He hecho buenas migas con el carpintero que ha formado parte de la cuadrilla que desde Abril lleva reformando mi casa. Es el único que se ha preocupado por mi beneplácito en los acabados; el único que ha mostrado respeto por la propiedad ajena y, sobre todo, el único que NO me ha preguntado si me he leído todos los libros que hay en mi biblioteca. El electricista es un cachondo pero ni no revisabas su trabajo era capaz de dejarte colgando la toma de tierra de todos los puntos de luz. Los demás parecían hacer su trabajo, no sólo a desgana sino obligados por su condición de “esclavos”. Concretamente con el yesaire daba miedo hablar, parecía siempre a punto de soltar la llana y emprenderla a puñetazos con todo aquel que hiciera una sugerencia. sSalpicó de yeso los sitios más insospechados. De los chapadores ni hablar, eran como Zip y Zape en versión ciclada, se comunicaban con gruñidos y, en el mejor de los casos, a través de sus bíceps. Dejaron el suelo como un dripping del Pollock más inspirado. El carpintero, Blas, fue sin embargo afable y sosegado. Por eso hice con él buenas migas y por eso, quizás, me ha invitado hoy a comer a su pueblo, Guadasuar. Concretamente en las instalaciones del Polideportivo Municipal.
Salgo con tiempo para llegar a la hora pactada (son 35 Kms.) y llego sin problemas a lo que parece la puerta principal. No hay ningún coche aparcado en las inmediaciones, el entorno es desértico en todos los sentidos, el sol cae a plomo, y no hay absolutamente nadie al alcance de mi vista. Tan es así que incluso dudo de haber llegado al destino apropiado. Blas me había hablado del restaurante de la piscina del Polideportivo Municipal y por lo que mi vista alcanzaba no había ni piscina ni restaurante, sólo una entrada con puerta de torniquete que nadie vigilaba. Entro y busco alguien en una especie de oficinas situadas junto a un enorme campo de fútbol flanqueado por unas inmaculadas pistas de atletismo. La puerta se encuentra cerrada pero veo a través de las ventanas que el ventilador se encuentra encendido. No hay nadie, por lo que decido meterme por una puerta que se encuentra junto a las inquietantes oficinas cerradas. Salgo por ella nada más descubro que se trata de los vestuarios. Vacíos igualmente, claro. Veo otra puerta enfrente, pero esta vez si hay indicación: “subida a las gradas”. Decido no subir, me dirijo hacia la puerta de salida y es entonces cuando veo un letrero pintado en la pared que subrayado por una flecha dice bar-restaurante. Allá voy.
A unos 50 metros del letrero es el olor quien me dirige bajo el aplastante Lorenzo. Como bien me había avisado Blas se trata de un lugar ambivalente, ya que puedes comer a la carta o alquilar un puesto de fuego para elaborar tu propia paella. No tienes más que llevar el "arreglo" y elaborarla, que de todo lo demás se encarga el mismo restaurante: la leña, la mesa, las tapas, las bebidas y la limpieza de la misma paella. Así, como digo, es el olor a leña de naranjo lo que enseguida me dirige hacia Blas, que se encuentra en plena faena. Lo deja todo preparado y antes de tirar el arroz nos adentramos en el bar para pedirnos unas cervezas. Me presenta a su mujer con la que me deja mientras ejerce de maestro de ceremonias entrando y saliendo en función de la supervisión de la cocción. Yo muestro mi perplejidad ante el hecho de que un polideportivo de esa magnitud y tan perfectamente cuidado se encuentre absolutamente vacío. Su respuesta me deja más perplejo todavía: “pues aún hay otro, pero es privado, es igual de grande que éste pero privado, puedes entrar al restaurante pero no a sus instalaciones a no ser que seas socio”. Así pues, en un pueblo con poco más de 5.000 habitantes tiene dos inmensos polideportivos, con un total de tres piscinas olímpicas (una de ellas cubierta y climatizada), dos campos de fútbol, unas fabulosas pistas de atletismo, además de sus correspondientes pistas de paddle, tenis, squash y servicios varios en ambos recintos. Y un imponente trinquete público, nada más faltaba.
Es la una y media de un 17 de agosto y no deja de sorprenderme que no haya nadie en la piscina. Quizá sea yo un fantasioso pero la verdad es que cuando Blas me dio cita en la piscina del polideportivo me imaginaba comiendo ante un algarabío típico estival: chapoteo de agua, niños enajenados y gritos de comandas gastronómicas. Pero no sólo no hay nadie en la piscina, tampoco hay nadie en el bar-restaurante, sólo nosotros. Y dos camareras muy serias que se quejan de un jefe que por supuesto no se encuentra presente. Me cuentan que esa quietud es habitual desde que han decidido cobrar entrada por hacer uso de la piscina, pero que “tampoco es que antes hubiera mucha más gente”. Sin alterar su gesto me dicen que se trató de la iniciativa de "un alcalde bonachón y campechano" (esos fueron sus adjetivos) que decidió construir el polideportivo como réplica a ese otro club despiadadamente elitista. Y así fue que lo construyó… y colgó la chapa donde con su nombre se hace mención a su gesta. Total para después cobrar todos los servicios.
Han decidido cobrar la entrada a la piscina porque se ha cedido el cuidado de sus instalaciones a una empresa particular habida cuenta de las pérdidas que generaba como “negocio” del Ayuntamiento. Por lo visto el polideportivo cuenta con un presupuesto de 90.000 € de mantenimiento al año y sus beneficios rondaban los 2.000. Hubo varios intentos de aprovechar las infraestructuras con la creación de cursos (de natación para niños, de atletismo, etc), pero la verdad es que después de todo nunca había gente suficiente para que resultaran mínimamente rentables. "Si la cosa no mejora -me dicen-, el año que viene cerrarán el polideportivo".
Nos comemos la paella con el único sonido de fondo que el de unas camareras mosqueadas. A los postres llega el cuñado de Blas, Miquel, que viene a tomar una cerveza después de acabar su jornada laboral. Es marmolista y se conocieron en el bar del mismo polideportivo en unas circunstancias un tanto peculiares. Al parecer estuvieron a punto de pegarse debido a la susceptibilidad etílica de Miquel, incluso salieron a la calle dispuestos a zumbarse, pero no sólo no lo hicieron sino que poco después Blas se estaba casando con su hermana Elena.
Se ponen los tres a hablar de las fiestas patronales que darán comienzo el lunes de la semana próxima. A Miquel se le pone la carne de gallina hablando de ellas. “No hay palabras para describirlas, hay que estar ahí para vivirlas; son muy emocionantes”. Blas corrobora, “son unas fiestas muy particulares, no tienen nada que ver con otras”. “Yo me pido las vacaciones siempre en la última semana completa de Agosto, para hacerlas coincidir con las fiestas”, remata Miquel. “Todo el pueblo participa- dicen al unísono- y la semana entera es un festejo continuado en la calle”. La mujer de Blas, hermana de Miquel, dice que no cambia sus fiestas “por ningún viaje al mejor lugar del mundo”. Después de una breve pero entretenida e instructiva conversación de sobremesa nos levantamos y nos despedimos. Salgo al exterior del recinto y la imagen que encuentro ante mis ojos me devuelve al momento de mi llegada. Sol y chicharras.
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