Fotografía y enseñanza
Hoy empieza uno, como
todos los años por estas fechas, a impartir las clases de Fotografía
en la Universidad. Siempre hay un primer día en la enseñanza de
cualquier materia, siempre hay un primer día en que el profesor se
confronta a los que, después, van a ser alumnos de su asignatura
durante un tiempo. No hay otra, ni para uno ni para ellos: uno llega
al aula el primer día de clase y se encuentra delante de los que van
a ser alumnos de su asignatura; ellos llegan a esa desconocida aula
por primera vez y se encuentran delante al profesor que les va a
impartir la concreta asignatura. Mirando a uno casi sin parpadear se
encuentran todos esos alumnos que no están ahí para otra cosa que
para aprender la materia de la asignatura concreta, la que uno
imparte desde hace 13 años (al menos en este lugar). Expectantes y
algo atemorizados, sólo algo, pero algo. No tanto por la asignatura
en sí, cuanto por lo que pueda esperarse de quien les va a enseñar
fotografía.
Por eso intenta uno
siempre hacer un discurso lo más “naturalista” posible en ese
primer día, pero sin dejar de apuntar los objetivos de la
asignatura. Así, intenta uno ser afable sin dejar de concretar
cuáles son los conocimientos que resulta imprescindible adquirir. Y
uno les cuenta, entre otras cosas, que Fotografía es una de las
asignaturas más difíciles de impartir porque así como de otras
materias no saben nada y ellos lo reconocen (diseño editorial,
tipografía, after efects, etc.) todos creen, sin embargo, saber de
fotografía en la medida en la que llevan años haciendo miles de
fotografías y subiéndolas a sus redes sociales. Y cuenta uno estas
cosas mientras le miran todos casi sin parpadear, al aparecer
expectantes y posiblemente, aunque sólo algo, atemorizados. O eso al
menos cree uno cuando ve los rostros de esos jóvenes en su primer
día de clase. Rostros que miran a uno de forma impertérrita, casi
paranormal en la medida en que apenas parpadean. Y es entonces cuando
uno, tal y como sucede todos los años, no sabe qué pensar. Porque
siempre e inevitablemente uno no sabe qué pensar cuando un nuevo
grupo de jóvenes le mira aparentando un interés, insisto, casi
sobrehumano. Dudas, las de uno, razonables, pues aunque todos los
años pasa lo mismo uno siempre cree que las cosas pueden ser
distintas cada vez. Y que por tanto esta vez, hoy, los alumnos
estarán verdaderamente interesados en el discurso de uno. Eso al
menos piensa uno hoy: que quizá hoy las cosas van a ser distintas.
Así que uno les explica a
los primerizos, entre otras cosas y en ese primer día, las
diferencias que existen entre aprender (de) fotografía a través de
internet y aprender (de) fotografía a través de los libros. Y se
explaya uno entonces en ofrecer detalles que demuestran tales
diferencias, pero no sin antes haber dejado claras ¡las maravillosas
virtudes de poder informarse de todo a golpe de click!, cosa que hay
que hacer fundamentalmente para que no tomen a uno por gilipollas ya
desde el primer día de clase. Les cuenta uno, digo, lo que es un
libro de fotografía(s), o un fotolibro en tanto que variante del
primero, más genérico. Y esto de explicarles qué es un libro, en
este caso de fotografías, hay que entenderlo de forma textual: hay
que explicarles lo que es un libro, primero porque en realidad no lo
saben y segundo para que puedan entender a continuación las
diferencias que median entre aprender (de) fotografía a través de
internet o hacerlo a través de los libros. Y en este punto se
acuerda uno de la frase de aquel alumno que hace un par de años
respondió “desengáñate Alberto, ya hace tiempo que las nuevas
generaciones no leemos” a mi afirmación “ya no os doy a leer el
libro de Susan Sontag porque ya sé que no lo vais a leer, como he
podido comprobar de forma progresiva desde hace unos años”. Y
cuando hablaba de lectura -hace ese par de años- hablaba de lectura,
no de miradas fragmentarias, inconexas, lábiles, fugaces,
ocasionales y raudas; hablaba no de otra cosa que de leer libros.
“De entrada un libro
de fotografía, de fotografías -les
cuenta uno-, así como un fotolibro,
como este libro de fotografías del fotógrafo Robert Frank que tengo
en mis manos (y es entonces cuando alzo el libro para que lo puedan
ver todos: The
americans) es antes
que nada el producto de una negociación, de la negociación entre el
autor y su editor. Así que observemos: Un libro tiene antes que nada
un formato, unas proporciones, no es lo mismo un formato cuadrado que
uno rectangular y no es lo mismo abrir en horizontal que abrir en
vertical. Por no hablar del tamaño, tan vinculado al formato y claro
está a la idea, a la idea de libro que se pretende. A los amantes de
los libros -les
señala uno-, no les suelen gustar los
formatos horizontales si no se encuentran claramente justificados.
Pero eso es sólo el principio, como también es previo a ese
principio la concreta selección de las imágenes que van a formar
parte de ese libro. Toda publicación que pretenda cierta excelencia
es necesariamente el producto de una edición concienzuda, es decir,
el producto de una selección muy concreta de entre todas las fotos
posibles del autor. Después se encuentra ese otro tema capital de la
edición de un libro, el de la estructura, que se organiza en función
de una determinada secuencia narrativa; y en este sentido conviene
saber el uso que se hace de la distribución de imágenes teniendo en
cuenta, ya no sólo el orden, que también, sino la distinta
importancia que puedan tener ciertas imágenes dependiendo de si se
encuentran en las páginas pares o impares. Hay libros -les
dice uno-, como éste, que decidió,
con acierto indiscutible, reproducir las fotografías sólo en las
páginas impares. En un libro de fotografía(s) las partes y el todo
se encuentran estrechamente condicionadas entre sí. Por otra parte
se encuentra el tamaño de las fotografías (la mancha, que se llama)
respecto del formato del libro, si ocupan mucho o poco en ese blanco
de la página, a lo que se añade la dificultad de decidir qué se
hace con respecto a las diferencias de tamaño que, en un libro
vertical, pueden darse entre fotos verticales (grandes en una página
vertical) y muy pequeñas (en una página vertical). Por no hablar de
cómo situarlas en esa página, si a sangre toda ella, o a sangre por
uno de sus lados, o centrada... Un fotolibro -les
acaba diciendo uno-, es puro
pensamiento visual, así que resulta necesario saber elegir las
imágenes adecuadas para hilar de la forma más adecuada una
narración concreta, algo que encontrará su máxima excelencia si se
tienen en cuenta todos esos factores. Y para acabar: un libro es un
objeto con un peso específico que de alguna forma hay que tocar; las
reproducciones son extremadamente parecidas a las fotografías
originales, parten del mismo principio, el de ser/estar impresas
sobre papel; en fin, todo en la experiencia de ver/tocar/ver un
conjunto ordenado de fotografías invoca al conocimiento, al
conocimiento que es pensamiento visual.”
Todo eso les cuenta uno a
sus primerizos alumnos -los que siguen mirando a uno casi sin
parpadear- explicándoles inmediatamente después qué tipo de
conocimiento puede adquirirse a través de internet: “Sin
embargo -sigue uno- cuando
pincháis el nombre de un fotógrafo en Google, como por ejemplo este
de Robert Frank, aunque podríamos acudir a cualquier otro ejemplo -y
es entonces cuando alzo con las manos otros 3 libros de otros autores
que uno se ha tomado la molestia de traer a clase- lo que os vais a
encontrar es, inevitablemente, un magma de fotografías sin orden ni
concierto. Un magma caótico en el que aparecen fotos de forma
aleatoria y que se visualizan en formato muy pequeño y en una visión
de conjunto. En pequeño, sí, porque carecen de resolución
suficiente para poder ser vistas con una mínima dignidad, y en ¡vaya
conjunto!, porque son muchas, pero colocadas al tun tun debido a
algoritmos fantasmas, siempre muy comerciales; una o varias de ellas
pueden repetirse ad-nausean pero pareciendo distintas debido al
color, que en unas es verde, en otras rojo o violeta aunque la foto
sea en blanco y negro. Y lo peor de todo: ni siquiera todas las fotos
que nos muestra la búsqueda de imágenes son del mismo autor, lo que
sin duda confundirá definitivamente a quien quiere informarse con el
fin de aprender algo del autor/fotógrafo”.
Y continúa uno
dirigiéndose a esos primerizos alumnos que apenas parpadean: “Fijaos
qué curioso, el año pasado, les conté todo esto mismo que os acabo
de contar a vuestros predecesores, los que ahora están en segundo,
les traje estos mismos libros que deposité sobre esta misma mesa tal
y como he hecho hoy, habiéndoles señalado que aquí estaban
-traídos a propósito-
para que pudieran echarles una ojeada y corroborar el discurso, no
sin antes habiéndoles hecho un pequeño comentario acerca de todos
ellos. ¿Sabéis qué pasó cuando llegó la hora del almuerzo, que
todo se ha de decir no fue inmediatamente después de ese discurso
sino media hora más tarde? Pues yo os lo digo: que se levantaron,
salieron del aula y cruzaron al horno a comprarse la empanadilla de
turno”. Los libros se quedaron ahí, huérfanos de tacto y
mirada. Y yo con un palmo de narices; “no hicieron a los libros
ni puto caso”, eso fue lo que les dije.
Todo esto les ha contado
uno a los alumnos primerizos aproximadamente media hora antes de que
llegara la hora del almuerzo esta mañana, esta misma mañana, primer
día de clase. ¿Y saben ustedes, lectores míos, qué ha pasado
cuando he anunciado la hora del recreo, esto es, la del almuerzo? ¿A
que sí? En efecto: que han salido disparados hacia el horno. Reír
preferiría, pero sólo tengo ganas de llorar. Son ya varios palmos
de narices.
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