Ha habido fantásticos pensadores que han hecho mucho daño con
la excelente originalidad de sus reflexiones. Pero no tanto ellos mismos como
quienes después se han apoderado de esas reflexiones para hacer de ellas un uso
tan vulgar como nocivo. Así, esos pensadores han perjudicado al pensamiento
“profesional” ulterior al generado por ellos mismos a través de unos seguidores
que con derecho pero sin gracia formalizaban una escolástica degenerada, establecida,
como no podía ser de otra forma, desde el pervertido academicismo
universitario, tan propenso al medre a través de la endogamia y la demagogia. Ya
en otro momento de este blog lo
apuntábamos a partir de otro caso, el de Barthes, interesante pensador cuyas
reflexiones fueron usadas por el mundo del arte para justificar ineptitudes
antiestéticas... pero muy sufridas, pobrecillos artistas.
Ahora le toca a Foucault, uno de los pensadores que han
resultado ser más nocivos para el pensamiento profesional normalizado. No sé si
a su pesar o con su beneplácito. Porque fue precisamente Foucault quien,
paradójicamente, más cuestionó las ideas preconcebidas acerca del concepto de normalidad. De hecho son sus tesis y
teorías las que han moldeado perfectamente los fundamentos de la corrección
política. Los apologetas de Foucault llevan años viviendo de las rentas que
genera toda intención buenista expresada desde la cultura de la queja. Cultura
ésta, la de la queja, que se caracteriza por su pertinaz y obsesiva oposición a
lo hetero-normativo.
Así las cosas, es desde hace ya muchos años que a nadie le
es permitido usar el término normal
como adjetivo. La corrección política se habrá encargado de instalar las bases
que impidan a nadie asignar dicho adjetivo a una persona so pena de ser
crucificado por la Opinión Pública. Para la corrección política lo normal ya no será nunca algo que
pueda servir de referencia en los juicios de valor (la norma, la regla), no
será ya nunca ese carácter medio con respecto al cual se medirá una desviación
(entendiendo por desviación lo alejado de la norma, lo anormal como
excepcional, no como patología). Pero, lo sabemos, la corrección política ha
llegado todo lo lejos como le han permitido los medios de comunicación en sabia
connivencia con los intereses políticos. Y no se ha conformado con las teorías
que cuestionan el entendimiento del concepto normalidad sino que se han empeñado en atacar y destruir todo
aquello que siempre representó la normalidad misma.
Mal que nos pese, según mi criterio, ya que ello ha dado lugar a
un desfase en el conocimiento pragmático que nos impide situarnos en un lugar
sensato, ese lugar desde donde no hay patologías pero sí excepcionalidad.
Admitamos de todas formas que la realidad es un constructo configurado por
nosotros (nuestro lenguaje, etc.) y no algo devenido de una naturaleza inevitable.
Pues bien, los constructos elaborados por el modo de ver dominante no pueden
ser otra cosa que el reverso de los constructos que pretenden imponer las
minorías. Sobre todo cuando las minorías ponen su énfasis en destruir lo
heteronormativo (el hombre y la heterosexualidad).
De esta forma mi pronunciamiento sólo será posible desde la
anormalidad que cree en la norma, pues mi reivindicación consiste en poder
volver a usar el término normalidad
como forma de expresar una necesidad posible, algo poco propio de los tiempos
actuales, en el que la anormalidad (las minorías) se impone sin creer en norma
alguna. Así pues reivindico la normalidad no tanto como modelo cuanto como
estado posible que, por tanto y a su vez, puede ser reivindicado. Y por tanto
reivindico la posibilidad de usar la forma adjetivada del término. Y es en este
sentido que la entrega de los Premios Goya me pareció, una vez más (así como
los Premios Max de teatro, también televisados el año pasado), un acto grotesco
debido a su forzada por exigida anormalidad descreída, esa anormalidad que
descree de la existencia de normas porque siempre son presupuestas como humillantes. O
por decirlo de otra forma, me pareció todo exageradamente sobreactuado... falso. Y por
tanto eché de menos un poquito de normalidad, quizá expresada en forma de
serenidad, sosiego y circunspección.
Pero no, todo en los Goya parece que ha de ser histriónico,
sobreactuado, artificioso. No sé si para ser comercial (¿) o porque en realidad
no saben hacerlo de otra forma. Todo en los Goya parece un juego de niños que
parecen no haber crecido. Entiendo perfectamente que se trata de una fiesta y
que el carácter lúdico va implícito en ella. ¿Pero debe eso implicar que todos
los participantes tengan que ser graciosos o estar alterados? ¿Acaso no hay
después de todo un espacio para la normalidad? Al parecer no, desde un
presentador impostado que debe feminizar
sus gestos para ser gracioso (¿) hasta unos actores que al recoger el premio
deben histrionizar sus actuaciones ¿Sería posible una entrega sin un
presentador presuntamente gracioso? Plantéese de verdad el lector la pregunta.
Ya digo, eché de menos una cierta normalidad, si acaso
ocasional y puntual. Pero nada, un presentador marcando el paquete con un guión
de teleserie chusca; un gran actor de sobra conocido por su desparpajo que recoge su premio
con frases afectadas, lloronas y balbuceantes; una gran actriz (por edad y por
talento) que simula una conmoción en el recibimiento del premio, que hace como
que llora y como que se va a desmayar pero ni le salta una sola lágrima ni se
cae; un productor que grita su discurso por una euforia incontrolada; otra
actriz (más joven y primeriza) que entrecorta su voz de forma impostada con
respiración acelerada -simulando ataque de nervios- hasta que ella misma dice
“lo voy a superar”, y de repente se pone a hablar con tranquilidad; hasta un homenajeado anciano que no pudo evitar hacer de su recogida un acto afectado y superficial.
En la gala
se condensa, en efecto, todo lo que el sector más progresista de intelectuales ha
criticado siempre del imperio del mal, es decir, de los norteamericanos. Por no
hablar de ese sentimiento de superioridad moral que se esfuerzan siempre por
mostrar y que les exige politizar el Premio, sólo y siempre, cuando gobierna un
partido conservador. Recordemos que mientras España se caía a pedazos no se les ocurrió otra
cosa que ponerse el dedo índice por encima de la ceja. Eso sí, entre je-jés y autobombo de club de comedia.
Nota. Quede claro que me parece un auténtico despropósito el
IVA asignado a la cultura. Resulta intolerable que pague menos IVA un productor
de porno que una compañía teatral. Quizá si una gala de entrega de premios
fuera seria –lo cual no significa exenta de sentido el humor- sería posible y
creíble cualquier reivindicación. Quizá si el discurso que reivindicara una
sensata utilización del dinero público fuera más ecuánime y menos cainita y
menos chabacano y menos partidista… Quizá si quienes reivindican la sensatez en
la Administración -del color que fuere- admitieran que la normalidad no sólo es posible sino además
recomendable y ejemplar…
Quizá todo fuera posible si la normalidad –que no excluye inteligencia, lucidez y
gracia, pero tampoco puntualmente humor, extravagancia y locura- se impusiera
por encima de una superioridad moral autoconsciente que sólo se sabe expresar
con sobreactuación barata…
Y quede claro también que mucho cine español me parece extraordinario. La cuestión es que, una vez más, se ha puesto de manifiesto la veracidad de las "leyes fundamentales de la estupidez humana" de Cipolla, concretamente la segunda, en la que se asegura que alguien puede ejercer su actividad con perfección y sensibilidad sin dejar por ello de ser al mismo tiempo un imbécil.
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