lunes, diciembre 31, 2012

¡Buen Año Nuevo! (lo memorable)

Llámenme antiguo si quieren, no me importa. O llámenme reaccionario, que tampoco me importa. Pero la verdad es que me ha vuelto a pasar lo que cada vez me pasa cuando, cada cierto tiempo, cumplo con el rito de ver seguidas dos películas: Rio Bravo y El Dorado. Me ha vuelto a pasar: que me he emocionado.
Pero ¿qué sería emocionarse?
Pues no, no existe el “depende” como respuesta; no hay "depende". Emocionarse es conmoverse; sentir una sacudida que alcanza el mismo cuerpo. Viendo (“de nuevo”) las dos películas se ha agitado mi ánimo. O sea, me he emocionado.
Dos películas con muy parecida estructura pero con diferencias tan sutiles como significativas. Dos películas rodadas en los estertores de una era que tomaba (en un nivel representacional) como paradigma la nobleza, la justicia y la generosidad. En ambos films hay cuatro individuos que se unen en su afán de derrotar a aquellos que, por poder, pretenden imponer unos intereses ajenos a la Justicia. O por decirlo con la vieja y ahora obsoleta nomenclatura: los dos films tiene como trama principal el que los buenos venzan a los malos.
En Río Bravo (Howard Hawks, 1959) Chance (John Wayne) es el sheriff; su honestidad se encuentra fuera de toda duda y su habilidad con las armas está plenamente domesticada a favor de las causas nobles. Dude, “borrachuzo” (Dean Martin) era un tipo duro pero a partir de un desengaño amoroso se ha abandonado a la bebida y es la burla de todo el pueblo. La ayuda que Chance le presta es la de un “padre que no oscurece su tarea con la compasión”. Stumpy (Walter Brenann) es uno de esos personajes que sólo el cine clásico americano es capaz de proporcionarnos; viejo cascarrabias que parece desvariar pero que conoce el trasfondo de todos los que le rodean con un simple vistazo. Y por último Colorado (Ricky Nelson), cuya lucidez deslumbra a Chance cuando al principio decide no tomar partido en la contienda. Sus razonamientos (su lógica de supervivencia) sólo son superados por la emergencia de una necesidad: la de ayudar a los justos. Memorable la canción que canta Dino "Dude" ante un Chance reconfortado.
En El Dorado (Howard Hawks, 1966), Cole Thorton es un viejo pistolero cuyo sentido de la justicia y su lealtad le inducen a enfrentarse con la banda completa de un terrateniente poderoso y sin escrúpulos. Jean Paul Harrad (es en esta ocasión el sheriff pero su papel es secundario respecto al protagonismo del pistolero Thorton) también era un tipo duro, pero es ahora motivo de escarnio de todo el poblado por su afición incontrolada a la bebida. Como le sucediera a Dude, Harrad se ha abandonado al alcohol debido a un desengaño amoroso. Thorton le ayuda “no poniéndoselo fácil”. Mississippi es el vagabundo que lleva dos años esperando vengar la muerte de su mentor y amigo. Un tipo entrañable. Memorable la secuencia en la que Thorton lleva el hijo muerto a sus padres.
En Río Bravo John Wayne es la Ley, en El Dorado un pistolero, pero sus personajes se definen por lo mismo: la protección del débil ante el poderoso sin escrúpulos. En Río Bravo se muestra torpe con las mujeres y en la segunda no tanto, quizá debido a su condición de pistolero a sueldo, pero en ningún caso a las mujeres les pasa desapercibida la figura que representa, la figura del héroe, y por eso son capaces de “acompañarlo” en su tarea. Hasta donde hiciera falta. Tanto Colorado como Mississipi son los jóvenes que necesita el relato para darle carácter de futuro. Resulta entrañable y emotivo ver hasta qué punto se adhieren a la tarea cuando detectan el sentido de justicia que emana el protagonista. Los borrachuzos muestran el lado más humano del ser humano cuando caen en las trampas de lo mundano, pero se redimen ante la necesidad de llevar a cabo su tarea.
Como puede verse se trata de una simple cuestión de buenos y malos. Y es muy probable que sea eso lo que en el fondo me emociona, y lo que me lleva a repetir el rito de visionar ambos films cada cierto tiempo. Nunca me defraudan. No sólo los disfruto, sino que además me inyectan una vitalidad difícil de describir. Podría decirse que, además, Chance y Thorton son personajes que me sirven en el día a día. Y supongo que no hará falta tenerlos presentes en mi mente para que actúen en mi ser. Pero también los borrachuzos me ayudan y por tanto me sirven… supongo que desde mi inconsciente. La voluntad y la nobleza venciendo a la tentación. Y la prudencia simpática de Colorado, así como las frases de un Mississippi nostálgico pese a su juventud, incrustados igualmente en mi inconsciente. Seguro.
Son películas que empecé a ver en mi adolescencia y que me han seguido en un camino trufado de desviaciones. Podrán ustedes llamarme antiguo pero la verdad es que me ha reconfortado enormemente volver a ellas. Sobre todo después de que, por motivos de mi afición al análisis audiovisual, tuviera que visionar una serie española que en 2008 se convirtió en auténtico éxito entre los adolescentes. Mantuvo un share record de más de 4 millones de espectadores durante todo el año de emisión. El personaje principal, el protagonista, era un asesino y narcotraficante sin escrúpulos. Fue la persona más deseada por las adolescentes durante dos años. La serie se llamó Sin tetas no hay paraíso. Y quieren reponerla. Soy definitivamente un antiguo.
(Hablaré sobre la serie en otro Post)

miércoles, diciembre 19, 2012

Melancolía

Melancolía
Antes que nada, dos premisas (de los tratados a los manifiestos):
+Uno de los objetivos del Renacimiento fue dotar de un discurso filosófico y cientificista a ciertas disciplinas hasta entonces consideras mecánicas. Ciertos artistas idearon los tratados como forma otorgar enjundia a algunas profesiones gremiales infravaloradas. Se convirtieron en seguida en una forma adecuada de transmisión del conocimiento, sobre todo por lo que hacía referencia a la escultura, la pintura y la arquitectura. En ellos se recogía información proveniente de un conjunto variado de disciplinas, como podían ser, la retórica, la filosofía, la matemática, la anatomía, la botánica, etc. Desde que Leon Battista Alberti escribiera el revolucionario Sobre la pintura (De pictura) comenzaron a prodigarse esos tratados que, además de proporcionarnos información acerca del cómo son y cómo se perciben las cosas, servían perfectamente para transmitir el conocimiento a futuros artistas y arquitectos. En la era de los tratados los artistas eran gente que se aproximaba a la creación desde la curiosidad que suscitaba tanto lo desconocido como lo por-conocer. No se trataba tanto de saber cómo representar la realidad, que también, cuanto de conocer la realidad representable; es decir, no se trataba tanto de una cuestión de Arte como de una cuestión de Conocimiento.
+Uno de los objetivos, si no “el Objetivo”, de todos los movimientos modernos fue acabar con el propio Arte; acabar con la idea de eso que hasta entonces había sido caracterizado como Arte. Así, la Modernidad caracterizó a sus artistas por una suerte de necesidad extravagante que consistía en asesinar aquello que tenía que volver a nacer a través de su megalómano genio. Algo que llevaron a cabo, no tanto con la propia obra artística cuanto con su obra verbal a través de lo que se denominaron manifiestos. Los manifiestos no fueron sino obras literarias creadas con el fin de justificar esa extravagante necesidad (propiamente moderna) que consistía en entender el Arte como algo que debe estar muriendo permanentemente… pero salvado en última instancia, claro, por el espíritu moderno de unos creadores con una desproporcionada fe en sí mismos. Leídos ahora, los manifiestos (del surrealismo, del dadaísmo, del suprematismo, del neoplasticismo, del orfismo, etc.) sirven, “sólo” para justificar esa tendencia necrófila de los abajo firmantes; es decir, sirven “sólo” para comprobar la eficacia de esa extendida forma hegeliana de entender la Historia del Arte. Así, en la Modernidad no se trataba tanto de elaborar cosas originales, que también, cuanto de configurar un sentido del Arte ineluctablemente vinculado a la Historia. La Historia sería lo que justificaría esos manifiestos al tiempo que legitimaría el producto nacido -supuestamente- a partir de ellos.
Es en la Ilustración comienza la excéntrica sobrevaloración de lo nuevo. Y después la Modernidad de las Vanguardias fijará lo nuevo como categoría obligatoria. Así, la Modernidad abre una era que se define a sí misma por “oposición a”, o sea, por contraposición. Pero no por contraposición a algo, sino por contraposición a todo[1]. La Modernidad se define a partir de su exigencia de tabula rasa respecto a todo pasado y exige sincronismo con el presente continuo; esto es: “cualquier cosa” siempre y cuando la cosa no tenga nada que ver con el pasado. O mejor aún: “cualquier cosa” siempre y cuando con ella pueda negarse el pasado.
En efecto, la tradición de toda vanguardia dictaba que el principio motor de la verdadera creación debía consistir en barrer la misma tradición; debía consistir en reinventar el concepto Arte en el presente de cada particular momento histórico; debía consistir en hacer tabula rasa respecto al pasado y partir de cero en un viaje hacia el futuro como único garante de compromiso y autenticidad[2].
La Modernidad, con su palabra, esto es, con sus “manifiestos” no sólo se desentendió de todo pasado sino que además se significó a sí misma como futuro. Y exigió posicionarse en la querella[3]: los modernos serían los liberadores salvadores mientras que los ancienes serían los reaccionarios condenadores. Así, el Arte de la Modernidad se legitimó por su condición de confrontación, de lucha vinculada a una promesa: la de un futuro mejor. Mientras los antiguos buscaban ejemplaridad los modernos construían utopías. Si en los primeros primaba el conocimiento en base a múltiples categorías, en los segundos lo nuevo se imponía como única categoría posible.
De esta forma, durante más de 200 años hemos convivido con una idea del Arte fundamentada en el rechazo hacia lo que el mismo concepto significaba. De hecho, los artistas han tenido que vivir durante casi todo ese periodo con la angustiosa creencia de que todo posible éxito social sólo podría entenderse como una especie de fracaso artístico[4]. Porque en efecto, lo nuevo y lo moderno, entendidos como categorías que debían oponerse a lo tradicional y a lo antiguo, ha sido la forma de entender el Arte durante esos 200 años, una forma de entendimiento que sólo podía basarse en el desprecio y el rechazo de lo que hasta entonces iba significando el propio concepto.
Mutatis mutandi. Es de sobra conocido el tema de la película Melancolía (Lars Von Trier). Un planeta llamado Melancolía se dirige hacia la Tierra. No está clara su trayectoria, pero todo apunta que va a colisionar contra la Tierra ocasionando su total destrucción. La película consta de dos partes claramente diferenciadas: la primera de ellas nos muestra la boda de Justine en un entorno aristocrático y bello. La segunda se centra en la inquietud generada por la aproximación del planeta Melancolía.
Justine se encuentra sumida en un estado depresivo que vemos aflorar al ritmo mismo del proceso que conlleva el rito de la boda. En ese proceso “destructivo” que lleva a Justine hasta la misma inmovilidad hay una secuencia que merece atención en la medida en que, siendo enigmática, parece ser poseedora de un gran sentido. Después de una reprimenda de su hermana Claire respecto a su comportamiento en la boda, Justine se queda sola en una habitación rodeada de libros de arte que, abiertos en determinadas páginas, se encuentran colocados a modo de exposición. De repente, y como si se encontrara poseída, Justine se dirige a ellos con el fin de eliminar de su vista las imágenes que muestran esos libros abiertos y sustituirlas por otras imágenes que, suponemos, sí desea ver. La violencia feroz con la que ejecuta este acto resulta sumamente desconcertante por cuanto su comportamiento se dirige, lo sabemos, hacia la “inmovilidad” de la depresión. Además ejecuta este acto con mucha más convicción que aquel otro llevado a cabo con quien no es ni siquiera capaz de ser un personaje secundario.
¿Qué imágenes son esas que han “despertado” a Justine, siquiera momentáneamente, del letargo en el que toda depresión sume? ¿Qué imágenes son esas que ofenden tanto a esa mujer que se encuentra a punto de entrar en estado de shock? ¿Qué imágenes son esas que incitan al rechazo violento de Justine? La respuesta, como ya hemos apuntado, se encuentra en el ámbito del arte. Son imágenes de cuadros, pero no de cualesquiera cuadros, sino de esos que provocan la furia de Justine. Se trata, concretamente, de cuadros suprematistas. Así, libros abiertos y expuestos que muestran unas concretas obras de arte que están ahí no tanto en función de un capricho críptico como en función de su representatividad paradigmática. Serían imágenes/cuadros que representan un paradigma: el del arte moderno. De hecho, si hay algo que representa a la perfección la esencia del arte moderno es, precisamente, esa suerte de movimientos identificados con una abstracción primaria: suprematismo, constructivismo, neoplasticismo, orfismo, etc. En este sentido, la inmovilidad de Justine sería la contrapartida de tanto movimiento superfluo.
La Modernidad está construida sobre manifiestos y los manifiestos, leídos ahora, sirven –de[5]cíamos-, “sólo” para justificar esa tendencia necrófila de los abajo firmantes; es decir, sirven “sólo” para comprobar la eficacia de esa extendida forma hegeliana de entender la Historia del Arte[6]. Por decirlo de otra forma: llegado su momento de la verdad a Justine le parecen patéticas esas imágenes que “sólo” son el producto de una megalomanía pretenciosa y despectiva[7]. Llegado el momento de la verdad, ese momento que siempre termina por llegar, a Justine le parecen indecentes las imágenes que sólo se explican a sí mismas. El momento de la verdad es para Justine ese momento en que el fin se hace presente a través de un nihilismo autodestructivo. Y la autodestrucción individual de la primera parte del film es sólo el anticipo de la destrucción total de la segunda. O mejor, su metáfora. Porque el fin de cada sujeto contiene el fin de la Humanidad. Futuro es, precisamente, lo que no hay en el momento de la verdad. Futuro es lo único que no hay en el fin último.
Ante la amenaza del fin, de su fin (su momento de la verdad) Justine no quiere saber nada de promesas[8]. Promesas como las que nos deparó todo el arte moderno; no quiere saber nada de unas imágenes que representan promesas incumplidas, promesas que además se fundaron en el rechazo y el desprecio de todo pasado; promesas que se sustentaban en una obscena superioridad moral[9]. En la desesperación Justine no quiere imágenes que se expliquen “sólo” a sí mismas, no quiere abstracciones de forma y color, ni líneas ni colores primarios[10], quiere imágenes con las que poder especular, quiere imágenes que le ayuden a entender, quiere imágenes que le anclen a la tierra.
La furia con la que Justine sustituye las imágenes suprematistas se encuentra justificada en una doble decepción: la que las asocia al fracaso de las utopías modernas y la que las vincula a la negación de todo pasado. Doble decepción de la Modernidad en un sujeto, Justine, que vive en sus carnes el descreimiento de una posmodernidad autodestructiva. Por eso a Justine le cuesta cada vez más moverse, y si lo hace lo hace en dirección contraria, de derecha a izquierda, esto es, del presente al pasado.  Allá donde no hay futuro (como en el mundo de Justine) resultan patéticas las manifestaciones que encuentran su sentido sólo en él.


[1] “El arte moderno rechaza, en general, la mayoría de los medios de gustar puestos en práctica por los grandes artistas de épocas anteriores”. (Apollinaire. Los pintores cubistas, 1913).
[2] “1. Repudiamos en la pintura el color como elemento pictórico… 2. Rechazamos en la línea su valor gráfico… 3. Negamos el volumen como forma plástica del espacio…”  (Pevsner y Gabo. Extracto del Manifiesto realista, 1920).
[3] Querelle des Ancienes et des Modernes.
[4] La idea de lo nuevo y la de partir de cero presidía el comportamiento moderno. No era sino una forma de rechazo hacia todo lo anterior. Respecto al artista nacido al amparo de esta ideología dicen Charles Rosen y Henri Zerner en su libro Romanticismo y Realismo: “Aunque los artistas nunca llegaron a perder la esperanza de un éxito postrero, no cabe duda de que muchos de ellos buscaron voluntariamente el fracaso inmediato, o, si no el fracaso, sí el desaliento y el sobresalto continuo”.
[5] Tal afirmación puede resultar excesiva cuando no inaudita, pero la verdad es que los manifiestos de los movimientos modernos son, leídos ahora, de una ingenuidad casi insoportable. Y lo que resulta más significativo: su significancia se encuentra casi exclusivamente vinculada a su valor documental, no a su valor estético. O dicho de otra forma, sirven “sólo” para demostrar que la Historia del Arte no se equivocaba al elegir a los artistas que la debían representar.
[6] Tal afirmación puede resultar excesiva cuando no inaudita, pero la verdad es que los manifiestos de los movimientos modernos son, leídos ahora, de una ingenuidad casi insoportable. Y lo que resulta más significativo: su significancia se encuentra casi exclusivamente vinculada a su valor documental, no a su valor estético. O dicho de otra forma, sirven “sólo” para demostrar que la Historia del Arte no se equivocaba al elegir a los artistas que la debían representar.
[7]  “Existe creación solamente en los cuadros cuyas formas no toman nada de lo que ha sido creado en la naturaleza, sino que son originadas por masas pictóricas, sin repetir y sin modificar las formas primitivas de los objetos de la naturaleza…” (Malevich. Del cubismo al suprematismo, 1915)
[8] Para Justine, que se encuentra viviendo su particular momento de la verdad, no está del todo claro que el arte pueda ser cualquier cosa por mucho que se presente en nombre de Una Gran Idea, ni tampoco que cualquier cosa sirva para justificar una idea de proceso histórico que nos llevará al Saber Absoluto.
[9] El arte moderno se impone y sustenta fundamentalmente por sus cualidades morales. Resulta curioso pensar, en este sentido, que en realidad todo alarde de moralidad debe ser considerado obsceno. 
[10] “La nueva plástica… debe encontrar su expresión en la abstracción de toda forma y color, es decir, en la línea recta y en el color primario netamente definido”. (Piet Mondrian. De Stijl nº 1)

martes, diciembre 11, 2012

Publicación de El lacónico, un hombre de cine

Presentamos el Trailer Book de la ultima obra del autor:

Ya se encuentra a la venta el libro:

El lacónico, un hombre de cine. Un análisis novelado y no feminista del papel de las mujeres en el cine

domingo, diciembre 02, 2012

Del desprestigio de la palabra

(Inmunizarse ante los efectos producidos en la emergencia de lo real es una forma de deshumanización. Decadencia).
Decíamos en el anterior post que la realidad tiene grados en cuanto su nivel de aprehensión. No se aprehende la realidad de la misma forma delante de un síntoma que delante de un signo. Ni se impone de la misma forma experimentada en la “cercanía” de un acontecimiento (en el cuerpo a cuerpo) que en la “lejanía” (a través de una representación). Por eso decíamos también que los grados de realidad se encontraban vinculados de alguna forma a la retórica, aunque pudo decirse también que los grados de realidad se experimentan en función de su aproximación a lo real entendido como aquello que en su inefabilidad nos confronta con el inexplicable vacío. Sólo la palabra, es decir, lo netamente humano, puede acudir a nosotros para salvarnos de la emergencia de lo real.
Sin embargo, lo sabemos, la palabra no tiene ya casi poder comunicativo en estos tiempos. No sirve para casi nada. El ejemplo del telediario lo demuestra: del texto de aquella noticia -que era en sí misma impactante sólo debido a las imágenes- ya casi nadie se acuerda. Hoy, último día del mes, una mujer ha mostrado su angustia ante las cámaras de televisión por no poder hacer frente a una deuda de 13.000 euros. Mientras el chino barbilampiño (Gao Pin), ex dueño de todos aquellos fajos de dinero robados, ha sido puesto en libertad por un defecto de forma del que nadie se responsabiliza. Las palabras de la noticia aquella han sido barridas por el tiempo como son barridas todas las palabras pronunciadas en una era, la digital, que sólo atiende a las imágenes, unas imágenes que ya sin sentido -el sentido que otorga la palabra-, sólo pueden ser obscenas. La palabra es la gran perdedora de la era digital. Lo que importan son las imágenes, y cuanto más conectadas con lo real mejor: sólo se busca el espectáculo; espectáculo puro y duro; espectáculo amorfo; espectáculo sin sentido; sin un sentido que pueda humanizar el vacío y el caos de lo real. Alejados de la palabra pues, y por tanto inmersos en el espectáculo deshumanizado de las imágenes no sostenidas, de las imágenes no ancladas.
Son las consecuencias de un pensamiento relativista inculcado con tesón por el mundo académico. Ese pensamiento que les ha venido de perlas a los políticos que no dejan de mentir amparándose en que no hay palabra capaz de decir la verdad. Mientras el espectador queda atrapado por cientos de imágenes potentes en su presentación pero carentes de poder de conciliación. El espectáculo por el espectáculo es el verdadero opio del pueblo. Los poderes fácticos han conseguido conculcar en la sociedad la estúpida idea de que una imagen vale más que mil palabras. Pero no hay pensamiento abstracto allá donde no hay palabra. No puede haberlo, sólo se puede acceder al pensamiento abstracto a través de la palabra. Las imágenes no bastan para desarrollar el pensamiento abstracto que caracteriza al ser humano. Las operaciones concretas son propias de la infancia y las formales del ser adulto, como demuestra el hecho de que lo libros infantiles requieren de imágenes y los libros universitarios no. Un signo de madurez es precisamente el que permite a la persona elaborar unas operaciones, las formales, que son de rango superior a las operaciones concretas, más propias de mentes más precarias.  
Sin embargo sabemos que, cada vez más, prepondera la imagen sobre la palabra. El pensamiento visual, propio del estadio iniciático se ha impuesto sobre el pensamiento razonado, propio de un estadio desarrollado, maduro. El pensamiento visual como única forma de confrontación a la realidad resultaría característico del autismo. En efecto, el pensamiento visual como método primario de procesamiento de información es característico de los niños autistas. Se supone que el proceso lógico de desarrollo del ser humano es aquel que, como decíamos, le conduce de métodos primarios (visuales, concretos) de procesamiento a métodos más complejos (formales, abstractos).

La era digital no quiere saber nada que vaya más allá de la imagen. Pero un mundo sin palabra es un mundo brutal; un mundo donde rige el gruñido, manda la economía y se renuncia a la ética. Por eso ya nadie utiliza aquella vieja expresión que nuestros padres nos obligaban a usar con prudencia y conocimiento. Ya nadie dice “te doy mi palabra” para acreditar su verdad porque la palabra no vale nada allá donde nadie quiere verdades, sólo dinero. Una sociedad sin palabra es una sociedad autista. En un mundo brutal. Decadencia. 

miércoles, noviembre 28, 2012

Defecto de forma: España

Sigue siendo un asunto interesante ese discurso que debate en torno a los conceptos de ficción y realidad. Pero yo empiezo ya a estar cansado de lo interesante. Sobre todo cuando la categoría se impone al juicio. Puede aceptarse que la realidad tiene de constructo (casi) tanto como la ficción, pero sólo dentro de las aulas, que está muy bien que los estudiantes del hoy se enteren de cómo se las traen los periodistas.
Hace unas pocas semanas vimos todos en televisión unas imágenes que contenían un alto grado de realidad. Porque la realidad tiene grados que se encuentran estrechamente vinculados al tema de la retórica. Así, ver en la pantalla a un tipo gordo bien vestido fumando un puro que levanta con una mano ensortijada puede ser síntoma de exuberancia y, si queremos, un signo que “habla” del capital. Pero ver paquetes y paquetes de billetes apretados por gomas elásticas fue una realidad que muchas ficciones no se pueden permitir por falta de presupuesto. Cuando desmantelaron la banda de Gao Pin las televisiones se pasearon con sus cámaras filmando cientos de paquetes que se amontonaban a pelo, sin cajas, sin bolsas. Como ladrillos. Nadie pudo escapar a esa visión delirante. Todos los telediarios mostraron las imágenes como un triunfo de las fuerzas del bien y todas las tertulias mostraron su indignación hacia los malhechores, que siempre son los otros, como todos saben. Las altas responsabilidades políticas añadían a las imágenes unas declaraciones que caldeaban los ánimos de unos espectadores que ya no entienden nada que no se encuentre espectacularizado.  Así, las declaraciones acerca del desmantelamiento contenían, además, promesas sorpresivas en cuanto a los involucrados en la trama. Y por último, lo que convertía la noticia en un filón para los guionistas del Club de la comedia: que el ínclito Nacho Vidal, héroe nacional, se encontraba vinculado a la trama.  
Así pues, expectación máxima ante una noticia que contenía todos los ingredientes que convierten a este país un país de mierda. Una noticia que había combinado la obscenidad irresponsable con el cotilleo. Todos esos miles de billetes amontonados como ladrillos no pueden ser sino la más viva representación de la obscenidad en un momento en el que España duerme debajo de un puente. Una obscenidad que, desgraciadamente, “vale menos” que cualquier obscenidad de pacotilla.
La realidad era una nave industrial repleta de fajos de dinero amontonado ordenadamente y cubriendo varios metros cuadrados de superficie. Y unos cuantos coches deportivos de lujo. Y unas cuantas obras de arte cuyo valor residía en lo que eran capaces de encubrir. Todas las televisiones ofreciéndonos la ¿cruda? realidad: imágenes de cientos de fajos de dinero robados al Estado, esto es, a los españoles, y recuperados por los defensores del ¿bien? Y la ficción, que fue toda la misma noticia en sí. Algo que no da la razón a los que afirman que la realidad es otro tipo de ficción, aunque tampoco se la quita. Los billetes eran una realidad incuestionable (la obscenidad de su visión lo atestiguaba) y la noticia un relato dirigido a una masa alienada.
Nacho Vidal salió a los pocos días en televisión (cómo no) diciendo lo mucho que se había divertido en la cárcel con unos policías disfuncionales y unos interrogatorios siempre a punto de convertirse en orgías. Los tertulianos hablaban ahora de la corrupción que abandonó a cuatro niñas a una suerte de muerte segura (¿). Los políticos se debatían en torno a una España Constitucional ante unas elecciones tufadas por lo que la falsa ideología encubre, que no es otra cosa que dinero, muchísimo dinero. Los telespectadores haciendo zapping y combinando frenéticamente La voz y Gandía shore. Los jueces abandonándose al defecto de forma. Cientos de familias hundidas en la miseria por no poder contar con sólo un fajo de aquellos que salieron en televisión a montañas, todos robados y decomisados. Y Gao Pin sonriendo, saliéndose de rositas.

lunes, octubre 29, 2012

Soy un mequetrefe

(Gamificación y lastre cero)
Uno de los asuntos recurrentes de este blog ha sido, desde sus inicios, el de la educación de los jóvenes. Otro, el de las consecuencias de haber educado a los jóvenes de una cierta manera. No hay nada que hacer: es más cierto que nunca que los nativos digitales son extraordinariamente distintos a los criados entre libros. Y si algo he descubierto en estos últimos meses es lo inútil que resulta introducir en los alumnos nativos cualquier metodología analógica en la adquisición de conocimientos. O mejor, si algo he aprendido últimamente es lo patético que puede resultar cualquier enseñante que quiera inculcar en los estudiantes un aprendizaje que tenga como fundamento la cultura. Para los nativos digitales el conocimiento nada tiene que ver ni con la cultura ni con el razonamiento. Saben que todo ello es una pérdida de tiempo en la medida en la que los despista de la inmediatez. En mundo que ya sólo puede ser veloz no caben los cultos, sólo los listos. Hasta ayer aún creía yo que era posible alternar sus tintineantes paseos por la red con las esforzadas incursiones en la letra impresa. No hay nada que hacer, soy un mequetrefe. A los jóvenes nativos, educados además en una posmodernidad militantemente relativista, no les interesa nada que no puedan rentabilizar de forma inmediata. Entre otras cosas porque han comprobado que aquellos que han realizado un esfuerzo extra haciendo por ejemplo dos (o tres) carreras universitarias simultáneamente son, también, camareros. Si hay algo que aprender nada mejor para un nativo que el Google y la Wikipedia. Todo lo demás son formas de perder el tiempo que sólo sirven para que llegue el listo de turno y les levante la camiseta a los desfasados esforzados.
La principal y más definitoria diferencia entre analógicos y nativos digitales es la del contenido de sus “mochilas”. Si los primeros necesitaban rellenarla para su confrontación con el mundo, los segundos necesitan aligerarla con el fin de que no estorbe. Los digitales son seres caracterizados por acarrear un lastre cero, que es por otra parte el lastre que han considerado como el más rentable de los posibles. Que lo es. Así pues, un lastre limpio de contaminaciones y repleto de ideología sin ideas. O con ideas sostenidas sobre hilos mal enhebrados, pero suficientes. No quieren renunciar a la opinión, su opinión, ¡nada más faltaba!, aún cuando ésta sólo pueda ser el producto de una intuición prepotente. Pero lo bueno del caso es, ciertamente, que su forma de actuar se ha demostrado como la más eficaz en un mundo que ya es irreversiblemente digital. No cabe duda, en este sentido, de que soy un mequetrefe: resulta verdaderamente patético intentar conculcar formas de actuación que se han demostrado poco rentables. Moverse por las redes sociales es infinitamente más eficaz (rentable) que construirse una biblioteca o conocer el pasado. Entre otras cosas porque lo primero es divertido. Y a mí lo que me gusta es disfrutar.
Si hay algo a lo que ya ningún joven quiere renunciar es a la diversión. Y no es que se les haya conculcado un cierto espíritu lúdico de la experiencia, por otra parte tan legítimo como necesario, sino que se les ha exigido la diversión. Se lo han exigido desde pequeñitos: nada de esfuerzos que puedan marcar la frágil infancia. ¡Se debe aprender jugando, para poder pasar el resto del tiempo… jugando! La cosa se estira hasta la adolescencia, en la que cambian el juego “en pequeño” por el juego “a lo grande”: adultescente. Y cuando llegan a la Universidad son ellos los que deciden las asignaturas que quieren estudiar. Un sistema, el de créditos, que permiten a los estudiantes ser independientes del tiránico poder que siempre emana del pensamiento institucional. Aprender como juego, ya que LO IMPORTANTE no es otra cosa que estar “bien conectado” y con un lastre cero que le permita, precisamente, partir de cero ante un posible negocio cuyo futuro depende de haber eliminado las ideas preconcebidas y los prejuicios.
Hace poco salía hicieron un reportaje en televisión que aludía al aprendizaje serio a través del juego. Los mismos militares explicaban cómo se pegaban barrigazos virtuales alrededor de un caserón para poder salvar a un hipotético secuestrado. El terrorista que se estrelló contra las Torres Gemelas había aprendido a volar en aparatos de simulación. Y el chaval que se sentaba detrás de mí en el tren estuvo jugando a fútbol todo el viaje, con el añadido de que narraba el partido como un comentarista radiofónico de lo más profesional. Después llegan a la Universidad y juegan al Wikipedia y al Facebook durante 4 años, y cuando verdaderamente alcanzan el lastre cero, entonces, sólo entonces, tienen posibilidades de entrar en una empresa que los adiestrará con juegos elaborados para los efectos. A esto se le llama gamificación, que no es otra cosa que “el empleo de mecánicas de juego en entornos y aplicaciones no lúdicas” (definición extraída de un reportaje sobre la gamificación que aparecía en las páginas salmón de El País). Así pues, juego en aplicaciones no lúdicas. La hostia, tú.

sábado, octubre 20, 2012

El Foro

Tenía que ir a Madrid con motivo de una cita concertada la semana anterior, concretamente el lunes a las nueve y media en las mismas oficinas del pequeño emporio que él dirige. Decido coger el tren de las siete, que me permite llegar con tiempo sobrado a la cita. La puntualidad es, de entre los parámetros que constituyen las convenciones sociales, uno de los más sagrados para mí. Da igual con quién se quede, la cuestión es llegar siempre “a tiempo” a las citas. En cualquier caso debo puntualizar, porque lo necesito, algo que en realidad debería resultar anecdótico para el lector: con quien estaba yo citado el lunes a las nueve y meda era un tiburón de mandíbula batiente. Sí, batiente (ni en cursiva ni entrecomillado). Y anecdótico porque, después de todo, nada ha tenido que ver el estatuto genético de mi interlocutor con la necesidad de narrar mi experiencia viajera. Pero yo había ido a Madrid porque había quedado con un tiburón.
Como llego a la estación con tiempo sobrado acudo directamente a la cafetería del tren para tomar un café y leer un periódico. Que acabarán siendo dos, los periódicos. Baumgartner se me queda colgando de la masa cerebral (es lunes y ayer se produjo la proeza estratosférica). Acudo hacia mi asiento con una carterita como único equipaje, ahí he concentrado los útiles de aseo personal, mis medicinas y un libro de lectura para la ida. La numeración de mi billete me lleva a compartir el asiento con una de las personas más gordas que he visto en mi vida (si exceptúo los vistos en EEUU). Está plácidamente dormido todo él, así que contorsiono con el fin de poder entrar en mi asiento sin tocarlo. Algo imposible que me hace rozar sus mórbidas excrecencias y además tenerlas presentes todo el viaje. Me acurruco en el pedazo de asiento que me queda y me dispongo a leer el libro sobre Tarkovsky, un libro sin duda menor escrito por un sobrevalorado Michel Chion.
Llegado a Madrid tengo tiempo para otro café. Un camarero le dice a su compañero que él no sale a atender a la terraza mientras su jefe no le ponga ya el uniforme de invierno (es 15 de Octubre). Es cierto que hace frío, estamos a 8 grados y mucha gente va por la calle vestida de invierno. En cualquier caso tengo la posibilidad de comprobar, mientras leo mi tercer periódico, que al camarero en cuestión le gusta hablar por hablar. Aunque hable todo el tiempo en serio.
Llego a las famosas oficinas a la hora señalada. Me atiende una señorita que dice no saber nada de mi cita con el director, que no ha llegado. A través de unos casquitos se comunica con alguien y después me dice: “haga el favor de esperar, que –tiburón- le atenderá en seguida”. Pero de “en seguida” nada. Tres cuartos de hora de pie, esperando. Cuando aparece se disculpa diciendo que como la cita la propuso él desde la calle no se acordó de anotarla. Nos sentamos y cuando le pregunto si ha visto el material que él me pidió le enviara con urgencia (a través de mensajería) una semana antes me contesta que no ha tenido tiempo. En fin. Después de esta breve introducción comenzamos nuestra entrevista. Y poco después la acabamos en 20 minutos. Punto.
Salgo de las oficinas y acudo a la cafetería del Reina (Sofía), donde he quedado con el ínclito (y ubicuo) Fernando Castro Flórez, un crítico de arte que en realidad es, después de todo, algo más. Siendo ese “algo más” una clave tan definitoria como diferencial respecto a sus colegas. Un ser cuya apariencia se encuentra entre un ser adulto y un ser joven. Con una cultura que le brota espontáneamente desde las comisuras labiales Castro padece de una incontinencia verbal indisimulada. Pero a poco que se le conozca se sabrá que su verborragia no es un signo de megalomanía, sino un extravagante mecanismo de defensa, o sea, un signo de inteligencia. En efecto, la única forma de sobrevivir a las inmensas relaciones sociales que le toca vivir dada su profesión es la de no dejar hablar. Así, Castro sólo es incontinente cuando no tiene nada que escuchar. Cuando estamos despidiéndonos en la calle nos cruzamos con Valcárcel Medina, uno de los pocos artistas que yo admiro y que por tanto preferiría no conocer. Como el cruce imprevisto no ha dado tiempo para tanto me place haber hablado con él sólo unos instantes y haber escrutado sus apariencias.
Una vez acabado el tiempo dedicado a las cuestiones “profesionales” me abandono a disfrutar el Madrid que ahora me interesa, que no es otro que el compartido con mi amigo Blas Maza. Ir al Foro era, sobre todo, una magnífica oportunidad de pasar unas horas con alguien al que presientes aunque no veas. Como sabrá el lector de este blog mi misantropía me impide tener demasiadas relaciones sociales, así que podrá entender el hecho de que pueda resultarme emocionante una experiencia poco frecuente que además se encuentra, en este caso, complicada por la distancia. Blas es un tipo cuyo talento ha sido puesto, desgraciadamente, al servicio de su propia supervivencia. Así que la única forma de aprovecharse de él es hablando. Después de comer Blas se retira a sus prescriptivas labores y yo decido pasear para bajar la comida. Salgo a la Gran Vía para encaminarme hacia la librería Ocho y medio. Una vez allí compruebo, de nuevo, que se trata de una de las librerías más mal organizadas que he visto nunca; resulta casi imposible pensar cómo se podría organizar peor. Me entran ganas de decírselo, pero no lo hago por temor a la mirada que seguro me iban a lanzar los dueños ante los primeros compases verbales de mi apreciación. Sin embargo hay allí un informático profesional que al parecer ha sido reclamado por ellos para sanear su gestión informática. Su nivel de expresión verbal es digno de un cuadrúpedo, pero eso no le impide imponer su criterio. A mí me duelen los oídos de escucharle. A los dueños les importa mucho el aspecto virtual de su librería pero no parece importarles nada sus ventas físicas directas. Siglo XXI.
De retorno a casa de mi amigo me cruzo con más indigentes, tullidos, pandilleros, proxenetas y putas de los que me he cruzado en Valencia durante pongamos 5 años. Madriz. Quedo de nuevo con Blas en la plaza Santa Ana, y después de unos finos cerca de Huertas me lleva a tomar una carne guisada con curry rojo que quita el hipo. En el restaurante sólo se encuentran cenando dos discretas parejas, lo que hace aún más memorable la cena tomada sobre una barra de madera serpenteante, sobre todo si tenemos en cuenta que todos los restaurantes circundantes se encuentran repletos de comensales, como mandan los cánones de una crisis de economía sumergida/emergida.
Al día siguiente me levanto pronto para llegar tranquilamente a la estación. Mi equipaje ha aumentado, tal y como viene siendo habitual en mis regresos, pero esta vez debido a un regalo de mi amigo Blas, que me ha dado lo último de Houellebecq. Él sabe perfectamente de mi aversión a la ficción, pero como decía mi tía que en paz descanse, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Yo había leído Partículas elementales y me había aburrido, y eso que muchos siguen diciendo que se trata de su mejor novela. Comienzo, pues, la lectura del libro en la misma estación de Atocha. En la hora y cuarenta minutos que dura el viaje no levanto la cabeza del libro. No hay nada que hacer. Es probable que se necesite paciencia para “introducirse” en la historieta y poder saborearla, pero yo ni la tengo ni la tuve nunca. Todas las novelas que leo son imposiciones que me hago para corroborar mi desprecio a la ficción. Algo que invariablemente sucede independientemente de que pueda gustarme el estilo de la historieta elegida. Después de cien páginas me encuentro cansado de tanta perspicacia en las descripciones; de tanta sutileza en la definición de los personajes; de tanta inteligencia puesta al servicio de de un relato cuyos problemas de los personajes me la traen floja. No hay nada que hacer: leo historietas y se me va la cabeza.  
Addenda. Durante mi estancia en la cafetería del Reina sucedió algo inesperado que me hizo cometer un claro acto de mala educación. Mientras me hablaba Castro de Nietzsche sucedió algo detrás de él que acaparó y monopolizó mi atención, algo que me impedía estar atento a su discurso tal y como mandan los cánones del buen sentido y de la buena educación. Una señora extranjera de mediana edad que iba acompañada de su marido y de otra pareja se abrió el botón del pantalón, se bajo la cremallera de la bragueta, se bajó ligeramente los pantalones y metiendo una mano entre sus bragas extrajo un billete de 50 euros. Lo hizo dando la espalda a la barra, pero de forma indisimulada. Por lo visto alguien le dijo en su país que si venía España lo mejor que podía hacer era guardarse el dinero en el coño.

viernes, octubre 12, 2012

La juventud (más creativa) y el Poder

Se partió de una idea grotesca pero muy propia de aquellos lejanos tiempos ocurridos hace ahora 5 años. Un lustro, pues, ha pasado desde que se llevara a cabo la primera edición de “Cortometrajes por la igualdad”. Un certamen cinematográfico que desde entonces insta a los jóvenes del hoy a comenzar su “carrera” artística poniendo su potencial creatividad, no al servicio de una compulsiva necesidad de expresión (propia de su edad), sino al servicio de los asuntos que ponen cachondos a los poderes fácticos, esto es, al servicio de la lucrativa y rentabilísima corrección política. Y ahí están siempre ellos, los jóvenes, que no fallan, “creando” obras que se centran en el tema propuesto/impuesto por aquellos a quienes los mismos jóvenes insultan en las manifestaciones. Si alguien se había preguntado por qué no estalla España en una revuelta con barricadas aquí tiene la respuesta (respuesta que en este blog ha sido suscitada en innumerables ocasiones): los jóvenes no quieren en realidad renunciar a un Sistema en cuya construcción han colaborado, aunque “sólo” haya sido “comprando” todo aquello que del Sistema les interesaba. Así es como nos encontramos con la paradoja que define los tiempos que corren: llegado el “momento de la verdad” los jóvenes (exultantes de la creatividad que define su estadio) en vez de ser críticos con los poderes fácticos a los que con razón y motivos desprecian, van y se abrazan a los políticos en una causa que para ellos no es, después de todo, más que una excusa para ganar electores, una estratagema para aplacar a los rebeldes, un gesto hipócrita para controlar a los supuestamente peligrosos, una táctica para despistar a los más creativos, una simple forma de quedar bien. No había más que ver los cuatro cortometrajes ganadores para comprobar la sumisión intelectual y artística de los autores respecto a los poderes fácticos. Los cuatro, que despertaron en la presentación calurosos aplausos por parte del público, pusieron todo su énfasis en entender el problema de la igualdad, casualmente (¿), como un asunto con una sola vía de interpretación. Es decir, pusieron todo su énfasis en abordar el problema tal y como lo plantean los poderes fácticos (que son los que pagan) y en ningún caso abordándolo desde cualquier punto de vista que pudiera ser imprevisible por haber podido responder a una visión personal y sensible del asunto. Estos son los nuevos creadores de las sociedades políticamente correctas; estos son los nuevos creadores que dicen estar enfrentados a los corruptos poderes fácticos; estos son los que después de una manifestación hacen cola para recibir una tacita de caldo de aquellos a quienes han despreciado en sus pancartas. ¡Y cómo gozan los políticos cuando a sus pies tienen sus detractores más enérgicos! 
Addenda. No todos los aspirantes a artistas hacen lo que se les reclama desde un Sistema politizado e inflexible, pero casi. La verdad es que de forma más explícita o de forma más implícita casi todos lo hacen. Es el sino de nuestros tiempos: se desprecia el Sistema al que todos quieren pertenecer; o mejor se desprecia al Sistema mientras se está fuera de él. En cualquier caso, otra cosa que define a los jóvenes de hoy, incluso por comparación a los de otras generaciones, es la absoluta corrección fílmico-narrativa de sus productos. Sea por la tecnología (al alcance ya de cualquiera), sea por la preparación (mucho más accesible dadas las facilidades que otorga la tecnología), la cuestión es que las facturas de sus productos son muy correctas. Por lo que la cuestión no se encuentra (de nuevo) en el dominio de la técnica, esa técnica que ahora está al alcance de cualquiera, sino en qué hacer con esos conocimientos técnicos que “ya todo el mundo posee”. En qué hacer al margen de lo previsible. (He de confesar que sólo he visto los cuatro seleccionados pero todo me hace pensar que resulta incompatible la idea de expresar algo revolucionario por personal con la idea de querer ganar un concurso que es puramente político y por tanto políticamente correcto).

sábado, septiembre 15, 2012

Chulería

Sería esto más bien una suerte de apostilla al post anterior. Muy probablemente no supe expresarme con claridad. Hablaba yo de murmullo para describir lo que se produce cuando un político alude, a día de hoy, a la Realidad (como desde hace meses lo lleva haciendo Rajoy cada vez que intenta justificar su proceder). Pero ¿qué es al fin y al cabo un murmullo? Pues un ruido agónico de impotencia humana; así, un zumbido animal; un grito sordo e ininteligible. El murmullo es, en efecto, lo que genera una comunicación sin pactos entre los interlocutores. Si alguien pronuncia la palabra árbol y su interlocutor piensa en un cerdo es muy probable que la comunicación se agote de forma inmediata. Es cierto que todo significante constituye diferencias en alguna medida y que por eso no tiene fuerza, en sí mismo, para emitir un significado (preciso). Lacan lo dejaba bien claro cuando usaba el significante puerta para demostrar su incapacidad de remitir a un significado unívoco. [Si alguien dibuja un árbol en una pizarra puede poner el signo igual y escribir la palabra árbol. Si alguien dibuja dos puertas en una pizarra el signo igual puede desdoblarse en dos dependiendo de la letra que le pongamos encima: de si ponemos la letra D (Damas) o de si ponemos la letra C (Caballeros)]. Un murmullo es, por tanto, el ruido animal que genera nuestra impotencia ante una comunicación sin pactos.
El concepto Realidad ha sufrido una inflación de sentido debido al esfuerzo titánico de muchísimos profesores universitarios caracterizados por dos cualidades (muy bien vistas por la Posmodernidad); a saber: una gran capacidad para el medre y una gran incapacidad para entender a los pensadores que desde su profesión (de filósofos) sentaban las bases de un (lógico) pensamiento escéptico. O dicho de otra forma, el concepto Realidad lleva siendo humillado durante más de 30 años por unos lectores apresurados de pensadores profesionales (tanto analíticos como continentales) cuyo deber era precisamente ser escépticos; por quienes confundían la buena voluntad manifestada en su discurso pseudodemocrático y pseudofilosófico con el interiorizado deseo de medrar. [Respecto a estas tesis que desprestigian el pensamiento académico (que es abrumadoramente poderoso), tan abundantes en este blog, me remito a los libros Adiós a la Universidad de Jordi Llovet y La fábrica de la ignorancia de José Carlos Bermejo. Indispensables].
La cuestión es que dos días después de escribir mi anterior post he recibido uno de esos mail masivos y despersonalizados que al parecer se mandan para despertar conciencias. Se trata de un texto “indignado” ante la poca seriedad con la que los políticos atienden a la realidad, a la verdadera realidad, se entiende, a la que está destrozando el país, claro. Así que ¡ahora sí!, ¡ahora ya nadie quiere especular! En las épocas de vacas gordas todo se rige por la especulación, en las de vacas flacas nadie quiere pagar precios injustos o comprar cosas innecesarias.
Y en este río revuelto los que ganan son, más que otras circunstancias, los más chulos, los que aprovechan la debilidad para plantar cara a quien ya no tiene ni medio puñetazo. Así, son chulos cobardes porque actúan a traición, enfrentándose sólo a un contrincante debilitado. Son chulos malvados, ruines. Son los que, siendo sabedores de las brechas y heridas que la Realidad más real genera en épocas de debilidad, actúan colándose por las rendijas que la fragilidad ha abierto. Artur Mas, Bolinaga y por supuesto todas las personas que los secundan. Es cierto que nuestra debilidad ha sido “ganada” a pulso por la generalidad de un conjunto estupidizado, pero no por ello la chulería de los mencionados deja de ser el producto de la maldad. Y aprovecho ahora para remitir, al recurrente y socorrido Las leyes fundamentales de la humanidad de Cipolla, donde quedaba meridianamente claro que los verdaderos seres peligrosos no son los malvados sino los estúpidos. 

lunes, septiembre 10, 2012

La Realidad (y la fórmula)


Hay quienes afirman que el Conocimiento se adquiere a través de una democrática fórmula que consiste en hacerse preguntas permanentemente. Son gente que afirma que toda Verdad lo es de su contexto, y por ello también afirman que la creatividad genuina (filosófica, artística…) consiste en pasarse la vida formulándose preguntas. Pero curiosamente son esos mismos, y no otros, los que después nunca se conforman con la duda y resuelven de forma más categórica. Afirmando, como digo. Su afirmación favorita, la que más cachondos les pone, es esa que considera la Realidad un constructo. Un constructo lingüístico… “¡y punto!”. De hecho es esa gente, y no otra, la que de forma casi exclusiva lleva más de 30 años imponiendo esa (supuesta) democrática fórmula pedagógica, una fórmula que ni ellos mismos cumplen: o mejor, que fundamentalmente ellos incumplen. Al menos cada vez que examinan a sus alumnos exigiendo de ellos un Saber adquirido y no intuitivo. En realidad sólo se hacen preguntas cuando sueñan. O sea, en la Irrealidad.

Sólo aceptaría, pero sin mucha ilusión, que un semiólogo o un conductista me hablaran de constructo cuando hiciera referencia a la Realidad, por aquello de otorgarle un voto de confianza a sus áridas investigaciones. Pero si fueran un médico o un periodista quienes lo hicieran me tiraría a su yugular. Porque al fin y al cabo, y como decía Vázquez Montalván, “la realidad es la realidad como el fútbol es el fútbol”. Y lo decía quien sufrió en sus carnes la angustia que proporcionaba gustar de unos “lujos” que entraban en contradicción con la Teoría. Que por eso sabía que “la realidad es la realidad”. La cuestión es que, guste o no, la Realidad siempre se encuentra, después de todo, más aquí que, por ejemplo, las teorías de Baudrillard, Rorty, Putnam o Derrida.

La Realidad está entre nosotros. Lo que sucede es que tantos años negándola (no por los filósofos sino por los mitómanos profesorcillos universitarios y politicuchos ambiciosos) han hecho su efecto. Y ahora el sujeto generado por tanto estudio cultural progresistamente descreído anda desconcertado y desorientado teniendo que situar su deseo en un lugar con aristas de verdad. Y no en una fantasía. De todas formas, y aunque sólo sea por la inercia, el pensamiento académico sigue en sus trece, afirmando que lo local es el paraíso (victimismo relativista) y que Shakespeare era negro (relativismo victimista).

Addenda. Nada todo lo dicho le impide a la Realidad poder ser turbia, inestable, opaca, incomprensible, engañosa… Realidad sería, por ejemplo, lo que le hace decir a un Gobierno “Vota SÍ por el bien de España” después de haber proclamado en las campañas electorales “De entrada NO a la OTAN”. Es precisamente desde ese momento que los políticos, apoyados subliminalmente por el pensamiento académico/correcto, han estado toreando a los ciudadanos (con su consentimiento, claro) jugueteando con la fórmula. Por eso cuando llega un político y habla de Realidad se genera un murmullo.

martes, septiembre 04, 2012

La educación: Savater, Arteta y Spengler


Tengo un amigo que se autoexilió hace 3 años y no le he vuelto a ver desde entonces. Se fue, pues, antes de que comenzaran a hacerlo los jóvenes más sensatos. Para señalar la incompetencia de España y su incapacidad de salir del bache utilizaba una frase entre retórica y críptica: “nada se puede esperar de un país –decía- en el que los camareros no saben que son camareros”. Él lo decía así, pero su ulterior explicación despejaba las dudas: para mi amigo, España no saldría adelante mientras sus ciudadanos creyeran que la única forma de ser alguien es no siendo menos que nadie; no saldría adelante mientras todos confiaran su futuro al pelotazo; no levantaría cabeza mientras se siguieran considerando denigrantes (poco sociales) ciertos trabajos en un país donde sólo cabía la posibilidad de vivir como los ricos; mientras nadie quisiera aceptar su destino de “sirviente”, de “súbdito”. “Allá donde voy los camareros saben que son camareros –decía-, y por eso son profesionales del servicio; se esmeran en hacer bien su trabajo y lo hacen bien porque lo hacen sin complejos. Allí los camareros non creen necesariamente que su trabajo sea circunstancial, pero si lo creen no por ello dejan de realizarlo con esmero; porque son gente que en absoluto desprecia a sus clientes debido a ciertos complejos devenidos de algún tipo de frustración”. Así, mi amigo se cambiaba de país porque necesitaba habitar una sociedad en la que teniendo que haber de todo, como en todas, hubiera gente para todo. Entre otras cosas porque no puede ser de otra forma. Y como sabrán ustedes, hasta hace bien poco nadie quería ser camarero (por ejemplo) aquí en España, fundamentalmente por las falsas expectativas que iba generando por una parte, un entendimiento de lo laboral basado en el pelotazo y, por otra, la conculcación en el educando de un mal entendido sentimiento de autoestima. Nadie quería ser camarero porque no cuadraba con las expectativas generadas por una educación individualista de tintes agresivos. Educación, por cierto, potenciada por un Sistema Bolonia que en España ha sido colado con la vaselina de las metodologías universitarias autóctonas, discretas pero eficazmente destructivas.

Lo decía en un post reciente, la peculiaridad de la crisis española consiste en haber sido más papista que el Papa, en haber aplicado la corrección política de forma más fanática que sus propios inventores anglosajones. Todo lo que no tuviera tintes políticamente correctos ha ido siendo rechazado plenamente, y durante más de 30 años, por todas las instituciones estatales (los media, las universidades, los colegios, los políticos, las familias, los centros culturales, el pensamiento oficial…). Y así se ha eliminado el principal factor de compensación contra la estulticia que poco a poco, pero mayoritariamente, fue siendo aceptada como forma de vida (en la medida en que parecía eliminar fronteras, categorías, niveles… y parecía imponer la igualdad): la sensatez. Así, en efecto, nadie quería ser camarero porque no confería la imagen apropiada ante una sociedad que sólo veía bien a los consumidores. Nadie ha querido servir en un mundo, el nuestro, en el que alguien para ser no podía ser menos que nadie. Y obsérvese que mi amigo decía “mientras los camareros no sepan que son camareros…”, ¡se trata de una cuestión de “saber”!, no de aceptar, porque en absoluto se trata de tener que asumir cierto servilismo sino, más bien, de asimilar los datos que permitan situarse en el mundo con dignidad y sin rencor. Es decir, no se trata de aceptar sino de conocer.

De hecho la afirmación de mi amigo es una afirmación políticamente incorrecta de la que casi nadie gustaría. Y la verdad es que nunca gustaron este tipo de afirmaciones que acreditan una desigualdad que más que justa e injusta resulta inevitable. El gran experto en decadencias Oswald Spengler, pensador casi siempre incomprendido en sus controvertidas tesis, decía “la empresa dirigida por el lenguaje da de sí la distinción entre las actividades del pensamiento y las de la mano. En toda empresa cabe distinguir entre el pensamiento y la ejecución, y a partir de este momento la actividad del pensamiento práctico es la primera y más importante. Hay un trabajo de dirección y un trabajo de ejecución: y para todos los tiempos venideros constituye ésta la forma técnica fundamental de toda la vida humana”. Para Spengler la existencia de dos tipos de técnicas implica la existencia de dos tipos de hombres, lo que él llama una diferencia de rango: “En toda empresa existe una técnica de la dirección y otra de la ejecución […], los dirigentes y los dirigidos”.

Las Universidades españolas llevan 30 años conculcando a los jóvenes la ingeniosa (pero alienadora) idea de que no hay Saber Verdadero y que la Verdad es un constructo político elaborado para humillar a los desfavorecidos. Así las cosas, se fue imponiendo una educación que para el estudiante consistía en tener que aprobar estudiando cosas que NO contenían Saber alguno, por lo que el fin último no podía encontrarse en el Conocimiento sino en cosas más pragmáticas, como el medre o el lucro. Las humanidades fueron barridas con el aliento connivente del alumnado, que ya sólo se debía preocupar de buscarse la vida en un mundo sin amor por la excelencia y con pasión por los cuchillos afilados.

Una forma de afrontar este desaguisado sólo podría provenir de la renovada y reciclada implantación de las humanidades. Algo a todas luces poco previsible. El bueno de Fernando Savater lo sigue intentando con sus indagaciones y sus publicaciones sobre la ética y la juventud. Ahora: Ética de urgencia. Estas intentonas son siempre de agradecer pero me gustaría conocer la influencia que verdaderamente puede tener el filósofo más popular de España sobre unas juventudes, las actuales, que son muy pero que muy distintas a las de “su Amador” de antaño. Me he leído el libro debido a múltiples factores y mi conclusión es que, una vez más, Savater da muestras de una mesura y una sensatez poco propias en los divulgadores de opinión. El libro es suave y de una transparencia poco frecuente, por lo que entra con eficaz inmediatez. Supongo que tanta suavidad se justifica con la edad de los chavales a quienes va dirigido, de otra forma la suavidad y la “cortedad” deberían ser entendidas como cualidades más bien negativas. De hecho ha sido en este punto de donde ha surgido un pensamiento que me resulta tan desconcertante como turbador. Tengo motivos para creer que Savater ha escrito un libro para chavales de 15 años, los que tenía su hijo cuando escribió su pretérito y merecido éxito de ventas. Si es así, el texto me parece más que oportuno y su eficacia se encuentra, bajo mi punto de vista, asegurada. Eso es lo que creo después de una lectura en la que me he hecho pasar por un adolescente. Ahora bien, y he aquí el motivo de desconcierto y turbación: si en vez de hacerme pasar por adolescente me hacía pasar por joven las chispas saltaban en todas las conexiones de mi cerebro. Pero no tanto porque me pareciera inadecuado por cuanto me pareciera inoperante. La pregunta que me provocaba esa lectura esquizofrénica era ¿debe un libro, y más concretamente un libro sobre ética, “servir” de igual forma al público al que va dirigido (el de los 15 años) que a un público más genérico? Puede que no, pero me desconcierta ese desajuste.

Si me ponía en la piel de los quinceañeros veía el texto muy instructivo, aleccionador e incluso emocionante, pero si me ponía en la piel de los jóvenes de 19 años (a los que conozco bastante bien) lo veía desfasado y aburrido. Savater, que hace un tremendo esfuerzo por estar actualizado, cae en las mismas trampas que denuncia mostrando una forma de pensar excesivamente analógica (y hace demasiado esfuerzo por “caer bien”). El momento de Ética para Amador era esencialmente distinto al de ahora: era un momento en el que para informarse y culturizarse había que o comprar libros o ir a una biblioteca. No es mi intención desprestigiar su libro, más bien al contrario pienso que lo deberían leer todos los quinceañeros. Así que no se me malinterprete, lo que creo es que el joven se aburriría súbito ante ese texto debido, precisamente, a su experiencia vital  vivida en esos 3 o 4 años de margen. Es cierto que me resulta monstruoso, pero no por ello dejo de pensar que un joven educado “desde” internet rechazaría frontalmente todo ejercicio mental que no se encontrara directamente vinculado a un beneficio inmediato. Descarto el placer de la lectura en ellos (los libros se les resbalan), así que sólo cabría esperar ese beneficio en forma de placer intelectual derivado de esas ideas transcritas, cosa poco probable en unos sujetos que durante esos tres años han disfrutado viendo en su ordenador la saga completa de Saw, las palizas de unos niños a otros grabadas en móvil, las excéntricas  torturas de animales con fines de divertimento, la pornografía más salvaje (sólo antes destinada a los más viciosos) y, sobre todo, después de haber asimilado la cultura del pelotazo y los cuchillos afilados. Así, más que pensar que el libro no serviría para los jóvenes lo que pienso es que sería rechazado frontalmente por ellos; por aburrido. Es algo difícil de entender si se piensa con mente analógica, pero creo que desgraciadamente no hay otra.

La pregunta es ahora: ¿hay algún libro que pueda ser efectivo en los jóvenes en la misma medida en la que Ética de emergencia puede serlo en los adolescentes? Y habría que decir que sí, pero con un matiz condicionante  añadido; a saber: que sólo podría ser eficaz si su lectura se impusiera, esto es, si su lectura se hiciera obligatoria. No creo que Ética de emergencia funcionara por obligación (debido al público al que se encuentra dirigido), sin embargo pienso que Tantos tontos tópicos de Aurelio Arteta sólo funcionaría en su intento de educar si su lectura fuera obligada en TODOS los centros educativos. Y con examen, por supuesto. Desde luego que hay muchos libros que podrían ser adecuados en el intento de formar ciudadanos, pero el de Arteta es además el que mejor serviría actualmente a unos intereses forjados en la necesidad de formar sujetos sociales. No sólo trata sólo de analizar en profundidad todos los tópicos del lenguaje pseudofilosófico y moral sino que además los sitúa en una inoperante sociedad apalancada en el más estúpido de los buenismos. Porque, más que sólo tontos los tópicos son en realidad un arma mortífera en manos de los ignorantes, de los estúpidos, gente extremadamente peligrosa por cuanto no han superado su etapa infantil. Yo recomendaría, en cualquier caso, complementar el estudio con otro libro, esta vez un libro sin ninguna cualidad literaria o filosófica, pero con una información necesaria respecto a lo sucedido en España durante estos últimos 30 años: La casta autonómica. La lectura de ambos libros y la obligación de aprendérselos nos acercaría a esa luz que estando al final del túnel todavía no se vislumbra.

viernes, agosto 31, 2012

el abrazo de la muerte


Después de la noticia de la excarcelación de Bolinaga (Superbolinaga, para los amigos) he visto en la televisión a unos cuantos personajes dándose abrazos exultantes de felicidad. Estaban realmente contentos, como muchos habitantes del País Vasco, supongo. No quisiera alargarme demasiado en este pensamiento escrito, así que iré al grano. La contenturria exultante se estos personajes sólo puede ser debida a dos factores: o bien no creen en la existencia de la maldad (o lo que es lo mismo: les importa un carajo lo que la maldad pueda ser), o bien lo que están es contentos porque la excarcelación les sirve a sus intereses políticos. La piedad sólo cabe en aquellos que estando en desacuerdo con el sentido de la ética de un torturador no arrepentido aceptan su excarcelación. A quien se le ilumina la cara con la noticia no sabe en realidad lo que la piedad significa. Si la felicidad manifestada se deriva de los intereses políticos es que, en verdad, les importa un carajo cómo se expresa la maldad. Y menos aún desde quién. Así, las risas, los abrazos y la felicidad sólo pueden ser, en sí mismos, la personificación de la maldad, o como diría Kant, “el estado de corrupción del ser humano”.

Mutatis mutandi. Hoy viene en el periódico una entrevista a toda página de la ex diputada y concejala del PSOE valenciano y actual consejera del Cosell Valencià de Cultura Ana Noguera. El titular (que casi ocupa un cuarto de página reza así: “El desprestigio de la política me quita el sueño”. Es una buena oportunidad, me digo a mí mismo, a quién si no, de saber qué haría un político si el Poder estuviera en sus manos. Después del previsible sonsonete de rigor (esto es un desastre…) la simpática entrevistadora le pregunta “¿Qué pediría en su última cena?”, y yo, antes de leer la contestación, me digo a mí mismo, a quién si no, “eso, eso, veamos cuál es el último deseo de una persona tan desmoralizada ante el desastre que nos consume”. La política Ana Noguera responde, “Los tres sabores que más me gustan: el queso (cualquiera), unas anchoas y el chocolate negro. Todo regado con un buen vino”. Obsérvese la exquisitez: los tres sabores son importantes, pero no suficientes. La última cena es la última cena, tú (que diría un catalán), para qué vamos a andar con remilgos… o con hipocresías. La sorpresa que pudiera haberme causado tal respuesta queda rápidamente anulada por la siguiente pregunta de la periodista, que dice, “¿Y si resultara que Dios es negra y obesa? Y yo, antes de leer la respuesta, me pregunto a mí mismo, a quién si no, “¿Será verdaderamente terrícola esta periodista?”. Pero la política no se arredra y ejerce su papel a la perfección, tan perfectamente, que ya sé que es ella misma la que se quita el sueño. Contesta: “Si así fuera, tendríamos un mundo más justo, más sensible y más eficaz”.

jueves, agosto 30, 2012

Sacrificio y la actualidad (o De la actualidad de Sacrificio)

Cuando Alexander decidió sacrificarse los menores de 26 años no habían nacido. Puede ser una pista para entender estas nuevas generaciones, que además han recibido una educación bastante simpática. Así, son muy escasos los menores de 26 años que sepan qué es una ofrenda y prácticamente ninguno que sepa quién es Alexander. El hecho de que sea un personaje no lo hace menos relevante en lo que respecta a la cuestión de la ejemplaridad. Tarkovski otorgó calidad de sujeto real a un personaje ficticio como pocas veces ha sucedido en el cine. Aun con su  esporádico histrionismo y su desmesura puntual Alexander es, no un sujeto, sino el sujeto que con su sacrificio nos ha salvado de la hecatombe. No es un actor porque es un ex –actor. Eso es exactamente lo que es Alexander en la película Sacrificio, un ex –actor, alguien que habiendo actuado durante casi toda su vida decidió en un momento dado no hacerlo más. Sacrificio es, pues, una película sin actor protagonista: lo que hace Alexander lo hace desde su condición de sujeto libre.
Cuando Alexander se entera de la debacle en la que de repente se encuentra sumida la humanidad toma la inmediata decisión de sacrificarse; la irreversible decisión de ofrendarse para salvar a esa humanidad de una hecatombe monstruosa. Que sea Dios a quien se ofrenda es lo de menos, lo importante reside en el acto en sí. A Alexander no le preocupa analizar la cuestión, no reflexiona acerca de los motivos que han provocado la cruel y previsiblemente devastadora guerra, no se para un instante a determinar responsables o culpables. Sólo quiere evitar el sufrimiento de TODOS. No hay prepotencia mesiánica en su cometido, no se trata de una misión. Se trata, “sólo”, de encontrar la manera de evitar el dolor que a la humanidad le espera por su incompetencia. Alexander no es ningún elegido. Su fe en el sacrificio se encuentra por encima de cualquier sobrenaturalidad. Su fe radica en lo que debe hacer según una especie de intuición irracional; de generosidad inconsciente. No hay posibilidad de pensamiento, sólo de acción. Alexander intuye que ante la magnitud de la tragedia sólo cabe la potencia del acto, un acto que desde luego debe ser individual y ajeno al resto de seres humanos. Su fe es intuitiva y extraordinariamente generosa pues requiere la pérdida de todo aquello que ama. Sabe, en definitiva, que no hay solución sin sacrificio. Y, desde luego, en ningún momento tiene en cuenta lo que el resto de la humanidad haga o no haga.
Post Scriptum. En uno de esos libros nauseabundos con que el academicismo universitario nos ha estado inundando durante más de 30 años hay unos datos derivados de unas encuestas realizadas con el fin de analizar la relación de la juventud con el cine. El estudio se hizo a partir de la selección de películas que llevaron a cabo universitarios de entre 20 y 24 años. Con independencia de los pretendidos fines del libro, siempre al servicio del pensamiento único, los datos que ofrece no dejan de ser extraordinariamente significativos. El fundamental es el que nos proporciona la misma lista de películas seleccionadas por ellos como las preferidas de todos los tiempos: de las 34 películas seleccionadas como las favoritas de los universitarios sólo 5 son anteriores a los años noventa. Cuatro de esas películas elegidas son de los ochenta y la más antigua es de 1978. De estas 5 películas “antiguas” una es Grease, otra E.T. y otra Dirty dancing.

viernes, agosto 17, 2012

He hecho buenas migas con el carpintero que ha formado parte de la cuadrilla que desde Abril lleva reformando mi casa. Es el único que se ha preocupado por mi beneplácito en los acabados; el único que ha mostrado respeto por la propiedad ajena y, sobre todo, el único que NO me ha preguntado si me he leído todos los libros que hay en mi biblioteca. El electricista es un cachondo pero ni no revisabas su trabajo era capaz de dejarte colgando la toma de tierra de todos los puntos de luz. Los demás parecían hacer su trabajo, no sólo a desgana sino obligados por su condición de “esclavos”. Concretamente con el yesaire daba miedo hablar, parecía siempre a punto de soltar la llana y emprenderla a puñetazos con todo aquel que hiciera una sugerencia. sSalpicó de yeso los sitios más insospechados. De los chapadores ni hablar, eran como Zip y Zape en versión ciclada, se comunicaban con gruñidos y, en el mejor de los casos, a través de sus bíceps. Dejaron el suelo como un dripping del Pollock más inspirado. El carpintero, Blas, fue sin embargo afable y sosegado. Por eso hice con él buenas migas y por eso, quizás, me ha invitado hoy a comer a su pueblo, Guadasuar. Concretamente en las instalaciones del Polideportivo Municipal.
Salgo con tiempo para llegar a la hora pactada (son 35 Kms.) y llego sin problemas a lo que parece la puerta principal. No hay ningún coche aparcado en las inmediaciones, el entorno es desértico en todos los sentidos, el sol cae a plomo, y no hay absolutamente nadie al alcance de mi vista. Tan es así que incluso dudo de haber llegado al destino apropiado. Blas me había hablado del restaurante de la piscina del Polideportivo Municipal y por lo que mi vista alcanzaba no había ni piscina ni restaurante, sólo una entrada con puerta de torniquete que nadie vigilaba. Entro y busco alguien en una especie de oficinas situadas junto a un enorme campo de fútbol flanqueado por unas inmaculadas pistas de atletismo. La puerta se encuentra cerrada pero veo a través de las ventanas que el ventilador se encuentra encendido. No hay nadie, por lo que decido meterme por una puerta que se encuentra junto a las inquietantes oficinas cerradas. Salgo por ella nada más descubro que se trata de los vestuarios. Vacíos igualmente, claro. Veo otra puerta enfrente, pero esta vez si hay indicación: “subida a las gradas”. Decido no subir, me dirijo hacia la puerta de salida y es entonces cuando veo un letrero pintado en la pared que subrayado por una flecha dice bar-restaurante. Allá voy.
A unos 50 metros del letrero es el olor quien me dirige bajo el aplastante Lorenzo. Como bien me había avisado Blas se trata de un lugar ambivalente, ya que puedes comer a la carta o alquilar un puesto de fuego para elaborar tu propia paella. No tienes más que llevar el "arreglo" y elaborarla, que de todo lo demás se encarga el mismo restaurante: la leña, la mesa, las tapas, las bebidas y la limpieza de la misma paella. Así, como digo, es el olor a leña de naranjo lo que enseguida me dirige hacia Blas, que se encuentra en plena faena. Lo deja todo preparado y antes de tirar el arroz nos adentramos en el bar para pedirnos unas cervezas. Me presenta a su mujer con la que me deja mientras ejerce de maestro de ceremonias entrando y saliendo en función de la supervisión de la cocción. Yo muestro mi perplejidad ante el hecho de que un polideportivo de esa magnitud y tan perfectamente cuidado se encuentre absolutamente vacío. Su respuesta me deja más perplejo todavía: “pues aún hay otro, pero es privado, es igual de grande que éste pero privado, puedes entrar al restaurante pero no a sus instalaciones a no ser que seas socio”. Así pues, en un pueblo con poco más de 5.000 habitantes tiene dos inmensos polideportivos, con un total de tres piscinas olímpicas (una de ellas cubierta y climatizada), dos campos de fútbol, unas fabulosas pistas de atletismo, además de sus correspondientes pistas de paddle, tenis, squash y servicios varios en ambos recintos. Y un imponente trinquete público, nada más faltaba.
Es la una y media de un 17 de agosto y no deja de sorprenderme que no haya nadie en la piscina. Quizá sea yo un fantasioso pero la verdad es que cuando Blas me dio cita en la piscina del polideportivo me imaginaba comiendo ante un algarabío típico estival: chapoteo de agua, niños enajenados y gritos de comandas gastronómicas. Pero no sólo no hay nadie en la piscina, tampoco hay nadie en el bar-restaurante, sólo nosotros. Y dos camareras muy serias que se quejan de un jefe que por supuesto no se encuentra presente. Me cuentan que esa quietud es habitual desde que han decidido cobrar entrada por hacer uso de la piscina, pero que “tampoco es que antes hubiera mucha más gente”. Sin alterar su gesto me dicen que se trató de la iniciativa de "un alcalde bonachón y campechano" (esos fueron sus adjetivos) que decidió construir el polideportivo como réplica a ese otro club despiadadamente elitista. Y así fue que lo construyó… y colgó la chapa donde con su nombre se hace mención a su gesta. Total para después cobrar todos los servicios.
Han decidido cobrar la entrada a la piscina porque se ha cedido el cuidado de sus instalaciones a una empresa particular habida cuenta de las pérdidas que generaba como “negocio” del Ayuntamiento. Por lo visto el polideportivo cuenta con un presupuesto de 90.000 € de mantenimiento al año y sus beneficios rondaban los 2.000. Hubo varios intentos de aprovechar las infraestructuras con la creación de cursos (de natación para niños, de atletismo, etc), pero la verdad es que después de todo nunca había gente suficiente para que resultaran mínimamente rentables. "Si la cosa no mejora -me dicen-, el año que viene cerrarán el polideportivo".
Nos comemos la paella con el único sonido de fondo que el de unas camareras mosqueadas. A los postres llega el cuñado de Blas, Miquel, que viene a tomar una cerveza después de acabar su jornada laboral. Es marmolista y se conocieron en el bar del mismo polideportivo en unas circunstancias un tanto peculiares. Al parecer estuvieron a punto de pegarse debido a la susceptibilidad etílica de Miquel, incluso salieron a la calle dispuestos a zumbarse, pero no sólo no lo hicieron sino que poco después Blas se estaba casando con su hermana Elena.
Se ponen los tres a hablar de las fiestas patronales que darán comienzo el lunes de la semana próxima. A Miquel se le pone la carne de gallina hablando de ellas. “No hay palabras para describirlas, hay que estar ahí para vivirlas; son muy emocionantes”. Blas corrobora, “son unas fiestas muy particulares, no tienen nada que ver con otras”. “Yo me pido las vacaciones siempre en la última semana completa de Agosto, para hacerlas coincidir con las fiestas”, remata Miquel. “Todo el pueblo participa- dicen al unísono- y la semana entera es un festejo continuado en la calle”. La mujer de Blas, hermana de Miquel, dice que no cambia sus fiestas “por ningún viaje al mejor lugar del mundo”. Después de una breve pero entretenida e instructiva conversación de sobremesa nos levantamos y nos despedimos. Salgo al exterior del recinto y la imagen que encuentro ante mis ojos me devuelve al momento de mi llegada. Sol y chicharras.