De Cine, Intelectuales y Miserables
Cine. Desde hace un tiempo, no mucho, la palabra cine no se conforma con remitir a esa forma arquetípica de representación audiovisual. Ahora el cine es… casi cualquier cosa. Lo que antes se llamaba cine experimental podría ser ahora perfectamente cine a secas. La tecnología ha ayudado mucho, en este sentido, a la creación de productos que antes se hubieran quedado en el baúl de las siempre bienvenidas buenas intenciones y de las patéticas buenas ideas. Hay que congratularse con ella, la tecnología, en la medida en que ha hecho posible no sólo la producción, sino la realización y lo que es tan importante, la distribución de cientos de films estupendos que, de otra forma, no habrían podido ni existir.
No vale la pena extenderse demasiado en ello, pero baste decir que, ante tan magna oferta de cine han surgido nuevos canales de distribución y visionado que permiten a quienquiera estar más o menos al día de casi todo. Podría decirse que tanto para el mismo cine, como para la distribución, como para la publicitación de toda esa oferta han surgido canales y medios que han necesitado encontrar mercado en la especialización. Es decir, no siendo homogéneo el producto cinematográfico actual, ha hecho falta adecuar todos los procesos de producción y distribución a los nuevos y minoritarios públicos. Creando, efectivamente, nuevas formas de producción y distribución.
La necesidad de satisfacer a tantos nuevos públicos ha generado también diversidad de ofertas respecto a todos os productos que pudieran tener alcance comercial. Así, por ejemplo, hay revistas de cine de muy variado y distinto cometido. Cometido que se encuentra vinculado a las necesidades del concreto nicho de mercado al que se dirigen en cada caso particular. Hay revistas que se publican casi exclusivamente para promocionar el cine blockbuster y en las que el sentido crítico es casi nulo; otras en las que se mezcla la crítica realizada de forma clásica con la promoción de lo por-venir; otras en las que se combina el análisis concienzudo de los últimos estrenos con el análisis pormenorizado del estado actual de las producciones más alternativas; otras en las que prima el gusto por el cine entre difícil y comprometido (generalmente no americano), pero sin abandonar el sentido común; otras en las que prevalece el compromiso con un ideario a-priorístico un tanto particular; otras que ven el cine desde el punto de vista de “lo académico” (universitario) y de los “estudios culturales” (y publican por tanto artículos de evaluación por pares); y otras, que no son propiamente de cine y que casi sólo lo ven a éste desde el parámetro (o la disciplina) que les interesa -en tanto que sus colaboradores se encuentran abducidos por una única forma de mirar, sin duda muy productiva.
Que cada uno ponga el nombre de la revista que quiera y lo adhiera al grupo que le dé la gana, que seguro que lo hará. Pero vaya por delante que casi todas tienen su lado interesante. O mejor, prácticamente todas tienen un lado lo suficientemente interesante como para ser complementarias de las demás. Quizás la única que bajo mi punto de vista no resulte interesante sea la que se aproxima al cine desde el prisma de los “estudios culturales” (lo académico), siempre obsesionados con mostrar un saber que generalmente se expresa efusivamente a pie de página.
Intelectuales. Ah!, pero, ¿todavía existen? La verdad es que no lo tengo muy claro. Habría que redefinir el término para poder contestar la pregunta sin parecer excesivamente ingenuo. En cualquier caso, lo que sí sigue habiendo son personas mayores que poseen un saber configurado por la lectura, el pensamiento y la escritura; un saber que les permite expresar opiniones cuyo valor será siempre más estimable que el de todas esas opiniones forjadas sobre la intuición más o menos doméstica. ¿Sólo mayores? Sí, sin duda: es por eso que el intelectual se encuentra en extinción; sólo pueden serlo aquellos cuya edad actual no hizo posible que pudieran jugar con consolas en su juventud.
Este tipo de intelectual, ya casi periclitado, tenía sus cosas particulares. En efecto, cuando el relativismo no había aún condonado la posibilidad de su existencia, los intelectuales se definían –con independencia de su extraordinaria individualidad- a partir de unos pocos patrones. Antes de que el relativismo y los videojuegos hicieran inservibles a los intelectuales, estos se encontraban representados casi por un arquetipo. Salvo raras, y sobre todo ocasionales y coyunturales excepciones, los intelectuales estaban, como digo, cortados por el mismo patrón: les gustaba el alcohol (wisky o vodka), las bufandas, la ópera y las novelas difíciles; no les gustaba el cine y odiaban a los Estados Unidos. Curiosamente les gustaba el rock, pero definitivamente odiaban los musicales tanto como el arte figurativo. A veces condescendían con John Ford, pero lo hacían siempre con cautela, y si les gustaba algo era Wajda, Bergman, Godard y Fassbbinder. Pero las películas de Fred Astaire, por ejemplo, serían en cualquiera de los casos paradigmas nefandos del ejercicio del poder con fines alienantes. Stanley Cavell (y su magnífico análisis de la comedia clásica americana) es precisamente la excepción que confirma la existencia de esta regla que es histórica.
Miserables. Aunque lo mejor hubiera sido ponerle el artículo determinado: Los miserables. Porque de eso se trata: de los miserables a los que hace referencia la obra de Víctor Hugo. O mejor, porque de lo que aquí se trata es de de la adaptación cinematográfica, no de la novela, sino del musical de Brodway. Así, como musical que es antes que nada, se trata de una película que previsible y fundamentalmente convocará a su público; esto es, al público que guste de los musicales. La verdad es que, de no ser por el reparto y las nominaciones, es probable que se tratara de una película con una taquilla insuficiente si tenemos en cuenta el presupuesto gastado. Pero con independencia de la taquilla que pueda hacerse en función de una promoción impecable, no deja de ser cierto que se trata de una película en la que los actores se pasan dos horas y media cantando. Algo que no parece muy adecuado para lo que sabemos del público mayoritario de de hoy en día.
La cuestión es que, como casi siempre, ha habido opiniones para todos los gustos. Hay quien queriendo comprobar la genialidad de Victor Hugo ha salido escaldado, y también quien habiendo ido a ver a Hugh Jackman se le cerraban los ojos a los veinte minutos (desarrapado y cantando). Lo que sin embargo ha vuelto a suceder es eso que de forma invariable sucede con los musicales (salvo rarísimas excepciones): que los ignoran todos aquellos que creen tomarse el cine en serio. Así, por lo que respecta a las publicaciones especializadas en cine, puede afirmarse que Los miserables ha sido motivo de atención, solamente, en aquellas que sirven fundamentalmente de vehículos promocionales para la majors. Esto es, de todas las revistas que se dedican al hecho cinematográfico, sólo han prestado atención a Los miserables aquellas en las que el análisis brilla por su ausencia. Las demás han hecho mutis por el foro. O han silbado mirando hacia otro lado.
No creo que a estas alturas del texto cupiera preguntarse por qué. La explicación viene dada en el escueto epígrafe segundo. Si hacemos el esfuerzo por considerar de alguna forma intelectuales los que analizan películas, podríamos afirmar sin miedo al equívoco que los musicales no les hacen ninguna gracia. Tampoco es que históricamente les haya hecho mucha gracia a los intelectuales de antaño el género de la comedia, pero es que quizá les gustara demasiado el vodka.
La cuestión es que Los miserables es una película que sólo ha aparecido en las revistas que tienen como único cometido hacer taquilla. Las demás ni siquiera la nombran, o si lo hacen es para dedicarle un espacio ridículo y unos comentarios consuetudinarios. Para evitar equívocos debo decir que me parece estupenda la reivindicación de autores malayos o noruegos, de hecho esa reivindicación es la que mueve a muchos directores de festivales cinematográficos a programas ciclos más que interesantes. Pero no entiendo por qué resulta tan difícil desligar el producto en sí mismo de una cierta autoría contrastada. Es decir, no entiendo por qué el análisis de cierto producto norteamericano depende tanto de la marca que impone el nombre del autor. Porque, como puede comprobar cualquiera, la película ha sido despachada hablando de “corrección formal y académica de un producto con escasas muestras de verdadera potencia creativa”.
Algo con lo que no estaría yo de acuerdo en absoluto, por supuesto. Para empezar, Los miserables es una película que ante todo ha sabido trascender sus orígenes teatrales aprovechando perfectamente algunos de los recursos propios del cine. Quienes sí gustamos de los musicales en toda su extensión posible sabemos que los recursos para atraer la atención del espectador son distintos en ambas formas de expresión. Y que son las limitaciones de cada medio las que invocan a la creatividad. Así, el cine deberá suplir de alguna forma su carencia de contacto en vivo con el público, y el teatro se tendrá que centrar en la escenografía para enmendar el problema de la larga distancia con el espectador.
El equipo de producción de Los miserables ha optado por una muy curiosa forma de narrar un musical teatral; ha optado por centrarse en lo único en lo que no pueden centrarse los espectadores habituales del patio de butacas. Así, ha sustituido la visión panorámica y escenográfica (espectacular y coreográfica) por la visión del rostro y el sentimiento (intimista). La visión del conjunto ha sido sacrificada en aras de lo particular. Lo que no deja de ser una decisión heterodoxa desde el punto de vista del musical. Y atrevida, pues los amantes del musical (principal objetivo de una película musical) podrían ser los primeros decepcionados. Es cierto que Hooper ha hecho concesiones a la espectacularidad en algunas escenas, pero se trata de concesiones teatrales muy alejadas de pretensiones realistas (las escenografías son sintéticas pero románticas y cumplen con su simple papel de fondo).
Debido a una sabia decisión del equipo de producción en Los miserables apenas hay coreografía más allá de de una narración visual dinámica que ha planificado perfectamente los movimientos de los actores. Algo que ha permitido al director realizar su película con la cámara al hombro y que le ha llevado, como decíamos más arriba a poderse centrar en la palabra, esto es en el rostro. Así, allá donde precisamente no pudo llegar la obra teatral es el punto de partida de la cinematográfica: el rostro. La estupenda adaptación del libreto a la opereta ha sido llevada al cine sin eliminar el sentido teatral, pero incidiendo en eso que es propio del cine: el primerísimo primer plano.
Todos los actores cumplen a la perfección con ese atrevido desafío (para todos, actores, fotógrafo, cámara y director) que supone interpretar largos planos secuencia mostrando "lo (más) real" de un mismo. Y es también ahí, donde además el texto expresa toda su potencia dramatúrgica; un texto donde la palabra (de honor) es “principio” que conlleva el subsiguiente cumplimiento del deber. En definitiva: una obra bella y moral. O bella por moral.
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