lunes, enero 29, 2007

Gusto Vs. Conocimiento

El primer gran problema con el que nos encontramos a la hora de enfrentarnos al Arte es que no conocemos definición alguna que logre abarcar todo lo que con el mismo término se pretende abarcar. Conocemos, eso sí, eso que nos es presentado como tal. Aquello que lo representa.

No hay pues posible definición evaluativa que pueda ser válida, lo que, en cualquier caso, no ha impedido que existan disciplinas como la Filosofía del Arte y la Estética (o la misma Teoría del Arte) en las que surgen constantemente nuevos planteamientos teóricos acerca de ese término que no saben definir. Muy probablemente porque no pueda definirse. Ni ha impedido que siga existiendo esa otra disciplina, la Crítica del Arte, que a través del verbo se hace cargo del producto mismo de esa productiva indefinición. Ni ha impedido que por todo ello se multipliquen de forma inusitada todo tipo de textos –no necesariamente teóricos- que se publican regularmente en revistas especializadas -o no-, suplementos culturales, catálogos y libros que hablan de él, del Arte, con una complaciente y apabullante convicción. Ni ha impedido, sobre todo, que nos encontremos paulatinamente con más y más objetos que se nos presentan y muestran en su nombre, el del Arte. Objetos que representan con asertividad lo que no puede definirse. Objetos que además se presentan, indefectiblemente, con la obscenidad típica del que exige ser reconocido en su estatus.

Quizá, y esto no sería más que una conjetura, toda esa proliferación de teorías y productos se deba a los efectos de una mala muerte; o mejor: a los efectos de las malas representaciones que de la muerte vienen ofreciéndose desde el Arte... en nombre del Arte. Porque, naturalmente, no hay muerte del Arte que pueda venir, siquiera vaticinada, allende sus propias fronteras. Es el Arte y sólo el Arte quien, sea lo que sea, tiene la potestad de anunciar su propia muerte y además proclamarla... aun haciéndolo con el único, y a la postre irremediable fin, de demostrar su ineptitud (en cuanto a formas de morir realmente se refiere).

En poco más de 200 años han sido varias las fechas de defunción del Arte, todas ellas demostradas y documentadas, de ahí que de alguna forma las podamos re-conocer. La primera de ellas se produjo, paradójicamente, con el mismo nacimiento del Arte, ante la interpretación de los discursos filosóficos que propiciaron ese Arte tal y como ahora aún lo entendemos. La última, nos llega descrita a través de un prestigioso e influyente filósofo americano cuyo discurso se basa, lógicamente, en aquellos discursos filosóficos que propiciaron el Arte tal y como ahora aún lo entendemos.

Así, el Arte es una de las pocas cosas, si no la única, que se ha podido permitir el lujo de morir varias veces. Siempre con los mismos móviles, siempre con las mismas cuartadas, siempre con los mismos cómplices. Y dados los excelentes resultados de las experiencias, se trata de muertes de las que nadie parece apenarse: conforme la muerte se encontraba mejor contrastada, cosa que sucede siempre con la última de ellas, la cantidad de objetos artísticos crecía desproporcionadamente en función de alguna misteriosa causa. Y las Teorías que los justificaban, además de multiplicarse, podían incluso contradecirse unas a otras. Lo que resultaba perfecto para los posteriores beneficios empresariales que podrían desarrollarse en torno al “cadáver”.

El Arte pues no existe... una vez más. Pero, claro, que no existe de la misma manera que no existía después de las anteriores muertes anunciadas y probadas; esto es: que no existe, en cursiva: que no existe a pesar de que su producto, así como sus teorías, no hacen más que multiplicarse desaforadamente. Una inexistencia, por tanto, tan inexplicable como productiva y rentable. Una inexistencia imaginada. Y de ahí que el Arte “del hoy” tenga, antes que otra cosa, un serio problema con el espectador. O mejor dicho, que tenga un serio problema con su no espectador. incomprensión y/o rechazo que suele ir parejo al que suscita el Arte Moderno en general. La introducción del comentario que Pepe Karmel (comisario de la retrospectiva de Pollock en el MoMA y colaborador de Art News, Art in America y New York Times) hace sobre Número 32 de Jackson Pollock resulta perfectamente representativa de todo ello:

“Jackson Pollock es todavía hoy un pintor ‘difícil’. Frente a cuadros como Número 32, algunos espectadores se sienten desconcertados, incluso insultados. ‘Por qué está esto en un museo? –se preguntan- Mi hijo podría hacerlo’. Otros quedan embelesados por la infinita profusión de líneas, manchas y salpicaduras extendidas sobre once metros cuadrados. Durante medio siglo, los críticos han discutido la obra de Pollock, atribuyéndole nuevos y a menudo contradictorios significados. A pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea” (Pepe Karmel. El Cultural, 17-5-00).

Así pues: ante una Obra de Arte homologada por la Historia del Arte, es decir, consagrada, existen por una parte los espectadores, que a su vez pueden ser de dos tipos, los que gustan de esa Obra (de sus líneas y manchas) y los que ante esa Obra se sienten desconcertados (y hasta insultados). Y por otra parte están los críticos (expertos), que son quienes atribuyen significados a las Obras de Arte. De los primeros sólo puede decirse que poco o nada tienen que ver con el devenir del Arte: gustar o no gustar de las Obras de Arte concretas es perfectamente irrelevante para quienes, por poder atribuir significados a esas Obras (los expertos), deciden qué es lo que exige admiración y por qué. Esto es, como la grandeza de los cuadros de Pollock no depende de que gusten o desconcierten a alguien (a los posibles espectadores), lo que hay que saber es que: “a pesar (o quizá a causa) de su aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”. Aunque no entendamos bien qué significa eso de la “aparente abstracción”. Y aunque no entendamos qué significa eso de que la “aparente abstracción, mantiene la capacidad de simbolizar la experiencia cambiante de la vida contemporánea”.

jueves, enero 18, 2007

Ataque de risa

Me pasó estando solo en un hotel de provincias. Y fue una de las pocas veces que tal cosa me ha pasado en la vida: me dio un ataque de risa. No podía parar de reírme. No pude controlarme. Quizás no supe. Las otras veces en las que me pasó me pasó en compañía de alguien, por lo que el recuerdo es menos intenso. Aunque recuerdo que tampoco pude controlarme.

No se trata de reírse mucho y prolongado; se trata de experimentar un incontrol que se manifiesta en forma de risa. Allí estaba yo en aquella habitación de hotel, de pie encima de la cama, sin apenas oxígeno, apoyado contra la pared del cabezal de la cama y con unos estertores preocupantes. Si llega a haber colgado un crucifijo (por ejemplo) encima del cabezal me habría destrozado las mejillas. Las lágrimas mojaron la almohada.

Flash Back. Me encontraba en Madrid, como unos dos meses antes. Por medio de un amigo gaditano, se puso en contacto conmigo una mujer rusa que quería enseñarme unas fotografías para que le diera alguna opinión respecto a ellas. Hablamos por teléfono y quedamos en su casa.

Cuando llego, la primera sorpresa con la que me encuentro se localiza en la propia mujer que me espera en el rellano; es de una belleza extraordinaria. La segunda, el espacio que habita: todo el último piso de una finca moderna y enorme. Una vivienda de unas dimensiones espectaculares, con unos espacios infinitos y diáfanos, con unas vistas inmejorables (para quien no padezca de agorofobia) en todo el perímetro. Y con un jacuzzi volando lateralmente, y literalmente, sobre el abismo. Y una pantalla de no sé cuántas pulgadas con unos bafles monstruosos. En fin... you know.

Pasamos a ver sus fotografías y otra cosa me llama la atención, si bien ya no me sorprende por lo habitual del asunto: quiere enseñarme fotografías pero NO tiene fotografías. Es decir, las tiene, pero sólo en su ordenador. No tiene nada positivado en papel, por lo que debemos sentarnos delante de la pantalla y verlas... con esa luz que la pantalla despide. Con esta luz.

Las fotografías no me parecen nada especiales pero detecto en su quehacer una habilidad que hábilmente potenciada podría dar algo de sí. Y ésta no es más que mi particular opinión (algo sobre lo que insisto cuando expreso mi opinión ante el interfecto que me la demanda). O por decirlo de otra forma: las fotos eran correctas y denotaban cierta saber fotográfico pero les faltaban eso que precisamente las habría hecho mejores y por tanto superiores a la mera corrección.

Como no podía ser de otra forma, y hablando hablando, me dice que en realidad tiene otras fotos que pueden parecerme más interesantes. Me lo dice con cierta reticencia y mirándome a la cara directamente, como dudando. Ante la inexpresividad que demuestro respecto a sus dudas decide abrir el archivo donde se encontraban almacenadas esas misteriosas fotos. Y bueno, pues eso: fotos de ella masturbándose y tomadas incluso desde ángulos imposibles (excuso descripción alguna). Me cuenta que cuando está sola le gusta conciliar dos de sus aficiones y que por eso el resultado le parece más auténtico. En efecto: el resultado es auténtico. Tanto que debo disimular ante tanta autenticidad, y silbar.


Después de la visualización y los respectivos comentarios nos ponemos a hablar y se nos pasa el tiempo volando, por lo que me pregunta si me quiero quedar a comer; me dice que su marido (o mejor, su chico) está apunto de llegar y quiere que lo conozca. Me cuenta, grosso modo, que es una eminencia de la psiquiatría. Me lo creo porque, o es eso, o se dedica la tráfico de armas ya que yo nunca había visto una pantalla de televisión tan grande. La comida la tiene precocinada, por lo que me insta a esperar mientras ella termina de prepararlo todo. De esa parte solo recuerdo las braguitas que asomaban por encima del pantalón. Lo siento.

Tras unos minutos llega el chico, su chico: alto y atractivo. Se presenta, nos intercambiamos los códigos de rigor y nos disponemos raudos a comer, pues él tiene mucho trabajo y debe salir volando. Instigado por mí, el hombre se pasa toda la comida hablando de sí mismo. Y en efecto, por lo visto se trata de un psiquiatra famoso y muy requerido desde diversos ámbitos. Me habla del libro que está escribiendo (y de los que ya ha escrito) y me cuenta algunos de sus inmediatos proyectos. Todo, eso sí, con un tono elegante de superioridad. Una superioridad que queda elegante ante el evidente lujo en el que vive. Una superioridad que también es elegante en las formas, a pesar de todo.

Él se va y tras unos instantes yo también.

Da capo. Mi amigo me había invitado a su casa, pero me llevó al hotel diciéndome casi textualmente : “me hubiera gustado que vinieras a mi casa y antes no te he dicho nada porque pensé que mejor era esperar a que llegaras. Tú vienes a mi ciudad y yo te llevo a un hotel que es como si fuera mi casa; no te debes preocupar por nada y además está todo pagado. Me hubiera gustado que vinieras a mi casa, pero la verdad es que tengo un perro muy peligroso. Bueno, la verdad verdadera es que si vienes a dormir a casa podría darse que el perro rascara y rascara la puerta hasta entrar y luego te matara, así que por eso he preferido que vengas a este hotel y te encuentres como en mi casa en la medida de lo posible".

Así que allí estaba yo, en la habitación de aquel hotel de provincias haciendo zaping y habiéndome escapado de una muerte segura. Con desgana voy cambiando canales... hasta que uno de ellos capta mi atención de forma inmediata. En uno de esos programas (cutres) de provincias que tienen todas las provincias se encontraba, tal que en una especie de coloquio, él, el chico de la rusa, el psicólogo eminente. Además de él, se encontraban en dicho programa otros dos invitados aparte del moderador: un psicólogo, y un psicoanalista. Casualidades de la vida, porque desde entonces nada he vuelto a saber de él. Y cuando conecté el canal se encontraban en las presentaciones.

Se trataba de que dieran su opinión profesional ante ciertas conductas delictivas, por lo que cada profesional daba la suya desde el punto de vista de la disciplina que representaba. Primero habló él y estuvo correcto; menos prepotente que en su casa y ante su mujer, pero sobrio y correcto. Después le tocó el turno al psicólogo y tres cuartas partes de lo mismo.

Y entonces sucedió. Parecería imposible si no fuera porque sucedió exactamente como lo hizo. Parecería cómico si no fuera porque, de haber querido ser cómico, no habría tenido ninguna gracia. Cuando el psicoanalista es instado por el moderador a definir su “disciplina”, éste comienza el discurso aparentando normalidad: “el psicoanálisis es una ciencia que... (entonces tiene un pequeño lapsus y estira el silencio)... que utiliza la palabra con usos retroactivos y con fines terapéuticos... (vuelve a tener otro lapsus y parece ponerse nervioso)... que entiende el lenguaje y el habla como un método a través del cual... (se vuelve a quedar como en blanco. El silencio crece de forma monstruosa, la cámara no deja de enfocarle en primer plano, intenta continuar pero no puede, quiere definir su disciplina pero no se acuerda)... me he perdido”.

lunes, enero 15, 2007

Sin perdón

A veces, muchas veces, quizás demasiadas, me gustaría olvidarme de mí mismo. Para no ser yo; o mejor, para no ser yo exactamente. A veces me gustaría ser alguien parecido a mí mismo pero sin ser lo que, al fin y al cabo, siento que soy. A veces me gustaría ser yo sólo aproximadamente.

Probablemente estas sinceras afirmaciones no tengan mucho sentido para quienes insisten, desde la pedagogía más posmoderna, en que los seres humanos no somos más que un conjunto de inconsistencias coyunturales y volátiles. Yo, aun estando de acuerdo con ellos, diría que, cuando me veo y veo quién soy, me entran ganas de olvidarme de mí mismo. Me pasa a veces, muchas veces, quizás demasiadas. Cierto es que la propia biografía reinventa a cada instante el personaje que se representa a sí mismo, pero no es menos cierto que, aunque sólo fuera por una cuestión ética, uno debe saber quién es. Es, en este sentido, una obligación de exigencia cotidiana.

Me gustaría olvidarme de mí mismo, precisamente, para poder olvidar lo que me incita a querer olvidarme de mí mismo. Me gustaría olvidarme de mi mismo, no para ser otro, sino para esquivar mucho de mi pasado; para esquivar ese fardo del pasado que me hace ser el que soy; para esquivar todo eso que me incita a querer, a veces, quizá demasiadas, olvidarme de mí mismo. Así que me gustaría olvidarme un poco de mí mismo, sí, pero no por querer vivir un nuevo sentimiento de la vida, sino por querer vivir con otros sentimientos ante la vida.

A veces, algunas veces, seguramente más de las que me gustaría, me gustaría olvidarme de aquello de lo que soy conciente en lo concerniente a mi pasado. Porque me pesa. Y porque aun cuando me pesa, no consigue cambiarme. Del inconsciente nada sé, que para algo amalgama todo lo que yo ya he olvidado. Por mucho que ahí esté. Soy débil, tan débil que me gustaría, a veces, muchas veces, olvidarme de mí mismo, olvidarme de ser el que soy... por ser como soy.

Con mucha probabilidad sea cierto que desee olvidarme de mí mismo, pero seguramente lo es en la misma medida en la que Kant quería olvidar a su criado Lampe cuando este último perdió la vida. Cuentan los exégetas que para olvidarlo, y porque le obsesionaba su ausencia recién muerto, decidió colocar en su escritorio, donde pasaba prácticamente todo el tiempo, la siguiente nota recordatoria: “olvidar a Lampe”.

jueves, enero 11, 2007

Crucigrama

Respecto del anterior post.
Si se le da vuelta, esto es, si se cambia el género a las afirmaciones, obtendremos las declaraciones de una famosa escritora; una escritora cuya lucidez nadie se atrevería a cuestionar: Doris Lessing.

Así pues, Doris Lessing:
"Los hombres han sido un invento reciente. Tienen ideas diferentes, pero son imprevisibles, no se puede contar con ellos. Todavía no se han asentado. Estará usted de acuerdo en que, en las mujeres, hay una especie de solidez. Tienen un empaque, como que han echado raices".
La ulterior pregunta ya no es posible, sino real: ¿Mantiene la esperanza de que no sea demasiado tarde para que la evolución añada a los cromosomas de los hombres algo que les estabilice?
Respuesta de la buena de Doris: "Sólo confío en que la naturaleza nos salve con algo extraordinario, que no sé qué puede ser"
(El artículo original proviene del periodista Stuart Well en The Times)

Ante este juego tan antipático alguien podría decir: ¿Y qué?
Respuesta: Uno de los libros que está causando furor en Gran Bretaña se llama Ettiquette for girls y se trata de una suerte de guía para "chicas malas". En ella se enseña a las mujeres a beber (alcohol) para "mejorar su comportamiento" y se les muestra el camino para "subir a marchas forzadas en el escalafón social". Sus claves son: enseñar a liberarse de un amante ocasional y pasajero sin sin cerrarse puertas; promover la infidelidad; enseñar todos los trucos posibles para no ser pilladas en el engaño, con el móvil, con los perfumes, etc, etc. El engaño y la mentira, pues, como forma de vida.

martes, enero 09, 2007

Posible pregunta:
¿Qué opinión le merece la mujer en estos tiempos en los que los roles producen tanta confusión?
Respuesta:
Las mujeres han sido un invento reciente. Tienen ideas diferentes, pero son imprevisibles, no se puede contar con ellas. Todavía no se han asentado. Estará usted de acuerdo en que, en los hombres, hay una especie de solidez. Tienen un empaque, como que han echado raices.
Posible pregunta:
¿Mantiene la esperanza de que no sea demasiado tarde para que la evoluciónañada a los cromosomas de las mujeres algo que las estabilice?
Respuesta:
Sólo confío en que la naturaleza nos salve con algo extraordinario, que no sé qué puede ser.

domingo, enero 07, 2007

T-4

Acabar con la vida del otro sería el acto supremo de la maldad. Por eso las guerras son la perfecta representación del mal. En ellas se mata por defecto.

Como forma de propugnar un sentido ético en la ciudadanía mundial se crean organismos cuya función es hacer que las guerras (tanto las declaradas de forma explícita como las consentidas de forma implícita) estén más controladas y sean, en la medida de las posibilidades, menos cruentas. Así nacieron, auspiciados por un organismo internacional, los Cascos Azules. Así, las Guerras: máxima representación del mal; y así, los Cascos Azules: representación genuina del bien (pues quienes acuden a sufrir por hacer la vida más aceptable a quienes se encuentran en contienda lo hacen desinteresadamente y jugándose la vida).

Noticia (7-01-07): “344 cascos azules están siendo investigados por abusos sexuales”. Y después se matiza que más de 140 ya han sido expulsados por haberse encontrado pruebas que demostraban su culpabilidad respecto al tema (la mayoría de los abusos cometidos contra menores de edad).

Mi pregunta, que responde a una curiosidad sumamente intrigante, sería ¿qué piensan esos cascos azules pillados fuera de juego respecto a su actitud? Conjetura: es muy probable que ante la acusación recibida muchos (¿) de ellos se acabaran exculpando. Y más probable aún que lo hicieran encontrando motivos y argumentos para justificar sus actos, unos actos surgidos de la desesperación, de la impotencia ante el absurdo.

Y es aquí donde se encuentra el signo verdadero de la maldad; en la falta de arrepentimiento de quien desde un punto de vista ético indiscutible cree no haber cometido errores ni infracciones. Yo podría ser comprensivo con quien dijera que no duerme desde que volvió de la misión y con quien describiera con nitidez los insufribles dolores de cabeza que le producen las imágenes que le devuelven el horror que infligió. Pero no con quien me dijera “vosotros no sabéis lo que es estar allí, odiado incluso por la gente misma por la que tú te juegas la vida”.

No reconocer un error cometido, un error que además ha causado daños y por tanto puede considerarse error grave, es un evidente signo de maldad; una maldad basada en la insensatez. Y la maldad más peligrosa, como ya nos avisaba cómicamente el economista Cipolla (Las leyes fundamentales de la estupidez humana), es la del insensato.

Repeat: La bondad, por contraposición a la maldad, sería un determinado carácter, concretamente el de aquellos que se esfuerzan por hacer el bien al otro, el de aquellos que se esfuerzan por evitar el sufrimiento del otro. La sensatez, por su parte, consistiría en reconstruir la inteligencia continuamente evitando creer firmemente en las ideas preconcebidas y en admitir que la bondad es necesaria para evitar la firme creencia en las ideas preconcebidas. Sobre todo cuando éstas se han demostrado erróneas por nocivas.

Addenda. He de decir que una de las pocas veces en las que mi concepto de los políticos ha vislumbrado una posibilidad de redención fue el día en el que el PP perdió las elecciones debido a causas extravagantes y confusas. Un político del partido perdedor dijo algo así como “este fracaso debe de tener sus causas, así que algo mal habremos hecho”. Un político rara vez suele demostrar esa humildad que proporciona un sentido de la ética. Obvió en todo momento el atentado como causa de la derrota y miró hacia adentro. Eso sí que es talante. Los de su partido aún no se lo han perdonado y prefirieron culpar “al otro”, que nunca se sabe muy bien quién es.

jueves, enero 04, 2007

Maniqueísmo... bueno

Espinoza diría que la ética es la ciencia que estudia los modos de existencia según lo bueno y lo malo.

El concepto de Bondad admite demasiadas definiciones. Quizá tantas como el de Sensatez, concepto que se roza con el anterior -si bien se rozan exclusivamente para producir chispas. La insensatez, que nadie reconoce poseer, puede ser la perfecta cuartada para justificar lo que no es sino simple maldad. Y la maldad más peligrosa, como ya nos avisaba cómicamente el economista Cipolla (Las leyes fundamentales de la estupidez humana), es la del insensato.

La bondad sería un carácter, concretamente el de aquellos que se esfuerzan por hacer el bien al otro, el de aquellos que se esfuerzan por evitar el sufrimiento del otro. La sensatez consistiría en reconstruir la inteligencia continuamente evitando creer firmemente en las ideas preconcebidas y en admitir que la bondad es necesaria para evitar la firme creencia en las ideas preconcebidas.

En estos tiempos posmodernos la bondad se encuentra en desuso. Y si no en desuso, sí al menos se encuentra menospreciada. La corrección política se ha mostrado siempre inflexible a la hora de promulgar y exigir la tolerancia cero, y lo ha hecho exaltando, a su vez, toda suerte de relativismo buenista. La consecuencia la conocemos: los sujetos tienden a un individualismo feroz fundamentado en una educación que les inculca el narcisismo como forma de prevención y defensa. Miedo al otro, pues, en vez de amor al prójimo.

La maldad tiene mucho más público. En efecto: si por una parte la bondad no se practica (por haberse demostrado poco rentable) y por otra la maldad es algo ajeno a todo ser sensato (narcisista), lo único que nos queda es el espectáculo; ahí en donde todos nos miramos. Y en el espectáculo la maldad reina. No hay más que echar un vistazo a los índices de audiencia en televisión.

El héroe clásico contenía unos valores positivos innegables y cotejables; la bondad era un arma, su arma. En tiempos preposmodernos se produce la sobrevalorada desmitificación: el héroe pierde su aura y se muestra humano; las dudas le consumen y sus actos le traicionan a pesar de su buena voluntad. En la era posmoderna, sin embargo, nada hay más cursi que la bondad, quizá por aburrida, que no por agotada. El doctor House es un héroe, como lo es un personaje que forma parte de un jurado musical destinado a la juventud, esa juventud que se siente fascinada por la mala educación del citado personaje. Dicen todos y cada uno de esos jóvenes: “me gusta ese tío porque dice lo que piensa, cosa que no hacen todos lo demás”. Asociando de esta forma el signo del narcisismo asertivo (y maleducado) a la (fuerte) personalidad, la valentía y el carácter (triunfador).

Nota. Para quien se interese por este tema, yo recomendaría el libro de Jesús González Requena Clásico, manierista, postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood (Castilla Ediciones). En él se hace un análisis extraordinario de estos tres momentos cinematográficos a través de tres películas con sus respectivos tres héroes: La diligencia con John Wayne, Vértigo con James Stwart y El silencio de los corderos con Anthony Hopkins.