La inteligencia emerge siempre con sus
límites, no hay otra. Esa es precisamente la esencia de la cualidad
allá donde ésta se manifiesta: la autoconsciencia de los límites.
Así, la inteligencia, la verdadera inteligencia, se manifiesta
-cuando lo hace a través su actor, el sujeto inteligente- asumiendo
siempre sus propios límites, los que se encuentran inevitablemente
vinculados a la duda y por tanto a la humildad. Imposible por tanto
el sujeto inteligente pleno. Eso es ser humano: un ser carente desde
su propia consciencia; un ser consciente de su propia carencia.
Conocer su magna ignorancia es la condición sine qua non del
sujeto inteligente.
También la maldad emerge siempre con
sus propios y particulares limites, esos límites que colaboran en la
supervivencia del ser humano. Si la maldad no poseyera sus propios
límites la humanidad desaparecería de un día para otro. Así, la
maldad se expresa -cuando lo hace desde su actor, el sujeto malvado-
asumiendo sus propios límites, los que le impiden llegar demasiado
lejos en su acción. El malvado asume sus limitaciones le guste o no.
No le queda otra.
Tanto los inteligentes como los
malvados se encuentran, pues, definidos por los límites, pero si en
los primeros son utilizados por sus actores como potencia, en los
segundos emergen sólo como impotencia, pues su maldad no podrá ser
suprema debido sólo a la imposición de una realidad ajena a ellos,
una realidad que se impone inevitablemente... con sus límites. La
maldad suprema sólo podría darse ante la posibilidad de que un
sujeto pudiera eliminar a la humanidad entera con una sola acción.
Inducción Vs. Deducción
Y por otra parte se encontraría la
estupidez, que carecería de límites a la hora de definirse en
funcion de las acciones de sus autores, los estúpidos, los idiotas.
De tal forma que la estupidez es, cuando se manifiesta -a través de
sus actores, los idiotas-, desmedida, ubicua, infinita. Y por ello tiene un poder sobrecogedor.
Es decir, cuando se produce la maldad sus efectos son mesurables y
tenderán a la difusión; cuando se da la inteligencia los efectos
que produce sobre la humanidad pueden medirse, y afectarán a un
círculo que en principio será pequeño pero que tenderá lentamente
a su arborescencia fractal. Pero cuando un idiota actúa lo hace
afectando inevitablemente a toda la humanidad... de golpe. La
velocidad con la que se transmiten los efectos de la actividad de un
idiota -que siempre lo es a tiempo total- es espantosamente
vertiginosa, tanto como los efectos de esa otra Ley que hablaba de
tormentas en China provocadas por el aleteo de una mariposa en
Dakota. A la estupidez se la soplan las grandes distancias, los muros
de hormigón y las concertinas afiladas. De ahí su peligrosidad. O
mejor, de ahí el actual estado de las cosas, que por cierto es el
mismo de siempre pero con más gente girando sobre su núcleo (de
gilipollez) y a mucha más velocidad.
Para saber detectar la presencia de las
3 cualidades citadas y por tanto a los actores que las representan
-el inteligente, el malvado y el idiota- usaremos el asunto del
Saber, entre otras cosas para poder devolver a este concepto su
verdadero valor. ¿Verdadero?, ¿valor?, podrían
preguntarse muchos con aire sarcástico. Lo dejaremos ahí de
momento: poniendo entre interrogantes esos otros conceptos que nos
han servido para justificar -la pertinencia- el Saber como criterio
de juicio y distinción. Y también usaremos el asunto del Saber
porque sobreentendemos que la Bondad es incompatible con la
estupidez. Y que sin embargo es intrínseca a la inteligencia.
Sólo un ser humano puede saber que no
sabe nada (“sólo sé que no sé nada”); de ahí precisamente
proviene el Saber, de ahí surge su desarrollo y la evolución, que
sin duda la hay. El Saber sólo puede expresarse a través del
lenguaje y por tanto el lenguaje determina el Saber, tanto el Saber
supraindividual como el de cada sujeto en particular. Sólo un idiota
restaría importancia al Saber, y sólo un idiota despreciaría la
importancia del lenguaje respecto a su (relación con el) Saber
puesto que es él y sólo el quien lo determina. Así pues, es en el
uso del lenguaje donde se encuentra la clave para distinguir la
cualidad que posee el otro. Lo que en principio nos daría tiempo, en
la interacción con un desconocido, a reaccionar, ya sea para ampliar
nuestro Saber, con el inteligente, o para protegernos de los malvados
con cierta garantía, y de los idiotas, con mucha menos.
Los idiotas se caracterizan entre otras
muchas cosas por confundir el tener ideas con la necesidad
de representar esas ideas. La primera opción, la de tener
ideas, surge del aprendizaje y el conocimiento adquirido a través
del esfuerzo y la disciplina; sin embargo la segunda, la de la
necesidad de representar esas ideas, surge de un hábito
adquirido que se encuentra fundamentado en una mezcla de miedo e
ignorancia. El miedo a ser rechazado socialmente cuando las ideas que
el idiota dice representar no coinciden con el Pensamiento Único que
de forma tan abrumadora como incuestionable gobierna en Medios y
Universidades; miedo pues a que colegas, amigos e instituciones (el
Estado en apogeo asumido por los ciudadanos en conjunto solidario)
lo marginen, que lo marginarán si disiente. Y la ignorancia que
permite hablar a un idiota sin conocer el significado de los
conceptos que ha integrado en su léxico cotidiano; la ignorancia que
incapacita a los idiotas a poder definir conceptos elementales de uso
cotidiano (como amor, sexo, naturaleza, cultura...). Así, los
idiotas no pueden ser más que papagallos que dicen lo que deben sin
saber de lo que hablan. Los idiotas contienen sólo un saber
inductivo porque carecen de las herramientas necesarias para deducir
por cuenta propia a partir del Saber en tanto que legado (ese cuyos
efectos se miden comparando civilizaciones actuales).
Karma y mantras
Los idiotas son precisamente quienes
aprovechando la coyuntura intelectual de los últimos 40 años
(Focault y Derrida a la cabeza del pelotón) han aprendido a renegar
de conceptos como verdad, verdadero, valor,
bueno, normalidad, etc., creyendo que eso les libra de
tener algo que aprender, además de permitirles estar a la altura de un sabio. Se vive mejor pensando que todas las
opiniones valen lo mismo. Si quieren pueden ustedes hacer la prueba
con el concepto Feminismo. Comprobarán que si se atreven a
reivindicar argumentalmente su No Feminismo (tal y como se
entiende el concepto ahora por imposición de los lobbies y no a
partir de su definición en la RAE) en público encontrarán una
inmensa cantidad de gente (más de la que creemos) que estará
dispuesta a insultarle primero y a contestarle después con
argumentos perfectamente standarizados por un buenismo idiota, el que
sólo se expresa por inducción, por mímesis. El lenguaje sin
pensamiento es el signo del idiota. Mucho karma y demasiados mantras.
Y lo peor de los idiotas no es que digan estupideces (todos las
decimos en algún momento) sino que las digan desde una
incuestionable superioridad moral.
Habrá quien no haya entendido por qué,
más allá de la cuestión de los límites, la estupidez viaja tan
rápida (velocidad de la luz; que por eso que es ubicua, infinita) y
la inteligencia y la maldad sin embargo se demoran más en sus
efectos. Pues bien, sólo hay una explicación y se encuentra
exclusivamente ligada a la cantidad. Hay muchos más idiotas de los
que a simple vista parece. Muchísimos más. De hecho el superlativo
resulta insuficiente. Antes no era mesurable el número de idiotas,
sólo existían ciertas sospechas que los bienpensantes siempre
rechazaban por clasistas, elitistas... ya sabe, pero ahora, y gracias
a internet, somos todos testigos de la ingente cantidad de idiotas
que hay en todas partes. El problema es que en ese “todos”(testigos)
no puedo dejar de incluir a esos idiotas que no saben que lo son. En
cualquier caso, todo se resuelve en una conversación: en el lenguaje
está la clave, en el Saber en tanto que legado.
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