jueves, mayo 11, 2017

De la impuntualidad

Esperar no en sí mismo un problema, le dije, lo que me resulta francamente repugnante es esperar a alguien con quien he concertado una cita. Nada hay más despreciable que la impuntualidad, nada más repugnante que esperar a alguien con quien se ha concertado una cita -de común acuerdo- en un lugar concreto a una hora concreta, le dije. Porque esperar es algo normal, de hecho nos pasamos la vida esperando; así, esperar no es el problema. Lo que resulta francamente despreciable es la impuntualidad, como bien sabe Reger, le dije. Como a mí, a Reger le repugnan la impuntualidad. Nada hay más despreciable que quien no se toma en serio las citas, me dijo Reger el otro día. Y es que para mí, como para Reger, la impuntualidad es imperdonable, le dije; la impuntualidad es una absoluta falta de respeto. Si hay algo que no estoy dispuesto a consentir es la impuntualidad. Los impuntuales no son sólo eso, impuntuales, no, la impuntualidad lleva consigo asociadas otras cualidades de calaña parecida pero con repercusiones quizá menos concretas. Los impuntuales son siempre gente a la que les importa muy poco el otro, así pues, egoístas, le dije; los impuntuales no pueden no ser egoístas porque les importa más bien poco el otro, como dejan claro en la misma impuntualidad. No son capaces de darse cuenta que en la espera –en un lugar concreto a una hora concreta- los minutos de espera no suceden en progresión aritmética sino geométrica; no son capaces de darse cuenta que el otro se ha preocupado por ser puntual con todo lo que eso pueda haberle supuesto; no son capaces de imaginar, si quiera de lejos, que el otro puede haber movida cielo y tierra por ser puntual, para ser puntual. Por eso los impuntuales son despreciables, porque además de ser egoístas infligen un mal a aquel con el que han adquirido un compromiso. Los impuntuales son malos, son malas personas, y por eso son despreciables. Sé que hay gente, le dije, que creerá desmesuradas mis opiniones, pero seguramente se tratará de aquellos a los que les importe, y mucho, esperar, que por eso son de los que siempre llegan tarde y creen desmesuradas las opiniones de quienes ven tan despreciable la impuntualidad. Pero después de todo, y precisamente por todo ello, los impuntuales son unos desalmados, unos egoístas, unos canallas, le dije. Siempre habrá quien no le quiera dar tanta importancia a la impuntualidad, pero con toda seguridad se tratará de alguien a quien le importe, y mucho, tener que esperar, que por eso no les importa llegar tarde, siendo impuntuales. Que por eso son impuntuales, es decir, canallas, despreciables. 

lunes, mayo 01, 2017

De niños, adolescentes y adultos

 Ahí están ellos tecleando sus aparatitos con sus veloces y asquerosos deditos. Sentados todos ellos en el banco del parque, concretamente en el situado más cerca de la salida, tecleando sus aparatitos con una compulsión poco propia de seres de su edad. Así, sentados en el banco de forma desordenada pero nada casual, teclean todos ellos sus respectivos aparatitos cogidos con firmeza, con ambas manos diría, y moviendo los dedos a la velocidad de la luz, como si les fuera la vida en ellos, que les va, como puede observarse por la velocidad a la que mueven sus veloces y asquerosos deditos. No se hablan entre sí esos niños que se encuentran en el banco del parque sentados con sus aparatitos, esos aparatitos que miran fijamente como si les fuera la vida en ello, que les va. No hablan, no se hablan, sólo miran hacia sus brillantes aparatitos moviendo sobre ellos sus veloces y asquerosos deditos mientras llega un grupo de adolescentes que decide sentarse en el banco de enfrente. Tras unos instantes de risas los adolescentes toman posición definitiva del banco. Sentados de forma desordenada y sin que a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido dar una orden de salida se ponen todos a teclear sus aparatitos con sus dedos asquerosos, dedos que no son ni de niño ni de adulto; dedos que no son como los dedos de esos niños que se encuentran en el banco de enfrente tecleando de forma asquerosamente compulsiva sus aparatitos brillantes; dedos que no son como esos gruesos dedos de adultos que tienen su padres. Resulta francamente repugnante ver a esos niños olvidarse de su infancia mientras se concentran en la luz que despiden sus respectivos cacharros, diría yo. Niños que se han olvidado de sí mismos debido a esos aparatitos que toquetean con sus asquerosos deditos veloces, aparatitos que pronto serán cacharros con bordes descascarillados que irán a parar a la basura después de una vida intensa si es que pudiera hablarse de vida cuando se habla de aparatitos. Resulta francamente repugnante ver a esos adolescentes actuando exactamente igual que los niños que tienen sentados en el banco de enfrente, ese banco que se encuentra junto al Frankfurt que se encuentra a la salida del parque. Adolescentes que se han olvidado de ser adolescentes después de haberse olvidado de haber sido niños mientras toqueteaban unos aparatitos brillantes que manejaban con ambas manos simultáneamente. Repugnante por desolador resulta ver a esos adolescentes toqueteando enfermizamente unos cacharritos mientras se le va la vida en ellos, por ellos a través de ellos, que se les va. Como desolador por repugnante resulta ver a esos niños que hacen lo mismo que esos adolescentes a quienes se les va la vida toqueteando compulsivamente sus cacharritos. No hablan entre ellos, sólo manosean de forma enfermiza por compulsiva esos aparatitos que pronto serán cacharros, diría. Así, mientras no hacen otra cosa, lo que hacen esos adolescentes es mover sus asquerosos dedos a toda velocidad sobre esos aparatitos brillantes que les fascinan. Así, mientras esos adolescentes no hacen otra cosa que mover a toda velocidad sus asquerosos dedos mientras se les va la vida en ello, que se les va, los niños del banco de enfrente no hacen otra cosa que mover sus asquerosos y veloces deditos sobre esos aparatitos brillantes por los que se les va la vida, que se les va. Allí están, junto a la salida del parque, sentados de forma desordenada y nada casual, un puñado de adolescentes que no hacen otra cosa que lo que les apetece, que es precisamente lo mismo que hacen esos niños que se encuentran sentados en el banco de enfrente que se encuentra situado a la salida del parque junto al Frankfurt. Niños que no hacen otra cosa que lo que les apetece: mover sus asquerosos deditos compulsivamente sobre unos aparatitos brillantes sumamente parecidos, si no iguales, a los que poseen sus padres, quienes habitualmente mueven sus dedos veloces, pero no tanto, pero sí más gruesos y por ello más asquerosos, sobre unos aparatitos brillantes, diría, que recargan todas las noches junto a la cama, en la mesita de noche. Así, esos niños que se olvidan de ser niños mientras hacen lo que hacen sus padres -siendo niños que no hacen otra cosa que manosear esos cacharritos como lo hacen sus padres, que recargan esos cacharritos todas las noches junto a su cama-, esos niños, digo,  no hacen otra cosa que lo que hacen sus padres, padres que con sus gruesos y patéticos dedos no hacen otra cosa que manosear sus aparatitos brillantes cogidos firmemente con las dos manos. Moviendo sus gruesos y asquerosos dedos a toda velocidad, que es una velocidad patética, como si les fuera la vida en ello, que les va, mientras se les va la vida en ello, que se les va. Y así Ad libitum.