Respecto a la última novela de un prestigiosísimo escritor español (escritor que se encontraría dentro del grupo de los considerados por “consenso intelectual” escritor de altura) decía un crítico en el cultural de su habitual periódico: “En ella se plantean y debaten asuntos nada baladíes: la identidad, la vivencia del tiempo, el miedo, la delación, la violencia, la posibilidad del conocimiento, los mecanismos de la comunicación, las relaciones personales, las propiedades del relato, las fronteras de la realidad, la muerte, y, por encima de todo, la ética y los valores”.
Por las mismas fechas en las que se publicó la reseña anteriormente citada, se publicó la novela ganadora del premio Planeta (de una escritora que se encontraría por “consenso” en el grupo de escritores populares); novela que no dudaron en acribillar algunos de los más importantes críticos nacionales, los mismos que no dudaban en ensalzar la anteriormente comentada. Pues bien, con independencia de lo que piensen los críticos, es más que probable que la escritora ganadora del Premio Planeta crea fervientemente que en su novela “se plantean y debaten asuntos nada baladíes: la identidad, la vivencia del tiempo, el miedo, la delación, la violencia, la posibilidad del conocimiento, los mecanismos de la comunicación, las relaciones personales, las propiedades del relato, las fronteras de la realidad, la muerte, y, por encima de todo, la ética y los valores”.
Por decirlo de otra forma: es más que probable que cualquier escritor aceptara de buen grado tan hiperbólico elogio, sobre todo, porque es más que probable que cualquier escritor se identificara con tales apreciaciones respecto a su novela, fuera la que fuera. Y lo haría, seguramente, por poderlas considerar afines y concordantes con las intenciones que justificarían su particular novela. Cualquier escritor se vería reflejado en tal elogio por muy intrascendente que pudiera “parecer” su trama.
Dejando aparte (y para otro momento) el eterno problema que se colige de este texto introductorio, que no es otro que el del criterio de excelencia, la conclusión es la siguiente: tanto un escritor (de altura) como el otro (popular) forman parte de lo mismo: de los que, en mundo de las letras, se dedican a la fantasía. Ya pretendan elaborar productos para ser leídos, ya pretendan formar parte de la Historia, ambos hacen lo mismo: exponer al público lector (que busca entretenimiento en aplastante mayoría) sus instintos necrófilos.
La pregunta podría ser: ¿por qué aún se usa el género de la historieta para intentar transmitir pensamientos profundos? O mejor: ¿por qué quienes creen escribir literatura de altura escriben historietas en vez de, por ejemplo, tratados, crónicas o ensayos? Si lo que pretenden con el texto es alcanzar (o proporcionar al lector) una suerte de profundidad de pensamiento, ¿por qué utilizar el género de la ficción? ¿por qué necesitan abordar los grandes problemas universales de la humanidad a través de personajes que encienden cigarrillos y miran melancólicamente a través de la ventana? Posible respuesta: lo que les hace elegir el género narrativo a todos los que eligen la narración (queriendo ser profundos) es la intención (o la necesidad) de ser leídos masivamente. Algo que entra en perfecta contradicción con la premisa que presupone que lo exitoso popular se encuentra inextricablemente ligado al entretenimiento y por tanto a la falta de calidad.
Por las mismas fechas en las que se publicó la reseña anteriormente citada, se publicó la novela ganadora del premio Planeta (de una escritora que se encontraría por “consenso” en el grupo de escritores populares); novela que no dudaron en acribillar algunos de los más importantes críticos nacionales, los mismos que no dudaban en ensalzar la anteriormente comentada. Pues bien, con independencia de lo que piensen los críticos, es más que probable que la escritora ganadora del Premio Planeta crea fervientemente que en su novela “se plantean y debaten asuntos nada baladíes: la identidad, la vivencia del tiempo, el miedo, la delación, la violencia, la posibilidad del conocimiento, los mecanismos de la comunicación, las relaciones personales, las propiedades del relato, las fronteras de la realidad, la muerte, y, por encima de todo, la ética y los valores”.
Por decirlo de otra forma: es más que probable que cualquier escritor aceptara de buen grado tan hiperbólico elogio, sobre todo, porque es más que probable que cualquier escritor se identificara con tales apreciaciones respecto a su novela, fuera la que fuera. Y lo haría, seguramente, por poderlas considerar afines y concordantes con las intenciones que justificarían su particular novela. Cualquier escritor se vería reflejado en tal elogio por muy intrascendente que pudiera “parecer” su trama.
Dejando aparte (y para otro momento) el eterno problema que se colige de este texto introductorio, que no es otro que el del criterio de excelencia, la conclusión es la siguiente: tanto un escritor (de altura) como el otro (popular) forman parte de lo mismo: de los que, en mundo de las letras, se dedican a la fantasía. Ya pretendan elaborar productos para ser leídos, ya pretendan formar parte de la Historia, ambos hacen lo mismo: exponer al público lector (que busca entretenimiento en aplastante mayoría) sus instintos necrófilos.
La pregunta podría ser: ¿por qué aún se usa el género de la historieta para intentar transmitir pensamientos profundos? O mejor: ¿por qué quienes creen escribir literatura de altura escriben historietas en vez de, por ejemplo, tratados, crónicas o ensayos? Si lo que pretenden con el texto es alcanzar (o proporcionar al lector) una suerte de profundidad de pensamiento, ¿por qué utilizar el género de la ficción? ¿por qué necesitan abordar los grandes problemas universales de la humanidad a través de personajes que encienden cigarrillos y miran melancólicamente a través de la ventana? Posible respuesta: lo que les hace elegir el género narrativo a todos los que eligen la narración (queriendo ser profundos) es la intención (o la necesidad) de ser leídos masivamente. Algo que entra en perfecta contradicción con la premisa que presupone que lo exitoso popular se encuentra inextricablemente ligado al entretenimiento y por tanto a la falta de calidad.
O por decirlo de otra forma: si alguien quisiera escribir sobre, por ejemplo, aquellos escritores que en un momento dado de sus vidas decidieron convertirse en seres ágrafos (tipo Bartleby), sólo novelando los datos investigados se tendría la posibilidad de vender 100 veces más ejemplares de los que se venderían organizando el material en forma de ensayo.