanos. Es nuestra actitud ética la que debe complementar nuestra ansia de conocimientos. No puede haber evolución sin ánimo de bondad. No pude haber estética sin ética. En el pensamiento griego, con la palabra corrupción se designaba la destrucción y disolución por oposición a la fuerza productiva y a la creación. Y Kant dijo en La paz perpetua que “el despotismo es el principio de ejecución arbitraria por el jefe del Estado de leyes que él mismo se ha dado, con lo que la voluntad pública es manejada por el gobernante como su voluntad particular”. En definitiva, por lo que respecta a la Cultura, Valencia es una ciudad basura. Y lo es por méritos coyunturales pero propios.
Para llegar a este punto de degradación cultural ha tenido que suceder algo que, siendo común en otros lugares, es en Valencia donde ha alcanzado su nivel más mostrenco; algo que hace referencia a la evolución sufrida por la relación histórica de dos conceptos indisociables: Arte y Política. El Arte ha pasado de ser “el objeto” que interpretaba el mundo a través de una cierta poesía a ser “el objeto” que representa lo que la Institución llama Cultura. O dicho de otra forma el Arte es SÓLO cosa de Política. Y es entonces cuando entra en juego la pederástica maquinaria de la Institución.
En estas circunstancias le resulta sumamente fácil gestionar la Cultura a esa nueva generación de gestores culturales sin cultura y/o sin escrúpulos. Los técnicos culturales son seres que luchan por atornillarse al poder de su partido… o al de cualquier otro; cuando no luchan por repartir parabienes a los integrantes de la Casa Nostra. Para concluir debo decir que se ha vuelto a hacer realidad lo que en tantos posts llevo dicho: tenemos a los gobernantes que nos merecemos. En Valencia tenemos motivos para salir a la calle con escopetas, pero lo único que hacemos es hablar en pandilla para decir en privado lo que nadie se atreve a decir en público. O por ejemplificar con un caso real: mientras el Crítico más Internacional que está al servicio de la Gran Dama de Museo se lamenta en privado de la situación depauperada de la gestión cultural valenciana, colabora también en ella a cambio de buenos estipendios. Y lo peor del caso: todos le ríen las gracias. Siendo todos, todos los que se quejan del brazo de hierro de la Gran Dama, la déspota ignorante. Y se las ríen porque le tienen miedo.
Llevaba razón una de las comentaristas de mi post Placer pasivo y Conocimiento. El Conocimiento no es suficiente para dejar de ser infrahumanos. Es nuestra actitud ética la que debe complementar nuestra ansia de conocimientos. No puede haber evolución sin ánimo de bondad. No pude haber estética sin ética. En el pensamiento griego, con la palabra corrupción se designaba la destrucción y disolución por oposición a la fuerza productiva y a la creación. Y Kant dijo en La paz perpetua que “el despotismo es el principio de ejecución arbitraria por el jefe del Estado de leyes que él mismo se ha dado, con lo que la voluntad pública es manejada por el gobernante como su voluntad particular”. En definitiva, por lo que respecta a la Cultura, Valencia es una ciudad basura. Y lo es por méritos coyunturales pero propios.
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