Debido a las circunstancias, en mis últimos acercamientos al
Foro no tuve la necesidad alguna de usar el Metro. Así que hacía tiempo que no
bajaba al subsuelo de Madrid. Pero siendo esta vez otras las circunstancias comencé
por comprar un bono de 10 viajes nada más salir del AVE. Algo que no me resultó
fácil pues uno de los grandes cambios que se ha introducido en la gestión del Metro
ha consistido en eliminar las cabinas expendedoras humanizadas y sustituirlas
por unas máquinas impávidas pero exigentes. Tuve que requerir de la ayuda de un
madrileño que en lenguaje cheli me dejó claro que “no es tan di-fí-cil, que
sólo hay que saber distinguir las cosas impor-tan-tes… de las cosas que no son
tan impor-tantes”.
A partir de entonces comenzó el verdadero espectáculo. No
pude imaginarlo ni en mis sueños más fantasiosos. No fui capaz de preverlo aun
cuando los signos nos llevan hablando permanentemente durante los mismos dos
años en los que no había usado el metro madrileño. Signos que en realidad se encuentran
por doquier (no sólo en Madrid y en el Metro) y que por tanto están a la vista
de cualquiera. De todas formas, ya digo que a pesar de todo ello yo no fui
capaz de imaginar la espectacular imagen con la que me iba a encontrar.
El espectáculo estaba ahí y se ofrecía a unos cuantos ojos, no
muchos. Porque en efecto, se trataba de un espectáculo curioso y restringido a unos
pocos en la medida en la que sólo sería capaz de verlo aquel que fuera eso,
espectador… ¡pero no actor! Es cierto que hasta hace unos días (los que conforman no más de
dos años) los usuarios del Metro no podían evitar un cierto aspecto
alienado en sus gestos y actitudes, pero les habitaba de alguna forma una dignidad
infundida por la necesidad, una necesidad aceptada de forma circunspecta. Ahora ya no. Ahora la mayoría de los usuarios del Metro,
una mayoría que por supuesto se corresponde con una mayoría que habita la
superficie, no se ha conformado con estar relativamente alienada, o alienada
con cierta dignidad, sino que ha necesitado ser humillada. Y por eso esa
mayoría de usuarios deambula absorta con su dispositivo tecnológico entre las
manos.
Cualquier usuario del Metro que fuera capaz de dar un paso
atrás dentro de un vagón podría convertirse en espectador de un espectáculo para
mí desolador: decenas de personas absortas ante un pequeño dispositivo rectangular
que les tiene humillados. Allí están a diario, miles de personas que en su paso
por espacios públicos se encuentran subyugados a un dispositivo que les exige
distracción y entretenimiento. Con el dispositivo entre las manos se entretienen,
se distraen, como los niños. Todos ellos están ahí, en el subterráneo, firmemente
aferrados a sus teléfonos sin apartar un solo segunda la mirada de ellos.
¡Vayan solos o acompañados!
Lo que no tendría mayor importancia si no fuera porque son
las mismas compañías de telecomunicaciones las que mejor y más eficazmente han
conseguido nuestra desintegración. En perfecta connivencia con el Estado las
compañías de telecomunicaciones han pasado años abusando del ciudadano
dejándolo indefenso y desamparado ante un Estado que miraba hacia otro lado mientras
se hacía con parte del botín. Y han conseguido, con un proceso minuciosa y sabiamente
desarrollado, que el sujeto del hoy sea un ser sin mirada; un ser sumamente
comunicado desde su ensimismamiento mostrenco.
En perfecta armonía con el mismo espectáculo se encontró el
colofón, un colofón por tanto que no hizo sino corroborar la desintegración del
ser en tanto que ser social, en tanto ser que mira hacia fuera para generar la
existencia del otro. Si verdaderamente “ser es ser percibido” (Beckett dixit), lo que nos ofrece ese
ensimismamiento es la nada. No hicieron falta más que tres paradas en dirección
al CENTRO para que el espectáculo descrito ofreciera su colofón, ese momento
álgido que todo espectáculo que se precie requiere. Si no lo veo no lo creo:
¡la estación más transitada de Madrid ya no se llama Sol (siguiendo la pauta de los nombramientos de las paradas en
función de la calle o plaza a la que a través de ella se accede)! No, ¡ya no se
llama Sol, se llama Vodafone Sol! ¡Como también así se llama la línea entera a
la que esta parada pertenece! Y ya saben lo que entre otras cosas esto
significa: “Próxima parada: Vodafone Sol” y los andenes decorados con esa nueva
e inexplicable denominación, y todos los millones de planos y planitos
repartidos por la inmensa ciudad. ¡Vodafone Sol! Y mientras, todos tecleando el
dispositivo velozmente con sus repulsivos deditos gordos.
Salgo del andén de la parada Vodafone Sol y me dirijo a la
línea amarilla para hacer mi necesario trasbordo hacia Plaza España. El vagón
se encuentra repleto y hasta me cuesta entrar. Me cojo como puedo a una barra y
quedo situado junto a dos estudiantes que discuten acerca de las exigencias de
su profesor. Él dice que el profesor ha pedido que la bibliografía requerida para
el trabajo no contenga referencias extraídas de internet, y ella asegura, de
forma categórica, que el profesor dijo todo lo contrario, que las referencias
bibliográficas podían ser tomadas de la red. Se produce entonces un tira y
afloja en la que ninguna de las partes cede. Él lo hace desde la tranquilidad
de quien parece no tener dudas respecto a lo que el profesor dijo y ella desde
la excitación de quien quiere imponer sus intereses. De hecho, después de un
pequeño silencio ella se arranca y dice torciendo el gesto: “no, si éste será de
los que les gustan los putos libritos”. Y ya hemos cambiado de tema. O no.
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