O mejor, ¿son los
políticos de una casta tan diferente a la de los ciudadanos?
El dentista
Mi hermano ha decidido contrastar la opinión del dentista
que lleva la boca de sus hijos, en concreto la de su hijo de 12 años. En
realidad, más que su opinión lo que ha querido es contrastar el elevado presupuesto
que le ha dado en función del confuso diagnóstico. Así pues ha decidido visitar
otro dentista. Su primera sorpresa ha devenido de la muy diferente forma de
actuación propuesta (diferente pero con parecida explicación confusa), y la segunda
se ha dado ante la extraña similitud de los dos presupuestos, desorbitantes
ambos. ¿Cómo dos profesionales pueden –se pregunta mi hermano- evaluar clínicamente
de forma tan distinta el complejo modo de actuación sobre la boca de un niño
que sólo ha ido al dentista porque le está saliendo un diente por delante de
los otros, pero coincidir tanto en los honorarios requeridos? ¿Será necesario
gastar esa ingente cantidad de dinero para arreglar la boca del niño que al
parecer sólo tiene un diente que le sobra–se sigue preguntando mi hermano? Las dudas
le corroen: ¿seré un desalmado si no pido otro crédito para poder abordar el futuro
bienestar ¿estético? de mi hijo? ¿Ah, pero se trata entonces de una cuestión
puramente relacionada con la estética y no con la salud bucal?, termina por preguntarse
mi hermano. Así que acude a un tercer dentista para saber si es sólo de eso de
lo que se trata. Antes de dar su dictamen, lo que hace este tercer dentista es
criticar las actuaciones que sobre el niño se han hecho con anterioridad (el
primer dentista que le puso los brackets), concretando su crítica en la
innecesariedad de esas previas actuaciones, que a mi hermano le costaron, por
cierto, una pasta gansa. Coincide sin embargo con este primer dentista en lo
que respecta a la forma de ver el problema actual y sobre todo en lo que
respecta a los estipendios que serán necesarios para solucionarlo. Armándose de
valor mi hermano decide hacerle una pregunta sencilla pero sin duda entrometida;
con prudencia y serenidad le dice: ¿y no habría una forma más sencilla de
abordar el caso; no sería, por ejemplo, más sencillo extraer ese diente y ya
está? El dentista estira el rostro, contrae los labios y comienza a balbucear
pronunciando frases que no acaba. Cuando logra serenarse intenta articular un
discurso que apela a los modos correctos de actuación. Mi hermano le corta
amablemente y vuelve al grano, ¿pero qué pasaría si lo que hiciéramos fuera
extraerle sólo ese diente? El dentista ladea la cabeza de un lado a otro, toma
aire y dice: pues que es posible, que en el futuro, no muy pronto pero si de aquí
unos años, bastantes eso sí, le apareciera, aunque no con seguridad, una
pequeña “rayita” vertical en la mejilla. La pregunta de mi hermano tenía
sentido; primero porque tanto a él como a mí nos sucedió lo mismo cuando éramos
niños y la solución fue extraer la pieza, y segundo porque la extracción es
sumamente más barata que cualquiera de las intervenciones propuestas por los
tres dentistas. Por cierto, ni mi hermano ni yo tenemos ninguna rayita vertical
en las mejillas, pero pensamos que podría ser interesante que apareciera.
El vendedor
Vivo a unos 100 metros del mercado de mi barrio. Todos los
días del año un matrimonio que rondará la cincuentena se ubica a mitad camino
entre mi casa y el mercado, en un lado de la calle. Bueno, más bien es ella la
que con una pequeña sillita plegable se sienta despaldas a la pared junto a una
balanza. El se sitúa en el cruce de la calle para controlar mejor la posible
llegada de la pasma. Se tiran prácticamente toda la mañana vendiendo los “productos
del día”, o sea, los productos que ese día han podido conseguir por el sistema
de “carga”. Suele ser fruta y verduras del tiempo. Hace unos días y ya a una
hora en la que los mercados dan por zanjada su vida laboral, pasé junto a un
bar de esos que cuentan con una pequeña barra que comunica el interior con la
calle. Un grupo de personas se comunicaba con la vehemencia y la indignación
que al parecer el tema exige en estos momentos. Así, estaban hablando de los
políticos a voz en grito. Entre ellos estaba este hombre que tan apañadamente
vigilaba las ventas de “sus” productos. Estaban todos indignados, claro. La
casualidad quiso que justo a mi paso por el grupo fuera él quien tuviera la
palabra; su tono era categórico: “los políticos, los políticos son todos unos
ladrones; sólo están donde están para robar, no hay ninguno que se salve”.
El mecánico
Hace año y medio compre una moto a un mecánico –y dueño de
un establecimiento de venta de motos- que conozco desde 1985. A los tres meses
se produjo una avería que me tuvo sin moto un mes. Como entraba dentro del tiempo
asignado por el seguro la arregló, pero sus explicaciones respecto a la avería
fueron algo confusas. No pasaron ni dos meses más y la moto volvió a averiarse.
Yo le manifesté mis dudas al mecánico pero al final confié en sus extrañas
explicaciones que consistieron en decirme que se trataba de una avería común
del modelo en cuestión. Siguió sin cobrarme pero no quiso darme ninguna factura
ni documento que probara que mi moto había entrado ya dos veces al taller con
el mismo problema. No pasaron ni dos meses para que se reprodujera la avería:
la tercera vez. Cuando le llevé la moto al mecánico ya manifesté mi total
desencanto con la compra de la moto, pero él se excusaba con argumentos
técnicos sobre una avería frecuente en esos modelos y difícil de solucionar
adecuadamente. Me dijo que está vez iba a darle una solución más o menos
definitiva porque había consultado a un experto de Madrid que estaba
especializado en mi modelo, y que muy probablemente esta vez sería la
definitiva. Quise creerle por dos razones, primero porque lo conozco hace ya
casi 30 años y segundo porque tenía ganas de hacerlo. La cuestión es que estuve,
de nuevo un mes más sin moto. Pasados 4 meses del tiempo que cubría el seguro
de la venta se volvió a reproducir la avería. La llevé al mecánico para pedirle
explicaciones; se la dejaba tal que un día y al día siguiente me daría un
presupuesto del arreglo en cuestión. Así fue, pasado el día me acerqué al
taller y le pregunté. Sin arredrarse ni un ápice me dijo que la avería costaría
de arreglar unos 2.500 euros y que, claro está, tenía la opción de no
arreglarla, o de llevarla a otro mecánico, pero él me aconsejaba que no lo
hiciera, añadiendo que se trataba de un precio especial por los inconvenientes
causados y que por ello no me cobraría casi la mano de obra, pero que efectivamente se trataba de una reparación cara debido al
coste de las piezas. Ante el cabreo
manifestado por mi parte durante la conversación en vez de acobardarse se fue
creciendo hasta llegar a decirme que “sí, en efecto se ha tratado siempre de la
misma avería pero yo no me podía permitir el lujo de asumirla porque hubiera perdido
dinero, así que he ido apañándotela creyendo siempre que podría ser más o menos definitivo
el apaño”.
El contratador
El joven hijo de mi mujer es un atleta; de hecho se lleva
preparando para ello desde muy joven. Sus especializados estudios además lo
avalan. Le ha igual subir un 6.000, que hacer rafting, que apuntarse a un
triatlón: es su vida y por ello su profesión. Hace unos años cuando aún era un
adolescente en ciernes le contrataron de la piscina municipal para que pasara 8
horas vigilando a los bañistas. Le daban un sandwiche
como pago a la responsabilidad de estar 8 horas bajo el sol sin permitir que se
produjeran incidentes entre los usuarios de la piscina. Le vino bien el trabajo
como una forma de entrar en contacto con la vida social y laboral directamente
relacionado con sus aficiones, pues aún era sólo un estudiante. Han pasado 4
años y lo han vuelto a llamar. Lo primero que le dicen es que esta vez piensan
pagarle. Y en efecto, le quieren pagar; le ofrecen 300 euros por estar todo el
verano preocupado por la salvaguarda de docenas de niños cuya inconsciencia se
multiplica ante el agua y el calor. Da igual que el chaval se haya negado ante
tal bochornosa propuesta; seguro que habrá bastante gente mucho menos
capacitada (pero posiblemente más necesitada) para hacer el papel de vigilante.
Puede que eso genere un par de muertes en la piscina, pero la pela es la pela,
tú. (No olvidemos que una de las muertes producidas por ahogamiento este año en
Valencia, se produjo porque habían dejado la vigilancia de la piscina en manos
de los estudiantes de un instituto que
se encontraba adscrito a ella).
No hay comentarios:
Publicar un comentario