domingo, diciembre 26, 2010

Calidad Vs. Representatividad

Por cuestiones que no vienen a cuento he visto, en el mismo día, dos películas españolas realizadas por las mismas fechas: Deprisa deprisa de Carlos Saura (1981) y Los autonómicos de Mariano Ozores (1982). Por ir al grano: de entre las dos me quedo con esa que tan bien (¿) representa aquella época de transición, Los autonómicos. O por decirlo de otra forma, me quedo con Los autonómicos, entre otras cosas, por los motivos que se adujeron para defender la otra, Deprisa deprisa: por representar la “transición que media entre la represión fascista y la democracia” (consúltense hemerotecas).

No se trata de comparar dos formas de entendimiento cinematográfico tan antagónicas, pues ante toda posible comparativa saldría siempre beneficiado Carlos Saura. Y menos aún se trata de minusvalorar la obra de uno de los directores que mejores productos cinematográficos nos dejó en épocas menos libres. De lo que se trata, pues, es de dilucidar cuál de las dos películas representa mejor, no tanto una época concreta como al país en que se circunscribe su producción; un país que al parecer no puede más que repetir tenazmente los errores que imposibilitan su verdadero desarrollo. Es en este sentido que Deprisa deprisa “sólo” relata una historia que se adscribe a unas concretas coordenadas espacio/temporales y, sin embargo, Los autonómicos relata, aunque a partir de la parodia, nuestra particular hecatombe.

Deprisa deprisa no deja de ser una correcta descripción del particular momento de un país en vías de desarrollo; un país que lucha por recuperar el tiempo perdido. La localización de los exteriores elegidos le sirve a Saura como metáfora de un desarrollo que ignora y relega cualquier periferia (periferia que es aquí protagonista). Pero es en este sentido en donde la película se vuelve, en contra de las apariencias, más universal, esto es, menos representativa de lo particular. Así es como, por ejemplo y salvando las distancias, es reconocible como “nuestra” la idiosincrasia periférica de un Ken Loach (Lloviendo piedras o la de n Mike Leigh (Secretos y mentiras), por citar sólo dos ejemplos. Sé que resulta difícil de aceptar, pero hay quien sólo bajo presión y ante el posibilismo se crece artísticamente. El mejor cine de Saura es, paradójicamente, el anterior a la democracia: Mi prima angélica, Mamá cumple 100 años, Elisa vida mía y sobre todo La caza.

De esta forma, la curiosa demanda de Aniceto (Juanito Navarro), alcalde del pequeño municipio de Regajo de la Sierra, es menos grotesca de cuanto pudiera parecer, y mucho más representativa de un carácter que se ha demostrado tan particular como consustancial en nuestro territorio. Tal es la trama de la película: Aniceto quiere convertir a su pequeño municipio en Comunidad Autónoma y hará lo que haga falta para conseguirlo (sobornos, chantajes). Una trama, como puede verse, que resulta perfectamente representativa no tanto de su momento histórico, que también, cuanto de un carácter que subyace en la clase dirigente española más allá de un concreto momento histórico. O por decirlo acorde a los términos que aquí nos importan: cuando yo veo Deprisa deprisa mi memoria me retrotae con precisión al Moratalaz de mi infancia, un Moratalaz sórdido que produce un recuerdo cargante por exacto, es decir, cargante por “antiestético”. Sin embargo cuando veo Los autonómicos mi memoria desaparece ante la descripción de unos hechos que pierden su sentido histórico para conducirme, a través de la sátira, al genuino y persistente esperpento español.

Ciertamente todo producto es (fue) consecuencia de su propio presente, pero no es menos cierto que el devenir juega con varias posibles combinaciones de los elementos que conforman el verdadero éxito ulterior; es decir, un éxito en el presente continuo no garantiza posteridad alguna. Cientos de películas con gran éxito en taquilla han acabado en la indigencia debido al implacable juicio emitido por el paso del tiempo. Hay quien cree que se debe sólo al cambio de gusto de las sociedades, pero a mi modo de ver se trata de algo más fácil de explicar: mucho de lo que en cada presente continuo ha parecido representativo de su época no ha sido más que el producto de una imposición estética conculcada por una pandilla de intelectuales progres con mucha falsa fe en el futuro.

Indudablemente es mejor director de cine Carlos Saura que Antonio Ozores, e indudablemente es mejor película Deprisa deprisa (a pesar de los pesares) que Los autonómicos, pero vistas estas dos películas en la actualidad cabe creer que el paso del tiempo ha clarificado las cosas en cuanto a la representatividad de ambas; una es representativa de un momento tan puntual como discutible, la otra es representativa de nuestra particular hecatombe. Ya lo decía más arriba: de lo que se trata, pues, es de dilucidar cuál de las dos películas representa mejor, no tanto una época concreta como al país en que se circunscribe su producción; un país que al parecer no puede más que repetir tenazmente los errores que imposibilitan su verdadero desarrollo. Los autonómicos, al igual que Deprisa deprisa, representan bien la “transición que media entre la represión fascista y la democracia” pero la primera nos muestra, además, de qué estamos hechos los españoles.

domingo, diciembre 19, 2010

¿Lapsus?

Acaba el año y el número de mujeres asesinadas por sus correspondientes parejas (actuales o pasadas) se parece salvajemente a los números obtenidos en años precedentes. Los expertos en la materia se expresan al respecto en los medios de comunicación, fundamentalmente en la televisión y la prensa, haciéndose eco del asunto a su estilo; esto es: imponiendo una mirada sobre los hechos que, con pertinacia, se va demostrando ineficaz a lo largo de todos estos años de seguimiento estadístico. En cualquier caso los expertos insisten con su “mirada” en sus tesis y en lo que ellos llaman políticas de prevención. Que no son otras que las que nos invaden e imponen sin ofrecer la posibilidad de alternativa alguna, ya no sólo con respecto a las soluciones sino al mismo entendimiento de los hechos.

Ayer en El País, con el titular “Diciembre negro para la mujer”, se nos cantaba la insoportable cifra de víctimas a día de hoy. Toda una página dedicada a (sobre)entender como machistas los asesinatos de las 70 mujeres: “nuevo asesinato machista”, “violencia machista”, “70 asesinadas por los machistas”. Son frases de los expertos, que no son otros que aquellos que hablan desde donde sólo ellos pueden hacerlo, desde la tribuna, que por eso son expertos. Lugar privilegiado desde donde nadie, al parecer, puede salirse del guión de la corrección. Un guión ya escrito que exige un previo innegociable: la criminalización del varón.

“Entre las causas del repunte (de asesinatos) está el debate neomachista de la victimización de las mujeres, junto a la polémica de las denuncias falsas”, dice Miguel Lorente, delegado del Gobierno para la Violencia de Género. E inmediatamente después, pero sin atribuir por entrecomillado, se nos dice “También observa un posible efecto imitación o paso a la acción”. La primera frase del experto resulta tan sintomática como significativa y sólo da cuenta del lógico desconcierto que sufren quienes no aciertan a conocer algo tan elemental (ante un problema) como es el conocimiento de los hechos. Llevamos mucho tiempo en el que al periodismo se le ha olvidado algo tan elemental como es la necesidad previa de fijar los hechos. Así, sus análisis sólo pueden estar viciados por lo que ellos creen que debe ser dicho. Ahora, bajo los auspicios de la Corrección Política asentada sobre la Cultura de la Queja.

De entrada podría decirse que ante un problema todo debate debería considerarse siempre bueno o fructífero en la búsqueda de soluciones. Por lo que no puede achacarse a un debate la perpetuación del problema, a no ser que no se sepa de lo que se habla. O a no ser que, después de todo, el debate no sea sino el producto de una fantasía paranoica. Por otra parte, habla de debate neomachista, lo que resulta difícil de entender, pues no puede haber debate allá donde dos partes piensan lo mismo (pues el debate neomachista sólo puede darse entre neomachistas). Además, para el experto no es machista, sino neomachista, es decir, que vuelve a ser machista (¿). Así, un debate entre (¿miles de?) hombres que “vuelven” a pensar de forma machista es pues la causa por la que unos cuantos degenerados no han podido evitar las consecuencias de encontrarse ante la radical necesidad de asesinar, no a cualquier mujer, sino a su (ex) pareja. El debate, pues, como causa de asesinato!!!! Como también lo es la polémica de las denuncias falsas. No el problema en sí de las denuncias falsas, sino la polémica. La polémica (promovida y desarrollada por miles de hombres “malos”) como causa de los asesinatos producidos por unos cuantos degenerados!!!!

Y por si había dudas de lo que dice el experto respecto al debate llega una de las domadoras de expertos para abundar en lo mismo. “Lorente, al igual que la Ministra de Sanidad Política Social e Igualdad, Leire Pajín, asegura que la polémica sobre las denuncias falsas está haciendo un “flaco favor” a las víctimas de esta lacra. “Ese debate alimenta la violencia y provoca que quien ya está en una situación así sea más violento”, considera”. Y continúa “Igualdad también estudia el factor “imitación o paso a la acción” como uno de los factores a considerar en estos crímenes”.

Así que no sólo es el debate el culpable del repunte, también lo es la necesidad de imitación. No es, pues, la desesperación lo que lleva a un enfermo valenciano a matar a su mujer, sino el saber que un andaluz lo hizo antes. No hay, por tanto, posibilidad alguna de que los asesinos estén desinformados; son asesinos entre otras cosas porque están informados. De hecho, para los expertos es la información que reciben los hombres lo que como hombres les incita a matar. No es que estén desesperados, es sólo que además de machistas (¿) están informados sobre otros asesinos y quieren imitarlos. Por tanto, para evitar el “repunte” de asesinatos sólo habría que acabar con los debates (que en realidad no existen) y evitar dar la información (esa que se la trae al pairo a los que por desesperación se verán impelidos a asesinar) de los asesinatos.

Para acabar, claro, Inmaculada Montalbán, presidenta del Observatorio de la Violencia de Género del Consejo General del Poder Judicial, dice “… eso no hace más reforzarnos en que hace falta más trabajo en ese ámbito preventivo y educativo”. Y ya sabemos lo que quiere decir preventivo y educativo para los expertos (ver penúltimo post).

Addenda: No es la primera vez que veo presentar a los expertos sobre el tema con la expresión para en sustitución del contra: “Miguel Lorente, delegado del Gobierno para la Violencia de Género”. ¿Se tratará de un lapsus o se trata de una simple verdad?

Post Scriptum: Sobre el debate y la imitación. Pasaron anteayer por televisión un documental que se llamaba Chicas de discoteca y trataba de mostrar la relación que mantienen las menores de edad con los locales denominados discotecas. La entrevistadora preguntaba a las adolescentes cómo hacían para beber tanto si no tenían dinero. Las niñas no dudaron ni un momento: “eso está chupado, siempre encontramos algún pringado que nos invita” dijo una de ellas, “sí, es fácil dar con un pagafantas”, dijo otra. La entrevistadora les pregunta entonces, “y que hacéis una vez os ha invitado?”. “Que vamos hacer, darle puerta (hace el gesto); mandarlo a tomar por culo”.

domingo, diciembre 12, 2010

Las sillas de Ionesco

1-España y el absurdo. Por lo que sé, sólo 8 personas en diez meses pudieron vivir en sus propias carnes, de modo individual, una experiencia que resulta difícil de imaginar. La de encontrarse a solas en todo un aeropuerto. Podría ser interesante conocer la experiencia de esos 8 afortunados viajeros que pasaron por el aeropuerto de Huesca en el transcurso de 10 meses. Gracias a ellos sabríamos, por fin, si los no lugares descritos por el plomo de Marc Augè pueden ser también superlugares que cuestan una fortuna para que los no viajeros no hagan un pipí mientras no esperan la llamada de la puerta de embarque. Pero, aunque no anuncie vuelos para los que no hay viajeros, el aeropuerto de Huesca (o el de Lérida) se encuentra atiborrado de sillas en las que nadie se sienta. Sillas ergonómicas.

2-El Mundo y las lágrimas de cocodrilo. Resulta difícil de imaginar que una silla vacía sea el centro de atención, no sólo de todo el auditorio repleto de cientos de personalidades, sino de todos los millones de televidentes emocionados ante la ausencia del último Nobel de la Paz. Una silla vacía, pues, que representa lo que con la ausencia niega. Perfumes, colonias y joyas a manta para celebrar un símbolo que queda negado en su misma representación. Un símbolo que los países civilizados traicionan a diario con sus abrazos diplomáticos. Así, una silla vacía para una no presencia del “único” verdadero representante de la Paz. Y mientras después de la ceremonia los compungidos asistentes comen cigalas en el Ritz, Xiabo se pudre en la cárcel por creer en lo que no puede creer una silla vacía (colocada entre cientos de sillas ocupadas y perfumadas).

domingo, noviembre 28, 2010

¿Mayéutica?

Hemos tenido que sobrevivir a tres días de bombardeo mediático. Por el día del Contra la violencia de género. Niños adiestrados, actores sobrevenidos de elocuencia, presentadores ebrios de buena voluntad y televidentes asaltados por las calles declaran todos lo mismo ante la cámara. Los periódicos se hacen eco del asunto a su manera: en las portadas de varios de ellos la fotografía de unas mujeres sacando tarjeta roja. Las mismas mujeres que también han salido en todos los telediarios de todas las cadenas televisivas.

La pregunta, por cierto nada gratuita, sería, ¿a quién le sacan la tarjeta roja las mujeres?, ¿a quién va dirigida esa tarjeta?: ¿a los posibles futuros maltratadores?, ¿a los que se están pensando si maltratar o no a sus mujeres?, ¿a todos los hombres? ¿o sólo a los que ya han consumado el maltrato? ¿Qué sentido puede tener el sacar tarjeta roja a quien ya ha demostrado que “no entiende de fútbol” y por eso le importan muy poco las tarjetas? Si por lo tanto no es a ellos a quienes se les saca la tarjeta roja, pues estos ya estaban expulsados, ¿a quién le están sacando la tarjeta roja esas mujeres que tanto énfasis ponen en su acción sancionadora?

Se trata de la escenificación de un sentir en el Día Contra la Violencia de Género. Pero, ¿es de género de lo que habla esa violencia? No hace mucho una lesbiana le pegó una paliza a la mujer con quien estaba casada y el Sr. Juez giraba la cabeza cual niña del exorcista en el momento de la sentencia. No sabía exactamente cómo denominar el delito y se inclinó por declararlo como Violencia Doméstica (delito menor). Por lo que le llovieron piedras de parte de la mujer agredida que exigía ser víctima de la Violencia de Género (delito mayor). Pero, ¿es el género algo que claramente se asocia a uno de los dos sexos para distinguirlo del otro? El caso demuestra que no. ¿Es el género, en todo caso, lo que puede distinguir en una sentencia la gravedad del delito? ¿No era el género un simple constructo cultural, elaborado por la despótica sociedad patriarcal y machista? Por cierto, ¿puede llamarse machista a una violencia cometida, las más de las veces, por energúmenos que ejercen esa violencia sin creer en la superioridad de un género sobre el otro? O dicho de otra manera, ¿puede llamarse Violencia Machista a la ejercida por motivos que nada tienen que ver con el machismo, sino con los celos, el egoísmo, la debilidad mental o una patología mental? ¿Qué es pues una mujer ante la Ley? ¿Qué es lo que posee para que esa posesión le haga distinta del hombre ante la Ley? ¿Somos tan distintos los hombres y las mujeres como para que la Ley tenga que distinguir entre sexos a la hora de juzgar? Al parecer y según las mujeres SÍ. Por no ser iguales a los hombres.

Así, ¿a quién le sacan la tarjeta roja las mujeres? ¿A los hombres? ¿A los hombres sólo? ¿A todos o a los que por “no entender de fútbol” no entienden de tarjetas? Es decir, ¿a todos, que son legión, o a los canallas, que son unos cuantos? ¿Pero no son todos los demás (los que no saben de violencia), precisamente, los que no necesitan amonestación y menos aún expulsión? Entonces, ¿a quién van dirigidas todas esas tarjetas rojas?

En estos tres días de bombardeo mediático no ha habido reportaje que no hiciera hincapié en una necesaria prevención que debía estar destinada a los hombres, a los hombres y a su educación. Por tanto, también a los niños, que también eran protagonistas de la campaña. Eran las niñas quienes, adiestradas por sus satisfechos educadores, expresaban en el Telediario un “NO” rotundo dirigido a las posibles actitudes del potencial delincuente, su compañero de pupitre. Y del carácter indefinido de los conceptos posible y potencial se pasará, como atestigua el discurso oficial, a la criminalización del género masculino, a la criminalización (especulativa) de los niños (posibles y potenciales canallas) y de todos los hombres (posibles y potenciales canallas). El discurso oficial preventivo.

Ayer mismo venía en El País esta declaración de la responsable de la Sección Mujer de la Unidad Central del equipo Mujer-Menor de la Guardia Civil. “La misma mujer que ha venido llorando al cuartel, asustada y llena de moratones, trata de convencernos después de que su pareja es muy buena persona, que la quiere mucho y que, por tanto, quiere retirar la denuncia. Le dices: “Señora, eso lo dirá es fiscal”. Y entonces se enfurecen y arremeten contra nosotros. Nos llaman de todo. Las buscas y no cogen el teléfono. Vas a su casa y no te abren. Se desdicen ante el juez, niegan lo evidente… Es frustrante […] Lo defienden (al verdugo) con verdadera pasión. Eso no ocurre en ningún comportamiento criminal” (Ana Muñoz, capitana de la Guardia Civil).

La pregunta ahora sería, ¿a quiénes les hizo falta esa educación que habría evitado llegar a tales infames circunstancias: a los hombres “enfermos” o a las “dulces” e “indefensas” mujeres? O mejor, ¿la educación de quiénes habrían podido prevenir mejor (o disminuido las probabilidades de) los hechos narrados por la experta? ¿Qué sentido tiene entonces mirar sólo a los ojos de los niños varones cuando con la excusa de la prevención se pretende educar a los niños de ambos sexos? A ellos se les dice, “no maltrates”, a ellas se les dice, “no te dejes maltratar”. ¿La igualdad?

Post Scriptum. Tengo dos sobrinos mellizos de los que ya he hablado en algún post. Tienen ahora 11 años y son niño y niña. Pues bien, si en algún momento me planteara prevenirlos contra un posible futuro de sufrimiento en estas lides del “amor”, antes me inclinaría por hacer énfasis en la educación de ella que la de él. La explicación es muy sencilla y contiene dos fundamentos: el primero se corresponde con una simple cuestión numérica. Los hombres maltratadores son una pequeñísima porción respecto a los hombres que no lo son y además mi sobrino no vive las condiciones familiares que se consideran propicias para conformar a uno de ellos. Lo cual no quiere decir que excluya la posibilidad, sólo quiere decir que me atengo a las probabilidades y en este sentido es más probable que mi sobrina se enamore de un chulo o de un adinerado que mi sobrino se convierta en un canalla violento. Mucho más probable. La segunda se corresponde con las cuestiones electivas. Mi sobrino no tendrá elección respecto al camino a seguir: deberá ser un hombre de provecho, lo que significa que tendrá que trabajar sí o sí para poder formar una familia (descarto otras posibilidades no vinculadas a su futuro sentimental). En cambio mi sobrina tendrá que superar la tentación de “querer” encontrar un hombre que le evite tener que trabajar. Es algo de lo que nada quieren oír las feministas, pero la verdad es que siguen siendo muchas más las mujeres que deciden depender de un hombre (en su enlace o compromiso) que hombres que deciden depender de una mujer. Un posible tercer fundamento tendría que ver con el hecho, también extendido y también poco analizado, de que los adolescentes y los jóvenes que más fornican son siempre los más chulos. Con lo que eso supone respecto a la atracción sexual de ellas, las adolescentes.

domingo, noviembre 21, 2010

En off

Hace unos días hablaba yo en este blog sobre las diferencias que median entre lo dicho en privado y lo dicho en público. Sólo se trató de un apunte usado para hablar de otro tema, así que no pude expresar la importancia que bajo mi punto de vista tiene en nuestra sociedad esta esquizofrenia mostrenca.

Y no sólo sucede en política, sino que sucede con todo y en todo. Nadie dice en público lo que dice en privado. Así, muchos de los que se jactan de su sinceridad lo hacen porque en realidad no tienen un público; tienen amigos, pero no público. Las mujeres comprometidas públicamente con su causa (feminista) te dicen en privado sinceridades que contravienen todo su discurso público. Los expertos en arte hablan en plural mayestático a “su” público de las bondades del arte, pero después hablan de su desfachatez cuando se encuentran entre amiguetes. Los gitanos comprensivos que salen en televisión exigiendo integración se reúnen por la noche para echar unos cantes y decir, “nosotros semos asín, que se mueran los payos, chico”. Los políticos dicen por los pasillos del Congreso lo que no se atreven a decir en el Hemiciclo. Y quienes en público aseguran que todos somos iguales sólo hablan en privado de lo que a ellos les hace diferentes.

Sólo emerge la verdad en el fuera de campo. Entonces, sólo entonces, surge la verdad y el mundo se torna creíble, humano. No bueno, sino humano. Sólo ante los descuidos de alguien descubrimos el lado humano de los dos trampantojos mequetrefes (Zapatero y Rajoy). Descuidos humanos, por cierto. En efecto, de forma invariable, cada cierto tiempo emerge un político cuya voz se escapa fuera de campo. Son las traiciones de la voz en off. El otro lado, el lado público, es sin embargo el lado oscuro, el que sólo sabe de pensamientos únicos, de hipocresía: de corrección, de maldad. Así, la única verdad posible se encuentra, desgraciadamente, siempre en off. El señorito Rajoy dice que el desfile de las Fuerzas Armadas es un coñazo y el sibilino Zapatero que hay que violentar al ciudadano para sacarle más rédito político. Es el lado humano (privado) de ambos el que se ha manifestado, sí, pero no olvidemos que nos gobiernan desde el otro lado, el lado oscuro (público).

Desgraciadamente no hay verdad posible en el discurso público y lo humano sólo cabe fuera de campo, esto es, en lo privado. De ahí la poca credibilidad de todo discurso público y de ahí la desafección hacia el mismo. Y de ahí la miseria social que nos rodea. Ya nada puede creerse del discurso público, que es falso por efecto y por defecto. Quedan ya muy pocas cosas de las que hablar en público que no generen un déjà vu asfixiante por desesperanzador (quizá sea este el motivo por el que los gemidos se han impuesto en las campañas electorales catalanas, los gemidos equivalentes al caca, pedo, culo pis de los niños). Por otra parte, el sujeto del hoy sólo quiere medrar y se sirve de algo que precisamente los políticos le han puesto en bandeja: la corrección política, que consisteverdadero cáncer de nuestro tiempo gobernado por un Pensamiento Acomplejado. La hipocresía y la ambición no son, pues, cuestiones que definen al político del hoy sino que son un signo de nuestro tiempo, un tiempo en el que el sujeto vive con miedo y amor; miedo al otro y amor al dinero. En fin y por volver al asunto, somos humanos sólo cuando hablamos delante de una cerveza; esto es, fuera de campo. Una pena.

viernes, noviembre 19, 2010

(Sin) Pudor

Fui casi obligado por ciertas circunstancias. No es que se tratara de un incordio, pero casi: de no haber sido por la insistencia de la pareja no habría acudido a la conmemoración. Son amigos de toda la vida, celebraban sus bodas de plata y para ellos era importante que fundamentalmente acudieran los mismos que coincidimos en los fastos de sus nupcias. El lugar elegido para el evento, es cierto, ya merecía el esfuerzo: un hotel rural solitario que había sido alquilado en su totalidad. Y digo casi obligado porque padezco un fuerte rechazo a los actos sociales en general y a los de las celebraciones en particular. Me acuerdo que tres días antes del viaje me pasó lo de siempre. Lo que siempre me pasa cuando algo o alguien me saca de la rutina. Todo lo que supone abandonar mis hábitos me sumerge en un estado melancólico presidido por una fuerte sensación de pereza. O por decirlo de otra forma: tres días antes de salir hacia ese retirado y aislado hotel ya sentía yo las irrefrenables ganas de inventarme una excusa que pudiera justificar mi ausencia. Pero debía ir y fui.

Como los viernes son días que en los que acostumbro a no hacer nada de lo que sí hago durante los otros cuatro días laborables me pude permitir el lujo de salir a mitad mañana en dirección al hotel. Paré a comer en un llamémoslo bar de carretera que resultó estar bastante alejado de la desviación que se anunciaba en la autovía. Dudo en la denominación del local porque aún no tengo claro que fuera sólo un bar, dada la altura de la barra, su forma, su longitud y su revestimiento. En efecto, la barra formaba una inexplicable forma de doble “u”, era más alta de lo habitual y estaba tapizada en piel en estilo capitoné. Mesas, sin embargo, habría media docena, todas desocupadas. Una vez me dispuse a comer el bistec con patatas comprobé que, efectivamente, se trataba de un bar restaurante, si bien no dejé de pensar en todo momento que el local era, por lo menos, algo más que un bar restaurante. Lo que corroboré cuando pagué por un menú de los años 70 casi el doble de lo que vale un menú posmoderno en el centro de Valencia. En cualquier caso, durante mi estancia se ocuparon dos mesas más. Habría que ver este local a mitad tarde, me dije. O habría que ver lo que hubiera pasado si en vez de un bistec de entrada hubiera pedido un Nokando.

Fui el primero en llegar al hotel. Me recibió un hombre barbudo que hablaba siempre mirando al suelo. Me acompañó a la habitación y me explicó el funcionamiento de la ducha con un tono de voz somnoliento. Cuando salió de mi habitáculo levantó la cabeza con los ojos cerrados y me dijo, “le recomiendo que si puede, y antes de que lleguen sus amigos, de una vuelta por los alrededores, que son una maravilla; no debería perdérselos”. Intenté ser amable con él pero no me dio tiempo, se giró dejándome con las “gracias” colgadas de la boca. Deshice mi maletín y me dispuse a leer el libro que en esos días me ocupaba: Sobre el pudor. Pasadas un par de horas decidí hacer caso al enigmático barbudo y salí a dar un paseo por los alrededores. Estaba anocheciendo, no se vislumbraba signo de civilización alguno y el silencio era casi ensordecedor. La vegetación del lugar era abundante y carecía de sendas. Todo abrupto y salvaje.

Me acerqué a un pequeño bosquecillo que ya de lejos me llamó la atención por parecerse a esos pequeños bosquecillos que aparecen en los fondos de Botticelli. Salté unos pequeños arbustos con el fin de acortar distancias y escuché entonces el sonido de lo que debía ser un riachuelo. Me dirigí hacia él y cuando hube traspasado lo que parecía un linde derruido apareció ante mí una pequeña casa de piedra que tenía la puerta abierta. Me aproximé temeroso porque carezco de espíritu aventurero. Había oscurecido bastante y dentro de la casa no había luz. Era pequeña, cuadrada y con un tejado a dos aguas, y su exterior se encontraba en condiciones muy saludables. Me acerqué a la puerta en silencio y ¡cuál fue mi sorpresa!: sentada frente a mí y junto a una mesa de madera había una bella mujer vestida con una bata larga. ¡Está ahí sentada como esperándome!, me dije. “Adelante, pasa, te estaba esperando”, susurró en tono dulce y tranquilizador. El corazón me dio un vuelco.

Estuve paralizado unos segundos hasta que se volvió a dirigir a mí, “pasa, no tengas miedo”. Pero yo tenía miedo, mucho miedo, y no podía disimularlo. Ella se levantó pausadamente y me dijo “¿quieres algo de beber, una taza de té, una cerveza?”. ¿Una cerveza?, me dije, ¿cómo que una cerveza? Cuando quise reaccionar ya estaba ella insistiendo, “pasa que te estaba esperando”. Su presencia tenía algo de irreal, por qué no decirlo, pero había algo en ella que transmitía sosiego y paz. Se acercó a mí, me cogió suavemente del brazo y me acompañó a la mesa en donde había dos sillas. Me hizo sentar y cogiéndome la mano me dijo, “siempre hay un momento para lo imprevisible”. Y en efecto, ese debía de ser uno de esos momentos. Yo aún no había dicho nada por miedo, por miedo a lo que estaba siendo imprevisible. Entonces balbuceé, “¿quién eres?”. “Soy un ángel”, respondió con una enigmática pero bondadosa sonrisa. ¡Está sonriendo como lo haría un ángel!, me dije, y un escalofrío recorrió toda mi espalda. ¡Un ángel y ofreciéndome una cerveza!

Intenté relajarme pero ni por esas era capaz yo de articular con palabras mis inciertos pensamientos. Fue entonces cuando cogiendo mi mano con ambas manos y mirándome tiernamente a los ojos me dijo, “toda acción tiene un tiempo, se corresponde con un tiempo, y la medida de las acciones se encuentra anclada en la posibilidad del autocontrol”. Yo, claro, no entendía nada de lo que me decía, pero la intriga era más fuerte que el miedo. Además, alguien con esas facciones tan dulces no debía ser muy peligrosa, me dije mientras reflexionaba acerca del posible sentido de la frase. No quería entrar con mal pie en la conversación; es decir no quería parecer maleducado, pero no pude evitarlo y por eso le dije, “no entiendo”. Ella, lejos de mostrar incomprensión ante mi incomprensión sonrió y añadió: “la determinación es la única forma de controlar los tiempos de nuestras indeterminadas pero reiteradas acciones; deberías sugerirte a ti mismo la posibilidad de provocar un cambio en tus acciones vinculadas al tiempo presente. Ser en el tiempo, sí, pero ser en tiempo real; ser con convicción”.

Ahora fui yo el que puso mi mano derecha encima de la suyas, que abrazaban mi mano izquierda. “Perdona, pero es posible que te estés equivocando de persona, yo estoy aquí de casualidad y he…”, comencé diciendo. Pero ella me cortó en seco y dijo, “es cierto que las cosas no siempre son lo que parecen, pero la cuestión es que estás aquí para que yo te guíe, para que yo pueda indicarte el camino que debes seguir y por eso te digo de nuevo, que hay acciones que deben formar parte del pasado de la misma forma que hay presentes que no conformarán nunca ningún futuro posible”. “¿De nuevo?”, me dije. ¿Y ahora qué hago?, pensé mientras soltaba sus manos. “Las cosas no siempre son lo que parecen”. ¿Qué querrá decir con ese tópico: que sí son lo que parecen porque nunca son lo que parecen?, me preguntaba yo apresuradamente con el fin de poder entender algo.

“De verdad, estoy aquí por casualidad…” balbuceé, pero ella, de nuevo (?), no me dejó acabar. “¡Por casualidad!, ¿pero es que no eres capaz de darte cuenta…?”, replicó. Y ahora fui yo la que la interrumpí, ya en un tono serio, “No sé de qué me tengo que dar cuenta, pero tampoco sé qué pinto yo aquí, ni sé lo que pretendes de mí”. “Casualidad… casualidad… casualidad”, repetía ella en tono burlesco y despectivo. Y después de dejar pasar un instante continuó, ya sin sonrisa, “¿en realidad piensas que el hotel elegido por tu amigo ha sido casual, y el bar restaurante de dudosa reputación, y el hombre barbudo enseñándote la ducha… e incluso la forma de esta casa… o yo misma?, ¿acaso tú no eres Alberto Adsuara, el fotógrafo?”. “Pues más o menos”, contesté. “De más o menos nada; o eres o no eres, no te pongas entendidillo a estas alturas”. “Sí, soy yo”, dije con un levantamiento de hombres y aún a pesar de no tener muy clara mi respuesta. “Pues entonces la cuestión es que debes dejar la fotografía; este es el verdadero motivo por el que tú y yo estamos aquí, para que yo te guíe con mis palabras. Y la cuestión, repito, es que debes ya tratar de evitar los signos patéticos y para eso debes de abandonar la fotografía”, concluyó de forma tajante.

Se produjo entonces un insignificante tira y afloja en el que yo sólo pretendía entender lo que me quería decir con esa especie de consejo-orden. Quise decirle que llevaba muchos años haciendo fotografías y todo eso, pero ella zanjó mi discurso de forma categórica, “¡he dicho que te dejes la fotografía, hostia!, ¡y se acabó! Y sin dramatizar”. Así, di un paso atrás y la miré perplejo; ella sonrió con media boca mientras me señalaba la puerta. Salí de aquel refugio y me dirigí al hotel en donde me esperaban todos los invitados.

Un ángel me había indicado el camino, mi camino. Sin dramatizar.

Post Scriptum. Espero que esta narración basada en hechos reales sirva para explicar mi al parecer incomprensible (para los demás) abandono definitivo de la fotografía. La celebración fue un coñazo y el viaje de vuelta lo hice de tirón. Aún recuerdo el olor acre del bar restaurante, mezcla de ambientador y grasa.

domingo, noviembre 14, 2010

Don Juan, Doña Inés y el arte

[De vuelta de ver la exposición del artista Weiwei en la Tate Modern]

Una vez más no es en mi caso el arte el motivo de mi reacción. El arte está “ahí” para quien quiera y para quien de alguna manera quiera y pueda servirse de él. La discusión no se encuentra en la validez o invalidez del propio arte, como nos quieren hacer creer los medios que anuncian la controversia y la polémica (formas de venta), sino en el verbo que lo acompaña. O si se quiere en el mismo mundo del arte, que no es otra cosa que todo lo que envuelve al arte si exceptuemos el arte. No es por tanto mi idea elaborar juicios respecto a la pertinencia de tal o cual representación artística. Por muy sospechosa que, por naturaleza, pueda ser.

Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático. LA libertad del artista creador no es más que un vestigio romántico que se desvanece ante el verdadero Mercado de la misma forma en la que la pureza de Doña Inés se desvanece en brazos de un empresario llamado Don Juan. Mercantil, pues, en la medida en que los beneficios producidos (no necesariamente crematísticos) por el arte del hoy (ofrecido ya sólo desde la Institución) sólo inciden de forma extremadamente tangencial en los espectadores a los que supuestamente va dirigido. O por decirlo de otra forma: el arte del hoy, ahora más que nunca, es sólo el producto de una estrategia empresarial que mezcla Estado y Gran Capital (en diversas proporciones dependiendo del continente), por lo que el arte del hoy sólo puede ser sospechoso, con independencia de las emociones estéticas que suscite en la individualidades. No criticable en la medida en la que nace como producto de la libertad, pero sí sospechoso en la medida en la que cuando se muestra responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Los artistas del hoy son todos unas doñas ineses; unas novicias que suspiran por el abrazo de un musculoso y cínico protector.

Da capo. Vengo de ver la última pieza del artista Weiwei: cien millones de pipas de porcelana diseminadas por el suelo de la Sala de Turbinas de la Tate Modern. La gracia consiste, pues, en que son cien millones y en que son de porcelana. O por decirlo a la manera estratégico-mediática: mil metros cuadrados ocupados por cien millones de pipas de porcelana producidas a mil km. de Pekín, por 1.600 personas que han trabado en la fabricación más de dos años. Pesan 120 toneladas y ocupan 10 cm. de grosor. ¿Vale?

Una vez dentro me dediqué a lo único que podía: a mi experiencia estética. ¡150 millones de réplicas de pipas a unos cuantos palmos de mis narices! ¡Qué barbaridad!, me iba diciendo a mí mismo, a quién si no. La gracia debe encontrarse en la cantidad, como en los Guiness, me dije, o quizás en el hecho de que estén todas pintadas a mano una a una por 1.600 alienados chinitos. O sea, como en el Guiness. La experiencia de ver tantas réplicas de pipas resulta, en cualquier caso, desconcertante, debido precisamente a las dudas que genera tal empresa. Como en los Guiness.
Mi experiencia reclamaba una explicación a tal propuesta artística. Y yo no soy dado a exigir demasiado en la percepción de una obra de arte, si no lo entiendo de primeras sólo espero que de alguna forma me conmueva sin necesidad de concepto. Pero más allá de que esto suceda o no (algo irrelevante en sí mismo para los demás) trato de entender los motivos por los que una obra de arte de esta magnitud se encuentra en una de las catedrales del arte contemporáneo. La Tate Modern es un súmun del Arte Contemporáneo, así que una de las obligadas reflexiones que plantea toda exposición allí ubicada es la de su pertinencia y necesidad. O por decirlo de otra manera: uno no puede salir de allí sin saber por lo menos qué hay detrás de algo tan trivial como es el amontonamiento de algo tan intrascendente; en definitiva: uno no puede salir de allí no sabiendo qué hay detrás de las apariencias. A no ser que la experiencia le haya conmovido sin concepto, cosa que a mí no me ocurrió.

Por eso me hice tantas preguntas durante el proceso de mi experiencia estética, preguntas vinculadas a los posibles objetivos del histriónico artista. ¿Será que quiere hablarme de algún problema derivado de la política China?, me dije. No creo, me contesté, si bien mirado sería posible que las pipas formaran parte de una posible denuncia contra el régimen chino vinculada a la precariedad de la comida de millones de Chinos, me repliqué e mi mismo, a quién si no. Pero no, no creo que se trate de algo tan burdo, sentencié; sería demasiado burdo, me insistí. Poco después me pregunteé a mí mismo, a quién si no, ¿no será esta una obra que nada tenga de compromiso social y que por tanto deba verse desde el prisma de la misma experiencia estética y de sus categorías propiamente estéticas, lo bello, lo sublime, lo gracioso, lo grotesco…? Puede, me contesté, pero entonces mi opinión valdría tanto como la de cualquier otro (experto). Así, puede, me contesté, pero entonces lo que no entendería sería la intención de la Tate Modern en tanto que Catedral del Arte Contemporáneo, en tanto que conformadora del Zeitgeist. De otra forma no habría diferencias sustanciales entre un Museo y un Parque Temático dedicado a la mazorca o al aceite de oliva.

En realidad no podía carecer de explicación; la misión de las catedrales del Arte es precisamente imponer lo que por tener UNA explicación se acaba imponiendo. Como ya he tratado de demostrar en otras ocasiones (tanto aquí en este blog como fuera de él) el arte no es más que un producto mercantil elaborado, en última instancia, por un indefinido pero sospecho entramado político-burocrático; y responde siempre a intereses empresariales (de alto nivel). Por eso, llego a Valencia después de mi fugaz viaje y en el primer suplemento cultural que cae en mis manos me encuentro ya con la explicación a mis ingenuas demandas.

Dice la crítica del El Cultural del El mundo: “Si bien a nivel visual la obra es literalmente “gris”, a nivel conceptual es extraordinaria”. La cosa promete, me digo a mí mismo a quién si no, y sigo leyendo “Tiene capas y capas de significados”, continúa. “Capas y capas”, me digo, qué intrigante, veamos: “Es una denuncia de las penurias, la carestía de alimentos a las que ese enfrentó durante la etapa más dura del régimen de Mao el pueblo chino… El proyecto es también una demostración de la esquizofrénica situación del buen arte actual, suspendido en el abismo que separa el frívolo mercado –la inauguración coincidió con la semana de la feria Frieze- de las potenciales del arte como agente de transformación social: el encargo ha dado trabajo a muchas personas en situación económica muy comprometida…”

La única pregunta que me queda por hacer una vez resuelto el enigma es, ¿Cuántas Tate Modern caben en un campo de fútbol?

viernes, noviembre 12, 2010

Libros y democracia (o viva la madre que me parió)

Hay hechos que históricamente no adquieren la importancia que se merece hasta que alguien les asigna su merecido protagonismo. Esto que sigue podría ser un texto autobiográfico si no fuera porque no lo es; se trata, simplemente, de poder asignar un mérito a través de lo único que me permite hacerlo: mi experiencia personal. De asignar un mérito a quien se lo merece, haciéndolo, como no podía ser de otra forma, a través de quien de él puede dar fe: yo.

Antes de comenzar mis estudios universitarios mi madre ya reconoció tener un problema conmigo. Los libros que yo había adquirido durante mi adolescencia no cabían en mi habitación y tenían que ocupar otras estancias de nuestra discreta casa. Y la cosa no había hecho más que empezar. Todos mis reyes, mis cumpleaños, mis navidades, mis celebraciones, mis santos etc. se saldaban con libros. Y mi madre siempre estaba dispuesta a gastarse conmigo el poco dinero que tenía si el fin lo merecía. Eran siempre libros de arte y había de todo, de todo lo que en aquella época podía encontrarse; desde un libro de dibujos de Tièpolo encontrado en una librería de saldo a libros monográficos sobre Sunyer o Grau-Garriga. No me era nada fácil encontrar libros de arte porque, primero había pocos en aquella época, segundo se vendían en escasísimas librerías y tercero eran muy caros. Otro problema añadido es que yo era demasiado joven para hojear libros de arte y algunas librerías me lo ponían difícil (no existían las grandes superficies). No les gustaba que los libros caros fueran manoseados por adolescentes barbilampiños y yo nunca tuve la asertividad suficiente para exigir un mejor trato.

Una de mis librerías favoritas se encontraba en un oscuro y poco transitado pasaje comercial de mi ciudad. Como era bastante pequeña tenían la extraña costumbre, a la hora del cierre, de alfombrar el suelo con las últimas novedades de libros vinculados a la imagen, ya fuera de arte o de diseño. Así, la mejor hora para acudir a esa librería antipática era la que se situaba fuera de su horario comercial. Iba allí por la noche, pegaba mi nariz a la luna y me tiraba un buen rato escrutando las portadas e imaginando lo que podían dar de sí sus páginas interiores. Como después era mi madre quien compraba los libros para regalármelos por mi cumpleaños nunca dejó el dueño de tratarme antipáticamente cada vez que entraba a ver un libro. Así él, “¿qué quieres?” Así yo, “hola, buenos días, me gustaría ver un libro que ayer vi expuesto en el suelo cuando la librería se encontraba cerrada”. Así él, “grrrr”. Y después pegaba su barbilla a mi hombro mientras yo hojeaba el libro.

Ya digo, me hice mayor y comencé estudios universitarios (donde aprendí más o menos lo mismo que lo que aprendí haciendo el servicio militar). Mi gran sorpresa de entonces no fue tanto comprobar que prácticamente nadie tenía libros de arte cuanto comprobar que no les hacían ninguna falta. Y no fue tanto comprobar que mis compañeros comenzaban una carrera de la que nada sabían cuanto comprobar, 3 años más tarde, que estos seguían sin necesidad de comprar libros sobre aquella especialidad de estudios que se encontraban cursando. “Son muy caros”, decían invariablemente. Y en eso llevaban razón.

Yo renuncié a muchas cosas por la tenencia de libros, pero lo que ellos me proporcionaban era tan enorme que toda privación era motivo de júbilo. Compraba todo lo que podía y me interesaba casi todo, no necesariamente vinculado al arte de forma estrecha. Libros sobre acuarelistas ingleses, sobre la Hudson River School, sobre el vedutismo veneciano, sobre arte erótico, sobre la talla de madera, sobre Hans Baldung Grien, sobre pinturas de estaciones ferroviarias, sobre Charles Demuth, sobre la historia del mueble, sobre xilografías japonesas, etc. Todos, absolutamente todos, en inglés o francés, cosa que a mí, si he de ser sincero, me la traía al pairo. En aquella época yo sólo quería mirar para aprender, la letra vino después, que como es bien sabido sólo con sangre pudo entrar.

Poco a poco fui especializando mis gustos y por lo tanto acrecentando mis exigencias. Había dos librerías en Madrid, Tórculo y Gaudí (a Barcelona iba a comprar los discos de Jazz), y allí que iba yo ansioso ante la posibilidad de poder encontrar lo que buscaba. Los de Gaudí también me resultaron siempre antipáticos. Me acuerdo que estuve a punto de comprarles un libro sobre el Grand Tour y ellos mismos me quitaron las ganas con su aire despectivo. Recuerdo también que en Tórculo compré uno sobre Egon Schiele, un pintor austriaco que por aquel entonces no conocían aquí en España ni los "angulos" más puestos en Historia. Además tenía en jaque a todos mis amigos viajantes, a los que siempre les daba una lista de los autores que debían buscarme si tenían tiempo para buscarlos en una librería que estaba cerca de la estación de Charing Cross, Londres. Así, por ejemplo, pude ir recopilando información bibliográfica sobre los pintores de la Nueva Objetividad alemana del periodo de entreguerras, libros que jamás habría podido conseguir en España salvo alguna rara excepción. Y así sucesivamente hasta ahora, que aún padezco del mal de esa filia que es patológica. Hace 7 años tuve que comprarme una casa de pueblo para poder dormir en horizontal, pero esa es otra historia.

Pues bien, y volviendo al inicio: sólo alguien que ha vivido esa situación descrita sabe que la verdadera democratización del arte no la han consumado los pretenciosos artistas, ni los empalagosos museos, ni por supuesto los aburridos críticos. La verdadera democratización del arte la ha llevado a cabo TASCHEN.

martes, noviembre 09, 2010

A favor del maniqueísmo

Llevo años escuchando a la intelectualidad imperante que las cosas no son tan sencillas como pretende toda concepción dicotómica. Siempre lo dicen para preservar la bienintencionada libertad de expresión, esa libertad que no pueden ejercer quienes defienden una ética basada por principios antagónicos y eternos que luchan entre sí. Si hay algo mal visto por la rampante corrección política es cualquier concepción dualista. Y a los dirigentes políticos les ha venido de maravilla esa posición intelectual que desde hace muchos años lleva defendiendo la infinita posible gama tonal de grises frente a la tiranía del blanco y el negro. ¡Qué monos son los intelectuales del hoy!: seres ebrios de buena voluntad que desprecian la intolerancia y que viven permanentemente preocupados por su “bello” discurso público. ¿Pero quiénes son los intelectuales del hoy (de los últimos 20 años)?, se preguntará más de uno: pues los jefes de departamento de todas las universidades del hoy. Y quien dice los jefes de departamento dice los becarios que les hacen las fotocopias. Y quien dice los becarios dice los catedráticos que intercambian muestras de cariño con otros catedráticos.

La cuestión es pare ellos rechazar todo rasgo de pensamiento que comience por establecer una concepción dicotómica del elemento de análisis. Y de ahí que el victimismo ordenado desde la Cultura de la Queja se haya impuesto, como forma de poder, de igual forma en cuestiones sexuales que en cuestiones políticas. Todo se resuelve acudiendo a principios relativizadores, negando por lo tanto el papel esencial que supone el proceso dialéctico. Los intelectuales del hoy tiemblan ante la verdadera opinión: la opinión no contemporarizadora, la opinión que no se corresponde con el Pensamiento Débil, la opinión que se expresa de forma atávica, la opinión expresada desde la inoportunidad, la opinión sin débito, la opinión libre. Por eso llevan tantos años diciendo que las cosas no son blancas o negras, sino que albergan todas las posibilidades de la gama tonal de los grises. ¡Cuánta bondad emanan los que, desde la negritud, demandan públicamente más grises a su alrededor!

El primer Ministro inglés se ha reunido con los altos mandatarios chinos y sólo le ha faltado repartir besos de tornillo a todos ellos. Se lo ha pasado en grande departiendo parabienes y sonrisas a diestro y siniestro. Sus allegados, también políticos, pero de segundo rango, han manifestado públicamente que Cameron no ha expresado su sentir verdadero ante el líder chino porque no quería ofenderlos (a los mandatarios) ni crear un clima poco propicio. Para los negocios, se entiende. ¡Qué bella y enternecedora imagen!: ¡El bueno de Cameron, atusándole el flequillo al alto mandatario chino! Y como es sabido, cuando Cameron se encontraba en la oposición se le llenaba la boca de términos como “derechos humanos” para hablar del mal que los mandatarios chinos infligían a sus súbditos. Quienes lo conocen dicen que Cameron se cisca en los mandatarios chinos cuando se encuentra en privado. ¡Cuánto valor hace falta para eso! Pero no, las cosas no son tan fáciles –debe pensar Cameron-, si los dictadores tienen amigos con los que se reúnen y comparten risas es porque al fin y al cabo no deben ser tan malos; además mucha gente vive mejor gracias a ellos, y son muchos los chinos que ya no sólo comen arroz…

¿Y qué tendrá que ver el carácter deportivo (canallesco como todo el mundo sabe) de Evo Morales con el carácter mostrado a sus amigos (más o menos diplomáticos) cuando con ellos queda a tomar un Daikiri? Nada; en este caso todos quieren al simpático de Evo, que además es arrolladoramente generoso y divertido. Así, abrazar a Evo Morales en un hospital, cenar cigalas con Castro en The Paradise o hacer footing con Chavez es lo NORMAL para un político que vive en un mundo que desprecia el bien y el mal por considerarlos simples entelequias.

lunes, noviembre 01, 2010

Misantropía (ensayo)

Movimiento continuo

Los jóvenes de las nuevas generaciones nadan mientras pretenden guardar la ropa. Son individuos criados en un limbo informático rodeado, eso sí, de vías de escape.

La imagen que pretendo ofrecer de las generaciones pertenecientes a la nueva era (los nacidos desde 1985 en adelante) debe ser más precisa: se trataría de imaginar a todos sus integrantes circulando por una carretera infinita que contuviera múltiples vías de escape, vías como esas que se anuncian en las pendientes con elevado porcentaje de desnivel, vías que no llevan a ningún sitio; o mejor: vías que te devuelven pertinazmente al mismo sitio, la ramificada carretera que contiene múltiples vías de escape. La carretera sería, en este sentido, el soporte que propiciaría el movimiento continuo y las vías de escape no dejarían de ser formas de evasión circunstancial. El movimiento continuo es la inevitable marca del sujeto del hoy y las vías de escape, que parecen bifurcaciones reales, son sólo falsas representaciones de puntos muertos.

Placer sin deseo

El rumbo sobre la carretera es aleatorio debido a la indiferencia y al escepticismo de los circulantes. El placer se encuentra en el mismo circular (casi siempre muy rápido) y no en deseo alguno que vaya más allá del presente anclado en un punto móvil. Es más, en realidad no puede haber deseo alguno allá donde el placer tenga que hacer acto de presencia continuo. No puede haber deseo allá donde el placer esté instalado a perpetuidad. De ahí la necesidad de esas vías de escape, que no son sino sofisticadas sustituciones del antaño deseado sosiego. Esta vez sin sosiego y en virtual, en falso. Las generaciones de la nueva era lo miran todo con gran angular, jamás con teleobjetivo. Viven en una carretera que parece infinita (demiúrgica) pero que después de todo está construida por las empresas de telecomunicaciones y diseñada por un tal Moebius.

Pulsión escópica y reality show

Lo ven todo pero sin ver nada. Desprecian el cine en blanco y negro en particular y el anterior a 1995 en general (la Historia). Se disfrazan en la noche de Halloween sin saber quién es Don Luis Mejías (el Mito). A pesar de su juventud conocen varios países, pero son incapaces de encontrar palabras que definan conceptos con cierto sentido verbal enriquecedor (el Intelecto). Están bien preparados para la vida social, pero sus carencias en lo que se refiere a la expresión verbal limitará los desarrollos humanísticos -que no empresariales-. Porque el triunfo para ellos sólo puede ser económico (deportivo), o sexual (económico). Tienen la misma edad mental que tendrán 20 años después porque la base de su “educación sentimental” se fundamenta en la corrección política; responden así a la tentación de la inocencia. Están obsesionados con divertirse porque no han aprendido a disfrutar. Les enloquece el reflexivo divertirse porque el disfrute requiere de tiempo, paciencia, soledad y “puntos muertos”, asuntos para ellos desconocidos. Se comunican a través de las redes sociales, compran por internet, ven cine en su ordenador, cuando quieren saber algo se conectan a la Wikipedia y si quieren saber cómo es algo lo buscan en google (imágenes). Viven, en definitiva, hilvanados a una pantalla. Siendo la Fe que le profesan a esa pantalla infinitamente superior a cualquier otra Fe conocida. La pantalla es su carretera y el conjunto de sus actos cotidianos las vías de escape. Por eso hacen tanto el tonto.

Post Scriptum. Hace unos días una pareja de enamorados volvió contenta de las Maldivas. Acababan de contraer matrimonio a través de unos oficios que se celebraron en el idioma divehi, en un lujoso complejo hotelero de las Maldivas. Se habían casado con un discurso del que no habían entendido nada y a pesar de todo (o por eso mismo) eran felices. La pareja de enamorados había viajado muy lejos con el fin de celebrar una ceremonia exótica en un idioma del que nada sabía. Se casaron, pues, y lo filmaron, que por eso estaban recién casados cuando volvieron; con la prueba de la hazaña, el vídeo. Y muy contentos. No esperaban lo que youtube les deparaba.

No se ha explicado bien el origen de la difusión del vídeo de la particular boda (si bien poco importa), pero el caso es que la ceremonia fue colgada en youtube a los pocos días de haberse realizado. Y la gran sorpresa, para escarnio de los contrayentes, se produjo ante la subtitulación que adjuntó al video algún desocupado y desinteresado navegador. En efecto, los oficiadores de la ceremonia habían hecho de su capa un sayo y habían elaborado un discurso insultante. Frases como “Ustedes son unos cerdos. Los hijos que nazcan de esta unión serán cerdos bastardos porque este matrimonio no es válido”, etc., eran habituales durante toda la ceremonia. Y todo mientras en off se escuchaban especulaciones acerca de si la mujer llevaba o no sujetador. En divehi, claro. Y ellos con cara de papanatas. Ay, las vías de escape. ¡Excéntricos de pacotilla! ¡Tontos!

domingo, octubre 24, 2010

Plural mayestático y Mentira

(Una semana después)
El plural mayestático sirve de forma desigual a las diversas formas artísticas. No es lo mismo hacer uso de él para expresar un juicio sobre cine que usarlo para hacer lo propio con la música. El cine es una forma artística relativamente joven que con su desarrollo se ha asegurado la existencia de aquello que le confiere verosimilitud: el público. Eso de lo que se deshizo la música hace cerca de 100 años y eso que despreció el arte desde los orígenes de la modernidad, esto es, desde los mismos orígenes del arte. No es lo mismo, pues, usar el plural mayestático para hablar de La diligencia de Jonh Ford que usarlo para hacer lo propio con un klee de Paul Klee. La credibilidad del primer caso no carece de sentido debido, precisamente, a la verosimilitud que confiere la existencia de un público, un público que sabe de trasgresiones pero que conoce las normas. Sin embargo un klee no puede dejar de ser más que el producto de un capricho que nace ante la indeterminación de normas, la libertad total. Si el cine produce signos el arte produce síntomas. No hay otra.

Así, en el arte, el plural mayestático no podrá dejar de ser más que una forma retórica que se usará, fundamentalmente, desde la ignorancia. Valga la tremenda paradoja. En efecto, el plural mayestático se usa con frecuencia en el arte como una manera de evitar el ridículo que suponen, precisamente, las frases típicas y previsibles (o emocionalmente pobres). Se requiere mucho talento para hablar desde la primera persona sin que el discurso aparezca ante el lector como algo sumamente básico e infantil. Ciertas palabras supuestamente expresadas desde el sentimiento pueden resonar ridículas desde la primera persona, sin embargo dichas desde el plural mayestático pueden llegar a parecer incluso verdaderas. El caso del post anterior sirve de ejemplo, los efectos del decir “(el cuadro) nos reclama desde la distancia” (Muñoz Molina) son extraordinariamente distintos a los del decir “(el cuadro) me reclama desde la distancia”. No hay duda de que la primera persona habría resultado infantil, pero se habría debido, precisamente, a la brutal vulgaridad del (no) argumento. De esta forma el plural mayestático se descubre como una forma de expresión extremadamente fácil de usar por todo aquel que no tenga gran cosa que decir; o por todo aquel que carezca del valor necesario para decir algo por boca propia. Se trataría, en definitiva, de la forma de expresión “perfecta” para todo aquel que careciera de argumentos reales y verdaderos; la forma de expresión "perfecta" del ignorante.

O por decirlo de otra forma, en arte el plural mayestático es un intento de verificación, pero con la particularidad de que lo que se pretende verificar es “de por sí” inverosímil. Desde el plural mayestático todo argumento será verídico, con independencia de que pueda ser o no verdadero, porque supuestamente está dicho desde la realeza. Y precisamente es por haber sido dicho desde la realeza por lo que no podrá ser nunca verosímil (sobre todo dada la inecesariedad de verificación alguna). Y la Verdad, que al parecer nada tiene que ver en este entierro, sería ese “acto de valentía que elige la incertidumbre objetiva con la pasión del infinito” (Kierkegaard). “La esencia de la verdad es esta apreciación: “creo que esto o aquello es así”. Lo que se expresa en este juicio son las condiciones necesarias para nuestra conservación y desarrollo” (Kant).

Post Scriptum. Como es sabido hace dos días han sido concedidos los galardones del Príncipe de Asturias. Las palabras de nuestro casi Rey (Felipe) respecto al premiado artista Richard Serra fueron: “Es un gran artista, creador de una obra inconfundible y solemne, generosa y horada, enraizada en la verdad, que nos invita a formar parte de ella, a vivirla con emoción” (22-10-10). Y, en efecto, se trata de palabras propias de un (casi) Rey. Aunque si he de ser sincero yo preferiría no formar parte nunca de una obra de Serra. Dos serían los motivos: primero por desconocer verdaderamente la verdad de las raíces de los mastodontes y segundo, y fundamentalmente, por miedo.

domingo, octubre 17, 2010

Plural mayestático y hermenéutica

Desde de 1994 he escrito varios textos que de una forma o de otra se han posicionado junto a Antonio Muñoz Molina en lo referente a la polémica que él mismo suscitó con un artículo publicado en El país. Su contestado artículo sobre la exposición de Joseph Beuys no fue sino una suerte de reivindicación de la libertad ante la experiencia estética. Así al menos lo entendí yo y por ello no he dejado, cuando la oportunidad me lo ha permitido, de rememorar o citar el “caso Beuys” como el paradigma de ese conocido desencuentro continuo que se produce entre el espectador de arte y el experto en arte. Poniendo siempre a Muñoz Molina como el ejemplo representativo del intelectual que expresa un sentir muy extensible.

Le di la razón porque creí, en efecto, que lo que Muñoz Molina reivindicaba era su derecho a sentir libremente ante toda obra de arte (fuera o no de Beuys). Y porque, por ello, toda aseveración producida públicamente que no tuviera en cuenta esa libertad debería considerarse despótica. Y toda reivindicación de un artista que exigiera adoración y culto tendría que ser por fuerza tiránica. Le di la razón porque con su artículo lo que M.M. pretendía no era denostar a Beuys sino reivindicar su libertad ante los despóticos argumentos de los exégetas. Le di la razón porque creía, con él, que los exégetas que adoraban al gurú no eran, a la postre, más que unos déspotas engreídos. Y le di la razón porque todos aquellos que salieron en su ataque carecían de argumentos que no fueran otros que los histórico/culturales. O sea, le di la razón porque no existía ni un ápice de pensamiento y reflexión, ni de sentimiento, en los insultos que proferían los expertos al acorralado y desprevenido escritor. Le di la razón, en definitiva, porque soy absolutamente partidario de la (necesidad de) interpretación de toda obra de arte y porque creo que el sentido de la obra de arte se construye con independencia de intencionalidad alguna (del artista o del exégeta).

Ahora bien: me equivoqué. Y no es que me equivocara en los argumentos esgrimidos, esos argumentos citados, sino en las deducciones que extraje de aquel pequeño texto que parecía ser algo. Y no era nada. Me explicaré, pero baste decir que este post estuvo a punto de llamarse El peligro del falso experto y que al final cambié de título para no precipitar las conclusiones del lector. Al parecer sobrevaloré la intelectualidad del por otra parte excelente escritor Muñoz Molina. Concebí esperanzas porque creí que, en efecto, lo que el escritor valientemente denunciaba era el despotismo que llevan implícitas todas las aseveraciones proferidas por un experto que trata de inútil a todo aquel que no comparte sus tesis (aunque lo hiciera con trucos retóricos tan zafios como efectivos). Concebí esperanzas porque, como ya he dicho, creo en la construcción del sentido y por tanto espero de las personas sensibles interpretaciones que puedan aportarme algo en el conocimiento del mundo. Y me sobran los que hablan por boca de otros. O por decirlo de otra forma: yo sólo puedo aprender de quien me habla de dentro a fuera (como Félix de Azúa en su ya comentado libro Autobiografía sin vida) y no de quien lo hace de fuera a dentro. Por otra parte, no me interesa el tema de la intencionalidad del autor y por tanto soy poco amigo de los asuntos biográficos. Así, lo que me interesa realmente son las buenas (productivas) interpretaciones que emergen de los sabios (¿) hermeneutas, sean o no famosos. E incluso con independencia de que esté o no de acuerdo con ellos. Y nada me interesan los lugares comunes y el plural mayestático.

Este sábado el bueno de Muñoz Molina se ha vuelto a pronunciar en cuestiones artísticas (si bien nunca ha dejado de hacerlo) y ha querido EXPRESAR su opinión en El país, 16-10-10. Para ello ha escogido dos cuadros de la exposición Made in USA. Arte americano de la Phillips Collection, uno de Rothko y otro de Hopper. Ante esta particular selección, al parecer emocional, uno no puede dejar de imaginar al escritor contento por poder escoger dos “formas artísticas” tan antagónicas para hacer de ellas una interpretación positiva, lo que sin duda le alejará de una nueva polémica que pudiera achacarle incultura. Pero anécdotas aparte, hay algo en el artículo que, al menos para mí, ha resultado esclarecedor. Se me podrá decir que se trata de una simple forma de hablar, pero yo responderé que es precisamente Muñoz Molina quien no puede hablar en esos términos después de decir lo que dijo. Me refiero, claro, al uso del plural mayestático (truco retórico tramposo donde los haya). Es precisamente la crítica del uso de esa forma de expresión lo que convertía el artículo de M.M. en un artículo no sólo lúcido, sino lo que es más importante, mal que le doliera a muchos: irrefutable.

Si algo reivindicaba el escritor con su famoso artículo era la libertad de no compartir el saco. M.M. no quería que se le incluyera en el saco de los que tendrían que gozar por obligación con la Silla con fieltro y grasa. Y mucho menos estaba dispuesto a admitir que por su rechazo hacia esa obra pudiera ser insultado. Así, si algo reivindicaba el escritor respecto a la llamada obra de arte era, eso al menos creía yo, la interpretación sensible pero humilde como única posibilidad real de aportar algo al conocimiento del mundo; la expresara quien la expresara. Sin embargo, y pongo de manifiesto por fin sus palabras, éste es ahora su modo de expresar su opinión. Un modo, todo se ha de decir, exacto al de aquellos que en su famoso artículo cuestionaba (citado in-extenso para evitar malos entendidos):

“Un vago rectángulo anaranjado, de bordes muy imprecisos que se diluyen en el fondo, y debajo otro rectángulo mucho menor, amarillo, los dos suspendidos, no sólo verticalmente, el rectángulo más grande flotando sobre el más pequeño, sino también por encima del material que lo sustenta, el papel muy liso de color marrón claro, como papel de envoltorio. Algunas obras de arte, sean cuadros músicas, libros, imponen sus propias condiciones. Aquí, está este pequeño rothko, de época tardía, de colores insinuados, disolviéndose en los bordes de la forma como se diluye la acuarela o la tinta en la textura del papel o el límite del mar y del cielo en un horizonte de bruma: y sin embargo nos reclama desde su distancia, desde el interior de la pequeña habitación en la que lo han colgado solo, cuando ya hemos visto una gran parte de la exposición de arte americano y estábamos empezando a notar el cansancio de la acumulación de las pinturas y del tiempo que llevamos de pie. Nos exige detenernos, ingresar en el espacio físico y espiritual que establece su presencia, quedarnos el tiempo que haga falta. Nos acordamos de esas fotos en las que Rothko está parado delante de un cuadro sin terminar, con la mirada fija y a la vez perdida, viendo lo que hay y lo que todavía no hay, con los brazos cruzados, con un cigarrillo en la mano, olvidado del tiempo”.

Que no Antonio, que no NOS RECLAMA; que no estaba yo cansado cuando llegué a la habitación sagrada; que no NOS EXIGIÓ DETENERNOS aunque yo ingresara en la rentable sala con la intención de detenerme ante él; que el espacio no me pareció espiritual aunque al parecer Rothko tenga que evocar tal condición por “obligación” cada vez que de él se habla; que no Antonio, que no deseé quedarme allí más que el tiempo que estimara necesario respecto a mis fines inevitablemente cargados de prejuicios (como lo están los tuyos querido Antonio); que curiosamente yo sí me acordé de esas fotos, pero para interpretarlas de forma radicalmente distinta a la tuya.

martes, octubre 05, 2010

Verdad y método

Hay una escena al principio de la película Fuego camina conmigo de David Lynch que resulta desconcertante, tanto cuando se visualiza sin tener conocimiento (aún) de la trama del film, como cuando se recuerda ya avanzada la película, o incluso al final de la misma. Quizá porque se trata de una secuencia que aparentemente nada tiene que ver con la propia trama; o quizá porque se trata de una secuencia que sirve, no tanto para entender la trama como para entender la forma de entender la trama. En efecto, un lío, y de ahí lo de desconcertante. Lynch filma una secuencia con el fin de explicar su método y con el fin de poder justificarlo. Y después no vuelve a ella.

Como es sabido Fuego camina conmigo es una precuela de Twin Peaks, la serie televisiva que se caracterizó por estirar en el tiempo la resolución policial de un asesinato. Laura Palmer, una joven estudiante de instituto, aparece muerta en los márgenes del río de una pequeña y tranquila población. El acierto de Lynch consistió en narrar las pesquisas de una investigación criminal centrando la importancia fílmica, no tanto en la resolución del caso cuanto en la caracterización de los personajes que habrían rodeado a la víctima antes del propio asesinato. Fuego camina conmigo, realizada después, trata, sin embargo, de los siete días que precedieron a la consecución del crimen. Twin Peaks sería, de esta forma, la búsqueda de la Verdad en base a signos complejos (que requieren un experto, al agente Cooper) que hacen difícil la resolución, una Verdad resistente al desconocimiento del significado de los signos, el que Cooper intenta desentrañar. Y Fuego camina conmigo podría definirse como el cúmulo de signos que hizo claro el predestinado crimen. Signos que estuvieron ahí y que nadie supo leer con la profundidad que hubiera sido necesaria para evitar el asesinato.

La escena en cuestión contiene una rareza que ya será propia del estilo que, a partir de entonces, se denominará como lyncheano. Hasta entonces Lynch no habría llegado tan lejos y se habría tenido que conformar con escenas de tinte onírico que por verosímiles rozaban lo siniestro (Terciopelo Azul, Corazón salvaje). Ahora, sin embargo, Lynch entraba de lleno en el absurdo; esto es, en lo incomprensible, a base de ejercicios narrativos cuyo significado podría ser inexcrutable (Carretera perdida, Muholand Drive, Enland Empire). Se requerirá, a partir de entonces, cierto esfuerzo interpretativo para no abandonar prematuramente. Y, a partir de entonces, Lynch tendrá fanáticos seguidores y contundentes detractores.

La secuencia: El jefe regional del FBI Gordon Cole, interpretado por el propio Lynch, se reúne en un aeródromo con el agente especial Chet para hablar acerca del asesinato de una joven llamada Teresa Banks. Cuando ambos se encuentran Gordon le dice a Chet: “Chet, tu sorpresa” y la cámara se dirige hacia una mujer vestida de rojo y con una peluca roja que se encuentra junto a una avioneta amarilla. “Se llama Lil –continúa Gordon-, es hija de la hermana de mi madre. Buena suerte Chet”, y se despide del agente. Simultáneamente a estas palabras la mujer de rojo se iba moviendo grotescamente de forma parecida a una marioneta. Terminada la secuencia Chet se embarca en la investigación con su nuevo ayudante Sam Stanley. Hasta ahí, todo normal, si por normal entendemos lo que no ha podido dejar de suceder. Sólo faltaría entender la escena para que además de normal pudiera dejar de ser absurda.

La solución al enigma de lo sucedido viene en la ulterior secuencia, cuando el ayudante federal Stanley le manifiesta a Chet (viejo amigo y conocedor de Gordon) su perplejidad ante la misma secuencia: “Lo de esa bailarina ha sido increíble, ¿qué sentido tendría?”. Así pues, la enigmática secuencia tenía una explicación, la que Chet pasa a explicar (nos). Que (nos) la explica. De repente, y ante la explicación del agente, descubrimos que toda la incomprensión que nos albergaba se debía a no haber sabido leer los signos, pues todos los gestos y movimientos de la extraña y caricaturesca mujer contenían un significado. Chet los analiza uno por uno y les otorga su correspondiente explicación: así, el gesto de la boca significaría problemas con las autoridades locales, el parpadeo que habrá complicaciones con el sheriff, la mano en el bolsillo que les ocultarán algo, el puño de la otra que serán beligerantes, el movimiento de los pies que tendrán mucho que patear, y así sucesivamente con todo lo acaecido ante “la sorpresa” preparada por Gordon.

Lo importante para Lynch, claro, no se encuentra tanto en la verosimilitud de las explicaciones cuanto en el hecho de haber demostrado que alguien ducho en la lectura de ciertos signos puede ver lo que otros no ven. Así, los espectadores que hace un rato nada entendíamos de la absurda escena sabemos (ya) que ésta contenía un sentido en base a la interpretación de signos. No les importa a los espectadores la veracidad de la interpretación de esos signos por parte de Chet, lo que les importa a los espectadores es lo que Lynch les ha transmitido: que las “cosas” existen en la medida en la que seamos capaces de interpretarlas y que los signos están ahí, no para hablarnos de verdad alguna, sino para orientarnos en la propia interpretación. No es casualidad que sea el propio Lynch el que haya interpretado el papel de Gordon, el policía que introduce “la sorpresa”, no tanto a Chet como al espectador. Acabada la secuencia ya no volveremos a saber nada de la mujer de rojo y Chet desaparecerá literalmente de la película para dar lugar a la verdadera trama: la de los 7 últimos días de una adolescente que va a ser asesinada. Unos días cargados, claro está, de signos que mostraban de forma latente una realidad que estaba predestinada a mostrar, con el tiempo, el caos de lo real. Un caos cuyas consecuencias tendrá que analizar, “después”, otro agente (el agente Cooper en Twin Peaks) en base a signos que deberá interpretar adecuadamente con el fin de localizar la verdad: el asesino.

Fuego camina conmigo y Twin Peaks son, en su conjunto, ejercicios intelectuales que tocan un asunto filosófico de primer orden: el de la Verdad y la Interpretación. En Twin Peaks todo comienza ante la necesidad de encontrar “una” explicación a la aparición imprevista de un cadáver. Y en ese asunto se centra el desarrollo de una trama que, conforme se va sucediendo la investigación, va simultáneamente abandonando la idea de que sea “una” la explicación al caos que supone un asesinato. Twin Peaks es en este sentido verdaderamente novedosa respecto a narraciones fílmicas precedentes. La posibilidad de encontrar una causa real y única del asesinato es algo que no interesa a Lynch –ni al agente Cooper- durante el transcurso de la verdadera serie (los 13 primeros capítulos, ya que al parecer el resto de capítulos, que incluyen el descubrimiento del asesino, no fue sino el producto de una imposición de la producción con el fin de obtener más rentabilidad).

Lynch distingue, pues, las causas que conducen al caos (Fuego camina conmigo) de los signos que conducen al asesino (Twin Peaks); en el análisis de las causas en Fuego camina conmigo los protagonistas son dos, la víctima y el asesino, y en el análisis de los signos de Twin Peaks los protagonistas son los mismos signos amorfos que provienen de la realidad al completo. Por eso en la serie el asunto se encuentra constantemente pendiente hasta el punto de pasar a un segundo orden de interés. O por salvar la paradoja: en la serie resulta tan interesante –y productiva- la investigación en sí misma (la interpretación de los signos) que el hecho de encontrar “una” causa pasa a ser subsidiario.

Es ese interés el que distingue al agente Cooper de otros remotos investigadores que fundamentaban su método en una estirada y prepotente racionalidad. Tanto Poirot como Holmes son investigadores que aún creen en el objetivismo científico, mientras Cooper, ya instalado en los ochenta, tiene una nueva visión del “objeto” y sabe que el lenguaje es un saber fundado sobre la intersubjetividad, sobre la impureza de unas relaciones comunicativas siempre contaminadas por intereses, emociones y deseos. Cooper es el primer investigador hermeneuta del cine. No cree tanto en “una” explicación causal o descriptiva cuanto en la intercomunicación holística de “objetos” que son susceptibles de investigación. Cooper disfruta con la interpretación de los signos porque aunque diga buscar la Verdad sabe que hay algo que la hará siempre inefable. La necesidad de interpretación constante (sin acceder a conclusiones definitivas) no es sino una forma de negar la existencia de “una” verdad.

La hermenéutica nace, precisamente, ante la convicción de que eso a lo que hacemos referencia en la experiencia (el ser) es una realidad extremadamente transitoria, contextual y condicionada. De tal forma conocer es siempre interpretar, siendo toda verdad obtenida de la interpretación una verdad igual de relativa y transitoria que la misma experiencia de la realidad. De ahí la resistencia (inconsciente) del agente Cooper a encontrar el asesino; una resistencia que llega a ser exasperante en esos momentos en los que todo parece señalar a alguien. Es entonces cuando más disfruta Cooper encontrando la falsabilidad de las pruebas. Cooper no parece querer encontrar una interpretación que pueda ser única. Dice querer encontrar la verdad pero actúa a sabiendas de que toda interpretación carece de estabilidad y ultimatividad. De hecho actúa con las premisas del Gadamer de Verdad y método, recordando que la esencia del saber se encuentra en el preguntar; la experiencia no nos conduce a una verdad sino al aprendizaje de la formulación de nuevas preguntas. Por eso la serie no “acaba nunca”, el tiempo pasaba por encima de la necesidad de encontrar lo que dice buscar.

En cualquier caso resulta inquietante la necesidad de Lynch por hacer una precuela de la serie. Sobre todo si tenía que ser tan “distinta”. Existe como una necesidad de volver al “orden” por parte de Lynch, al que se le fue de las manos la serie estirando demasiado una idea que pudo ser mejor si se hubiera expresado de forma más contenida, o de forma menos radical. De hecho, y no es más que una especulación por mi parte, la necesidad de Lynch por volver al tema del asesinato de Laura Palmer con una película “previa” responde a la insatisfacción que le genera tanto relativismo en Twin Peaks. Lynch podrá ser todo lo críptico y ambiguo que se quiera pero nadie duda de que el Lynch creador tiene explicación para todas sus ocurrencias. Y el hecho de que para él la realidad sea inexcrutable no quita para que su cine pretenda ser una interpretación de esa inexcrutable realidad. De ahí la existencia de Fuego camina conmigo. Y por otra parte se encuentra la citada y comentada secuencia en la que Lynch/Gordon nos dice que todo tiene una explicación por muy absurda (o falsa) que ésta pueda ser.

De hecho, pasa del relativismo sobre el concepto de verdad en Twin Peaks al pragmatismo impuesto por la realidad en Fuego camina conmigo. La noción de verdad como interpretación no supera para Lynch el relativismo que esa verdad exige al fin y al cabo. Con Fuego camina conmigo Lynch ya no quiere dejar la verdad suspendida y centra todos sus esfuerzos en encontrar causas perfectamente explicativas a lo ya devenido. Ya no quiere que le pase lo que sucedió con Twin Peaks; ya no quiere vivir en el limbo de lo inexplicable (el simple juego de no saber); en definitiva: ya no quiere renunciar a la realidad de la existencia. Para Lynch, ahora, “la posición relativista es como un espejismo que parece real sólo a cierta distancia: se divisa como si fuese un oasis en el desierto, nos acercamos increíblemente sedientos, y después todo se desvanece dejando nada más que arena” (Hilary Putnam). El asesino no puede ser nadie, el asesino es el propio padre de Laura Palmer. Pudo no estar claro durante cierto tiempo (Twin Peaks), pero después de todo el asesino es el padre de Laura Palmer (Fuego camina conmigo). Y punto.

domingo, octubre 03, 2010

Valencia

Como es mundialmente sabido la Cultura en Valencia se encuentra masacrada por sus dirigentes políticos. Citas la palabra Valencia allende sus propias fronteras en cualquier conversación cultural y los contertulios se santiguan. El grado de corrupción respecto al producto artístico es tan absoluto como perfecto. Desde que las altas instancias políticas fueron conscientes del poder que les confería el control de la cultura, éstas no dudaron en ejercer un despostismo basado en la ignorancia cuando no en los intereses personales. Así, el estado actual de la Cultura en Valencia tiene como culpables a los mismos dirigentes políticos: zafios, ignorantes y cicateros. Si bien tiene como responsables a todos aquellos que fueron extrayendo cierto rédito mientras hacían la vista gorda en época de vacas gordas: artistas, galeristas, coleccionistas, periodistas...

Para llegar a este punto de degradación cultural ha tenido que suceder algo que, siendo común en otros lugares, es en Valencia donde ha alcanzado su nivel más mostrenco; algo que hace referencia a la evolución sufrida por la relación histórica de dos conceptos indisociables: Arte y Política. El Arte ha pasado de ser “el objeto” que interpretaba el mundo a través de una cierta poesía a ser “el objeto” que representa lo que la Institución llama Cultura. O dicho de otra forma el Arte es SÓLO cosa de Política. Y es entonces cuando entra en juego la pederástica maquinaria de la Institución.

En estas circunstancias le resulta sumamente fácil gestionar la Cultura a esa nueva generación de gestores culturales sin cultura y/o sin escrúpulos. Los técnicos culturales son seres que luchan por atornillarse al poder de su partido… o al de cualquier otro; cuando no luchan por repartir parabienes a los integrantes de la Casa Nostra. Para concluir debo decir que se ha vuelto a hacer realidad lo que en tantos posts llevo dicho: tenemos a los gobernantes que nos merecemos. En Valencia tenemos motivos para salir a la calle con escopetas, pero lo único que hacemos es hablar en pandilla para decir en privado lo que nadie se atreve a decir en público. O por ejemplificar con un caso real: mientras el Crítico más Internacional que está al servicio de la Gran Dama de Museo se lamenta en privado de la situación depauperada de la gestión cultural valenciana, colabora también en ella a cambio de buenos estipendios. Y lo peor del caso: todos le ríen las gracias. Siendo todos, todos los que se quejan del brazo de hierro de la Gran Dama, la déspota ignorante. Y se las ríen porque le tienen miedo.

Llevaba razón una de las comentaristas de mi post Placer pasivo y Conocimiento. El Conocimiento no es suficiente para dejar de ser infrahumanos. Es nuestra actitud ética la que debe complementar nuestra ansia de conocimientos. No puede haber evolución sin ánimo de bondad. No pude haber estética sin ética. En el pensamiento griego, con la palabra corrupción se designaba la destrucción y disolución por oposición a la fuerza productiva y a la creación. Y Kant dijo en La paz perpetua que “el despotismo es el principio de ejecución arbitraria por el jefe del Estado de leyes que él mismo se ha dado, con lo que la voluntad pública es manejada por el gobernante como su voluntad particular”. En definitiva, por lo que respecta a la Cultura, Valencia es una ciudad basura. Y lo es por méritos coyunturales pero propios.

lunes, septiembre 20, 2010

De la estupidez

Hay una significativa secuencia en el inicio de la extraordinaria Amadeus de Milos Forman. Se trata de la escena que dará sentido a la trama. Salieri, músico de la Corte y gran conocedor de la música del momento, entra en una fiesta multitudinaria que se celebra en Palacio. La voz en off que narra la historia, que es la del propio Salieri, nos habla del estado de excitación que le produce el hecho de poder ponerle por fin rostro al músico que tanto admira. Salieri da vueltas por los salones esperando que su idolatrado músico aparezca ante él con el aspecto del genio, el genio que musicalmente se expresa de modo excelente, celestial. Espera que el aspecto de su admirado colega, su talante, su actitud, sus formas, su voz, su mirada, su porte y su inteligencia sean las propias de un genio; sean la viva y contundente representación corpórea de su genial producto.

Como es sabido, el músico admirado por Salieri es Mozart y lo acaba conociendo, en la citada secuencia, de forma indirecta pero no por ello menos reveladora. Agazapado detrás de una mesa Salieri descubre a un Mozart histriónico, infantil, prepotente; imbécil, en definitiva. Con el paso del tiempo no sólo corrobora la inanidad humana del excelso creador, sino que la verá acrecentada. Mozart es definitivamente tonto. Y no importa aquí la veracidad de la por otra parte creíble historia, sino lo que de ella se extrae. Tampoco importa aquí esa vía por la que se desenvuelve el film de forma magistral, el de la envidia lógica y la necesaria mediocridad reinante. Lo que verdaderamente importa aquí es la estupidez, o mejor, la forma extraordinariamente perversa en la que a veces puede manifestarse.

Sucede algo parecido en otra película Acuerdos y desacuerdos de Woody Allen, si bien esta vez se trata de una película algo más incómoda debido a la carencia del contrapunto que explica las intenciones del autor. Me explico: en Amadeus queda claro que es precisamente la estupidez lo que debe desatar en el espectador un sentimiento de misericordia, un sentimiento que es servido a través del personaje puente Salieri. Salieri es, de esta forma, el verdadero protagonista de la película, siendo Mozart un simple antagonista al que podemos perdonarle todo en función del personaje puente. En la película de Allen lo que acaba por manifestarse sin contrapunto alguno es que el gran músico Emmet Ray (¿Django Reinhardt?) es, atemporalmente, un imbécil. Más incómoda, por tanto, porque no hay vía de redención abierta a través de contrapunto alguno.

Lo que aquí interesa es lo que une a ambas películas, que no es otra cosa que los que los autores han evidenciado en sus intenciones. A saber: que alguien puede ser un perfecto idiota aun cuando pueda llegar a ser incluso genial respecto a un hacer determinado. Se trataría de representaciones cinematográficas de la Segunda Ley del famoso texto de Cipolla Las Leyes fundamentales de la estupidez humana. De la segunda, ya digo, que reza “La probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”.

Nos puede pasar a todos el que nos demos de bruces con una inesperada realidad que desmienta todas nuestras expectativas. Y no debería sorprendernos en gran medida pues como dice Cipolla en un corolario de otra Ley, la primera concretamente, “Uno es estúpido del mismo modo en que otro es pelirrojo; uno pertenece al grupo de los estúpidos como pertenece a un grupo sanguíneo […] Creo firmemente que la estupidez es un prerrogativa de cualquier grupo humano y que tal prerrogativa se encuentra uniformemente distribuida según una proporción constante”. Hace poco me pasó con uno de los para mí mejores artistas del presente, Bill Viola. No se trata de haber visto en él un idiota redomado, pues el lugar de donde proviene la causa de mi opinión carece de la profundidad necesaria para llegar a conclusiones tan atrevidas: una entrevista televisiva. Pero es lo único con lo que cuento para juzgarle a él y no a su obra. Así, un idiota a secas me serviría. Y no me resultaría redomado como idiota en la medida en la que reconozco precario el material con el que cuento para forjarme una opinión. Precario pero suficiente, pues responde a un interés del propio artista por hablar públicamente. En cualquier caso, no hay por qué tener remilgos en hablar de (los que nos parecen) idiotas pues “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros infravalora el número de estúpidos en circulación (Primera Ley)” y “La persona estúpida es el tipo de persona más peligroso que existe. El estúpido es más peligroso que el malvado (Quinta Ley)”.

Mi conclusión sería que Viola es uno de esos típicos personajes, digamos que (por decirlo de alguna manera) pastosos, que nadie se atrevería a calificar de estúpido, pero que en el fondo esconde una actitud que combina elementos despreciables. Se trata, en este caso, de personalizar en el pobre de Bill un buen número de cualidades que son propias de seres que resultan estúpidos para el grueso de la gente exigente; pusilanimidad manifiesta, falsa modestia, impostada blandenguería, tono pretendidamente afable, comprensividad forzada por no requerida, tono de voz místico, actitud innecesariamente pedagógica, o su mismo atuendo pretendidamente ad-hoc. Todas, como puede verse, cualidades ligadas a un interés (manifestado) de ser de una determinada manera. Con su camisa a cuadros y su pantalón vaquero Viola me pareció un tipo pesado sin nada interesante que decir más allá de “lo dicho” a través de su extraordinario producto artístico. Todos sus gestos, todas sus inflexiones discursivas y todo su mismo discurso me recordaban demasiado a los de tantos estúpidos que uno ha conocidos en la vida.

Me ha sucedido en otras ocasiones; la Segunda Ley de las Leyes fundamentales de la estupidez humana se me ha revelado en varias ocasiones no por triviales menos definitivas. Unas veces con actores tan prestigiosos como sensibles, con deportistas de élite triunfadores, con artistas de reconocido prestigio, etc. Muchas veces ante entrevistas públicas y otras ante el conocimiento personal de los susodichos. Sin ir más lejos hace poco cené con un escritor sumamente famoso y todavía no me he recuperado del schok emocional que supuso conocer su excelsa estulticia. Y sigo pensando que su literatura es de primer orden. Y no estoy hablando de juzgar sus opiniones o su misma ideología (de la manera en la podríamos hacerlo con los ejemplos típicos de Celine o Heidegger), sino de juzgar su manifiesta estupidez. No se trata tampoco de perder el tiempo sorprendiéndonos ante la estupidez de un escritor mediocre o un artista desconocido, sino ante la estupidez de un gran actor o la de un gran artista. Tampoco hablo de maldad, lo que sería un mal menor, sino de estupidez.

Y para acabar, sólo dejar constancia de una cosa que resulta de suma importancia para entender mi derecho a reivindicar la denuncia pública de los estúpidos: cuando me permito el lujo de expresar mis opiniones ad-hominen es porque los interfectos a los que me refiero me han dado pábulo para hacerlo. En efecto, no había ninguna necesidad de que un sensible actor o un destacado artista tuvieran que expresarse a través de un lenguaje que no es “el (suyo) propio”. Y es cierto, la vanidad es la causa por la que generalmente acaba hablando quien debió permanecer callado. El actor concede una entrevista y acaba por traicionarse mostrando una insensibilidad poco propia del exquisito y el artista expresa pensamientos que pretenden ser elevados cuando se avergüenza de ser un simple artesano. Tontos.

Addenda. Para poderse situar ante unas concretas declaraciones y poderlas juzgar es necesario contextualizarlas primero y analizarlas después con la máxima neutralidad posible garantizando el verdadero beneficio de la duda. Por ejemplo, situémonos ante la siguiente declaración de Eduardo Chillida: “Elegí la de portero porque la portería es el único espacio tridimensional de un campo de fútbol... Cuando jugaba, aunque era muy joven, ya me planteaba este tipo de cuestiones”. Dejemos a una parte la obra artística por la que el enunciante es famoso y centrémonos en el verbo con el que ha necesitado (como en numerosas ocasiones) expresarse para mayor gloria propia.

Así, sabemos, sin necesidad de haber escuchado la pregunta, que Chillida fue futbolista “antes” que fraile. Y sabemos por qué eligió la posición del portero: por premonición… y por su vinculación al Pensamiento Profundo. Decidió ser portero porque –ya de joven- le interesaban ese tipo de cuestiones profundas como lo es la tridimensionalidad. Decidió ser portero y no defensa porque –ya de joven- su posición le planteaba cuestiones filosóficas, como lo es el hecho de que “la portería es el único espacio tridimensional de un campo de fútbol”. Sabemos también que el hecho de haber sido jugador de fútbol fue, de este modo, un acto lógico y consecuente retrospectivamente. Y sabemos que alguien que necesita reivindicarse como pensador, siendo ya un artista de reconocido prestigio, es alguien con una ambición tan grande como una montaña. Y sabemos que alguien es tonto cuando por ambición dice de la portería de fútbol absolutamente lo contrario de lo que es, ya que como es sabido -hasta por los niños más pequeñitos- la portería es el único espacio bidimensional de un campo de fútbol. El único y con absoluta claridad.

domingo, septiembre 12, 2010

Placer pasivo y conocimiento

[Texto surgido a partir de un pasaje de Leo Marx a propósito de Mark Twain, quien de joven comenzó como aprendiz de piloto en embarcaciones fluviales: “(Cuando aprendió)… la forma en que el piloto ve debajo de la superficie del agua, el río se convirtió en un libro nuevo y maravilloso para él. Ahora en vez de deleitarse con los reflejos del agua de una espléndida puesta de sol, él veía en casi cada pequeño detalle de una línea o de un color el signo de una amenaza oculta: un escollo escarpado, una corriente peligrosa o un nuevo obstáculo”]


Allá donde Turner pudo ver un confín confuso el agrimensor intentaba ver el límite de una propiedad. Donde muchos ven un paisaje el promotor ve parcelas y el campesino un terreno. Allá donde un paciente ve manchas abstractas en un monitor el médico ve signos significantes. ¿Qué es preferible, la actitud ingenua del esteta –placer pasivo- o la actitud productiva del profesional –racionalista-? ¿Qué proporciona más placer, ver las manchas ininteligibles de una ecografía –ignorancia- o leer en ellas las respuestas a una demanda –conocimiento-? A veces no hay forma de distinguir dónde acaba el placer pasivo y dónde empieza el racionalismo placentero. Unas veces el conocimiento es el precio que hay que pagar por renunciar a un placer pasivo, como puede que le suceda al agrimensor. Y otras veces, las menos, resulta más oportuno o más gratificante renunciar al conocimiento para disfrutar verdaderamente del placer pasivo. La búsqueda de una conclusión al respecto no debería llevarnos a equívocos producidos por la necesidad de tomar partido de forma apresurada. Es cierto que las variables son demasiadas y que cada individuo es un mundo, pero en cualquier caso y sea como sea, nada nos impide dar crédito a la sensatez, esa cualidad que, como es sabido, creen poseer todos los individuos.

La pregunta verdaderamente difícil de responder sería, ¿es el placer pasivo una forma inferior de placer?, ¿tiene el ser humano la obligación de intelectualizar su actitud vital para superar ese estadio infantil definido fundamentalmente por la condescendencia hacia el placer pasivo?

En cualquier caso conviene distinguir entre la percepción ligada a lo cotidiano y la “lectura” profesional de signos. Por ejemplo: todos los seres civilizados se encuentran familiarizados con la palabra paisaje, porque lo que con ella se señala es algo con lo que todos se topan de forma regular, algo que no sucede con la contingencia que supone visionar una radiografía. El placer pasivo sería aquel que se produce ante la visión naif de un conjunto reconocible: árboles+riachuelo+montaña+ovejas. Por eso el placer pasivo se encuentra tan estrechamente ligado, por una parte a la ingenuidad y por otra a la ignorancia, características tan propias de los infantes. Así, ante una puesta de sol, por ejemplo, se produce una emoción primitiva que tiende a producir placer en el observador. ¿Es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Por supuesto. ¿Y es, siendo legítima, una buena forma de aproximación; buena en el sentido de productiva? Es decir, ¿es posible dictaminar niveles de excelencia en la experiencia perceptiva? Y ahí es donde surgen las dudas, aun sabiendo que el placer pasivo no por ser pasivo deja de ser placer. Dudas que emergen ante unas cuestiones extremadamente personales que además son incomunicables (el placer de cada uno). Dudas, pues, que no resuelvo si lo que quiero es poder determinar posibles niveles de excelencia perceptiva. Porque de lo que se trata es de relacionar la experiencia perceptiva con la epistemología. Y todo sabiendo que traspasada la infancia rara vez es posible percibir la naturaleza (la montaña, el río, el acantilado…) sin rémoras culturales. En efecto, donde el agrimensor veía un terreno yo veía un constable. Así, de lo que se trata es de confrontar, ante la percepción de un mismo objeto, el placer “puramente” sensorial y el placer “voluntariamente” cognoscitivo.

¿Disfruta más quien ve desde la ingenuidad perceptiva que quien ve ahondando en inevitables reflexiones conceptuales, las que desde luego no impiden ningún placer? ¿Disfruta más del paisaje aquel que pone nombre a las hayas y abedules que aquel que simplemente ve árboles; o aquel que distingue los estratos geológicos de las formaciones rocosas que aquel que sólo ve montañas; disfruta más aquel que ve un claudio de lorena que aquel que se extasía viendo un lago a contraluz? No, pero tampoco quiere esto decir que pueda denominarse como más “pura” la experiencia que no se encuentra contaminada por el Saber o el querer Saber. Suponiendo, claro, que pura sea la mejor forma de definir la mirada ignorante, desprejuiciada, pueril. O sea, no si se aceptamos que no hay pureza posible. No creo, por otra parte, que el botánico o el ecologista no sean capaces de obtener placer perceptivo ante la espontánea visión general de un paisaje desconocido aun siendo conocedores del nombre de las especies que lo conforman. Sería como pensar que un músico no puede obtener placer ante una sonata para violonchelo de Bach sólo porque conoce los fundamentos de la armonía o porque sabe traducir las notas a un pentagrama.

Por eso yo volvería a la pregunta, ¿es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Y yo volvería a contestar: por supuesto. ¿Y siendo legítima es una buena forma de aproximación? Y es aquí donde mis dudas se ratifican. Habría que aceptar, en cualquier caso, que no todos los individuos se pueden permitir el lujo de “perder” el tiempo con algo que no resuelve sus problemas inmediatos (laborales, por ejemplo), pero no es menos cierto que debe resultar mucho más cómodo vivir pendiente de un resultado deportivo, que intentando aprender a conceptualizar percepciones o experiencias en base a reflexiones inquisidoras.

Por cierto, esta segunda opción no resulta muy popular debido, precisamente, a lo ingrato de unas consecuencias que nunca agotan el problema y menos lo resuelven. Mientras que un resultado deportivo se resuelve en el mismo instante perceptivo, la adquisición de conocimientos (a través del análisis conceptual) contiene la ambigüedad que cuestiona el mismo aprendizaje. Es decir, las expectativas creadas por el ansia de conocimiento nunca pueden ser plenamente satisfechas: todo analista sabe que cuanto más se sabe menos se sabe y que cuando más uno se cultiva más le queda por aprender. Pero por eso mismo, el ansia de conocimiento es única forma real de decencia que posee el ser humano. El conocimiento nos libra, precisamente, de ser infrahumanos. Y este es el principal motivo por el que la educación escolar es obligatoria en los niños. Si no concluyéramos en que el conocimiento es esencial para el desarrollo del ser humano, no estaríamos llevando a los niños a las escuelas para que sepan algo de geografía, física, historia, literatura o matemáticas.

Por eso yo volvería a la pregunta, ahora por última vez, ¿es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Y yo volvería a contestar: por supuesto. ¿Y siendo legítima es una buena forma de aproximación? Pues una vez aceptamos que la educación del infante es crucial para el adulto que será, no hay por qué pensar otra cosa respecto al adulto que ya es. La adquisición de conocimientos es, por tanto, la única forma decente con la que enfrentarse al transcurrir de la vida. Se trataría de conculcar al individuo que el aprendizaje no es una cuestión de juventud, sino de necesidad vivificadora. Se trataría de conculcar al individuo, ya desde la infancia, una suerte de curiosidad intelectual gratificante; de conculcar amor hacia la profundidad de la idea y suspicacia hacia la fascinación por la superficie.

Dijo Baltasar Gracián, “No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y en lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la excelencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad. Algunos nunca llegan a ser cabales, siempre les falta algo; otros tardan en hacerse”.