O Hegel y el
progresismo
Para la común y más extendida forma de
historiar el Arte y la Cultura los periodos históricos no son sino esos lapsos
de tiempo en los que un determinado Espíritu se ha manifestado de una concreta
forma aun con todas sus pequeñas variables y excepciones. Esto es, se ha
manifestado de forma colectiva, en las formas supraindividuales de las naciones
o de los periodos. De tal forma que es el espíritu de Hegel el espíritu más
reencarnado del mundo… y por tanto de la Historia Universal. Así es como cierto
entendimiento de la Cultura y de las Civilizaciones ha logrado imponerse
durante más de 200 años: considerando que cada época se manifiesta de una
determinada manera evidente… a través del producto que resulta más
representativo. Nadie (¿) ha podido evitar el influjo poderoso de Hegel ni aun
toda la obsesiva determinación por distanciarse de él, como le pasó al bueno de
Burkhardt, el padre de la Historia Cultural, que no pudo apartarse de Hegel ni
un minuto. Todas las críticas, las apostillas, las correcciones, las
refutaciones, los remedos, las aportaciones de filósofos historiadores y
antropólogos a las tesis de Hegel no han servido, al fin a la postre, más que
para perfeccionar la necesidad de entender las épocas a partir de las entidades
supraindividuales. Y de entender la Historia como despliegue de la mente divina
que cobra sentido en la inevitable autorrealización del Espíritu. Es Hegel
quien nos presenta el desarrollo de las artes como un proceso lógico que
acompaña y regula el desarrollo del Espíritu y él, por tanto, quien implanta un
Sistema que no ha podido ser orillado por todo el pensamiento que durante más
de 200 años se ha ido considerando a sí mismo progresista. En efecto, así fue
como durante esos más de 200 años “TODOS” los expertos en Arte y en Historia se
abandonaron a esta religión del Progreso con fines de Autorrealización del
Espíritu y configuraron esa Historia del Arte que es UNA y sólo UNA. Y quien
conserve alguna duda respecto a esa unicidad tan radical que intente hacer un
listado de artistas ordenados cronológicamente de los siglos XIX y XX, por
ejemplo. A ver si le sale un lista distinta de la que todos conocemos.
Así, la
“voluntad artística” de Riegl y el matiz al respecto de Worringer, la dualidad
de conceptos de Wölfflin, el psicologismo historicista de Burchardt, el método
iconológico de Warburg, el enfoque personalista de Morelli, el idealista de
Croce, el biocéntrico de Huyghe, el psicoanalítico de Kris, el sociológico de
Francastel, los revisionismos de conservadores como Rene Clair, y sobre todo las
variaciones marxistas de Hauser, Plejanov, Lukacs, Antal y Argan, no son más
que pequeñas variaciones que confirman que la Historia es UNA y que el Arte,
gracias a esa Historia ha superado sus pueriles jugueteos con la Belleza para
pasar a ser la “expresión y realización del Espíritu”.
La semiótica,
el estructuralismo, la fenomenología, el existencialismo, el postestructuralismo,
la hermenéutica, la lingüística, el psicoanálisis, etc., no consiguieron ser
otra cosa (en su aproximación al mundo del Arte) que disciplinas excéntricas
del saber puestas al servicio esa Historia que sólo puede ser UNA. Rosalind
Krauss, por ejemplo, hizo un esfuerzo colosal por revisar el arte desde el
punto de vista del psicoanálisis y lo que le salió es una interpretación
excéntrica de los artistas que conforman… esa Historia del Arte que es UNA.
Barthes, por su parte, se empeñó en hablar del grado cero del autor pero a
poco que se descuidaba recurría a Avedon y Stieglitz para explicar la
fotografía. Aportaciones interesantes, pues, para la Historiografía que no
varían un ápice la Historia UNA.
Por eso vale
la pena insistir: si alguien quisiera comprobar hasta qué punto la Historia del
Arte es UNA no tendría más que citar cronológicamente los nombres de los
artistas que conforman una historia lineal del Arte. El resultado no podría que
ser otro que el configurado por esa única historia elaborada desde ese
pensamiento que se piensa a sí mismo como progresista. (Otra cosa sería hablar de
lo que pasa una vez la Historia del Arte ha quedado cerrada, esto es, muerta y
por ello es sólo una cuestión de pasado).
De hecho
Hegel nos presenta el desarrollo de las artes como un proceso lógico que
acompaña y regula el desarrollo del Espíritu. En su Sistema, Todo Arte –así
como Toda Cultura- existe por derecho propio. Todo lo producido (en pasado, da igual si se trata de un cuadro o una
guerra) representa una etapa hacia la realización del Espíritu, con lo que todo
fenómeno histórico queda legitimado desde su misma existencia. No existiendo,
además, la posibilidad de que la Historia hubiera podido equivocarse. El
progreso, por tanto, como proceso de una evolución del Espíritu (divino) que se
piensa a sí mismo en un proceso de ascenso que conducen a la plena
autoconsciencia.
Así es como
Hegel pudo engatusar no ya tanto a tantos expertos en Arte y configuradores de
esa Historia del Arte que es UNA, sino, también, a todos aquellos que se
pudieran ver reflejados en esa tesis justificativa de los acontecimientos –pasados-
en tanto que producto de las determinaciones de esos personajes que el propio
Hegel llamó “individuos histórico mundiales”.
Porque en
efecto, si algo de Hegel ha llegado más lejos que su influencia en expertos del
Arte y su Historia, ha sido sin duda la Filosofía de la Historia, que
desarrolló con esa concepción de los hechos/acontecimientos entendidos como
procesos inevitables del progreso. De ahí su admiración por los soberanos, esos seres que tomaban las
riendas de la Historia para conseguir que el Espíritu se desplegara firme –y
adecuadamente- hacia su plena autoconsciencia. Los soberanos, que no son otros que los verdaderos filósofos/poetas de
la Historia (de esa Historia que es Filosofía de la Historia como todo Arte es
Filosofía del Arte), los inoculadores de la Razón (astuta) en la Historia, en
fin, los “individuos histórico mundiales”, en definitiva los líderes mundiales
que de alguna forma dirigen el decurso de la Historia con sus siempre sabias
decisiones y determinaciones, ya sean esos soberanos
Generales, Jefes de Estado o Iluminados.
Sabemos lo
que Hegel pensaba de Napoleón de la misma forma que sabemos lo que de Hegel
pensaban Marx, Stalin, Lenin, así como, y salvando las distancias, los
influyentes pensadores de la Teoría Crítica, o los de la Escuela de Francfurt,
todos followers de Hegel, si bien con
distintas intenciones en la aplicación de los mismos principios sistémicos. En
cualquier caso se trataba de entender el proceso como un ascenso de categorías
lógicas que desde lo dialéctico (como forma de superación de las
contradicciones) conducen al despliegue del Espíritu, a su plena
autoconsciencia.
El contenido
fundamental de la empresa hegeliana, totalizadora y sintética, es la Idea, que
siendo sustancia misma de lo que es, se despliega a través de la dialéctica,
que a su vez no es otra cosa que la superación de las contradicciones. Y esto
es, valga la pena el anticipo, lo que siempre puso cachondos a los pensadores
que se pensaban a sí mismos progresistas, y sobre todo a quienes tocados por la
Razón Divina (“individuos histórico mundiales”) decidieran imponer la
superación de las contradicciones de un único
modo. Así, someter la Historia a la luz
de la Razón y a la impronta de la Idea (proyecto propuesto por Hegel cuyo éxito
ha ido configurando la Historia Universal de la Humanidad) no era otra cosa que
poder decir respecto a la invención de las armas de fuego: “la humanidad las
precisaba y, de repente, helas ahí, al alcance de sus manos”, para poder asignar
a la Guerra un plano abstracto, esto es, elevado, para poderla considerar un instrumento del Espíritu.
O por decirlo
de otra forma, gracias a la superación de contradicciones, y a través del
ejercicio dialéctico, para Hegel todo lo negado no es relegación sino integración;
no hay pues aniquilamiento de lo negado sino incorporación al Todo. Y para
aclararlo recurre a ese capullo que se convierte en flor; el capullo es negado
por la flor pero no aniquilándolo, sino conservándolo. La superación de
contradicciones, por tanto, como acción de suprimir y negar conservando, sin
aniquilar: lo negado es integrado en una síntesis que unifica los momentos
antitéticos. De esta forma lo negativo
cobra un papel importante en su Sistema en tanto que destruye, mantiene y también
conserva. Así que ya sabemos cuál es el momento exacto por el que Hegel ha
puesto tan cachondos siempre a los pensadores que se han creído a sí mismos
progresistas: ese en el que aceptamos que la construcción de sentido mediante
la acción política (siempre guiada por las astucias de la Razón) tienen
inevitablemente un coste. Tal y como puede serlo, por ejemplo, el de la Guerra.
Un coste que mida como se mida siempre será el inevitable en la consecución del
objetivo, que no puede ser otro que el que el Espíritu se realice.
Así que ahora
ya estamos en condiciones de entender mejor esa afirmación que hacíamos más
arriba, la de entender el progreso como un ascenso
de categorías lógicas que desde lo dialéctico conducen al despliegue del
Espíritu, a su plena autoconsciencia, para poder justificar a los soberanos en la toma de decisiones tales
como la de provocar una guerra. La Guerra no deja de ser para Hegel una simple síntesis que unifica los momentos
antitéticos; un ejercicio de integración relativa que tiene unos costes siempre
inferiores a los beneficios que proporciona encaminarse adecuadamente hacia el
despliegue del Espíritu. Los soberanos,
es decir los “individuos histórico mundiales” no tenían que conocer la Historia
sólo tenían que orientarla, como dice José Luis Pardo en su excelente Estudios del malestar. Y la Historia
nunca se equivoca, que por algo está confeccionada por individuos –seguro que
histórico mundiales- que ineluctablemente han acertado en sus decisiones
valorando adecuadamente los costes.
O dicho aún
de otra manera; entender el progreso como un proceso en ascenso de categorías lógicas que desde lo dialéctico –y su
consecuente superación de contradicciones- conducen al despliegue del Espíritu,
a su plena autoconsciencia, no es sino una forma peculiar de poder decir,
entre otras cosas, “viva la Guerra en su inevitabilidad”. Algo que vino muy
bien a todos aquellos que se creían progresistas, ya digo, hablando de derecho
pero despreciando la libertad. Fe ciega, por tanto (la de quienes se creen progresistas),
en los soberanos, los verdaderos
poetas/filósofos de la Historia. O lo que es lo mismo, fe ciega en ese soberano
que representa al Estado, “esa instancia social que ha alcanzado la plena
consciencia de sí misma” en palabras del mismo Hegel.
Es una forma peculiar
de ver la Vida (la Historia Universal en tanto que autorrealización del
Espíritu) ésta de asignarle pleno valor (en su doble acepción) a las decisivas
determinaciones de esos soberanos que
–gracias a las astucias de la Razón- nunca se equivocaban en sus declaraciones
de Guerra. Una peculiar forma de ver la Vida ésta, la de considerar que la
Guerra es un instrumento del Espíritu;
tan peculiar como la de todos esos followers
de Hegel a los que les pone tan cachondos esa justificación de la invención de las armas y la pólvora basada
en el proceso dialéctico; una forma peculiar de ver la Vida ésta, la de
atribuirle a la Guerra lo que no se le quiere atribuir a la búsqueda de
condiciones para la Paz. ¿Acaso no resulta tan peculiar como coherente que las tesis
de Hegel pongan cachondos a quienes se creen progresistas? A Hegel le ponía
cachondo Napoleón y a sus followers
les pone cachondos ese Hegel al que le poneía cachondo Napoleon. Todo cuadra. A
Hegel le ponía más cachondo Napoleon que los comerciantes anónimos de la misma
forma que a los followers de Hegel
les pone más cachondos Hegel que los comerciantes anónimos, sobre todo si estos
acababan siendo empresarios. Entre otras cosas porque los followers de Hegel han realizado con las tesis de Hegel una pirueta
retórica cogiendo de ellas la parte (que les interesa) sin dejar de asignar a
esa parte el valor del todo. Pero también porque el pensamiento progresista de
los followers de Hegel (que no solo son
historiadores al estilo Hobsbawn o Hauser, ni pensadores al estilo Marcuse o
Adorno, sino soberanos amparados por
la legitimidad de (alg)ún Estado) prefiere creer en lo épico/sagrado antes que
en lo puramente profano. Resulta más épica una Guerra que un cúmulo de
libre-comerciantes generando ciertas posibles condiciones de Paz. Hegel creía
más en la pólvora que en los gremios de artesanos y sus comerciantes. Y los
actuales followers de Hegel, que tan
progresistas se creen defendiendo la redistribución de bienes, se pirran por esos
soberanos que defienden los intereses
de “su” pueblo con independencia de los costes que pudiera tener que soportar ese
“su” pueblo.
Si uno mira
atentamente el Guernica de Picasso sabe por qué su reproducción colgaba en las
paredes de todos aquellos que se consideraban progresistas en los años 50, 60 y
70: no tanto por su rechazo a aquella guerra concreta como por la fascinación
que provocaban unas imágenes indudablemente cruentas, es decir, no tanto por
representar Guernica cuanto por representar la Guerra, que les fascinaba (si
no, no hay otra forma de entender el hecho de tener presentes esas imágenes
cruentas constantemente en tu propio hogar). Lo que no podían permitir aquellos
que se consideraban progresistas –y por ello colgaban el cartel del Guernica en
sus casas- es que no hubieran ganado los buenos, solamente eso.
En Los ángeles
que llevamos dentro el psicólogo evolucionista Steven Pinker sostiene, por
el contrario, que el comercio “elimina el incentivo del adversario a atacar, ya
que se beneficia de intercambios pacíficos de igual modo […] Una vez la gente
entre en relaciones de intercambio voluntarias se ve incentivada a tomar las
perspectivas del otro para hacer el mejor negocio, lo que a su vez puede
llevarlos a una consideración respetuosa del interés del otro”. Y añade poco
más adelante: “Las élites intelectuales y culturales siempre se han sentido
superiores a la gente de negocios y no se les ocurre atribuirles a los
comerciantes algo tan noble como la paz”. Donde pone “élites intelectuales y
culturales” podemos poner aquellos que se
consideran progresistas, dando lo mismo que con ello se haga referencia a soberanos, historiadores, filósofos o
concejales de cultura. Porque todos ellos creen en el plan de la Historia, o
mejor, que la Historia tiene UN plan, que no es otro que aquel que le permita
desarrollarse hasta la consecución de la realización del Espíritu. Algo que
sólo será posible si se hace, lógicamente, desde el intervencionismo, con el
Estado como máxima expresión de la voluntad divina. Así, si algo queda
realmente aniquilado en este esquema es la libertad como concepto, pues el plan
implica obediencia al patrón supuestamente encarnado en el Estado (a través del
soberano, que puede ser un General,
un Jefe de Estado o un Iluminado).
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