sábado, diciembre 12, 2015

Lección japonesa

Lección japonesa
Pedir perdón es una forma de mostrar arrepentimiento, ese estado de tristeza que anida en quien se piensa culpable. Según el Léxico de Filosofía el arrepentimiento es “pesarle a uno haber hecho o haber dejado de hacer alguna cosa, sentimiento moral en el que la conciencia culpable expía y repara su culpa”. Pedir perdón exige lo que llama Descartes “una especie de tristeza”. Así pues, pedir perdón requiere un claro previo: el pesar. A uno le pesa “el todo” cuando siente que le ha fallado al otro. Pero luego debe venir la demanda, de otro modo sólo habría remordimiento.

La traducción literal del término perdón en japonés es “no vivo”. Resulta una bonita (?) manera de pedir perdón el hacerlo usando un verbo tan contundente, tan genérico y tan existencial -si se me permite la perogrullada-, en vez de usar uno propio y específico. “No vivo” le dice un japonés a otro cuando siente que le ha fallado; es decir, “siento que no vivo a pesar de no estar muerto”. Tan fantástico como preciso si quien pide perdón lo pide verdaderamente... medio muerto. Así, quien no es capaz de estar medio muerto después de haber cometido una infracción es que, o está muerto del todo (aunque nadie se percate de ello) o está demasiado vivo (con un pesar sólo derivado del egoísmo).

martes, diciembre 08, 2015

Tecnología y ética 2

O
Tecnología y sujetos basura

Hace unos días un desconocido la emprendió a cuchillazos con los viajeros en el metro de Londres al grito de “Esto es por Siria”. Hecho que se convirtió en la noticia más internacional del día de los actos. En la noticia, claro, se incluía la descripción de las consecuencias: un hombre gravemente herido y dos con heridas leves, todos por arma blanca. Scotland Yard no tardó en calificar el hecho como de acto terrorista. Y así los medios: “incidente terrorista”, “atentado terrorista”. De lo que nadie hablaba es de lo que nos hemos enterado, de soslayo, 3 días después: que lo que verdaderamente pasó pudo decirse de otra forma; así, por ejemplo, un enajenado que se tomó la guerra por su cuenta hirió a tres personas en el metro de Londres mientras un buen puñado de personas grababa el incidente con sus teléfonos móviles.

En efecto: tres días después del “incidente terrorista” oigo en la televisión, pero ya en la sección dedicada a las noticias de importancia terciaria, que quien tuvo el valor (?) de auxiliar a las víctimas había manifestado su estupor ante las circunstancias vividas. Según el auxiliador mientras él socorría a las víctimas otros muchos sólo se preocupaban (?) por grabarlo todo con sus teléfonos móviles. Declaraciones que han trascendido, todo ha de decirse, porque Scotland Yard ha decidido usarlas para solicitar (suplicar) a los telefonistas escópicos sus grabaciones con el fin de ayudar a las investigaciones.

Porque, ¿qué noticia tiene mayor importancia, la de los arrebatos de un lobo solitario o la que nos muestra el lado más oscuro del nuevo ciudadano tecnologizado? La contestación exigiría reflexionar primero sobre el significado del concepto “importancia”. Y es exactamente ahí donde se encuentra el verdadero problema de una sociedad que ha perdido el oremus cuando le han dado la oportunidad de registrar en lugar de ver. No es culpa de la misma tecnología, es sólo culpa del uso que se hace de la misma. ¿Qué noticia tiene mayor importancia, la de algo que señala un incidente más o menos consuetudinario o la de algo que nos muestra la degradación del ser humano? Porque, recordemos, sólo un par de sujetos auxiliaron mientras muchos de ellos grababan absortos -y seguro que ansiosos- el desarrollo de los acontecimientos.

Hace unos años le dieron el Premio Pulitzer de fotografía a Kevin Carter. Muchos recordarán la imagen, no sólo por los méritos de la misma sino por la polémica que desató. Polémica que provocó, de alguna manera, el suicidio del propio fotógrafo pocos meses después de haber ganado el codiciado premio. La imagen se había realizado en una de las hambrunas padecidas en Sudan y mostraba a un niño desnutrido con un cuervo acercándosele. Todos los bienpensantes del mundo juzgaron al fotógrafo y lo condenaron sin atender a razones, pero no tanto por las posibles cuestiones éticas que pudieran desprenderse de la imagen cuanto por la supuesta pasividad del mismo fotógrafo ante el hecho vivido. Por mucho que el fotógrafo explicara las condiciones y circunstancias en que tomó aquella fotografía la verdad es que no le dieron opción. El juicio del vulgo-masa fue sumarísimo y la condena innegociable. Aún después de que Kevin Carter detallara la situación en la que tal foto fue tomada (en una misión humanitaria de reparto de alimentos y con el poblado a espaldas del niño y con un cuervo que venía a por despojos y no a por el niño, un cuervo que además fue ahuyentado por los mismos pobladores pocos segundos después) todos esos bienpensantes no dieron tregua en todos los medios de información y deformación de masas. La Opinión Pública, de esta forma, acabó coincidiendo con la bienpensante Opinión Publicada. Y el fotógrafo se suicidó.

¡Ay los bienpensantes!, tan políticamente correctos ellos en todas sus declaraciones públicas pero que cuando menos te lo esperas “matan” por ser trendig topic.

Post Scriptum. Pero ¿qué podíamos esperar de la combinación de corrección política, tecnología y mercado? Pues eso: usuarios desquiciados. Sujetos amorfos a los que se les vende lo último en tecnología diciéndoles, como dice una cadena de macrotiendas, “Sé feliz y compra un televisor de 47 pulgadas por 550 euros. Ser feliz cuesta muy poco”. Así primero y ante todo el imperativo “Sé feliz”, el consejo tan naif como indecente, y después la explicación que hila felicidad con consumo. Sujetos amorfos que se han creído a pies juntillas lo que una marca de videocámaras especializadas para la aventura les transmite con su slogan de venta: “Sé un héroe”.

¡Un héroe!, ¡por poder filmar un descenso suicida con una mountain bike para que te puedan ver dos millones (por decir algo) de personas que serán felices por poseer una smart Tv de 47 pulgadas!