domingo, mayo 15, 2011

About me (o I have got you under my skin)

Podría decirse que acudí por compromiso, pero el caso es que afortunadamente acudí. Y en mi vida hay un antes y un después de ese día en el que acudí por compromiso a ver la actuación musical de un amigo. La cita del evento estaba anunciada para media noche, por lo que tuve que hacer tiempo entre la cena y el comienzo de la actuación. Bebiendo.

Llegué a 5 minutos del horario señalado como inicio del espectáculo musical pensando que iba a tener problemas para posicionarme en un lugar preferente. Lo que, todo se ha de decir, no hizo sino resaltar mi supina ignorancia respecto a este tipo de espectáculos, pues en realidad fui el primero en sentarme en una sala inexplicablemente vacía. ¡Pobre Benja! -me dije-, va a actuar sin apenas público. Pero como digo, no se trató más que de un espejismo momentáneo respecto a ese universo que combina fantasmalmente la noche, la música y el alcohol. La hora estipulada como inicio no es más que un formalismo necesario que nadie se toma en serio. Así que, en cualquier caso, tuve que esperar; tuve que hacer tiempo. Bebiendo.

Pasados unos 40 minutos del horario señalado como inicio del espectáculo el local se encontraba atiborrado de gente variopinta. Se apagaron las luces y un tipo con el pelo apelmazado de brillantes ricitos presentó a mi amigo Benja como uno de los mejores trompetistas de toda la Comunidad Valenciana. Algo, por cierto, que no sé aún si se debió a una opinión sincera o al hecho de haber tenido que matar el tiempo -desde la cena- de la misma forma en la que yo lo había hecho.

Ya había visto actuar a Benja en otras ocasiones y he de decir, con toda sinceridad, que nunca me ha decepcionado su forma de abordar ese complicado instrumento. Siempre he considerado la trompeta como un instrumento subsidiario, ¡qué le vamos a hacer! Y es cierto que casi todos los trompetistas famosos han requerido, quizá para hacerse más digeribles, del acompañamiento de otros instrumentos más populares. Para mí se habría tratado, al fin y al cabo, de la única forma real de poder conocer a esos músicos. De otra forma se me habría hecho difícil. Sólo en una ocasión recuerdo haber disfrutado con un extraño trío (de trompeta, contrabajo y batería) comandado por Art Farmer. Pero se debió a los factores personales que acompañaron la experiencia de la música en directo y éste parece otro tema. Por otra parte, tampoco los trompetistas más famosos han sido nunca santos de mi devoción. Algunas cosas de Miles, otras de Gilliespie y poco más. Pero siempre, porque se encontraban acolchados por cierta polifonía que parecía necesaria.

Comenzó la actuación (que he de decir, no era de Jazz, sino de un tipo de música híbrida) y el público pareció conectar con él de forma inmediata. En antaño fui a muchos conciertos en directo y he de reconocer que pocas veces se da esa comunión tan evidente entre los actuantes y los espectadores. Su repertorio fue sencillamente perfecto: adecuado a la expectación de cada momento. Un público que sin duda sabía de música, pues no sólo aplaudía largo al final de los temas sino que también jaleaba al inicio de todos ellos. Todo fue bien durante la primera parte del concierto. Salió de nuevo el enterteinmain engominado, hizo su gracieta y nos convocó en 15 minutos.

Benja se acercó a mi mesa y se sentó junto a mí durante todo su descanso. La verdad es que hacía ya un tiempo que no nos veíamos. Después del típico saludo de cortesía en el que se suele mostrar interés por el estado actual del otro nos enfrascamos en la misma conversación de siempre: la que tiene como asunto obsesivo la propia música. Cuando la conversación se puso interesante tuvimos que abandonarla a instancias del histriónico presentador. Mi amigo Benja subió al escenario y entonces sucedió lo que a todas luces era imprevisible; sucedió lo que después de todo se ha convertido en el factor más decisivo de toda mi vida; el que desde hace unos meses ha cambiado radicalmente mi forma de vida. En efecto, hay un antes y un después a partir de aquel definitivo momento.

Ya desde el escenario mi amigo comenzó un discurso que me tuvo a mí de protagonista. Yo me sentía un poco avergonzado mientras él recordaba todas aquellas veces en las que le había hecho partícipe de mis deseos de cantar en público. Y es absolutamente cierto que siendo jóvenes, pero sobre todo estando ebrios, tonteamos haciendo algunos duetos. Pero de eso hacía tanto tiempo… El caso es que, incompresiblemente, me lanzó la propuesta de subir con él a cantar un tema. Hubiera deseado que me engullera aquel silloncito sobre el que estaba sentado. Decliné, pero consiguió que el público comenzara a jalearme con palmas. Sólo había un factor a mi favor: estaba, cómo decirlo, bebido. Pensé que si salía mal podíamos acabar en un número cómico, pero por otra parte confiaba en el saber hacer de mi amigo y, sobre todo, en el hecho de saber que él nunca se hubiera embarcado en un asunto condenado a perjudicarle.

Desde joven me había siempre atraído la figura del crooner. De hecho fantaseé muchas veces con la posibilidad de dedicarme a ello, pero nunca tuve ni siquiera el valor de probar. La cuestión es que subí, le susurré el tema que pensaba cantar, él habló con sus músicos y dio la entrada. Yo miré desde arriba con el fin de saber cuál era verdaderamente “mi” público. Se trató de un acto instintivo que me ayudó a elegir mis posteriores gestos y miradas. Solté el micrófono, lo levanté estirando el dedo meñique y con medio giro del tronco incliné la cabeza y dije I’ve got you under my skin… A partir de ahí todo fue sobre ruedas; había sufrido una transformación encima del escenario y los músicos fueron acoplándose como pudieron a aquella improvisación alegre.

Fue para mí una experiencia extraordinaria porque por fin pude comunicarme con gente sin necesidad de que el discurso fuera mío. Sólo tenía que interpretar entonando. Algo que me pareció fantástico y liberador. Tenía que interpretar un sentimiento falso en la medida en que no respondía a mi verdad, pero el hecho de que fuera falso no le quitaba ni una pizca de sinceridad a mis palabras y a mis gestos. Cada vez que decía I’ve got you under my skin miraba a una mujer distinta y se lo decía con un gesto diferente. Me sentí un verdadero crooner cuando todas las mujeres señaladas me siguieron el rollo devolviendo gestos de conformidad cómplice. Finalicé el tema y el público demandó otro. A mi amigo se le veía contento porque el número había salido bien, así que me instó a interpretar otra pieza. Dicho y hecho: Fly me to the moon.

Después de esa noche en aquel garito de Castellón ya nada ha vuelto a ser lo mismo para mí. Aunque algo tarde llevo por fin una forma de vida que m satisface plenamente. Una forma de vida que se basa en recibir una respuesta directa e inmediata y no mediada. Así que, aunque algo mayor, he conseguido conciliar con la realidad un deseo reprimido y me he convertido en un aceptable crooner. Hago muchos bolos, que por cierto no están muy bien pagados pero que me satisfacen sobremanera y llenan mi vida plenamente. La música por fin forma parte de mi vida. Sin necesidad de crear nada, sólo tengo que recrear algo que ya existe. Y como buen amante del standard baso todo mi potencial en las mujeres. Es más, es a ellas y prácticamente sólo a ellas a quienes me dirijo en las actuaciones. Entre otras cosas porque es a ellas a quienes les debo todo.

En unos meses, y después de aprender mucho a marchas forzadas, he llegado a tener un buen club de fans de mujeres que me siguen a todos los lugares que pueden. Es todo maravillosamente superficial y se trata, en definitiva, de un trabajo que me permite tener mucho tiempo libre, tiempo que utilizo fundamentalmente para ponerme moreno mientras leo novelas de Lafuente Estefanía. No da para vivir lo que se dice con lujos, pero sí para pagarme algún que otro capricho, como el solitario engarzado en oro blanco que me compré la semana pasada. Perfecto. Y todo por decir las cosas con música. Y con el meñique levantado.