No he tenido tiempo de
continuar mi texto en Barcelona, así que lo retomo en el viaje de
vuelta. El tren va lleno y me encuentro sentado en pasillo junto a
una mujer que lee un libro de autoayuda llamado Un Milagro en 90
días. Leo en la página que tiene abierta una de las múltiples
frases escritas en negrita, una que además se encuentra escrita en
mayúsculas, “Cásate con tus sueños”. Intento leer algo más de
reojo pero ella ya ha cerrado el libro, ha cruzado sus brazos y se ha
puesto a mirar por la ventanilla. Su lectura ha debido durar
aproximadamente 20 segundos.
Junto a mí, al otro lado
del pasillo una mujer de mediana edad, diría que de unos 45 o 50
años se ha hecho dos selfies nada más instalarse en su asiento y
lleva manoseando su móvil desde entonces, han pasado exactamente 20
minutos. Lo juro. ¡Cómo se va la vida tan callando, Dios! Echo una
ojeada disimulada hacia atrás: dos jóvenes de barómetro
tienen cogidos firmemente sendos móviles con ambas manos como si les
fuera la vida en ellos, que les va, no se hablan porque los dos
están conectados al dispositivo mediante auriculares, los dos llevan
gorra a lo Spielberg calada hacia atrás.
El silencio del vagón es
tan sepulcral como inaudito. La mujer de mi derecha parece una
estatua y la de la izquierda ha dejado el teléfono sobre su barriga.
Perdón, lo retoma con ímpetu, debe haberle vibrado el ombligo. Leo
en la contraportada del libro de mi vecina más directa: “Consigue
YA la SAGA de 'La voz de tu Alma'” y observo las 6 fotos de las portadas de los 6 libros de
la SAGA.
Ya digo, se respira una
tranquilidad casi sospechosa. Miro hacia el suelo y veo como la
moqueta comienza a supurar un extraño líquido parduzco. Nadie se
apercibe de ello. O sí, pero nadie se mueve. Todo permanece en un
silencio ensordecedor. El líquido no para de surgir del suelo a
velocidad constante. Y ya no es sólo su presencia, evidente por otra
parte, sino el hedor que desprende lo que ya es un charco. Ahora sin
duda más amarillento. Todos los pasajeros parecen encontrarse en
estado semivegetativo, nadie habla con nadie, nadie dice nada. Sólo
una chica que se encuentra delante de mí en diagonal teclea su
ordenador con la misma cadencia que la mía. Puede que ella de
aperciba de la salida de ese líquido viscoso que ya ocupa todo el
vagón. Me digo a mí mismo, a quién si no.
La mujer de mediana edad
se vuelve a hacer otro selfie, algo que escapa totalmente a los
límites de mi comprensión. Ha hecho exactamente el mismo gesto de
antes. Por otra parte cuesta reconocer el color original de la
moqueta, que creo recordar era verde. Ya no es un charco lo que hay a
nuestros pies, es algo más. El agua, por llamarla de alguna forma,
el agua cenagosa, eso sí, y sucia, la tenemos ya a la altura de los
tobillos y los viajeros siguen sin darse por enterados. Yo he
decidido levantar los pies y apoyarlos sobre el asiento delantero,
pero los demás, todos, se encuentran con los pies enfangados. Mi
vecina más directa sigue absorta mirando por la ventanilla y su
libro sigue enseñando la contraportada, con las fotos de los 6
libros de la SAGA y con la foto de su autor, un joven barbilampiño
se sonrisa atractiva y dientes muy blancos. El agua es cada vez más
sucia. Me agacho para verla de cerca y descubro incluso algunos
insectos propios de agua estancada. A estas altura parece agua
sulfurosa y desprende una suerte de vapores de doble capa.
Cuando llegamos a
Tarragona el agua supera el nivel de nuestras rodillas, pero la gente
sigue en estado contemplativo. Los chavales de atrás se ríen al
unísono de lo que al parecer ven en sus respectivos dispositivos,
¿estarán viendo lo mismo? El caso es que ríen, pero no emiten
sonido alguno. Mi vecina de pasillo suspira ante su teléfono sin
percatarse, al parecer, de que el agua turbia nos está alcanzando ya
al cuello. En cualquier caso ella teclea como si le fuera la vida en
ello, que le va, sacando los brazos por encima del agua. Los vapores
que emana esta ciénaga viajera me impiden ver con claridad más allá
de dos asientos. El olor resulta insoportable y los bichos campan a
sus anchas por todo el vagón.
Cuando comienzo a darlo
todo por perdido veo acercarse flotando una casa. Sí, una casa; no
parece la maqueta de una casa sino una verdadera casa. Con dos
tejados a dos aguas cruzados y como fabricada de madera, con sus
puertas y sus ventanas, todas abiertas. Flota perfectamente entre las
cabezas que emergen de esta ciénaga insalubre y mortal. Parece que
vive alguien dentro de ella pero no alcanzo a saber quién y eso me
descompone. Todo el vagón es una ciénaga de cabezas flotantes que
son incapaces de reaccionar. Intento encontrar las claves en la casa
pero se me resisten, seguramente debido al esfuerzo que hago por
sobrevivir. El que enturbia mi aliento y humedece mis ojos. Ya no sé
cuánto tiempo hace que hemos pasado Tarragona, puede que semanas. O
meses. Renacuajos, culebras y orugas. Mantengo los ojos abiertos a
duras penas mientra se escucha la llamada de un teléfono que se debe
haber quedado arriba dentro de alguna maleta. Tengo el cuerpo
totalmente entumecido y no sé qué me resulta más difícil de
soportar, si el hedor insoportable o la exhalación de los vapores.
Sé que la clave está en la casa pero no acierto a dar con ella.
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