O del poder de la Uniformidad
Debido a circunstancias familiares pasé toda mi
adolescencia viajando a Barcelona. Bueno, Barcelona y Sitges, ese apéndice
sureño que se repartía la alta burguesía con el apéndice norteño de Rosas. Mi
hermano y yo disfrutábamos de lo que por aquel entonces se llamaba kilométrico,
una especie de cartilla que permitía a los hijos de funcionarios de Renfe
viajar gratis. Así que para nosotros coger el tren y plantarnos en Barcelona
era como coser y sobre todo cantar, aun a pesar de que el trayecto durara entre
4 horas y media y 6 horas.
Allí siempre nos esperaban dos primos de nuestra edad,
autóctonos de Barna, con los que éramos felices hiciéramos lo que hiciéramos.
Fue precisamente en aquella época –mediados y finales de los setenta- donde me
comenzaron a advenir sentimientos contradictorios respecto a la evolución que
yo iba viviendo en la ciudad. No sé muy bien por qué yo de jovencillo tenía un excéntrico
gusto por lo retro al que le iba muy bien Barcelona, no sé, quizá debido al
modernismo catalán que asociaba a mis intereses por las antigüedades y mis
primeras adquisiciones: Los encantes y la Ronda de Sant Antoni.
Los sentimientos contradictorios comenzaron cuando
comprendí que todo aquello por lo que Barcelona me gustaba, que no era otra
cosa que su propia singularidad, iba a ser en el fondo algo irrelevante para un
gobierno ya metido en la vorágine nacionalista. Es decir, comencé a padecer
cierta esquizofrenia respecto a mis sentimientos hacia Barcelona cuando
comprendí que a mí me importaban más ciertas tradiciones catalanas que al
mismísimo gobierno catalán. Así, mientras mis primos sufrían la primera gran
inmersión lingüística, el gobierno catalán convertía todas sus granjas* en cafeterías franquiciadas. La estrategia no podía ser más perfecta: mientras una
pandilla de políticos exaltados catalanizaban a los niños con el lema Espanya ens roba, esa misma pandilla se
hacía rica con el 3% (o con el mucho más %). El signo definitivo que demostraba
que a esa pandilla de dirigentes les importaba realmente una mierda su
idiosincrasia -pero les encantaba definitivamente el dinero- fue la sustitución
del bar Canaletas por un Burger King. Pero sin dejar de promover, eso sí, el
baile de la sardana en la Plaza de la Catedral los domingos por la mañana.
A los sucesivos gobiernos catalanes siempre les
interesó generar confusión en torno a los conceptos identidad y tradición. Lo
que les ayudó a generar fácilmente súbditos. Creaban prosélitos en base a una
lengua, un baile muy púdico (cualidad básica para todo baile nacionalista que
se precie) y la inoculación de un odio que debía manifestarse hacia españoles
y sobre todo charnegos. El odio al otro
es una de las tácticas lo que más sensación de grupo genera, la que más une a
los prosélitos si además se expresan desde una lengua propia. Incluso mis
primos cayeron en la trampa cuando se creyeron todo lo que aquel personaje
bajito pero extremadamente soberbio les decía con la cabeza inclinada y los
ojos semicerrados.
Un ejemplo que nos muestra los efectos que esa
confusión de conceptos conlleva es la re-creación paisajístico/urbanística que
el gobierno catalán ha hecho en su comarca de la Cerdanya. Hay que verlo para
creerlo. Si no fuera porque los hay a docenas se trataría del ejemplo perfecto
para señalar adónde nos conduce un lugar regido por la exaltación del
ensimismamiento nacionalista en detrimento del otro, un otro siempre
inferior y por ello digno de odio; un lugar, claro, gobernado por una pandilla
de listos cuya cantidad de dinero privado ha crecido siempre de forma
directamente proporcional a la cantidad de gente que debía no saber nada acerca
del significado de los conceptos identidad y tradición. En efecto, la Cerdanya
es un buen ejemplo para conocer adónde nos conduce un nacionalismo de carácter
independentista (mientras no haya otras olimpiadas que les renueven toda una
gran ciudad con dinero español).
Se puede acceder a la comarca por la vieja carretera
de Ripoll o puedes hacerlo por el nuevo túnel del Cadí, pero los resultados son
los mismos... con una hora de diferencia (y más allá del dinero que genera en las arcas de la Generalitat el
peaje del túnel). Ya pases por Das, o por
Orús, o por Saga, o por Riu, o por Alp, o por Bor, o por Bolvir, o por Prats,
lo que ves es siempre… ¡lo mismo! ¿Cómo lo mismo?, se preguntará más de uno.
Pues eso, ¡lo mismo!: las mismas casas sin apenas variaciones agrupadas y
organizadas junto a un minúsculo centro histórico remozado para hacer juego con
esas casas de reciente construcción. Piedra, pizarra y madera repartidas en una
estructura que tendrá en cuenta el perfecto reparto de materiales con el fin de
conseguir esa uniformidad. Y según me cuenta un amigo de Manresa, que tuvo que
reformar una de las casas antiguas de Riu, “¡hay de aquel que quiera algo
diferente!, por ejemplo una casa sin contraventanas de madera. ¡Se queda sin
casa!”.
En efecto, mi amigo se explayó hablándome del
calvario que tuvo que padecer para cumplir una normativa que se hacía estricta
sobre la marcha con el fin de impedir que nadie se saliera de la conservadora
estética uniformadora. Esto es, si hay algo imposible en la Cerdanya es tener
una casa al gusto propio, tener una casa de diseño particular, en base a una
planta personal y un diseño que no sea el de piedra, pizarra y madera. Habrá
quien no vea en esto nada especial, o nada criticable, porque en el fondo
reclame esa igualdad uniformadora (¿). ¿Tendrá que ver esa igualdad uniformadora con
aquel editorial famoso que apareció simultáneamente en todos los periódicos catalanes? ¿Esa
uniformidad que impide a “uno” tener la casa que quiere? ¿Esa uniformidad que
impide a los catalanes rotular su negocio en la lengua que les venga en gana?
¿Esa uniformidad que no permite a un niño expresarse en español en el patio de
un colegio que además no puede elegir la lengua de docencia si quiere seguir
recibiendo subvenciones? ¿Esa uniformidad que margina descaradamente a quienes
disienten de ese uniforme pensamiento único?
En mi adolescencia pudo conmigo una sensación que no
era inmovilista sino nostálgica, esto es, ingenua. Bastaron unos cuantos meses
para curarla. En cambio los poderes fácticos catalanes se guiaron por una estrategia perfectamente diseñada (en la que colaboró todo el
estado español) y sumamente eficaz en la medida en que hicieron prevalecer lo
sentimental sobre pragmático en gran parte de la ciudadanía. Y además muchas de las franquicias que sustituyeron a las granjas se anunciarían al público con el "pan tomaca y butifarra".
No importaba tanto que Cataluña se empobreciera y
endeudara en su ensimismamiento como que les uniera un sentimiento visceral pero
uniformado. El precio que había que pagar por ello sería el de carecer de
opinión propia: dejar de ser un individuo para pasar a ser un número, dejar de tener verdadera personalidad para pasar a ser una marca. Algo que
no parece importarles a los más reivindicativos y por eso siguen haciendo oídos sordos a lo que hace apenas unas semanas les dijera ese señor bajito que les metió
millones de pájaros ruidoso en la cabeza, ese señor que les hablaba con la
cabeza inclinada y los ojos semicerrados: “¿qué coño es eso de la UDEF?”
*Las granjas eran especies de bares -sin serlo- que
expendían trinaranjus, cacaolat, bikinis y productos de primera necesidad.
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