lunes, octubre 29, 2012

Soy un mequetrefe

(Gamificación y lastre cero)
Uno de los asuntos recurrentes de este blog ha sido, desde sus inicios, el de la educación de los jóvenes. Otro, el de las consecuencias de haber educado a los jóvenes de una cierta manera. No hay nada que hacer: es más cierto que nunca que los nativos digitales son extraordinariamente distintos a los criados entre libros. Y si algo he descubierto en estos últimos meses es lo inútil que resulta introducir en los alumnos nativos cualquier metodología analógica en la adquisición de conocimientos. O mejor, si algo he aprendido últimamente es lo patético que puede resultar cualquier enseñante que quiera inculcar en los estudiantes un aprendizaje que tenga como fundamento la cultura. Para los nativos digitales el conocimiento nada tiene que ver ni con la cultura ni con el razonamiento. Saben que todo ello es una pérdida de tiempo en la medida en la que los despista de la inmediatez. En mundo que ya sólo puede ser veloz no caben los cultos, sólo los listos. Hasta ayer aún creía yo que era posible alternar sus tintineantes paseos por la red con las esforzadas incursiones en la letra impresa. No hay nada que hacer, soy un mequetrefe. A los jóvenes nativos, educados además en una posmodernidad militantemente relativista, no les interesa nada que no puedan rentabilizar de forma inmediata. Entre otras cosas porque han comprobado que aquellos que han realizado un esfuerzo extra haciendo por ejemplo dos (o tres) carreras universitarias simultáneamente son, también, camareros. Si hay algo que aprender nada mejor para un nativo que el Google y la Wikipedia. Todo lo demás son formas de perder el tiempo que sólo sirven para que llegue el listo de turno y les levante la camiseta a los desfasados esforzados.
La principal y más definitoria diferencia entre analógicos y nativos digitales es la del contenido de sus “mochilas”. Si los primeros necesitaban rellenarla para su confrontación con el mundo, los segundos necesitan aligerarla con el fin de que no estorbe. Los digitales son seres caracterizados por acarrear un lastre cero, que es por otra parte el lastre que han considerado como el más rentable de los posibles. Que lo es. Así pues, un lastre limpio de contaminaciones y repleto de ideología sin ideas. O con ideas sostenidas sobre hilos mal enhebrados, pero suficientes. No quieren renunciar a la opinión, su opinión, ¡nada más faltaba!, aún cuando ésta sólo pueda ser el producto de una intuición prepotente. Pero lo bueno del caso es, ciertamente, que su forma de actuar se ha demostrado como la más eficaz en un mundo que ya es irreversiblemente digital. No cabe duda, en este sentido, de que soy un mequetrefe: resulta verdaderamente patético intentar conculcar formas de actuación que se han demostrado poco rentables. Moverse por las redes sociales es infinitamente más eficaz (rentable) que construirse una biblioteca o conocer el pasado. Entre otras cosas porque lo primero es divertido. Y a mí lo que me gusta es disfrutar.
Si hay algo a lo que ya ningún joven quiere renunciar es a la diversión. Y no es que se les haya conculcado un cierto espíritu lúdico de la experiencia, por otra parte tan legítimo como necesario, sino que se les ha exigido la diversión. Se lo han exigido desde pequeñitos: nada de esfuerzos que puedan marcar la frágil infancia. ¡Se debe aprender jugando, para poder pasar el resto del tiempo… jugando! La cosa se estira hasta la adolescencia, en la que cambian el juego “en pequeño” por el juego “a lo grande”: adultescente. Y cuando llegan a la Universidad son ellos los que deciden las asignaturas que quieren estudiar. Un sistema, el de créditos, que permiten a los estudiantes ser independientes del tiránico poder que siempre emana del pensamiento institucional. Aprender como juego, ya que LO IMPORTANTE no es otra cosa que estar “bien conectado” y con un lastre cero que le permita, precisamente, partir de cero ante un posible negocio cuyo futuro depende de haber eliminado las ideas preconcebidas y los prejuicios.
Hace poco salía hicieron un reportaje en televisión que aludía al aprendizaje serio a través del juego. Los mismos militares explicaban cómo se pegaban barrigazos virtuales alrededor de un caserón para poder salvar a un hipotético secuestrado. El terrorista que se estrelló contra las Torres Gemelas había aprendido a volar en aparatos de simulación. Y el chaval que se sentaba detrás de mí en el tren estuvo jugando a fútbol todo el viaje, con el añadido de que narraba el partido como un comentarista radiofónico de lo más profesional. Después llegan a la Universidad y juegan al Wikipedia y al Facebook durante 4 años, y cuando verdaderamente alcanzan el lastre cero, entonces, sólo entonces, tienen posibilidades de entrar en una empresa que los adiestrará con juegos elaborados para los efectos. A esto se le llama gamificación, que no es otra cosa que “el empleo de mecánicas de juego en entornos y aplicaciones no lúdicas” (definición extraída de un reportaje sobre la gamificación que aparecía en las páginas salmón de El País). Así pues, juego en aplicaciones no lúdicas. La hostia, tú.

sábado, octubre 20, 2012

El Foro

Tenía que ir a Madrid con motivo de una cita concertada la semana anterior, concretamente el lunes a las nueve y media en las mismas oficinas del pequeño emporio que él dirige. Decido coger el tren de las siete, que me permite llegar con tiempo sobrado a la cita. La puntualidad es, de entre los parámetros que constituyen las convenciones sociales, uno de los más sagrados para mí. Da igual con quién se quede, la cuestión es llegar siempre “a tiempo” a las citas. En cualquier caso debo puntualizar, porque lo necesito, algo que en realidad debería resultar anecdótico para el lector: con quien estaba yo citado el lunes a las nueve y meda era un tiburón de mandíbula batiente. Sí, batiente (ni en cursiva ni entrecomillado). Y anecdótico porque, después de todo, nada ha tenido que ver el estatuto genético de mi interlocutor con la necesidad de narrar mi experiencia viajera. Pero yo había ido a Madrid porque había quedado con un tiburón.
Como llego a la estación con tiempo sobrado acudo directamente a la cafetería del tren para tomar un café y leer un periódico. Que acabarán siendo dos, los periódicos. Baumgartner se me queda colgando de la masa cerebral (es lunes y ayer se produjo la proeza estratosférica). Acudo hacia mi asiento con una carterita como único equipaje, ahí he concentrado los útiles de aseo personal, mis medicinas y un libro de lectura para la ida. La numeración de mi billete me lleva a compartir el asiento con una de las personas más gordas que he visto en mi vida (si exceptúo los vistos en EEUU). Está plácidamente dormido todo él, así que contorsiono con el fin de poder entrar en mi asiento sin tocarlo. Algo imposible que me hace rozar sus mórbidas excrecencias y además tenerlas presentes todo el viaje. Me acurruco en el pedazo de asiento que me queda y me dispongo a leer el libro sobre Tarkovsky, un libro sin duda menor escrito por un sobrevalorado Michel Chion.
Llegado a Madrid tengo tiempo para otro café. Un camarero le dice a su compañero que él no sale a atender a la terraza mientras su jefe no le ponga ya el uniforme de invierno (es 15 de Octubre). Es cierto que hace frío, estamos a 8 grados y mucha gente va por la calle vestida de invierno. En cualquier caso tengo la posibilidad de comprobar, mientras leo mi tercer periódico, que al camarero en cuestión le gusta hablar por hablar. Aunque hable todo el tiempo en serio.
Llego a las famosas oficinas a la hora señalada. Me atiende una señorita que dice no saber nada de mi cita con el director, que no ha llegado. A través de unos casquitos se comunica con alguien y después me dice: “haga el favor de esperar, que –tiburón- le atenderá en seguida”. Pero de “en seguida” nada. Tres cuartos de hora de pie, esperando. Cuando aparece se disculpa diciendo que como la cita la propuso él desde la calle no se acordó de anotarla. Nos sentamos y cuando le pregunto si ha visto el material que él me pidió le enviara con urgencia (a través de mensajería) una semana antes me contesta que no ha tenido tiempo. En fin. Después de esta breve introducción comenzamos nuestra entrevista. Y poco después la acabamos en 20 minutos. Punto.
Salgo de las oficinas y acudo a la cafetería del Reina (Sofía), donde he quedado con el ínclito (y ubicuo) Fernando Castro Flórez, un crítico de arte que en realidad es, después de todo, algo más. Siendo ese “algo más” una clave tan definitoria como diferencial respecto a sus colegas. Un ser cuya apariencia se encuentra entre un ser adulto y un ser joven. Con una cultura que le brota espontáneamente desde las comisuras labiales Castro padece de una incontinencia verbal indisimulada. Pero a poco que se le conozca se sabrá que su verborragia no es un signo de megalomanía, sino un extravagante mecanismo de defensa, o sea, un signo de inteligencia. En efecto, la única forma de sobrevivir a las inmensas relaciones sociales que le toca vivir dada su profesión es la de no dejar hablar. Así, Castro sólo es incontinente cuando no tiene nada que escuchar. Cuando estamos despidiéndonos en la calle nos cruzamos con Valcárcel Medina, uno de los pocos artistas que yo admiro y que por tanto preferiría no conocer. Como el cruce imprevisto no ha dado tiempo para tanto me place haber hablado con él sólo unos instantes y haber escrutado sus apariencias.
Una vez acabado el tiempo dedicado a las cuestiones “profesionales” me abandono a disfrutar el Madrid que ahora me interesa, que no es otro que el compartido con mi amigo Blas Maza. Ir al Foro era, sobre todo, una magnífica oportunidad de pasar unas horas con alguien al que presientes aunque no veas. Como sabrá el lector de este blog mi misantropía me impide tener demasiadas relaciones sociales, así que podrá entender el hecho de que pueda resultarme emocionante una experiencia poco frecuente que además se encuentra, en este caso, complicada por la distancia. Blas es un tipo cuyo talento ha sido puesto, desgraciadamente, al servicio de su propia supervivencia. Así que la única forma de aprovecharse de él es hablando. Después de comer Blas se retira a sus prescriptivas labores y yo decido pasear para bajar la comida. Salgo a la Gran Vía para encaminarme hacia la librería Ocho y medio. Una vez allí compruebo, de nuevo, que se trata de una de las librerías más mal organizadas que he visto nunca; resulta casi imposible pensar cómo se podría organizar peor. Me entran ganas de decírselo, pero no lo hago por temor a la mirada que seguro me iban a lanzar los dueños ante los primeros compases verbales de mi apreciación. Sin embargo hay allí un informático profesional que al parecer ha sido reclamado por ellos para sanear su gestión informática. Su nivel de expresión verbal es digno de un cuadrúpedo, pero eso no le impide imponer su criterio. A mí me duelen los oídos de escucharle. A los dueños les importa mucho el aspecto virtual de su librería pero no parece importarles nada sus ventas físicas directas. Siglo XXI.
De retorno a casa de mi amigo me cruzo con más indigentes, tullidos, pandilleros, proxenetas y putas de los que me he cruzado en Valencia durante pongamos 5 años. Madriz. Quedo de nuevo con Blas en la plaza Santa Ana, y después de unos finos cerca de Huertas me lleva a tomar una carne guisada con curry rojo que quita el hipo. En el restaurante sólo se encuentran cenando dos discretas parejas, lo que hace aún más memorable la cena tomada sobre una barra de madera serpenteante, sobre todo si tenemos en cuenta que todos los restaurantes circundantes se encuentran repletos de comensales, como mandan los cánones de una crisis de economía sumergida/emergida.
Al día siguiente me levanto pronto para llegar tranquilamente a la estación. Mi equipaje ha aumentado, tal y como viene siendo habitual en mis regresos, pero esta vez debido a un regalo de mi amigo Blas, que me ha dado lo último de Houellebecq. Él sabe perfectamente de mi aversión a la ficción, pero como decía mi tía que en paz descanse, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Yo había leído Partículas elementales y me había aburrido, y eso que muchos siguen diciendo que se trata de su mejor novela. Comienzo, pues, la lectura del libro en la misma estación de Atocha. En la hora y cuarenta minutos que dura el viaje no levanto la cabeza del libro. No hay nada que hacer. Es probable que se necesite paciencia para “introducirse” en la historieta y poder saborearla, pero yo ni la tengo ni la tuve nunca. Todas las novelas que leo son imposiciones que me hago para corroborar mi desprecio a la ficción. Algo que invariablemente sucede independientemente de que pueda gustarme el estilo de la historieta elegida. Después de cien páginas me encuentro cansado de tanta perspicacia en las descripciones; de tanta sutileza en la definición de los personajes; de tanta inteligencia puesta al servicio de de un relato cuyos problemas de los personajes me la traen floja. No hay nada que hacer: leo historietas y se me va la cabeza.  
Addenda. Durante mi estancia en la cafetería del Reina sucedió algo inesperado que me hizo cometer un claro acto de mala educación. Mientras me hablaba Castro de Nietzsche sucedió algo detrás de él que acaparó y monopolizó mi atención, algo que me impedía estar atento a su discurso tal y como mandan los cánones del buen sentido y de la buena educación. Una señora extranjera de mediana edad que iba acompañada de su marido y de otra pareja se abrió el botón del pantalón, se bajo la cremallera de la bragueta, se bajó ligeramente los pantalones y metiendo una mano entre sus bragas extrajo un billete de 50 euros. Lo hizo dando la espalda a la barra, pero de forma indisimulada. Por lo visto alguien le dijo en su país que si venía España lo mejor que podía hacer era guardarse el dinero en el coño.

viernes, octubre 12, 2012

La juventud (más creativa) y el Poder

Se partió de una idea grotesca pero muy propia de aquellos lejanos tiempos ocurridos hace ahora 5 años. Un lustro, pues, ha pasado desde que se llevara a cabo la primera edición de “Cortometrajes por la igualdad”. Un certamen cinematográfico que desde entonces insta a los jóvenes del hoy a comenzar su “carrera” artística poniendo su potencial creatividad, no al servicio de una compulsiva necesidad de expresión (propia de su edad), sino al servicio de los asuntos que ponen cachondos a los poderes fácticos, esto es, al servicio de la lucrativa y rentabilísima corrección política. Y ahí están siempre ellos, los jóvenes, que no fallan, “creando” obras que se centran en el tema propuesto/impuesto por aquellos a quienes los mismos jóvenes insultan en las manifestaciones. Si alguien se había preguntado por qué no estalla España en una revuelta con barricadas aquí tiene la respuesta (respuesta que en este blog ha sido suscitada en innumerables ocasiones): los jóvenes no quieren en realidad renunciar a un Sistema en cuya construcción han colaborado, aunque “sólo” haya sido “comprando” todo aquello que del Sistema les interesaba. Así es como nos encontramos con la paradoja que define los tiempos que corren: llegado el “momento de la verdad” los jóvenes (exultantes de la creatividad que define su estadio) en vez de ser críticos con los poderes fácticos a los que con razón y motivos desprecian, van y se abrazan a los políticos en una causa que para ellos no es, después de todo, más que una excusa para ganar electores, una estratagema para aplacar a los rebeldes, un gesto hipócrita para controlar a los supuestamente peligrosos, una táctica para despistar a los más creativos, una simple forma de quedar bien. No había más que ver los cuatro cortometrajes ganadores para comprobar la sumisión intelectual y artística de los autores respecto a los poderes fácticos. Los cuatro, que despertaron en la presentación calurosos aplausos por parte del público, pusieron todo su énfasis en entender el problema de la igualdad, casualmente (¿), como un asunto con una sola vía de interpretación. Es decir, pusieron todo su énfasis en abordar el problema tal y como lo plantean los poderes fácticos (que son los que pagan) y en ningún caso abordándolo desde cualquier punto de vista que pudiera ser imprevisible por haber podido responder a una visión personal y sensible del asunto. Estos son los nuevos creadores de las sociedades políticamente correctas; estos son los nuevos creadores que dicen estar enfrentados a los corruptos poderes fácticos; estos son los que después de una manifestación hacen cola para recibir una tacita de caldo de aquellos a quienes han despreciado en sus pancartas. ¡Y cómo gozan los políticos cuando a sus pies tienen sus detractores más enérgicos! 
Addenda. No todos los aspirantes a artistas hacen lo que se les reclama desde un Sistema politizado e inflexible, pero casi. La verdad es que de forma más explícita o de forma más implícita casi todos lo hacen. Es el sino de nuestros tiempos: se desprecia el Sistema al que todos quieren pertenecer; o mejor se desprecia al Sistema mientras se está fuera de él. En cualquier caso, otra cosa que define a los jóvenes de hoy, incluso por comparación a los de otras generaciones, es la absoluta corrección fílmico-narrativa de sus productos. Sea por la tecnología (al alcance ya de cualquiera), sea por la preparación (mucho más accesible dadas las facilidades que otorga la tecnología), la cuestión es que las facturas de sus productos son muy correctas. Por lo que la cuestión no se encuentra (de nuevo) en el dominio de la técnica, esa técnica que ahora está al alcance de cualquiera, sino en qué hacer con esos conocimientos técnicos que “ya todo el mundo posee”. En qué hacer al margen de lo previsible. (He de confesar que sólo he visto los cuatro seleccionados pero todo me hace pensar que resulta incompatible la idea de expresar algo revolucionario por personal con la idea de querer ganar un concurso que es puramente político y por tanto políticamente correcto).