La enchufas a la hora del despierte, una hora que debe ser temprana y aproximadamente “exacta”, o en punto o a y media. Te encuentras así con el editorial de turno; de turno y oficio. Serio y circunspecto. Siempre. Narrado con señales evidentes de quien se muestra perplejo, perplejo ante la barbarie que describe, la de la corrupción y la maldad. De quien se muestra perplejo y se dice desamparado ante el putrefacto estado de las cosas. Voz gruesa en precisión actoral semi-improvisada. Matinal strasberguiano y diario de periodistas locutores que se expresan de “dentro a fuera”. En todas las emisoras. Una extraña musiquilla sube y baja el volumen durante el editorial de turno para acentuar el carácter paranormal de lo descrito. Extraña musiquilla de acompañamiento en todas los monólogos de todas las emisoras. Poco más allá de ese contundente inicio se da paso a la publicidad; así, e inmediatamente después de un discurso que te ha llevado hasta el cajón de los cubiertos en la cocina con el ánimo perfectamente turbado, una voz simpática y risueña te insta a comprar una loción para que te crezca el cabello, y después que te recomienda unas píldoras fantásticas para ir de vientre, y después otra que te aconseja poner una alarma de seguridad en nuestras frágiles viviendas. Se te dan teléfonos de restaurantes, y de clínicas de estética, y de concesionarios de automóviles. Y se te olvida por unos instantes el discurso que casi te lleva a cometer una locura. Pero entonces regresa a antena el locutor/master y retoma el asunto del día, que siempre es un asunto que ha tocado la fibra al mismo locutor y que le obliga a mostrar su indignación, su indignación de locutor con convicciones. Y por ello se muestra siempre perplejo y desamparado. Casi siempre con razones. Así, cuando aparentemente la publicidad ha acabado, entra de nuevo en antena el master/monologuista para hablar con una de sus colaboradoras acerca de las maravillas de, pongamos el Corte Inglés, que tiene durante esta semana precios especiales en la sección de ropa interior. Surgen indefectiblemente bromas al respecto. De monologuista, claro. Inmediatamente se retoma la circunspección, se resume lo dicho en el editorial y con un pequeño cambio de tono, se introduce la voz de la firma invitada, la de uno de los comentaristas habituales. Se trata de un opinador que lee su texto escrito. El opinador lee su texto con aire de catedrático de poesía decimonónico. “Soy un sabio y esta es mi docta y mesurada opinión” vienen a decir, entre líneas, todos los comentaristas que leen en la radio sus casi siempre acertados diagnósticos buenistas. Acabada la lectura se produce siempre un pequeño intercambio de halagos entre el locutor contrariado y el erudito y enfurruñado colaborador. Se aprovecha para ironizar sobre algo y el locutor lo despide levantando curiosamente el tono de voz. Por cierto, hay siempre algo en ese innecesario y bien distribuido levantamiento de voz que resulta repelente en la medida en la que es usado para que la publicidad sea efectiva (un oyente en contacto permanente con el drama no sería nunca presa de la publicidad que sustenta la misma emisora, por eso los locutores juegan tanto con las entonaciones impostadas). De hecho de la sobriedad absoluta se ha pasado a cierto tono ligero con un simple cambio de entonación. Ahora la publicidad vuelve, pero esta vez sin haber sido prevenida, anunciada. A bocajarro pues: clínica canina para tu mascota y otro revitalizante con nombre propio. Lapsus largo de publicidad en el cambio de hora y llegan los deportes: 10 minutos hablando de la rodilla de un delantero centro que no se sabe si jugará o no el próximo partido. La sensación de tragedia en la que nos había metido el editorial se ha difuminado un poco hablando de espinilleras y camisetas húmedas. Acaba la sección deportiva con otra subida de tono y con un poco de música espectacular. Regresa el monologuista/master y comienza de nuevo su discurso. Y cuando digo de nuevo quiero decir de nuevo, pues es el mismo que ha pronunciado una hora antes. Exacto. Tan exacto que vuelves al cajón de la cocina y esta vez llegas a asir con seguridad el cuchillo jamonero, ahora con voluntad más decidida. La intensidad del discurso, de todos los discursos de todos los masters/locutores/monologuistas de todas las cadenas de radio se caracterizan por lo mismo: por la sobriedad, la circunspección de un tono que resulta acorde con el hundimiento del estado actual de las cosas, el que describen con precisión critico/cirujana. Es el hundimiento que describen el que precisamente les hace ponerse graves, apocalípticos, agoreros. Con razón. Y es también el que te ha llevado al cuchillo jamonero. Porque desde un tiempo a esta parte no hay otra posibilidad que discursos/editoriales/monólogos demoledores, desoladores. De hecho el monólogo es el mismo en esta segunda franja horaria pero más intenso, más elaborado, más directo. Porque el estado actual de las cosas no sólo es peor que el de ayer, sino que es mejor que el de mañana. Llega la hora de presentar a los tertulianos (las 8:30 aprox.), esos tipos que saben lo mismo de fondos reservados que de virutas de jamón de bellota. Son presentados y acto seguido se da paso a la publicidad. Antes de que vuelvan a abrir la boca entra en antena un invitado que tiene a bien responder las preguntas del monologuista contrariado por el estado actual de las cosas. Turno de preguntas de los tertulianos para el invitado. Una por cabeza. Y paso a la publicidad. Todos parecen tener mucho que decir, pero los turnos, ya se sabe, no dan para mucho. Sólo manda quien paga. El invitado es despedido y se quedan los tertulianos para acometer 2 0 3 intervenciones más entre paso a la publicidad y paso a la publicidad.
Entonces sucede: en el momento álgido de ese dramatismo que todos los monologuistas de todas las emisoras conculcan a diario a los oyentes emerge el definitivo y sorprendente cambio de tono; aproximadamente después de tres horas de descripciones macabras y formulaciones agoreras que no carecen de fundamento los locutores/monologuistas de todas las importantes cadenas de radio cambian definitivamente el tono de voz y comienzan, a las 10 de la mañana, las secciones más divertidas, dicharacheras y disparatadas. Así, o abren los teléfonos para que los oyentes cuenten anécdotas sucedidas en los ascensores o se ponen a hablar de los deslices lésbicos de Isabel Pantoja. A partir de ahí todo de disuelve: lo que era una descripción precisa de la monstruosidad que vivimos -y nos espera- ha dado lugar a risas necesarias, laxitud amarilleante, humor histérico, anecdotario excéntrico y desenfado juvenil. Y tú, que hacía unos minutos habías cogido un cuchillo jamonero con la intención de cercenar tu yugular (conminado por ese mostrenco estado de las cosas perfectamente descrito por los mismos monologuistas comprometidos) te encuentras con que de repente todo da la risa.
Addenda. Llevo varios meses preguntándome por qué fallan realmente las revueltas estudiantiles y las verdaderas rebeliones de un pueblo absolutamente humillado por sus corruptos dirigentes. Quizá la respuesta tenga algo que ver con “la forma de vida” de las emisoras de radio.
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