domingo, mayo 30, 2010

De por qué el Arte poco tiene que ver con la literatura, el teatro o el cine.

Escribir no es difícil. Ni siquiera es difícil escribir mal. Escribir, de hecho, lo hace cualquiera que sepa escribir. Lo verdaderamente difícil es escribir bien, algo, por cierto, que nada tiene que ver con el hecho de publicar.

Escribir bien no tiene por qué ser duro, pero es inevitablemente difícil. En eso convienen todos los que a escribir se dedican. No se trata de tener una gran idea sino de desarrollarla de forma eficaz; no se trata de estructurar una idea más o menos compleja sino de saber estructurar (o desestructurar) cada una de las posibles partes de un todo en función de una nueva y desconocida armonía; no se trata de tener una gran idea estructural basada en otra gran idea temática, sino de dar forma adecuada a todo lo que no forma parte de esa gran idea, a todo lo que se encuentra casi ajeno a una gran idea. No se trata, en definitiva, de tener una gran idea, sino de saber hacer algo grande con independencia de la idea y no digamos de las intenciones.

Por ejemplo: el querer hablar de la alienación de los seres humanos podría ser una buena idea para afrontar una posible obra. En la vieja y simplificada nomenclatura estética esto se correspondería con lo que se llama asunto. La alienación sería, de esta forma, aquello de lo que quiere fundamentalmente hablar el autor. Otra cosa sería el modo en el que el autor decidiera desarrollar tal asunto. Podría ser, por ejemplo, a partir de la historia de un funcionario que por un error o por pura incongruencia se ve enfrentado a la justicia. Esto sería (grosso modo) el tema.

En ningún caso el asunto y el tema nos dice nada sobre aquello por lo que sabemos que escribir bien es difícil. Es decir, no nos dice nada de aquello por lo que podemos saber si un texto es bueno o malo. Puedo congraciarme con quien quiera hablar de la alienación (o la injusticia, o los viajes iniciáticos), incluso puedo hacerlo aun cuando lo hiciera de forma poco afortunada, pero lo que no puedo es admitir cualquier producto obtenido a partir de unas intenciones por el simple hecho de ser conocedor de las mismas, sobre todo si lo que tengo es que juzgarlo estéticamente.

Es por ello que el asunto apenas tiene importancia en una novela más allá de que pueda servir para justificar su mera existencia. Lo del tema sería otro cantar, pero tampoco definitivo a la hora de juzgar en términos cualitativos, estéticos. Con independencia del asunto un tema puede ser perfectamente burdo si no es tratado de la forma en la que el mismo tema podría resultar excelente. El hecho de crear una trama en función de un personaje que decide emprender un viaje en barco hacia lo ignoto puede ser tan zafio como el de crear una trama en función de un personaje que pretenda recuperar el tiempo perdido. Lo difícil, pues, sería todo lo que no es reducible al asunto y al tema; todo lo que se desarrolla en paralelo a la idea y no sobre ella; todo lo que sobrepasa algo tan elemental como lo es una buena idea; todo lo que entiende la idea sólo como lo que únicamente fue: inevitable. Incluso con independencia de que fuera buena.

En cine y en teatro pasa exactamente lo mismo. En cine nunca han sido suficientes las buenas ideas para conseguir una buena película. Para conseguir una buena película hace falta saberla realizar de la forma por la que reconoceríamos la bondad de la misma. Si alguien quisiera filmar algo tan sencillo e intrascendente como un atraco, podría hacerlo de forma que el atraco pareciera una tontería o podría hacerlo para que fuera perfecto. Y en teatro, hasta para algo tan supuestamente fácil como es describir el absurdo hace falta maestría, un maestría por la que reconocemos la dificultad de escribir buen teatro, sea o no del absurdo. En fin, nada que no sepa cualquiera.

Decía antes que la novela (o la literatura en general), o el cine o el teatro, requieren, en su creación, de ciertos saberes que además se encuentran al servicio de sus propios condicionamientos: en la literatura, por el significado de las palabras y por el adecuado uso de la gramática (por citar sólo dos); en el cine, por el adecuado sentido narrativo secuencial, por la puesta en escena y por la dirección de actores; en teatro, por el adecuado uso del espacio en su relación con el tiempo, por la contigüidad con el espectador y por la interpretación. Todo, además, contemplando la adecuación de las formas al contenido en cada condicionante concreto.

Así, si el teatro, la novela, y el cine se parecen en algo es desde luego en aquello que los aleja del Arte. Si nos atenemos a la famosa afirmación asociada al Arte, “todo vale”, puede decirse que SÓLO en Arte cualquier cosa puede valer porque SÓLO el Arte puede despreciar con rotundidad la posibilidad de excelencia en el tratamiento del tema y justificar cualquier cosa a partir del asunto. Sólo el Arte puede permitirse el lujo de vivir sólo de la Idea. El Arte, sin Dios no es nadie.

martes, mayo 25, 2010

De la mierda, con perdón

¿Cómo se juzga una ciudad? ¿En función de qué debe juzgarse una ciudad? No lo sé, supongo que en función de lo que a uno le aporte en tanto ciudadano. La ciudad es el hogar del ciudadano. La ciudad no es una fachada, o mejor, no sólo es una fachada; es una fachada con interiores. Y en la relación del interior con la fachada se encuentra la clave del juicio, el poder del argumento, del juicio. Por ir al grano, Valencia es una ciudad de mierda porque carece de interiores. Muy confortable, pero de mierda.

En pocas ciudades de España se puede vivir tan bien con respecto a cosas que te hacen la vida agradable; hace buen tiempo y no hay problemas de tráfico. Confortable, pues, porque tiene las mínimas más altas y porque puedes ir en mangas de camisa. Confortable, pues, en lo que respecta a la epidermis, esa epidermis en la que se corre la Fórmula Uno y en la que se desliza la Copa América. Porque Valencia es una ciudad fachada, una ciudad dirigida por los políticos que los valencianos nos merecemos. Algo, todo se ha de decir, que resulta tan real como demasiado extensible fuera del micromundo de la provincia en cuestión.

Pero lo que desde luego distingue a Valencia de otras ciudades es su capacidad de engaño. No sé cuántos años pasé yo recibiendo elogios por parte de todos los que no vivían en Valencia; elogios por otra parte que no disimulaban una cierta envidia hacia lo que creían que era Valencia. No sé cómo lo hace, pero Valencia, más allá de sus instancias políticas, es una ciudad que posee una imagen envidiable. No sé cuántos años llevo yo escuchando elogios que no disimulan una sana envidia hacia el extraordinario nivel que posee la cultura valenciana. No sé cuántos años comprobando que nadie sabe cuál, y cuán, es el desprecio real que manifiesta Valencia por la verdadera cultura; no sé cuantos años comprobando que, quienes no viven en Valencia, confunden la realidad con la representación mediática de esa realidad. Valencia fue una de las primeras provincias que comprendió que la realidad la construyen los llamados impactos mediáticos. Hubo un tiempo hace unos cuantos años, eso sí, que gracias a ciertos personajes serios, estuvimos a punto de ser verdaderamente una capital cultural, pero todo se desvaneció gracias a la emergencia del verdadero carácter valenciano: el fallero, el buñolero, el peinetero. Por eso tenemos a los políticos que nos merecemos; por eso es en Valencia donde mejor se ratifica esa máxima onírica que reza: “los políticos somos nosotros”. Ya sólo los cínicos creen que no merecen a los políticos que los representan. La democracia es eso, una cuestión regida por parámetros cuantitativos.

Pondré un pequeño ejemplo que pudiendo parecer nimio o anecdótico sirve para dar cuenta exacta de cuál es, no tanto el estado de la cultura ofrecida por las instancias políticas (que este estado ya sí lo conoce más gente en la actualidad) cuanto el verdadero estado cultural del valenciano, del ciudadano que habita Valencia (estado que, más allá de todo posible Gobierno, permanece incólume e inalterable). Sucedió hace unos pocos años y sucedió, precisamente, debido a esa aura fantástica que Valencia proyectaba allende sus fronteras. Atraídos por lo que esa imagen mediática proyectaba se instalaron tres empresas vinculadas al negocio fotográfico. Tal era la imagen cultural que circulaba que esas tres grandes empresas no se preocuparon por hacer lo que toda gran empresa debe hacer, un análisis de mercado. No lo hicieron porque, precisamente, se creyeron lo que Valencia proyectaba a través de sus creativos y medidos impactos mediáticos. Tres empresas que llegaron, claro, para cubrir un sector de mercado que presuponían rentable: un laboratorio fotográfico, un distribuidor de material fotográfico y una escuela de fotografía.

Las tres empresas llegaron a Valencia por los mismos motivos por los que me envidiaban todos mis interlocutores foráneos: porque se creían eso de que Valencia tenía una impresionante movida cultural que, además, se caracterizaba por darle una importancia extraordinaria a la fotografía. El chasco provino de lo que verdaderamente oculta la fachada valenciana: la nada. O mejor: detrás de la fachada sólo se encuentran los andamios que la sujetan. Valencia es como uno de esos antiguos pueblos de Almería en la que sólo hay un Saloon y un burdel. Todo lo demás es andamiaje. En Valencia sólo tiene cabida lo frívolo, la cultura no es más que un buñuelo, un vacío rodeado de dulce. Y con muchas bandas de música.

Yo conocía a los tres empresarios que tuvieron que huir de Valencia con el rabo entre las piernas. No daban crédito a lo que les sucedía. Si me hubieran preguntado antes les hubiera advertido de que no vinieran, pero nunca me hubieran creído. Aquí en Valencia no hay ni un mínimo interés por la Cultura si ésta cuesta o dinero o esfuerzo. El laboratorio cerró porque al parecer no había fotógrafos que quisieran positivar. O porque no había fotógrafos, sin más. El distribuidor cerró porque no había fotógrafos que quisieran comprar trípodes, o porque no había fotógrafos, sin más. Y la escuela cerró porque no había nadie que quisiera ser fotógrafo. Yo, por aquel entonces era anualmente contratado por una escuela de fotografía de Alcalá de Henares que tenía entre 70 y 90 alumnos por temporada. Y también daba un curso anual de fotografía en Algeciras, en donde tenían que restringir la cantidad de alumnos por clase para poder garantizar la calidad de la enseñanza. En ambos lugares decían envidiarme por vivir en Valencia. Valencia, esa ciudad de mierda. En Madrid y en Barcelona esos empresarios comían en La Broche y en El Bulli.

Ciertamente no hubo nunca en Valencia conciencia alguna de cultura. Una típica broma en el sector cultural es preguntarse entre avisados cuántos coleccionistas de arte hay en Valencia. La respuesta cómplice es siempre: “no recuerdo exactamente; no sé si uno o ninguno”. Y cada ciudad se mide por aquello que permite cuantificar su estatus y por el poder de influencia que ejerce allende sus fronteras. Y en este sentido Valencia es, en contra de toda la previsibilidad que confiere el hecho de ser la tercera provincia española en importancia, una ciudad con influencia cero. Es cierto que desde hace ya un tiempo ya nadie dice envidiarme, pero la realidad es aún peor de lo que se cree.

El IVAM lo dirige una política que usa su propio pelo de peineta y su programa incluye, claro, peluqueros, artistas valencianos (innegociables por su valencianía) y exposiciones derivadas de compromisos varios adquiridos en sus múltiples viajes pagados por los valencianos amantes de la cultura dominical (en chándal). La Sala del Palau de la Música la dirige una mujer cuya máxima preocupación es no envejecer y su programa, claro, depende de los pocos jugadores de golf que hay en Valencia. La directora de la Sala de la Diputación impuesta por el partido es una niña muy mona que delega todo lo que hace falta para mantener su puesto, por lo que su programa no es suyo y no es de nadie. Y mientras, la alcaldesa da brincos en las mascletás y llora en la Ofrenda de Flores. Y cada vez hay más calles con falla. Y el Papa en su PapaMóvil saludando a todas las cámaras de televisión apostadas en todas esas calles que no tienen habitualmente problemas de tráfico. Porque Valencia es una ciudad confortable. Pero de mierda.

Pos Scriptum. España es un país de mierda, como ha demostrado hoy el Senado (25 de Mayo de 2010, tírese de hemeroteca y videoteca, con 5 millones de parados). Un gobierno de mierda con una oposición de mierda. Y los políticos, recordémoslo, somos nosotros. Nosotros pero con dinero en vitalicio. El dinero nuestro dinero.

jueves, mayo 20, 2010

La belleza de la emoción

Cada vez que veo una obra suya alcanzo un nivel de emoción que rara vez he alcanzado en la experiencia estética de confrontación con el arte. Cada vez que veo una nueva obra suya me reivindico en la afirmación de que Bill Viola es el mejor artista de los últimos 50 años. Afirmación que hago, claro, desde la inevitable particularidad de mi ser. Así pues, nada de plurales mayestáticos respecto a lo que es una experiencia propia. Y mientras el arte camina hacia su incierto destino yo gozo soberanamente con alguna de las cosas que en nombre del arte se me presentan. Y mientras desprecio casi todo lo que en nombre del arte se me presenta mi conciencia se ensancha ante las piezas bidimensionales de un artista, Bill Viola.

El caso es que se produce una coincidencia en todas aquellas obras de arte que me producen un extraordinario placer emocional: que son autónomas respecto a una posible explicación (que las pudiera justificar). O por decirlo de otra manera: las obras de Bill Viola hacen que los exegetas me parezcan unos vulgares curanderos.

Porque, digámoslo: una cosa es la obra de arte, otra la voluntad del autor y otra la interpretación del espectador (sea o no experto). Algo, al parecer, que aún no han sido capaces de comprender muchos analistas eruditos y bien informados. Permanece en ellos la arcaica forma de entender el objeto de la Historia del Arte que se fundamenta en la Leyenda del Artista. Y creen, con cierta ingenuidad ignorante, que el artista es responsable del significado de su obra. Desconociendo, también, la Segunda Ley de la Estupidez Humana (Cipolla), que reza que alguien puede ser un excelente artesano (o actor, o cantante) con independencia de que al mismo tiempo pueda ser un perfecto merluzo (o inculto, o cínico, o imbécil). Los expertos en arte son, en definitiva y en su aplastante mayoría, hagiógrafos.

¡Qué difícil me resulta expresar la emoción que me aflora ante El quinteto de los atónitos! Me enfrento ante una composición clásica de cuatro hombres y una mujer situados frontalmente al espectador. Debe decirse antes que nada que si no se está advertido podría pensarse que se trata de una fotografía retroiluminada, por lo que existen bastantes probabilidades de que, si no se está informado, se pase delante de ella creyendo haber visto lo que parece pero no es. En cualquier caso las obras de Viola no se ven, se visualizan; no admiten travellings ni acercamientos por parte del espectador. Requieren ser visualizadas desde un punto fijo, inmóvil. Son ellas, las imágenes, las que se mueven. Aunque a velocidades extraordinariamente lentas los “modelos” se mueven sin que percibamos el propio movimiento: la secuencia se ha filmado con película extra-rápida, a 400 fotogramas por segundo; así, un minuto de grabación equivale a 40 minutos de proyección. Por lo que las obras requieren atención, atención parsimoniosa; requieren expectación sosegada. Tiempo. Eso que todo el mundo dice no tener.

La diferencia entre la expectación ante una obra fija y otra secuencial es que para la primera el tiempo es un parámetro anecdótico, sin embargo en la segunda no hay percepción cabal sin él. Las imágenes en movimiento implican la necesaria presencia de un observador, no sólo para testificar la tecnificación del tiempo, sino para producir ese tiempo técnico necesariamente fenomenológico. El espectador de cuadros (o fotografías) hace del espectador una presencia latente, mientras que las imágenes en movimiento tecnificadas requieren una presencia real.
Los cinco personajes del Quinteto de los atónitos se mueven en función de unas determinadas emociones. La rabia, el dolor, la pena, el amor, la compasión, el odio, la curiosidad son algunas de las emociones que los personajes muestran frontalmente al espectador que sigue el hilo secuencial de una trama inexplicable. Cada personaje refleja una emoción con independencia de las emociones de sus compañeros, de forma que el resultado es ambiguo por necesidad. Se trata de combinar dos conceptos: confluencia y alternancia (de emociones) para generar el caos de la sensación perceptiva, caos, por otra parte, que inevitablemente me lleva a la emoción, a una emoción indefinida, intemporal: profunda. Inexplicable.

Puro realismo de sensaciones, fenomenológico, a través del cual accedo a esa emoción profunda. Al igual que en todas sus piezas pertenecientes a Las pasiones (sobre todo Observance), los personajes me muestran su lado íntimo más allá de toda posible interpretación. Su intimidad explosiona ante el desconocimiento real de la causa que provoca sus sentimientos. Sentimientos profundos. No hay nunca un porqué. Así, la expresión del sentimiento se me transfiere de forma pura. Emocionando. O por decirlo de otra manera: no hay personajes en la obra de Viola, ni siquiera actos interpretativos; hay sólo emoción directa, la que me adviene de la contemplación de aquello que es inexplicable. Y la cámara hiperlenta ha sido la forma (técnica) perfecta para conseguir lo que ni una fotografía ni una película de cine pudo conseguir antes. Conjunción perfecta, pues, de contenido, forma y técnica. ¿El resultado? (conmigo, se sobreentiende): SOBRECOGIMIENTO.

Post Scriptum. Decía más arriba que ante ciertas obras de arte (¿las verdaderas?) los expertos parecen curanderos. Pues bien, pude también decir que ante ciertas obras de arte los expertos hacen lo único que pueden: hablar de fuera adentro. Es decir, creyendo que las obras tienen un significado y que ese significado viene asignado por el autor. Y sin poder, además, asignarle al autor la cualidad de la estupidez. Y si algo me sorprende del Bill Viola sujeto, que no del artista, es su simplicidad, la tontería de sus infantiles planteamientos, su espíritu pseudomístico, sus explicaciones pseudofilosóficas y pretenciosas. En fin, me sorprende la nimiedad de todo aquello que rodea a su extraordinarias obras; de todo aquello que no es su obra, que por otra parte es, curiosamente, lo que sirve a los expertos para tener algo que decir en plural mayestático. O por decirlo de otra forma: Bill Viola es tonto y las explicaciones a su obra son tan burdas como efectivas. Sus obras, sin embargo, me resultan sumamente emocionantes.

miércoles, mayo 05, 2010

Que soy un cobarde

Ya lo he advertido varias veces, pero conviene ir repitiéndolo de vez en cuando para que nadie lo olvide.

Resulta relativamente fácil ser crítico con los otros, sobre todo cuando se escribe desde una tribuna por pequeña que sea. Criticar es algo que puede hacer cualquiera. De hecho cualquiera lo hace. Conozco decenas de columnistas que sólo saben quejarse; columnistas que a su vez creen fervientemente en la poesía.

Da lo mismo que se haga sin gracia o con gracia si lo que se hace es, sólo, manifestar una queja para con el otro. Es precisamente la queja indiscriminada lo que ha instaurado como forma de vida la maldita Corrección Política.

La queja como forma de acción es una de las formas más canallas y perversas que puede instigarse desde el Poder. Y tal es la presión con la que el Poder nos instiga a manifestarnos a través de la queja que hemos entrado en una Guerra. Una Guerra que se libra entre todos y cada uno de los ciudadanos de las sociedades civilizadas. Y no se trata de pequeñas batallas cotidianas, se trata de la gran guerra. La del todos contra todos, la del sálvese quien pueda.

Hace unas semanas me quejaba yo de la censura, algo que puede hacer cualquiera. De hecho cualquiera lo hace. Pero queriendo ser sutil y perspicaz me quejaba de aquellos que ejercían la censura sin ser conscientes de ello. Decía que se trata de gente que acostumbra a posicionarse en contra del mal, un mal que por supuesto les es ajeno; gente que con indignación desprecian públicamente la censura. Muchos de esos bienpensantes y biendicientes, decía yo, eran censores posmodernos; estos es, personas que ejercen la censura de forma indirecta, sibilina. La censura directa y soez sólo es ejercida por energúmenos que pagan con el fracaso de su misma ineficacia, pero la sibilina es la que se ejerce desde la oscuridad. Y la que triunfa a pleno sol. Así, yo criticaba hace unas semanas a estos bienpensantes que habían instaurado la verdadera censura actual, la que no trasciende porque se ejerce desde los oscuros subterráneos del espíritu político. Eso era hace unas semanas, cuando yo ejercía de crítico desde mi pequeña tribuna. Qué fácil.

Ahora me he dado cuenta de que yo llevo unos meses autocensurándome para poder acceder a unos objetivos miserablemente humanos (y no importan los datos específicos de mi autocensura actual). Es más, la consecución de mis objetivos depende de mi capacidad de autocensura. Y no soy capaz de reaccionar en contra de mi cobardía. No he sido consciente de ese espíritu colaboracionista con la censura hasta hace unas horas. Y lo peor de todo es que me siento inmóvil. Soy un cobarde.