Primera parte: lo húmedo
Quizá una de las ventajas de ser mediterráneo sea la de poder alejarse de sus influjos. Me gusta ser valenciano desde el punto de vista meteorológico. Pero no todo el año; de hecho sólo me gusta ser valenciano durante tres estaciones, aquellas en la que el sol no resulta demasiado molesto. Y me gusta ser valenciano especialmente en la época de gotas frías. Llegado el verano intento huir hacia el norte, si bien es cierto que huyo hacia el norte siempre que puedo y con la misma intención: buscar nubarrones y encontrar lluvia pertinaz. De hecho, debe tratarse de una patología desconocida pero el placer del viaje se me incrementa considerablemente cuando llueve en el destino. El reiterativo sol de Valencia me molesta a veces incluso en invierno. Tener las mínimas más altas de toda la península es agradable en lo que respecta al invierno y soportable en las estaciones intermedias. No así en el maldito verano, donde además se acrecienta la sensación de calor con esa pegajosa y alienígena humedad autóctona, que es de todo menos relativa.
De esta forma me he vuelto adicto a una web que predice con bastante precisión el estado meteorológico de la península. Con lo que, desde un tiempo a esta parte, puedo planificar mis viajes con el fin de encontrar lo que el vulgo llama mal tiempo, que para mí es el IDEAL. Antes tenía que confiar en la suerte y he de reconocer que, quizá debido a las simples probabilidades, he tenido más suerte que desgracia en mis frecuentes viajes al norte. Pero cuando la mala fortuna se me ha incrustado en algún viaje concreto he tenido que soportar la estúpida amabilidad de los nativos norteños, que invariablemente me decían “qué suerte ha tenido Usted, llevamos dos semanas con mal tiempo y hoy ha salido un día estupendo”.
Me encuentro en pleno viaje por Cantabria y algo ha debido fallar en las predicciones que tuve en cuenta hace 15 días. No pude haber elegido otras fechas distintas porque tenía ocupaciones con la que cumplir, pero sí podía asegurarme que en las fechas elegidas iba a tener suerte. Cosa que no ha sucedido. Se trata de una web que raramente falla y cuando lo hace lo hace con pequeñas variaciones de lo previsto. Las predicciones son fiables siempre y cuando no quieras saber de un futuro que supere los 15 días. Pero algo debió fallar, digo, en las que me indujeron a contratar posada en Cantabria. Se trataba esta vez de un viaje corto, así que el error sería más flagrante por carecer de la posible compensación que el norte siempre depara a los apóstatas del sol veraniego.
Ciertas confluencias meteorológicas han determinado que de los tres días previstos dos fueran soleados. Por lo que estéticamente hablando puede decirse que el viaje no ha aportado nada relevante. No hay belleza sin herrumbre y musgo, y sólo hay verdadera herrumbre y verdadero musgo cuando puedes tocar las plomizas nubes con los dedos y cuando se te empaña la vista mirando el suelo. Concedo en que pueda haber belleza en los soleados parajes verdes y frondosos, pero soy inflexible en cuanto a la posibilidad de que pueda darse lo sublime si no es ante lo húmedo. En cualquier caso, el comentario del dueño de la posada no ha tardado en llegar: “nos han traído Ustedes el buen tiempo”. Así, además de desafortunados, culpables.
Segunda parte: lo salado
Gracias a una revisión médica fortuita descubrieron que yo soy un hombre de alta tensión. Y cuando digo alta, digo alta. Llevan cinco años advirtiéndome de los peligros de esta disfunción, los mismos cinco años en los que ningún médico especialista ha logrado bajármela. Al parecer soy un caso especial: no pueden bajarme la tensión ni a hostias. He probado de todo, además de haber probado con varios especialistas. Cada uno me ha dado su receta particular después de haberme dado la receta universal. Todos me han recetado pastillas y las he probado de todos los colores. Pero nada, sigo siendo un hombre de alta tensión. Nueces en ayunas, limón en ayunas, té rojo a todas horas, una cucharada de aceite de oliva en ayunas, mucha agua, nada de grasa saturadas, mucha fruta y verdura -aún sin ganas y por tanto a la fuerza-, un plátano al día, fuera el café y la sal... Ya saben Ustedes. A todo esto había que añadirle al principio un poco de ejercicio. Cuando vieron que con la observancia de todo esto la tensión no me bajaba decidieron indicarme más ejercicio: al principio bastaba con media hora tres veces a la semana pero ahora, y según me dicen los médicos, debo estar medio día subido en una cinta y el otro subido en una elíptica. Yo hace cinco años que cocino sin sal. Ahora sólo debo mentalizarme de que debo vivir como un atleta de élite.
Es mi tercera noche en Cantabria, concretamente en Quijas, un pueblecito situado a 30 Kms. de Santander. El sol lleva dos días machacando mis expectativas estéticas, es decir, mis expectativas vitales. M y yo hemos salido por la zona buscando un lugar que nos diera de comer aceptablemente sin agujerearnos el bolsillo. Y lo hemos encontrado. Se trata de un lugar ciertamente previsible. Es probable que en todos los pueblos españoles haya un bar restaurante del tipo. Mesas exteriores que se transforman en función de las circunstancias y un camarero que toma la comanda mirando sus pertenencias. Rechazamos rápidamente el menú anunciado en cartel y pedimos la carta. No lo podía creer, en el plastificado y rígido listado se encontraba un plato que sólo había existido en mis fantasías después de una memorable conversación mantenida con el dueño de uno de los restaurantes galardonados por estrellas michelín. Dijo el conocido cocinero: “estoy realmente harto del foie gras; ya no sé cómo darlo ni cómo combinarlo y ahora está de moda, todo el mundo me lo pide”. Ante tan enfurruñada afirmación yo le pregunté si bajo su punto de vista había algo que realmente combinara bien con unos filetitos de foie, a lo que él respondió, “sí, de hecho yo lo hago en mi casa cuando el cuerpo me lo pide; se trata de cocinar los filetitos de foie, incorporar dos huevos fritos encima y utilizar el pan como cubierto, sólo el pan y los dedos: sublime”. Pues bien, el plato de Quijas era exactamente ése, pero sobre una cama enorme de jugosas patatas fritas y una salsa de vinagre y miel. Los huevos rebosaban aceite y la brillante superficie del foie se encontraba incrustada por pedruscos de sal. Perfecto. Le hemos pedido al camarero que se llevara los cubiertos y el plato nos ha durado un suspiro.
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