Tenía que ir a Madrid con motivo de una cita concertada la semana anterior, concretamente el lunes a las nueve y media en las mismas oficinas del pequeño emporio que él dirige. Decido coger el tren de las siete, que me permite llegar con tiempo sobrado a la cita. La puntualidad es, de entre los parámetros que constituyen las convenciones sociales, uno de los más sagrados para mí. Da igual con quién se quede, la cuestión es llegar siempre “a tiempo” a las citas. En cualquier caso debo puntualizar, porque lo necesito, algo que en realidad debería resultar anecdótico para el lector: con quien estaba yo citado el lunes a las nueve y meda era un tiburón de mandíbula batiente. Sí, batiente (ni en cursiva ni entrecomillado). Y anecdótico porque, después de todo, nada ha tenido que ver el estatuto genético de mi interlocutor con la necesidad de narrar mi experiencia viajera. Pero yo había ido a Madrid porque había quedado con un tiburón.
Como llego a la estación con tiempo sobrado acudo directamente a la cafetería del tren para tomar un café y leer un periódico. Que acabarán siendo dos, los periódicos. Baumgartner se me queda colgando de la masa cerebral (es lunes y ayer se produjo la proeza estratosférica). Acudo hacia mi asiento con una carterita como único equipaje, ahí he concentrado los útiles de aseo personal, mis medicinas y un libro de lectura para la ida. La numeración de mi billete me lleva a compartir el asiento con una de las personas más gordas que he visto en mi vida (si exceptúo los vistos en EEUU). Está plácidamente dormido todo él, así que contorsiono con el fin de poder entrar en mi asiento sin tocarlo. Algo imposible que me hace rozar sus mórbidas excrecencias y además tenerlas presentes todo el viaje. Me acurruco en el pedazo de asiento que me queda y me dispongo a leer el libro sobre Tarkovsky, un libro sin duda menor escrito por un sobrevalorado Michel Chion.
Llegado a Madrid tengo tiempo para otro café. Un camarero le dice a su compañero que él no sale a atender a la terraza mientras su jefe no le ponga ya el uniforme de invierno (es 15 de Octubre). Es cierto que hace frío, estamos a 8 grados y mucha gente va por la calle vestida de invierno. En cualquier caso tengo la posibilidad de comprobar, mientras leo mi tercer periódico, que al camarero en cuestión le gusta hablar por hablar. Aunque hable todo el tiempo en serio.
Llego a las famosas oficinas a la hora señalada. Me atiende una señorita que dice no saber nada de mi cita con el director, que no ha llegado. A través de unos casquitos se comunica con alguien y después me dice: “haga el favor de esperar, que –tiburón- le atenderá en seguida”. Pero de “en seguida” nada. Tres cuartos de hora de pie, esperando. Cuando aparece se disculpa diciendo que como la cita la propuso él desde la calle no se acordó de anotarla. Nos sentamos y cuando le pregunto si ha visto el material que él me pidió le enviara con urgencia (a través de mensajería) una semana antes me contesta que no ha tenido tiempo. En fin. Después de esta breve introducción comenzamos nuestra entrevista. Y poco después la acabamos en 20 minutos. Punto.
Salgo de las oficinas y acudo a la cafetería del Reina (Sofía), donde he quedado con el ínclito (y ubicuo) Fernando Castro Flórez, un crítico de arte que en realidad es, después de todo, algo más. Siendo ese “algo más” una clave tan definitoria como diferencial respecto a sus colegas. Un ser cuya apariencia se encuentra entre un ser adulto y un ser joven. Con una cultura que le brota espontáneamente desde las comisuras labiales Castro padece de una incontinencia verbal indisimulada. Pero a poco que se le conozca se sabrá que su verborragia no es un signo de megalomanía, sino un extravagante mecanismo de defensa, o sea, un signo de inteligencia. En efecto, la única forma de sobrevivir a las inmensas relaciones sociales que le toca vivir dada su profesión es la de no dejar hablar. Así, Castro sólo es incontinente cuando no tiene nada que escuchar. Cuando estamos despidiéndonos en la calle nos cruzamos con Valcárcel Medina, uno de los pocos artistas que yo admiro y que por tanto preferiría no conocer. Como el cruce imprevisto no ha dado tiempo para tanto me place haber hablado con él sólo unos instantes y haber escrutado sus apariencias.
Una vez acabado el tiempo dedicado a las cuestiones “profesionales” me abandono a disfrutar el Madrid que ahora me interesa, que no es otro que el compartido con mi amigo Blas Maza. Ir al Foro era, sobre todo, una magnífica oportunidad de pasar unas horas con alguien al que presientes aunque no veas. Como sabrá el lector de este blog mi misantropía me impide tener demasiadas relaciones sociales, así que podrá entender el hecho de que pueda resultarme emocionante una experiencia poco frecuente que además se encuentra, en este caso, complicada por la distancia. Blas es un tipo cuyo talento ha sido puesto, desgraciadamente, al servicio de su propia supervivencia. Así que la única forma de aprovecharse de él es hablando. Después de comer Blas se retira a sus prescriptivas labores y yo decido pasear para bajar la comida. Salgo a la Gran Vía para encaminarme hacia la librería Ocho y medio. Una vez allí compruebo, de nuevo, que se trata de una de las librerías más mal organizadas que he visto nunca; resulta casi imposible pensar cómo se podría organizar peor. Me entran ganas de decírselo, pero no lo hago por temor a la mirada que seguro me iban a lanzar los dueños ante los primeros compases verbales de mi apreciación. Sin embargo hay allí un informático profesional que al parecer ha sido reclamado por ellos para sanear su gestión informática. Su nivel de expresión verbal es digno de un cuadrúpedo, pero eso no le impide imponer su criterio. A mí me duelen los oídos de escucharle. A los dueños les importa mucho el aspecto virtual de su librería pero no parece importarles nada sus ventas físicas directas. Siglo XXI.
De retorno a casa de mi amigo me cruzo con más indigentes, tullidos, pandilleros, proxenetas y putas de los que me he cruzado en Valencia durante pongamos 5 años. Madriz. Quedo de nuevo con Blas en la plaza Santa Ana, y después de unos finos cerca de Huertas me lleva a tomar una carne guisada con curry rojo que quita el hipo. En el restaurante sólo se encuentran cenando dos discretas parejas, lo que hace aún más memorable la cena tomada sobre una barra de madera serpenteante, sobre todo si tenemos en cuenta que todos los restaurantes circundantes se encuentran repletos de comensales, como mandan los cánones de una crisis de economía sumergida/emergida.
Al día siguiente me levanto pronto para llegar tranquilamente a la estación. Mi equipaje ha aumentado, tal y como viene siendo habitual en mis regresos, pero esta vez debido a un regalo de mi amigo Blas, que me ha dado lo último de Houellebecq. Él sabe perfectamente de mi aversión a la ficción, pero como decía mi tía que en paz descanse, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Yo había leído Partículas elementales y me había aburrido, y eso que muchos siguen diciendo que se trata de su mejor novela. Comienzo, pues, la lectura del libro en la misma estación de Atocha. En la hora y cuarenta minutos que dura el viaje no levanto la cabeza del libro. No hay nada que hacer. Es probable que se necesite paciencia para “introducirse” en la historieta y poder saborearla, pero yo ni la tengo ni la tuve nunca. Todas las novelas que leo son imposiciones que me hago para corroborar mi desprecio a la ficción. Algo que invariablemente sucede independientemente de que pueda gustarme el estilo de la historieta elegida. Después de cien páginas me encuentro cansado de tanta perspicacia en las descripciones; de tanta sutileza en la definición de los personajes; de tanta inteligencia puesta al servicio de de un relato cuyos problemas de los personajes me la traen floja. No hay nada que hacer: leo historietas y se me va la cabeza.
Addenda. Durante mi estancia en la cafetería del Reina sucedió algo inesperado que me hizo cometer un claro acto de mala educación. Mientras me hablaba Castro de Nietzsche sucedió algo detrás de él que acaparó y monopolizó mi atención, algo que me impedía estar atento a su discurso tal y como mandan los cánones del buen sentido y de la buena educación. Una señora extranjera de mediana edad que iba acompañada de su marido y de otra pareja se abrió el botón del pantalón, se bajo la cremallera de la bragueta, se bajó ligeramente los pantalones y metiendo una mano entre sus bragas extrajo un billete de 50 euros. Lo hizo dando la espalda a la barra, pero de forma indisimulada. Por lo visto alguien le dijo en su país que si venía España lo mejor que podía hacer era guardarse el dinero en el coño.
3 comentarios:
BLAS Y ANTÓN CON LOS CODOS ENCIMA DEL PIANO DE TONI2
ANTON: Yo creo que a las pijas les da igual que sus novios sean guapos o feos. Parece que no buscan belleza en sus parejas.
BLAS (tras largo silencio). Lo que buscan son... ¡líderes!
Antón (retirando los codos del piano): los feos sólo gustan a sus madres y a los novelistas, o sea...
Blas: ve y pregunta en una estación de esquí. Los profesores, y no los feos, son los que mandan.
Antón (colocando de nuevo sus codos sobre el piano): a las pijas también les gusta usar nicks, se enamoran con independencia del físico...
Blas (apagando el cigarro): sí, pero también con independencia del grado de sinceridad de su interlocutor, o sea... ¿sabes?
Toni2 (gritando desde la cocina): depende de la pista
Antón: osea...
Rival legal teams, well-financed and highly motivated, are girding for court battles over the coming months on laws enacted in Arkansas and North Dakota that would impose the nation's toughest bans on abortion.
For all their differences, attorneys for the two states and the abortion-rights supporters opposing them agree on this: The laws represent an unprecedented frontal assault on the Supreme Court's 1973 Roe v. Wade decision that established a nationwide right to abortion.
The Arkansas law, approved March 6 when legislators overrode a veto by Democratic Gov. Mike Beebe, would ban most abortions from the 12th week of pregnancy onward. On March 26, North Dakota went further, with Republican Gov. Jack Dalrymple signing a measure that would ban abortions as early as six weeks into a pregnancy, when a fetal heartbeat can first be detected and before some women even know they're pregnant.
Abortion-rights advocates plan to challenge both measures, contending they are unconstitutional violations of the Roe ruling that legalized abortion until a fetus could viably survive outside the womb. A fetus is generally considered viable at 22 to 24 weeks.
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