Chucho, una experiencia
estética en un domingo de teatro
Pocas veces obtiene uno la
satisfacción que todas las propuestas estéticas al fin y al cabo
pretenden, porque eso es lo que pretenden todos los creadores de
propuestas estéticas: que el espectador sienta, durante la
percepción misma de la obra (teatro, pintura, cine, danza), una
satisfacción que deviene, no tanto del placer (más o menos
equívoco) en sí mismo cuanto de sentir lo que sólo puede ser
proporcionado por la expresión coherente de una verdad. En cualquier
caso soy consciente de que se trata ésta de una afirmación difícil
en la medida en que el relativismo ha hecho del lenguaje un revolutum
que, precisamente le ha venido de perlas a la Ideología Dominante
del hoy.
Primero: el término
satisfacción puede encontrarse relacionado con el placer pero
también con el displacer, es decir, la satisfacción no
necesariamente implica disfrute continuado (aunque podría haberlo y
en mi caso lo hubo), sino una suerte de sensaciones contradictorias
que son satisfactorias en la medida en la que responden a una verdad
coherentemente expresada desde la propuesta estética. En realidad a
esa coherencia le hemos llamado siempre Belleza, pero como bien
sabemos este término es uno de los que lleva tiempo discriminado por
sospechoso. Como el de verdad, inscrito en la misma frase
inmediatamente anterior. Yo reivindico aquí, en la obra de teatro
Chucho (vista ayer en un teatro alternativo y pequeño que
suelo frecuentar), una belleza que se encontraría en la misma
propuesta escénica y que responde a una verdad que siendo
inevitablemente subjetiva ha sabido trascender esa nimiedad que es al
fin y al cabo la subjetividad. Para eso ha estado siempre el arte,
¿no?, ¿para que a través de expresiones inevitablemente subjetivas
se alcance una verdad trascendida por la belleza, que para uno no es sino una
forma de llamar a la adecuación oportuna entre el texto o contenido
(voluntad) y su adecuación (forma) en la propuesta.
Así, Chucho le ha
proporcionado a uno una verdadera experiencia estética; la que se
obtiene cuando todo cuadra: un texto inteligente, un tono
interpretativo adecuado, un control de los tiempos mesurado, una
escenografía casi inexistente (por innecesaria) y un montaje, en
definitiva, en el que se ha hecho prevalecer una cierta sensatez.
¿Sensatez? Sí, sensatez, eso de lo que carecen la práctica
totalidad de las barrocas propuestas estéticas que nos rodean por
doquier desde hace ya unos años. Y no se trata de una defensa del
minimalismo (Vs. Barroquismo), no, lo que en uno hay es más bien un
rechazo contundente hacia todas esas producciones que se constituyen,
organizan y proyectan para ideologizar al espectador, cada vez más
adocenado precisamente por haber caído en la trampa del barroquismo
ideologizador bienpensante.
Chucho se encuentra en
otra dimensión debido, pues, a la verdad que hay en ella con
independencia de su autoconsciencia, como sucede con toda verdadera
obra de arte. Su sencillez no debe despistarnos y debemos agradecer
el tono elegido en la interpretación que oscila hábilmente entre lo
humorístico, lo cómico y lo dramático, pero sin abandonar nunca el
aspecto humano que los personajes necesitan para poder suministrar
pequeñas (las justas) identificaciones. Muchas de las obras de
teatro que uno ha visto en los últimos años son insoportables por
equivocar el tono de las interpretaciones respecto al texto concreto
al que remiten, más allá de los propios textos que, en general,
suelen adolecer de ingenuismos panfletarios. El auténtico mal del
hoy, el de la ideologización sin arte ninguno.
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