miércoles, febrero 28, 2007

Fotografía digital

Hubo un tiempo en que la Fotografía era analógica. Un tiempo en que, tal vez por ello, la Fotografía era irremediablemente narrativa. Quizá también debido a ello el Arte, siempre más pendiente del “mensaje”, a ser posible críptico, la estuvo rechazando durante toda la misma Historia de la Fotografía Analógica.

La Fotografía Analógica reproducía la realidad a base de puntos, de lo que se llama grano en términos fotográficos (y ya trasnochados). Sobre material fotosensible quedaba plasmada la realidad a partir e un uso adecuado de la luz. Todo resultado era una suma de puntitos que reproducían (¿) la realidad en un instante tan preciso como irrepetible. Y por irrepetible tan eterno como imposible. Barthes da buena cuenta de todo este berenjenal en su interesante pero nocivo libro La cámara lúcida.

Ahora la Fotografía YA no es analógica, es digital. Y ya no representa (¿) la realidad a base de puntitos, tan orgánicos ellos. No, ahora la realidad se reproduce a partir de píxels. Y los píxels son estrictamente ortogonales y asépticos. Curiosamente, desde que la Fotografía es un compuesto reticular ha dejado de ser narrativa para convertirse en algo conceptual y por tanto puramente abstracto. Desde que el mundo se traduce en cuadraditos ya nadie cree que la Fotografía reproduzca la realidad. Todos los estructuralistas habrían perdido el tiempo adelantándose a los acontecimientos. Lo habrían perdido en la medida en que su razón era sólo teórica y por tanto ajena a la fugaz realidad inconmensurable e inasible.

Cada vez que enseño a mis alumnos una fotografía un poquito extraña me acaban preguntando siempre si es o no real lo mostrado; o si está o no manipulada. Es como si necesitaran conocer el grado de Verdad para situarse ante ella. A pesar de que el truco fotográfico ha existido siempre y siempre ha habido manipulación en todo acto fotográfico (desde el disparo hasta la copia), es ahora cuando se acepta sin dudas que la realidad nos engaña. Y ya nadie duda de que la duda que convoca toda fotografía digital es la única Verdad posible. La duda, pues, como forma de pensamiento único. La sospecha como forma de pensamiento débil.

Addenda. Es muy probable que en las filas del PSOE haya un infiltrado de la oposición. Viendo las fotos de las vallas publicitarias que le han hecho a Alborch y sobre todo a Pla, es absolutamente imposible no preguntarse ¿son o no son reales estos seres? Aún más: ¿por qué ese empeño en asociar a Pla con Bela Lugosi?, ¿son personajes de una nueva versión de La noche de los muertos vivientes?
(nota: de nuevo pido disculpas, esta vez por las incorreciones sintácticas y ortográficas del post Novelas muertas II).

martes, febrero 27, 2007

Novela (breve)

En un momento de desesperación dijo: "mi Reino por una mujer". Y el deseo le fue concedido.
Pasado un tiempo (breve), se quedó sin mujer por no tener Reino.

domingo, febrero 25, 2007

Novelas muertas II

Cuenta McEwan que el agente encargado de la seguridad del aeropuerto donde fue retenido 24 horas se mostró obsesionado con la especialidad del escritor. Así, el hecho de que fuera escritor no parecía impresionar al incisivo y curioso agente; lo que éste quería saber era, por encima de cualquier minucia anecdótica, si lo que escribía McEwan era ficción o no era ficción. “¿Qué tipo de obra escribe, ficción o no ficción?”, dice McEwan que preguntaba el agente de forma insistente.

La curiosidad del agente era la adecuada para el desarrollo de su trabajo; llegado el caso sólo tenía que saber distinguir entre literatura de ficción y esa otra que no lo es. Qizá el agente no sepa cómo se denomina aquello que no es ficción; sólo sabe, porque es lo único que debe saber, que no es lo mismo la ficción que la no ficción. Suficiente. Y la pregunta dirigida al que se autodenominaba escritor en una puerta de embarque era tan precisa como significativa. Perfecta.

En efecto, al agente no le importaba demasiado que el escritor fuera un sabio o un experto en algo; no le importaba nada aquello sobre lo que escritor escribía; sólo le importaba saber si lo escrito por el escritor era responsabilidad de él mismo o si lo era de los personajes de una trama. Y así es porque, para el agente, sólo ofrecen peligro los escritores que se irresponsabilizan de la “primera instancia”. Es decir, y por decirlo al revés, los escritores que preocupan al agente son los que sólo en última instancia se responsabilizan de las ideas expresadas (dada su inevitable condición de autor) y no de los que hablan por boca propia.

Y el agente lleva razón: según cuentan las estadísticas más recientes el 90% de los lectores leen por entretenimiento. Y de ahí que lean novelas. Por eso, lo importante para ese agente es saber distinguir entre quien tiene poder (de influencia, por ejemplo) y quien no lo tiene. Curiosamente y en contra de toda previsión lógica, para ese policía, como para la maquinaria del Estado que lo educa, el peligro se encuentra en quien escribe historietas. No así, por tanto, en quien escribe sobre ideas de forma más concreta, por mucha ideología que pueda transmitir, sino en quien se irresponsabiliza de lo expresado a través de personajes que no se afeitan, o que juegan a squash, o que dejan de fumar... Quien se irresponsabiliza de lo expresado, digo, que no de lo narrado.

Resultaría divertido si no fuera por lo trágico del asunto: Houllebecq y Salman Rushdie son perseguidos por inventarse historietas. Pero no tanto por ser éstas más o menos problemáticas como por poder ser leídas masivamente. Leídas por gente cuyo fin último y objetivo inmediato coincide: entretenerse.

La verdad es que el agente no es tonto. Y por eso lo retuvo 24 horas en la puerta de embarque. Sabe que la novela fue un instrumento de comprensión epocal, que fue una curiosa y singular fuente de conocimiento sobre épocas que carecían de internet y de televisión. Pero sabe que la novela está muerta porque lo dicen los mejores novelistas del mundo. Sabe, porque lo ha podido leer en cualquier periódico en momentos de lanzamiento editorial, lo que McEwan pretendía con su último libre Sábado: “es la respuesta a qué significa ser hombre, en una ciudad, en un siglo como éste”. Sabe que para el autor “Sábado es un intento de plasmar cómo esa realidad ha influido en nosotros; he intentado fotografiar la vida y la conciencia de la gente en un solo día al comienzo del siglo XXI”. Sabe, además, que McEwan pretendía presentar “desde una perspectiva atea y materialista, una panorámica mundial rica, interesante, cálida, todos los elementos trascendentes y emocionales que valoramos”, sabe también que McEwan quiso “escribir sobre la felicidad dentro de un contexto y explorar la idea de una filosofía de vida basada parcialmente en la ciencia y animada por el amor a la familia, a la música” (todos los entrecomillados se corresponden con palabras de McEwan).

Y claro, el agente, que no es tonto, se pregunta a sí mismo, a quién si no, si era lógico que McEwan acudiera a un artefacto muerto para poder comunicar su particulr visión del mundo. Y claro, el agente, que no es tonto, se mosquea y retiene a McEwan 24 horas en la puerta de embarque del aeropuerto.

lunes, febrero 19, 2007

Por "amor" al arte

La única forma de que no se me hiciera cuesta arriba era ir el primer día de feria. Si lo que quería era poderme sentir distante del acontecimiento tenía que ir el día de la inauguración. Sólo yendo el día menos popular, esto es, el primer día de feria, podría sentir que la cosa no iba conmigo. O, por lo menos, sentir cierta distancia con el entorno. Sólo yendo el primer día de feria, es decir, el día con menos afluencia de público, podría acudir sin que se me hiciera cuesta arriba.

Pero nada. Ni por esas. No parece que por ello me perdiera nada de lo que caracteriza una feria que necesita insistir en su contemporaneidad. O sí, nunca lo llegaré a saber, ya que sólo fui el día de la inauguración, ese día del que se espera menos afluencia de público, menos barullo. Sólo fui ese día de los cinco que dura la feria de arte más prestigiosa del estado español, la más internacional: la más adecuada para demostrar que España está a la altura de las circunstancias, supongo que internacionales. A la altura de contemporaneidad. O de desarrollo. O de progreso. O de adecuación a las circunstancias, supongo que internacionales. O de posmodernidad.

No había que pensárselo dos veces, simplemente había que coger el metro y llegar hasta allí. Sin pensárselo dos veces porque la duda, por pequeña que hubiera podido ser, habría llevado al traste con una decisión tomada por “deber”. La cuestión era clara: no debía dejar pasar la oportunidad de saber cuál era el estado actual del arte, a pesar de que no tuviera ningunas ganas de ir y no me pareciera agradable la visita, pero sí tan interesante como necesaria. Y eso es lo que ofrece una feria de arte cuando además de ser de arte contemporáneo es una de las tres mejores del mundo: una idea del estado actual del arte.

No estaba dispuesto a tener que superar muchas pruebas para comprobar el alcance de mi voluntad, cosas de la pereza. O de la debilidad de carácter. El arte me interesa, por supuesto, de ahí mi empeño en ir a ARCO, pero quizá no lo suficiente como para tener que sufrir en exceso (¿), porque el que me interese el arte no quiere decir que me guste lo que de él entiende quien cree saber lo que es; porque el que me interese el arte no quiere decir en absoluto que lo ame. Más bien al contrario, si el amar requiere confianza. Porque el que me interese el arte no quiere decir ni siquiera que me guste.

Sin ir más lejos, justo esa misma mañana, de camino a Madrid desde Valencia, tuve que superar una prueba inesperada, una de esas que de vez en cuando ponen a prueba mi interés real por el estado actual del arte. El destino quiso que el taquillero de RENFE me diera el asiento contiguo a nada menos que a cuatro de lo, en el argot, se denominan arqueros, en este caso, cuatro perfectas arqueras, cuatro entusiastas del arte sin restricciones. Me tocó, al igual que a ellas, uno de esos asientos que en el centro de cada vagón enfrenta a dos pares de ellos. Así, yo en la ventanilla de uno de esos grupos de asientos y ellas bien repartidas, dos en un pasillo y dos en otro.

Debo decir que advertí mi mala suerte antes de que se delataran, antes de que se pronunciaran respecto a sus intenciones. Cosas de la experiencia. O de mis prejuicios. Quizá mi intuición estuviera agudizada por el hecho de saber que, habida cuenta de las fechas, parte del vagón estaría ocupado por desenfadados y lúdicos arqueros, pero en cualquier caso, no todo el mundo habría identificado la extraña euforia que manifestaban aquellas cuatro mujeres que, debido a su aspecto y edad (pasaban de los cuarenta), no iban, con toda seguridad, a una feria de material agrícola, ni a una de informática, ni a una de cerámica azulejera, ni siquiera a una de objetos de regalo. Ni tampoco iban a Madrid porque sí. Era evidente que iban a una feria de arte. Los artistas son gente especial aunque sólo fuera por el hecho de que la casi totalidad de sus energías las gastan en parecer gente especial. Sé que mi intuición no había sido más que el producto de mis prejuicios, pero en cualquier caso la cosas se desarrollaron de la forma en que lo hicieron y no de la forma en que hubieran podido desmentir tal intuición.

De todas formas, las intuiciones carecen de mérito cuando apenas se adelantan a los acontecimientos. Yo advertí mi mala suerte antes de que se delataran, ya que nada más subir al tren, antes de que se pronunciaran respecto a sus intenciones, se detectaba por parte del grupo femenino un curioso y llamativo esfuerzo por hacerse notar, por llamar la atención, y esto, como pudimos comprobar todos los viajeros poco después, se trataba de un auténtico esfuerzo por hacerse notar en base a lo que creían que les daba derecho. Y la cosa no se hizo de esperar, sólo el lapsus de tiempo que medió entre que se hicieron notar y sintieron la necesidad de explicar qué les daba derecho a hacerlo; sólo el lapsus de tiempo que medió entre que se hicieron notar y se delataron.

La cosa no fue más o menos como sigue, sino que fue exactamente como sigue: la más parlanchina de ellas se dirigió a una de esas cuatro personas que habíamos sido arrinconadas contra nuestras respectivas ventanillas, concretamente a una señora que se encontraba en mi diagonal, y le dijo a bocajarro, “es que vamos a ARCO”. Pudo tratarse de la justificación semiavergonzada a una euforia un tanto desmedida, pero lógicamente no se trataba de eso y de ahí que ante la rotundidad de su críptica explicación “es que vamos a ARCO”, la estupefacta señora sonriera buscando una mirada cómplice que se hiciera cargo de su ignorancia.

Y ante el expresivo y magnífico silencio de su interlocutora la arquera añadió. “es una feria de arte y nosotras somos artistas”. A lo que la señora contestó con otro silencio más explícito si cabe, pero aderezado con una impagable mueca de peplejidad que ninguna de las cuatro artistas fue capaz de interpretar en su justa medida por mucho que la sensibilidad se les pudiera suponer debido a su publicitada condición.

Las cuatro mujeres mostraban sin pudor una euforia que sólo podía proceder de un sentimiento de superioridad. Por muy ingenuo que pudiera ser el sentimiento por el que necesitaban manifestarse, éste no podía ser sino de superioridad. Parecido, si no igual, al de quien luce orgulloso un uniforme de autoridad. Una ingenuidad infantil, si se quiere, pero no por ello menos perversa. ¿Quién si no, necesita confesar a una ensimismada e indiferente audiencia, y ante ninguna pregunta, los extraordinarios motivos de su viaje? ¿Quién puede necesitar explicitar su condición si no un fanático, esto es, un ser que se cree un privilegiado? Si hay algo más patético que amar algo (no a alguien) sin restricciones es la necesidad de hacerlo público y en público. Si hay algo más patético que amar algo abstracto y genérico, el arte por ejemplo, es amar algo que es abstracto y se entiende en genérico sólo para poder ser puramente institucional.

Lo que resulta significativamente estúpido de amar algo (el arte por ejemplo) profundamente y en abstracto, es que se haga sin restricciones.

Si nos atenemos a la canónica in-definición del concepto arte podemos afirmar que el término abarca todo lo hecho por el hombre, con lo cual, puede resultar grotesco amar sólo lo que en nombre del arte se nos presenta (en ferias, galerías y museos, por no decir entidades bancarias y sedes de multinacionales). Y si nos atenemos al entendimiento del concepto arte a través del consenso administrativo y por tanto arte es lo que dicta la institución, entonces podemos afirmar que resulta estúpido amar lo que además de venir impuesto, viene impuesto en nombre de la libertad.

Paréntesis: (El mundo del arte, mucho menos abstracto que el concepto amalgamador de ese mundo, muestra el estado de la sociedad de la que forma parte, pero expresado de forma hiperbólica. La actitud de nuestras fanáticas protagonistas no es, de esta forma, sino la expresión de un límite, aquel al que llega el infantilismo de la sociedad actual).

Las cuatro mujeres son representativas del mundo del arte no tanto por ser artistas menores o mayores de ese presente continuo que llamamos actualidad, sino porque lo engordan con su estúpido e incondicional amor al arte. El arte como forma de redención. El arte como forma de común-unión. Conocemos las consecuencias porque conocemos las intenciones: toda aproximación a lo sagrado no tiene otro fin que vulgarizar lo profano, no tiene otro cometido que inventar la vulgaridad de lo cotidiano. Y lo sagrado se nutre fundamentalmente de ingenuidad, se manifieste o no.

Es posible que ante esta pequeña crónica alguien pretenda invalidarla aludiendo a la poca representatividad de las mencionadas arqueras en el mundo del arte (arqueras que al rato se descubrieron como profesoras de Bellas Artes). Pero es más que probable que quien renunciara de ellas como representativas del mundo del arte lo hiciera creyéndolas poco significativas; creyéndolas incluso insignificantes en un mundo donde sólo cuenta lo que desde la institución se manifiesta. Estaría en un error, porque lo que verdaderamente engorda la institución no es el amor interesado de las cabezas visibles, sino el amor absoluto de quien con Fe ama incondicionalmente.

Así, el amor absoluto del “artista” anónimo es, con toda seguridad, el más patético porque es el más servil con un mundo que le es ingrato. Pero al mismo tiempo es lo que ofrece la credibilidad que necesita un mundo absolutamente ensimismado y corrompido. Son los pretendientes a artistas (encarnados en su gran mayoría en los miles de estudiantes que anualmente se congregan en las Universidades de Bellas Artes), los que verdaderamente consiguen mantener vivo el cadáver del arte. Y digo estudiantes porque eso es lo que son. Ni aprendices, ni discípulos, ni transgresores: estudiantes, estudiantes de estrategias. Ellos, con sus desmedidas ansias de ser artistas, sabedores de la falta de criterios de legitimación e “intuidores” (o conocedores) de la amable corrupción que reina en el arte, son los que renuevan las ansias de cultura en galeristas especuladores, coleccionistas ambiciosos, directores de entidades bancarias, concejales de cultura, narcotraficantes blanqueadores y algún que otro filósofo necesitado. Ya digo, serán los más ingenuos, estos seres anónimos y serviles que pululan por todas las ferias de arte, pero no por ello dejan de ser los más perversos.

Sería muy probable que quien renunciara de la perfecta representatividad en el mundo del arte de esa muchachada jovial y arquera que poblaba el vagón (estudiantes y profesores de Bellas Artes) estuviera a punto de cerrar una operación de compraventa con la Fundación Telefónica; o a punto de exponer en la galería Soledad Lorenzo. No gritaría sus gustos en un vagón de tren, no se movería de una lado para otro con una cerveza en la mano, no haría ruidos improvisados, pero se alimentaría de sus artísticas y/o especuladoras acciones. Y sería, aunque de otro modo, tan infantil como los incontinentes expresivos. Formaría parte, aunque en otro sector y de otro modo, de ese mundo del arte que apenas considera al espectador de las supuestas, pero impuestas, obras de arte.

Yo, a mi pesar, también formaría parte de ese mundo, si bien no me consideraría representativo, aunque sólo fuera por mi enfermizo desprecio hacia quien ama algo, ya sea o por negocios o por Fe.
nota: este texto fue escrito 1999 y publicado en De un espectador expectante, ED. Fundación José Luis Cano, 2003

domingo, febrero 18, 2007

Verdad y Desocultación

Es extremadamente curioso que la inmensa mayoría de los que por internet se expresan lo hagan con seudónimos. He de confesar con toda la sinceridad de la que soy capaz que no vislumbro, siquiera de cerca, los motivos por los que son mayoría aplastante quienes necesitan expresarse a partir de un nombre ajeno al verdadero. Así, además de extremadamente curioso, a mí me resulta sumamente turbador. Porque para mí lo fácil, lo inmediato, lo espontáneo, lo “natural” sería expresarse de la misma forma en la que uno se expresa cotidianamente: asumiendo que es Uno quien se expresa y responsabilizándose de esa opinión. Y así sería por mucho que asumiera como posible, pero como posibilidad débil, cualquier desdoblamiento coyuntural del Sujeto.

Pero, ¿cómo podríamos denominar al resultante de expresarse a través de seudónimo por contraposición al resultante de expresarse a partir del nombre propio? Pues si tomamos como referencia la dialéctica entre lo verdadero y lo falso podríamos conferir una cualidad positiva a quien se expresa con su verdadero nombre y una negativa a quien lo hace con un nombre falso.

Y aquí es donde nos llegarían los defensores de la Libertad sin restricciones (que son legión por la cuenta que les trae) con el discursito de que nuestro “verdadero” nombre no es sino pura convención socio-cultural; de que no somos sino pura contingencia coyuntural, etc., etc. Muy probablemente, todos esos bondadosos defensores de la Libertad no dudaran, ni un instante, en señalar a Pascual o a César como canallas y merecedores de algún correctivo, si Pascual o César hubieran hecho, pongamos por caso, daño a un miembro de su familia. Y no permitirían que se exculparan los canallas aduciendo enajenación mental transitoria (“yo es que no soy el de ayer, ayer se me fue la mano...”). Nada, “a la cárcel”.

En principio, es cierto, el uso de seudónimo no debería tener ninguna relevancia respecto a lo expresado, y de hecho es probable que no la tenga en gran medida. Pero no deja en cualquier caso de poseer un significado enorme el hecho de que se oculten tantos a la hora de expresar opiniones. Digo yo. Quizá si todos esos ocultadores de la propia identidad fueran conocedores de las teorías de Agustín García Calvo... Pero me temo que no. Digo yo.

Después de haber hablado al respecto con la hija (19 años) de una amiga he llegado a la eventual conclusión de que esa “irresponsabilidad” que supone “no dar la cara” en lo expresado responde a un cierto tipo de infantilismo. Se trataría de un juego que, además, les permitiría no responsabilizarse en última instancia de lo dicho por uno de sus múltiples personajes. Así vivirían siempre en la ficción y no saldrían nunca de su propio y particular parque temático. Diría que todo proviene de ese narcisismo auto-exculpatorio que conculca la Corrección Política. Que yo sepa, por primera vez son los padres los que imitan a los hijos. No sé. Miedo.

sábado, febrero 17, 2007

Economía del gesto

Conforme nos vamos haciendo mayores no nos queda otra que depurar, simplificar, economizar. Y como no nos queda otra, si lo que queremos es avanzar hacia la desaparición dignamente, cuanto antes comencemos a hacerlo, mejor. Es un deber aprender, aunque sea a costa de algún despistado exceso, que nada que no tienda a la Nada tiene demasiado sentido en el último estadio de nuestras vidas. Con el paso del tiempo es un deber tender a la Nada y nada hay más próximo a ella que lo sencillo, lo sutil, lo mínimo. A un joven puede perdonársele cualquier exceso; a un adulto menos. Y nada más triste que un anciano con el Síndrome de Diógenes.

Los últimos años de Count Basie se caracterizaron por la sencillez formal de sus arreglos. De hecho, si hay algo verdaderamente reconocible en esos últimos años de producción es sin duda la contenida forma de abordar sus solos de piano; unos solos de piano serenos, austeros, casi parcos, sumamente emocionantes en todo caso.

Es un deber aprender a depurar y por eso nunca es demasiado pronto para aprender a hacerlo. Aunque sólo fuera para poder transgredir de vez en cuando la norma. Aunque sólo fuera para regodearse en el exceso un día inesperado. Despojarse de lo superfluo es despojarse de lo inútil y despojarse de lo inútil es alojarse en el sosiego.

El criterio con el que juzgamos la calidad de Velázquez se encuentra siempre asociado a la particular evolución de sus recursos pictóricos, siempre vinculados la austeridad con que eran utilizados dichos recursos en la aplicación del color, la pintura o las pinceladas.

En un mundo saturado de saturaciones, de gritos y de velocidades aerodinámicas y obligatorias acaba siendo un deber replantearse la posibilidad del sosiego. Pero no un sucio y desesperado sosiego de fin de semana, sino un sosiego real, de facto, agresivo, radical. Y si hay algo que debiera ser prioritario en la educación de los jóvenes es la enseñanza de la serenidad, de la sencillez, de la lentitud: la economía del gesto.

A Miguel Ángel ni siquiera le hizo falta acabar sus últimas esculturas, sus últimos esclavos, para hacer de ellos lo mejor de toda su producción escultórica.

El exceso de velocidad no es mas que una forma de aceleración. Habiendo ido más rápido no se ha conseguido otra cosa que llegar antes. Pero llegar antes de lo previsto, si se llega, tiene sus contrapartidas, generalmente manifestadas en forma de pérdidas. Se pierde tanto con las prisas que es posible que sea poco lo que al final de las cuentas se ha ganado con ellas. Nos creemos que morimos más tarde pero en realidad morimos mucho antes. Y con el corazón apretado.

Mutatis ¿mutandis? Si hay algo que educa a los jóvenes de hoy en materia de sexualidad, ese algo es, sin duda, la pornografía: está en todas partes y al acceso de cualquiera. Y si hay algo que caracterice a la pornografía de hoy es la apariencia de displacer que convoca; un displacer, eso sí, que se muestra a gente inexperta y sin experiencia (adolescentes) como la única posibilidad de placer. Claro, las consecuencias son funestas. De entrada todo es gimnástico. Todo es además veloz. Todo los movimientos convulsivos. El roce no existe y la caricia ha llegado a convertirse en des-excitante. Por demoradora. En definitiva: la única posibilidad del mete y saca es la de la convulsión y el desenfreno. La insatisfacción que genera esta situación en los jóvenes es atroz y lo peor de todo que, cuando alguien se acostumbra a esas velocidades, le es difícil disfrutar de otro tipo de sexualidad.

En un mundo saturado de saturaciones, de gritos y de velocidades aerodinámicas y obligatorias acaba siendo un deber replantearse la posibilidad del sosiego. Pero no un sucio y desesperado sosiego de fin de semana, sino un sosiego real, de facto, agresivo, radical. Si hay algún acto sexual por antonomasia ése es el coito. Y si hay alguna posibilidad de placer real éste no vendrá jamás dado en la velocidad de un vulgar mete y saca. Si hay alguna posibilidad del placer real es muy probable que se encuentre en el coito sosegado, en la cópula sin movimiento, en el estatismo copulativo: en la sensación de comunión. Economía de gestos: multiplicación de sensaciones.

sábado, febrero 03, 2007

Dios

De entre la multitud inabarcable del tipo de personas posibles hay un tipo de persona que, imbuido por un aire pedagógico innecesario y pedante, se pasa la vida reivindicando la circunstancialidad de toda identidad y renegando, por tanto, de todo discurso que pudiera reivindicar la particularidad que nos aflora inevitablemente. Suele ser muy propio de profesor universitario posmoderno y forma parte de un sector de enorme influencia. Se trataría de ese tipo de persona que descreería, en su discurso (probablemente sólo en él), de todo aquel discurso (otro) que pensara en un sujeto autoconsciente de una particularidad que lo define. Por decirlo de otra forma: hay un tipo de persona al que le encanta decir que no somos quienes creemos porque no sabemos quienes somos; nadie sería nada en la medida en que cada instante nos regenera y por tanto nos re-crea. Eso es: no es por tener que morir por lo que no somos nadie; no somos nadie simplemente por ser cambiantes (además relativamente).

Yo, como decía en un reciente post (Sin perdón),

aun estando de acuerdo con ese tipo de personas, diría que, a veces cuando me veo y veo quién soy, me entran ganas de olvidarme de mí mismo. Cierto es que la propia biografía reinventa a cada instante el personaje que se representa a sí mismo, pero no es menos cierto que, aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Es, en este sentido, una obligación de exigencia cotidiana.

Así, dos cosas: 1. Si me entran ganas de “olvidarme de mí mismo” es porque, a veces, me gustaría dejar de ser como soy, es decir, de ser quien soy. Señal inequívoca de que, aunque sólo sea para sobrevivir dignamente necesito saber quién soy en alguna medida (por mucho que de forma inexplicable deje de gustarme la mujer que tanto me gustaba “ayer”). Y 2. Aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Se trataría de la única forma de hacer habitable un caos que, de otra forma, sería una nada.

Pues bien, a este tipo de persona, al que jamás se le ocurriría escribir Juan, o Antonio, o Carlos con una minúscula inicial, le entusiasma escribir Dios con minúscula: dios. Para ese tipo de persona, Juan es Juan sólo por un cúmulo de convenciones que esconde algo impronunciable por etéreo, pero lo escribe con mayúsculas, supongo que mientras padece de dolores intestinales tremendos por sacrificar su ideología a unas convenciones (normas), esta vez lingüísticas. Pero cuando tiene que escribir Dios se crece, se envalentona y se atreve a escribirlo con minúscula: dios. Y así deja constancia de que a él no le amedrenta nadie.

Podrá parecerle a alguien una cuestión anecdótica. Y tal vez lo sea después de todo, pero he comprobado a lo largo del tiempo que quienes escriben Dios con minúsculas son, si no malos, si tontos. Peligrosos en cualquier caso.

Nota. Y esto lo digo YO, que sé positivamente que después de la Muerte no hay Dios.