Whiplash
Este post también
pudo llamarse El Espíritu de nuestro
tiempo, pero en un momento dado me pareció excesivo.
También pudo llamarse Las
casualidades no existen, que aunque me gustaba, posiblemente se tratara de
un título demasiado abstracto y además ya usado en otro post reciente.
También pensé que podía llamarse La crueldad del hoy. Demasiado agresivo y genérico.
O El misterio de la
voluntad perdida. Demasiado literario, sobre todo porque en realidad no hay
ningún misterio.
Sí en cambio La voluntad
perdida, no hubiera estado mal.
O Sin compasión.
Quizá esta hubiera sido la mejor opción, pero al final preferí llamarlo con el
mismo nombre de la película que suscitó todas estas reflexiones: Whiplash.
Cine
El éxito de una película depende muchas veces del boca a boca.
Pero sabemos que el éxito no siempre va parejo con la calidad. Grave discusión
sería ahora la que dirimiera acerca de la calidad en el cine. No es el momento
ni el lugar. Sabemos, eso sí, que en el juicio estético emitido sobre el
producto cinematográfico se encuentra bastante consensuado. Más allá de las
tendencias hacia la que nos dirigen nuestros inevitables gustos personales
sabemos que existe un criterio relativamente universal por el que somos capaces
de señalar el buen cine, ya sea comercial o de autor, blockbuster o
independiente. O por plantearlo de otra forma: si preguntáramos a 100
profesionales del análisis cinematográfico seguro que habría entre ellos muchos
más puntos en común que discrepancias. Y las discrepancias responderían,
exclusivamente, a causas difícilmente comunicables por estar vinculadas a lo
extremadamente individual. O sea, que hay un cierto consenso entre los que
entienden de cine, es decir, entre quienes entienden el cine desde el análisis
y la reflexión, y no tanto entre quienes lo entienden sólo desde el
entretenimiento.
Ese consenso deviene, pues, de la naturaleza misma del cine,
que en su aspecto narrativo/descriptivo obliga en su ejecución a un adecuado
uso de los dispositivos que pretenden comunicarse con el espectador. Las normas
y las reglas son en este sentido tan necesarias como en sí mismas constitutivas
de la creatividad del hecho cinematográfico. Porque si el cine se caracteriza
por algo, al menos en lo que a su relación con el espectador se refiere, es por
esa necesaria deslocalización que hace posible que los espectadores se cuenten
por cientos de miles -y no por puñados. Espectadores que además pagan por su experiencia
artística. Por ejemplo, un cuadro que habita la casa de "su"
coleccionista está "ahí" para el uso y disfrute exclusivo de su
propietario. Sin embargo, una película está "por ahí" para uso y
disfrute de un indefinido pero cuantioso número de espectadores -que además
pueden disfrutar simultáneamente. O sea, el producto cinematográfico está hecho
para ser consumido masivamente y eso es, paradójicamente, lo que le confiere
una dignidad incuestionable.
Crueldad y goce
Pero parece que ya nos hemos ido por las ramas, así que
volvamos al principio: El éxito de una película depende muchas veces del boca a
boca. Pero sabemos que el éxito no siempre va parejo con la calidad, sobre todo
cuando el éxito es claramente popular. Más bien puede afirmarse que muchos de
los éxitos de cada momento histórico se deben a las coyunturas que los hacen
posibles, muchas veces vinculados a las modas de ese momento. Así entiendo yo
el éxito de Whiplash. Entonces, ¿son
los posibles factores coyunturales -actuales- los que explicarían ese éxito? Yo
diría que sí, sin duda. Y ¿cuál sería después de todo esa coyuntura? Ésa sería
la cuestión, porque pienso que sólo la coyuntura es capaz de explicar el éxito
de una película efectista y preciosista, pero mala.
La película no es más que lo que una sinopsis breve podría
describir. Es decir, en ella "no sucede" nada más que aquello que
pudiera quedar descrito en una simple sinopsis: un muchacho que quiere triunfar en el mundo del jazz se enfrenta a la
dura y peculiar metodología de un profesor. Pero, si apenas sucede poco
más, ¿dónde podría situarse el éxito obtenido? Para contestar no podemos evitar
el spoiler. Es más, si hubiéramos querido ser más estrictos en la sinopsis ya
nos habríamos dado de bruces con la clave del éxito. Sería esta otra: un muchacho que quiere triunfar en el mundo
del jazz se enfrenta a la peculiar metodología de un profesor indiscutiblemente
cabronazo.
Sin duda es en esa extraordinaria dureza del profesor donde se
encontraría la explicación del éxito de la película y lo que yo relaciono con
una coyuntura, un profesor cuya dureza parece quedar justificada ante el alto
índice de éxito conseguido por los que son sus alumnos. Así, estamos en
condiciones de spoilear un poco más la trama: un muchacho que quiere triunfar en el mundo del jazz se enfrenta a la
peculiar metodología de un profesor indiscutiblemente cabronazo, pero que es
capaz de echar una lagrimita en el momento adecuado (sic).
En una película donde poco más sucede -aunque también: chico
conoce chica; chico y chica viven su primer desencuentro amoroso (?)- la clave
del éxito sólo puede situarse en la relación del alumno con el profesor. El
alumno es un chaval bonachón, voluntarioso y trabajador y el profesor no
muestra ninguna compasión cuando de lo que se trata es de que los alumnos
aprendan. Y esto es, en definitiva, lo que ha cautivado al público. ¿Les suena?
¿No es esto lo que vemos en Tv todos los días? ¿No es cierto que los
programas/concurso de máxima audiencia se caracterizan, todos ellos, por la dureza
con la que son tratados los concursantes? Es decir, ¿no es cierto que los
índices de audiencia han ido subiendo en función de la dureza con la que han
ido siendo tratados los concursantes (ya sean dueños de hoteles, de
restaurantes, de negocios cutres, de aspirantes a cantantes, a chefs...)? Lo
que ha quedado claro a lo largo de los últimos años es que las desgracias de
los concursantes es, en los realities,
garantía de éxito de audiencia. Así, dada la poca chicha de Whiplash (más allá de una estética manierista
pero muy eficaz) no encuentro otra explicación a su éxito que ésta: a una
cantidad importante de espectadores les pone cachondos dos cosas que se
encuentran estrechamente conectadas, una, la crueldad que inflige alguien sobre
un "inferior" o un "necesitado" y dos, la desgracia de
quien la sufre.
Pero, ¿cuál sería la causa real del disfrute ante tales
circunstancias, que podríamos calificar de inhumanas?
La respuesta se encuentra en las mismas características del
sujeto del hoy, un sujeto forjado en las condiciones impuestas por la
Corrección Política. Un post no da lo
da lo suficiente como para clarificar lo que esta afirmación significa y
conlleva (si bien es cierto que este blog
lo lleva haciendo desde hace 8 años), pero en realidad ya casi nadie pone en
duda que llevamos 35 años siendo educados en un individualismo extremo. Y
alguna de sus consecuencias es por todos conocida: la de vivir en una sociedad
que rechaza categóricamente todos aquellos conceptos que supongan una carga
supuestamente desestabilizadora en la educación de lo pobrecitos infantes.
Términos como disciplina, esfuerzo y sacrificio se encuentran absolutamente
anatemizados y despreciados por las nuevas generaciones de padres desde hace
varias generaciones. Términos que han sido rechazados con conciencia
individual, desde luego, pero también con la complicidad proporcionada por la
ideología buenista (esa que asocia los conceptos de esfuerzo y sacrificio con
fascismo). Y así nos ha ido.
Esquizofrenia
¿Entonces?, se preguntará más de uno. ¿Cómo es posible que por
una parte se rechace la exigencia de disciplina y sacrificio cuando se trata
del propio entorno, y por otra proporcione tanto goce cuando éstas se exigen al
otro con crueldad y falta de compasión?
La respuesta se encuentra en las mismas características que ha
implantado la Corrección Política. O mejor, emerge como una consecuencia de la
misma. Y podríamos definirla en torno a una carencia, la de la voluntad. En
efecto, es la voluntad lo que ha desaparecido del sujeto crecido en el
esquizofrénico mundo de la queja y el victimismo propiciado por la Corrección
Política. Una extraña laxitud y una cómoda dejación se ha impuesto en el sujeto
del hoy, que se ha dejado llevar por una práctica proteccionista absolutamente
inmadura por egoísta.
La cuestión es que el sujeto del hoy carece de voluntad, pero
no conformándose con algo ya de por sí negativo incrementa su desgracia
añadiendo a esa carencia un deseo que se expresa de forma perversa. Ante su reconocida
falta de voluntad los adultos no exigen un correctivo, sino que se mantienen
ante su derecho de no tenerla... pero ¡además gozan! ante el espectáculo que
humilla a quienes públicamente la reclaman. Y cuando digo reconocida digo
reconocida; ahí está para corroborarlo la emergencia de los personal trainning, personal shopping, couchers
y todo tipo de personajes que son la extensión última de los ineficaces best sellers de autoayuda que llevan
leyéndose masivamente desde hace 30 años.
El problema, como ustedes habrán podido deducir, es que cuando
hablamos de voluntad sucede lo mismo que cuando hablábamos de sacrificio o de
disciplina: que la gente se espanta. Como si la voluntad sólo pudiera ser la
voluntad de El triunfo de la voluntad (Leni Riefesnstahl). Hay que ser muy
corto de miras para eso, o muy ignorante... y muy pero que muy vago.
Indecentemente vago. Irresponsable: inmaduro.
Previsibilidad y
compasión
Volvemos al cine, esta vez sobre una de esas pocas películas
que, en contra de lo que decíamos más arriba, no han conseguido consenso en
cuanto a su calidad se refiere. Una excepción, pues, que ha llevado a generar
opiniones muy contrapuestas entre los mismos profesionales del análisis
cinematográfico. Una excepción, una rareza en la historia de la crítica: El árbol de la vida del controvertido
Terrence Malick.
La película trata del impacto que supone en una familia la
pérdida de un hijo cuando aún es un chaval, pero en contra de lo que
afirmábamos de Whiplash en ésta lo
que sucede apenas tiene que ver con eso, con la sinopsis, o lo hace
tangencialmente, de forma implícita. La película se encuentra plagada de
escenas entre místicas y metafísicas en las que muchos críticos se han perdido
debido, entre otras cosas, a su absoluta imprevisibilidad. No voy a entrar aquí
en la pertinencia de esas escenas ni en lo que ellas afectan a la película como
conjunto, pero sí voy a comentar una escena que me parece fundamental aún a
pesar de su aparente innecesariedad. Una escena de la que a nadie he oído decir
nada, quizá porque la han entendido de forma distinta a como yo lo he hecho.
En una película que trata problemas estrictamente
contemporáneos hay una escena de dinosaurios. Sí, de dinosaurios. Puede pasar
desapercibido lo que en ella realmente sucede, de hecho y con independencia de
lo que se piense de la película, se trata de una escena que podría pasar por
una incomprensible y caprichosa escena más de rollo new age. Pero no, lo que
en ella sucede alcanza un nivel metafórico de los más sutiles y sensibles que
haya podido experimentar yo en los últimos tiempos en el campo de la estética.
Para que el lector pueda comprobar hasta qué punto esa escena le ha pasado o no
desapercibida, o la ha entendido como metaforica y no como un capricho místico,
no tiene más que preguntarse qué es lo que sucede en esa escena. A ver qué se
contesta.
Tenemos que recordar que la escena nos sitúa en el mundo
agresivo y salvaje de nuestra prehistoria, un mundo habitado por ese espíritu
de supervivencia -la ley del más fuerte- que nos han mostrado siempre los
libros y documentales escritos por geólogos, arqueólogos, historiadores y
biólogos. Una escena de dinosaurios ¡en una película que trata de la extraordinaria amargura que
les produce a los padres la muerte de un hijo! Aquí la escena: un dinosaurio débil y moribundo
se tambalea sin fuerzas hasta caer en la ribera de un río. Al momento llega
otro más grande que con gesto agresivo se acerca sigilosamente.
Cuando llega a su altura y comprueba la debilidad de su adversario coloca
ferozmente una pata sobre su cabeza. Con respiración agitada
lo olisquea y observa un rato mientras, ya digo, inmoviliza la cabeza de su víctima. Pero
de repente algo sucede. ¿Qué? No lo sabemos con exactitud, la cuestión es que
el dinosaurio depredador decide dejar vivir al dinosaurio malherido. Es decir,
decide dejarlo morir con dignidad. O mejor aún: emerge en él la compasión. Así:
nace la compasión.
Como bien dice Shakespeare en una de sus siempre contemporáneas
obras, la compasión no se tiene, se desprende.
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