(Inmunizarse ante los efectos producidos en la emergencia de lo real es una forma de deshumanización. Decadencia).
Decíamos en el anterior post que la realidad tiene grados en cuanto su nivel de aprehensión. No se aprehende la realidad de la misma forma delante de un síntoma que delante de un signo. Ni se impone de la misma forma experimentada en la “cercanía” de un acontecimiento (en el cuerpo a cuerpo) que en la “lejanía” (a través de una representación). Por eso decíamos también que los grados de realidad se encontraban vinculados de alguna forma a la retórica, aunque pudo decirse también que los grados de realidad se experimentan en función de su aproximación a lo real entendido como aquello que en su inefabilidad nos confronta con el inexplicable vacío. Sólo la palabra, es decir, lo netamente humano, puede acudir a nosotros para salvarnos de la emergencia de lo real.
Sin embargo, lo sabemos, la palabra no tiene ya casi poder comunicativo en estos tiempos. No sirve para casi nada. El ejemplo del telediario lo demuestra: del texto de aquella noticia -que era en sí misma impactante sólo debido a las imágenes- ya casi nadie se acuerda. Hoy, último día del mes, una mujer ha mostrado su angustia ante las cámaras de televisión por no poder hacer frente a una deuda de 13.000 euros. Mientras el chino barbilampiño (Gao Pin), ex dueño de todos aquellos fajos de dinero robados, ha sido puesto en libertad por un defecto de forma del que nadie se responsabiliza. Las palabras de la noticia aquella han sido barridas por el tiempo como son barridas todas las palabras pronunciadas en una era, la digital, que sólo atiende a las imágenes, unas imágenes que ya sin sentido -el sentido que otorga la palabra-, sólo pueden ser obscenas. La palabra es la gran perdedora de la era digital. Lo que importan son las imágenes, y cuanto más conectadas con lo real mejor: sólo se busca el espectáculo; espectáculo puro y duro; espectáculo amorfo; espectáculo sin sentido; sin un sentido que pueda humanizar el vacío y el caos de lo real. Alejados de la palabra pues, y por tanto inmersos en el espectáculo deshumanizado de las imágenes no sostenidas, de las imágenes no ancladas.
Son las consecuencias de un pensamiento relativista inculcado con tesón por el mundo académico. Ese pensamiento que les ha venido de perlas a los políticos que no dejan de mentir amparándose en que no hay palabra capaz de decir la verdad. Mientras el espectador queda atrapado por cientos de imágenes potentes en su presentación pero carentes de poder de conciliación. El espectáculo por el espectáculo es el verdadero opio del pueblo. Los poderes fácticos han conseguido conculcar en la sociedad la estúpida idea de que una imagen vale más que mil palabras. Pero no hay pensamiento abstracto allá donde no hay palabra. No puede haberlo, sólo se puede acceder al pensamiento abstracto a través de la palabra. Las imágenes no bastan para desarrollar el pensamiento abstracto que caracteriza al ser humano. Las operaciones concretas son propias de la infancia y las formales del ser adulto, como demuestra el hecho de que lo libros infantiles requieren de imágenes y los libros universitarios no. Un signo de madurez es precisamente el que permite a la persona elaborar unas operaciones, las formales, que son de rango superior a las operaciones concretas, más propias de mentes más precarias.
Sin embargo sabemos que, cada vez más, prepondera la imagen sobre la palabra. El pensamiento visual, propio del estadio iniciático se ha impuesto sobre el pensamiento razonado, propio de un estadio desarrollado, maduro. El pensamiento visual como única forma de confrontación a la realidad resultaría característico del autismo. En efecto, el pensamiento visual como método primario de procesamiento de información es característico de los niños autistas. Se supone que el proceso lógico de desarrollo del ser humano es aquel que, como decíamos, le conduce de métodos primarios (visuales, concretos) de procesamiento a métodos más complejos (formales, abstractos). La era digital no quiere saber nada que vaya más allá de la imagen. Pero un mundo sin palabra es un mundo brutal; un mundo donde rige el gruñido, manda la economía y se renuncia a la ética. Por eso ya nadie utiliza aquella vieja expresión que nuestros padres nos obligaban a usar con prudencia y conocimiento. Ya nadie dice “te doy mi palabra” para acreditar su verdad porque la palabra no vale nada allá donde nadie quiere verdades, sólo dinero. Una sociedad sin palabra es una sociedad autista. En un mundo brutal. Decadencia.
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