Las casualidades hicieron que me las encontrara en una de las cafeterías del centro comercial de las afueras. Allí estaban las cuatro haciendo un pequeño reseso entre compra y compra. Digo casualidades porque, al parecer y según me cuentan, rara vez logran reunirse las cuatro para ir de compras. Lo normal es que puedan coincidir, en el mejor de los casos, tres de ellas. Aunque lo normal es que queden por parejas y que éstas se formen en función de circunstancias muy coyunturales. Hoy ha habido suerte: las cuatro amigas juntas. Son las cuatro mujeres de mis cuatro amigos más cercanos, o mejor, las cuatro mujeres que conforman las parejas con las que habitualmente, aunque sin mucha frecuencia, me relaciono. De las cuatro sólo una de ellas trabaja, Vanesa, que es precisamente la madre de Carlos y Carla (ver post anterior). Las otras tres no lo hacen, fundamentalmente porque pueden permitirse el lujo de no hacerlo. Y porque desde tiempos pretéritos aceptaron no hacerlo, precisamente, por considerar que no iba a ser necesario dados los ingresos de los respectivos. Es decir, no trabajan porque pueden no hacerlo. Y porque a sus respectivos parece no importarles. Así es. Así es incluso hoy, cuando las cosas no son ya como las de antes.
Después de los saludos de rigor, y respondiendo a una extraña necesidad, se producen las típicas bromitas de rigor que pretenden demostrar cierta complicidad de género, esas bromitas que cargan sobre el sexo contrario. Yo las capeo, las ignoro y les pregunto por las compras. Me contestan por orden y acto seguido son ellas las que se interesan por el motivo de mi visita al centro comercial. Les explico que necesito unos 900 tornillos negros de llave allen. Las cuatro ríen al unísono, como si se hubiera tratado de un chiste y aprovechan para volver a las bromas que buscan complicidad entre ellas; Lola incluso aprovecha para hablar de la incompetencia de Vicente (su marido) en los asuntos de las manualidades domésticas, y Espe retuerce el asunto diciendo que prefiere no hablar de “manualidades domésticas, que después todo se sabe”. Risas. Lo dice con aire circunspecto mirando a sus amigas y con el bolso de Loewe bien aferrado a su regazo. Vanesa, que al parecer no está para tanta frivolidad, da un giro a la conversación y me pregunta directamente por M. Le contesto al respecto y aprovecho para introducir mi preocupación por su hijo Carlos, que sé que está pasando un mal momento que afecta a sus estudios y a sus propios padres. Su padre, Carlos, amigo mío de la infancia, lleva tiempo expresándome su disgusto ante la deriva que su hijo está tomando desde que cumplió 14 años.
Antes de continuar me gustaría hacer dos matizaciones. Primera: cuando hablo de las “típicas bromitas” de complicidad ante el asunto del género (mujeres vs. hombres) ya sé que estoy marcando el tono de mi relato, pero en realidad no se trata más que de ser fiel a los hechos tal y como se sucedieron. No deja de ser una “casualidad” que la realidad se acerque a mis intereses (el de los problemas que genera la corrección política respecto a la guerra de sexos), aunque quizá no se trate tanto de “casualidad”. La verdad es que, efectivamente, me interesen aquellos asuntos que a través de la realidad me afectan en el día a día. No fui yo el que necesitó abrir fuego con unas frases que demuestran lo que demuestran y que por otra parte justifican mi interés por el asunto. Así, las “típicas bromitas de rigor” fueron las que fueron: esas que nacen de una extraña necesidad conculcada por la sociedad política y mediática, la que se dice a sí misma comprometida. Y segunda: la anécdota de lo del bolso de Loewe es estrictamente cierta. No existe ironía narrativa alguna.
Pero sigo. Vanesa parece estar realmente interesada en mi opinión sobre el tema de su hijo Carlos. Yo no sé cómo abordar el tema debido a lo inadecuado que me parece tratar asuntos tan íntimos en público. Dado el desconcierto que sobre el tema manifiesto las demás aprovechan para habar de los problemas con sus hijos. Todas los tienen, de una forma o de otra. Cuando intento introducir un comentario se me acalla con el para ellas irrefutable argumento de que, debido a mi falta de experiencia, no soy el más adecuado para hablar del asunto. Me lo dicen con cariño, pues ya hace años que asumieron que soy oficial y técnicamente el único soltero del grupo, pero me lo dicen. Yo no puedo opinar porque sólo puedo hablar por hablar. Sin embargo las cuatro sí pueden hacerlo, aunque sea para atestiguar sus fracasos.
Las cuatro –y lo afirmo porque las conozco- ha educado a sus hijos con las consignas progresistas de las nuevas generaciones. Así, muy pocas restricciones y bastante libertad. De hecho todos ellos (9 contando los de las 4 parejas) cuentan con libertad relativa en lo que respecta a poder mantener relaciones sexuales en las respectivas estancias familiares. No es que se trate de una práctica habitual, pero dependiendo de ciertas circunstancias especiales los hijos de mis amigos no han tenido problemas a la hora de poder liberar, en casa de sus padres, los ímpetus irrefrenables de su deseo.
Las cuatro parejas, es verdad, viven muy pegados a su tiempo y por eso ellas no desperdician oportunidad para reivindicarse en tanto que mujeres. Hoy no han podido evitar sacar el tema en mi presencia, el de la (des)igualdad, se entiende. Y lo han hecho a partir de un tema del que, como en tantos otros del género, se habla a partir de lo masivamente explicitado y publicitado. Así, en esta ocasión se han puesto reivindicativas a partir del tema del “techo de cristal”, ese argumento que usan las feministas (numerarias o no) para hablar de desigualdad y discriminación en lo que respecta a ciertos trabajos, en unos casos por su vinculación a cuestiones del tipo (de trabajo) y en otros por su vinculación a cuestiones de nivel (de escalafón). Así, según ellas, resulta injusto que no haya más mujeres en determinados trabajos y resulta injusto que no haya mujeres en ciertos escalafones superiores. Es un tema del que se habla mucho y “siempre” desde el mismo punto de vista quejumbroso y victimista. El argumento de Lola parece indiscutible: “no hay derecho que haya muchos más altos directivos que altas directivas, es absolutamente injusto”. Ante afirmación tan contundente le replico que tengo un recorte extraído de las páginas salmón de un periódico en el que se demuestra, a partir de estadísticas, que las mujeres no están igual de interesadas en cubrir ese tipo de puestos, entre otras cosas –digo- porque su sensatez les hace tener una jerarquía de valores mucho más humana. Su contestación no se hace esperar: “no hay derecho que haya muchos más altos directivos que altas directivas, es absolutamente injusto”.
La conversación no toma ningún cariz amargo porque ya nos conocemos todos y desde hace mucho tiempo, pero compruebo fundamentalmente una cosa: da igual el estatus de las personas (que en este caso es dispar a pesar de las apariencias) de ciertas generaciones próximas y pertenecientes a finales de los cincuenta / principios de los sesenta, la cuestión es que todos tienen asimilada la corrección política (la Cultura de la Queja) y por tanto su afán reivindicativo se encuentra omnipresente con perfecta independencia de sus casos particulares. O por decirlo de otra forma: ninguna de las cuatro ha podido mantenerse al margen de lo que la corrección política ha inculcado como discurso necesario. Tampoco se han podido apartar de otro tipo de cosas que al parecer forman parte del espíritu de nuestra época. Algo de lo que me entero en la tercera copa de vino que nos metemos en el cuerpo. Así, y ahora que las mujeres han conseguido liberarse de la presión masculina sintiéndose libres e independientes, me entero de que Lola, por ejemplo, combina sesiones de vitaminas y ácido hialurónico no reticulado para dar luz a su piel y revitalizarla; Espe, a parte del hialurónico no reticulado para los surcos nasogenianos, se aplica bótox dos veces al año en el entrecejo; Amparo, más puesta al día si cabe, se interesa por los factores de crecimiento plaquetario y por eso se pone plasma sanguíneo cada tres meses, porque mejora la síntesis del colágeno; y Vanessa, más humilde, combina el bótox cada seis meses con el silicio y el ácido poliláctico. Menos Lola todas se han puesto labios y menos Vanesa todas se han puesto tetas.
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