domingo, septiembre 28, 2014

Locke (film de Steven Knight, 2013)

Primera parte

Escepticismo y mentira

En Léxico de Filosofía (Jacqueline Russ) se nos dice que Escepticismo es la "doctrina según la cual el espíritu humano no puede alcanzar la verdad con total seguridad; sería pues necesario suspender todo juicio y practicar la duda".

De esta forma, hay quien podría deducir, a partir de esta definición y de una observación objetiva de la realidad, que el mundo es, todo él, escéptico, pues se asienta sobre esa extendida máxima, intelectual donde las haya, que reza "¡porque tú lo digas!", que a su vez tiene como complemento estilístico esa otra muletilla perfectamente consecuente con el pensamiento altamente desarrollado, "eso lo dirás tú". Así, esa suerte de escepticismo emerge, curiosamente, para poder poner en duda la verdad del otro, que no será posible en tanto que Verdad, pero sin renunciar a la propia razón. Esa es la enseñanza exacta que el pensamiento académico lleva inoculando en la sociedad desde hace cerca de 40 años. Y cuando digo "el mundo" me refiero al conjunto de sujetos que lo habitan desde el supuesto civilizado. En cualquier caso, no hay más que ver cualquier tertulia en televisión para conocer el nivel de la retórica de ese sujeto del hoy. Una retórica asentada en las consecuencias devenidas de un relativismo cachondo: irresponsable.

Pero, ¿realmente puede alguien ser escéptico si no es capaz de suspender un juicio debido a algo tan sencillo como que es incapaz de tenerlo? O dicho de otra manera ¿se puede suspender un juicio que nunca ha tenido lugar? La condición necesaria para poder poner en cuarentena un juicio es haberlo previamente elaborado; haber tenido la capacidad de elaborarlo; no se puede poner en cuarentena el simple boceto de un juicio, resultaría tan pueril como patético. Así que mucho me temo que la seda sólo le sirve a la mona para cambiar su apariencia, que es sólo una parte anecdótica de la Verdad de su Ser.

Por tanto, ¿es o no verdad que el mundo es escéptico, tal y como al parecer se deducía de una observación objetiva? Pues no, el mundo altamente tecnologizado e interconectado es, paradójicamente, exageradamente creyente. Y por eso él mismo resume los diez mandamientos de lo digital en los dos fundamentales: te amarás a tí por encima de todas las cosas y al dinero como a ti mismo. Es decir, el mundo es perfectamente fundamentalista aun cuando sus creencias se asienten en la reivindicación de un relativismo feroz. Es esta paradoja la que han sabido captar las elites del poder (económico, político y académico) y lo que les ha facilitado la imposición de ese perverso sistema universal de adocenamiento y humillación que es la Corrección Política, verdadera causa en última instancia de los males que aquejan al sujeto del hoy. Que se ha vendido al bienestar individualista por un plato de lentejas. O que ha comprado su derecho a la queja a costa de perder su verdadera libertad.

Uno puede suspender un juicio y practicar la duda si y sólo si es capaz de elaborar juicios que por su entidad pueden ponerse en cuarentena. Un juicio no es una ocurrencia, de hecho lo que diferencia una cosa de la otra es precisamente su dimensión. Para que la definición del libro Léxico de Filosofía tenga sentido debemos aceptar que la dimensión de un juicio es una dimensión vinculada al pensamiento, esto es, a la cultura, la reflexión y el análisis. Pero el sujeto del hoy, pragmático como nunca en la historia de la humanidad, es un sujeto que prioriza la información sobre el conocimiento, con lo que que sus enunciados tienden más a la ocurrencia que al juicio. Suspender una ocurrencia para ponerla en duda podría ser, si así ocurriera, la forma exacta de describir las habituales formas de actuación del sujeto del hoy, un sujeto que DEBE alejarse del conocimiento para medrar. Un sujeto, por tanto, que resulta patético cuando a sus ocurrencias les asigna las cualidades de los juicios. Otra cosa sería que la coherencia llevara, a quienes creen que todas las afirmaciones valen lo mismo, a aceptar que eso sólo sería posible a costa de no llevar nunca razón. Algo que precisamente no sucede a quienes no le han dedicado tiempo a obtener la capacidad de juicio, que por ello no tienen palabra. Sólo quienes respeten la palabra, en tanto que pieza angular de un discurso que en ella se sujeta, podrán suspender un juicio, y su duda no podrá ser otra cosa que el producto de la sabiduría.

Prueba de todo ello es la facilidad con la que se ha asumido la mentira en las sociedades supuestamente civilizadas, o mejor, la tranquilidad con la que se ha admitido como inevitable la existencia de la mentira en un mundo donde todas las afirmaciones valen lo mismo. Hasta anteayer el descubrimiento de un engaño o una mentira podía acabar, por ejemplo, con la destitución inmediata (e incluso la dimisión voluntaria) de una alta instancia de la política. Eran otros tiempos. Aún recuerdo como "hace unos días" un ministro alemán dimitió cuando se descubrió que su tesis doctoral no era del todo suya. Y un Ministro de Interior español cuando se le fugó un delincuente.

Es el hecho de que todos los opinadores tengan razón al mismo tiempo lo que precisamente les da pábulo para calificar de mentiras las afirmaciones de sus contrincantes. No son escépticos, lo que hacen es aprovechar las enseñanzas inoculadas por ese pensamiento político y académico que siempre habla de igualdad. La primera fase de su estrategia consistió en hacer creer que todas las opiniones, en tanto que propuestas personales, valen lo mismo, pues otra cosa habría parecido discriminatoria; la segunda, la vemos, es llamar mentiroso al contrincante. Extraña consecuencia que sobre el sujeto del hoy impone la asimilación de la corrección política, que le permite poner en duda la existencia de Verdades pero sin por ello abandonar la posibilidad de llevar razón en sus opiniones. Ni siquiera aunque ello le conduzca al insulto de su contrincante. Lo vemos todos los días en televisión y cada vez que se retransmiten las interioridades del Congreso de Diputados. Hace unos pocos años habría sido impensable admitir la mentira en alguien que detentara un cierto poder público, sin embargo ahora vivimos sabiendo que todos los capitostes mienten... según sus contrincantes. O sea, todos mienten. Y lo hacen, entre otras cosas, en la medida en que reivindican en público lo que son incapaces de sostener en privado, por ejemplo que "todas las opiniones son respetables". Éste es el verdadero motivo por el que en nuestra época triunfan los mediocres, cuando no los directamente canallas; allá donde la palabra no vale nada la virtud no podrá entenderse más que como una pérdida de tiempo