lunes, septiembre 20, 2010

De la estupidez

Hay una significativa secuencia en el inicio de la extraordinaria Amadeus de Milos Forman. Se trata de la escena que dará sentido a la trama. Salieri, músico de la Corte y gran conocedor de la música del momento, entra en una fiesta multitudinaria que se celebra en Palacio. La voz en off que narra la historia, que es la del propio Salieri, nos habla del estado de excitación que le produce el hecho de poder ponerle por fin rostro al músico que tanto admira. Salieri da vueltas por los salones esperando que su idolatrado músico aparezca ante él con el aspecto del genio, el genio que musicalmente se expresa de modo excelente, celestial. Espera que el aspecto de su admirado colega, su talante, su actitud, sus formas, su voz, su mirada, su porte y su inteligencia sean las propias de un genio; sean la viva y contundente representación corpórea de su genial producto.

Como es sabido, el músico admirado por Salieri es Mozart y lo acaba conociendo, en la citada secuencia, de forma indirecta pero no por ello menos reveladora. Agazapado detrás de una mesa Salieri descubre a un Mozart histriónico, infantil, prepotente; imbécil, en definitiva. Con el paso del tiempo no sólo corrobora la inanidad humana del excelso creador, sino que la verá acrecentada. Mozart es definitivamente tonto. Y no importa aquí la veracidad de la por otra parte creíble historia, sino lo que de ella se extrae. Tampoco importa aquí esa vía por la que se desenvuelve el film de forma magistral, el de la envidia lógica y la necesaria mediocridad reinante. Lo que verdaderamente importa aquí es la estupidez, o mejor, la forma extraordinariamente perversa en la que a veces puede manifestarse.

Sucede algo parecido en otra película Acuerdos y desacuerdos de Woody Allen, si bien esta vez se trata de una película algo más incómoda debido a la carencia del contrapunto que explica las intenciones del autor. Me explico: en Amadeus queda claro que es precisamente la estupidez lo que debe desatar en el espectador un sentimiento de misericordia, un sentimiento que es servido a través del personaje puente Salieri. Salieri es, de esta forma, el verdadero protagonista de la película, siendo Mozart un simple antagonista al que podemos perdonarle todo en función del personaje puente. En la película de Allen lo que acaba por manifestarse sin contrapunto alguno es que el gran músico Emmet Ray (¿Django Reinhardt?) es, atemporalmente, un imbécil. Más incómoda, por tanto, porque no hay vía de redención abierta a través de contrapunto alguno.

Lo que aquí interesa es lo que une a ambas películas, que no es otra cosa que los que los autores han evidenciado en sus intenciones. A saber: que alguien puede ser un perfecto idiota aun cuando pueda llegar a ser incluso genial respecto a un hacer determinado. Se trataría de representaciones cinematográficas de la Segunda Ley del famoso texto de Cipolla Las Leyes fundamentales de la estupidez humana. De la segunda, ya digo, que reza “La probabilidad de que una persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”.

Nos puede pasar a todos el que nos demos de bruces con una inesperada realidad que desmienta todas nuestras expectativas. Y no debería sorprendernos en gran medida pues como dice Cipolla en un corolario de otra Ley, la primera concretamente, “Uno es estúpido del mismo modo en que otro es pelirrojo; uno pertenece al grupo de los estúpidos como pertenece a un grupo sanguíneo […] Creo firmemente que la estupidez es un prerrogativa de cualquier grupo humano y que tal prerrogativa se encuentra uniformemente distribuida según una proporción constante”. Hace poco me pasó con uno de los para mí mejores artistas del presente, Bill Viola. No se trata de haber visto en él un idiota redomado, pues el lugar de donde proviene la causa de mi opinión carece de la profundidad necesaria para llegar a conclusiones tan atrevidas: una entrevista televisiva. Pero es lo único con lo que cuento para juzgarle a él y no a su obra. Así, un idiota a secas me serviría. Y no me resultaría redomado como idiota en la medida en la que reconozco precario el material con el que cuento para forjarme una opinión. Precario pero suficiente, pues responde a un interés del propio artista por hablar públicamente. En cualquier caso, no hay por qué tener remilgos en hablar de (los que nos parecen) idiotas pues “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros infravalora el número de estúpidos en circulación (Primera Ley)” y “La persona estúpida es el tipo de persona más peligroso que existe. El estúpido es más peligroso que el malvado (Quinta Ley)”.

Mi conclusión sería que Viola es uno de esos típicos personajes, digamos que (por decirlo de alguna manera) pastosos, que nadie se atrevería a calificar de estúpido, pero que en el fondo esconde una actitud que combina elementos despreciables. Se trata, en este caso, de personalizar en el pobre de Bill un buen número de cualidades que son propias de seres que resultan estúpidos para el grueso de la gente exigente; pusilanimidad manifiesta, falsa modestia, impostada blandenguería, tono pretendidamente afable, comprensividad forzada por no requerida, tono de voz místico, actitud innecesariamente pedagógica, o su mismo atuendo pretendidamente ad-hoc. Todas, como puede verse, cualidades ligadas a un interés (manifestado) de ser de una determinada manera. Con su camisa a cuadros y su pantalón vaquero Viola me pareció un tipo pesado sin nada interesante que decir más allá de “lo dicho” a través de su extraordinario producto artístico. Todos sus gestos, todas sus inflexiones discursivas y todo su mismo discurso me recordaban demasiado a los de tantos estúpidos que uno ha conocidos en la vida.

Me ha sucedido en otras ocasiones; la Segunda Ley de las Leyes fundamentales de la estupidez humana se me ha revelado en varias ocasiones no por triviales menos definitivas. Unas veces con actores tan prestigiosos como sensibles, con deportistas de élite triunfadores, con artistas de reconocido prestigio, etc. Muchas veces ante entrevistas públicas y otras ante el conocimiento personal de los susodichos. Sin ir más lejos hace poco cené con un escritor sumamente famoso y todavía no me he recuperado del schok emocional que supuso conocer su excelsa estulticia. Y sigo pensando que su literatura es de primer orden. Y no estoy hablando de juzgar sus opiniones o su misma ideología (de la manera en la podríamos hacerlo con los ejemplos típicos de Celine o Heidegger), sino de juzgar su manifiesta estupidez. No se trata tampoco de perder el tiempo sorprendiéndonos ante la estupidez de un escritor mediocre o un artista desconocido, sino ante la estupidez de un gran actor o la de un gran artista. Tampoco hablo de maldad, lo que sería un mal menor, sino de estupidez.

Y para acabar, sólo dejar constancia de una cosa que resulta de suma importancia para entender mi derecho a reivindicar la denuncia pública de los estúpidos: cuando me permito el lujo de expresar mis opiniones ad-hominen es porque los interfectos a los que me refiero me han dado pábulo para hacerlo. En efecto, no había ninguna necesidad de que un sensible actor o un destacado artista tuvieran que expresarse a través de un lenguaje que no es “el (suyo) propio”. Y es cierto, la vanidad es la causa por la que generalmente acaba hablando quien debió permanecer callado. El actor concede una entrevista y acaba por traicionarse mostrando una insensibilidad poco propia del exquisito y el artista expresa pensamientos que pretenden ser elevados cuando se avergüenza de ser un simple artesano. Tontos.

Addenda. Para poderse situar ante unas concretas declaraciones y poderlas juzgar es necesario contextualizarlas primero y analizarlas después con la máxima neutralidad posible garantizando el verdadero beneficio de la duda. Por ejemplo, situémonos ante la siguiente declaración de Eduardo Chillida: “Elegí la de portero porque la portería es el único espacio tridimensional de un campo de fútbol... Cuando jugaba, aunque era muy joven, ya me planteaba este tipo de cuestiones”. Dejemos a una parte la obra artística por la que el enunciante es famoso y centrémonos en el verbo con el que ha necesitado (como en numerosas ocasiones) expresarse para mayor gloria propia.

Así, sabemos, sin necesidad de haber escuchado la pregunta, que Chillida fue futbolista “antes” que fraile. Y sabemos por qué eligió la posición del portero: por premonición… y por su vinculación al Pensamiento Profundo. Decidió ser portero porque –ya de joven- le interesaban ese tipo de cuestiones profundas como lo es la tridimensionalidad. Decidió ser portero y no defensa porque –ya de joven- su posición le planteaba cuestiones filosóficas, como lo es el hecho de que “la portería es el único espacio tridimensional de un campo de fútbol”. Sabemos también que el hecho de haber sido jugador de fútbol fue, de este modo, un acto lógico y consecuente retrospectivamente. Y sabemos que alguien que necesita reivindicarse como pensador, siendo ya un artista de reconocido prestigio, es alguien con una ambición tan grande como una montaña. Y sabemos que alguien es tonto cuando por ambición dice de la portería de fútbol absolutamente lo contrario de lo que es, ya que como es sabido -hasta por los niños más pequeñitos- la portería es el único espacio bidimensional de un campo de fútbol. El único y con absoluta claridad.

domingo, septiembre 12, 2010

Placer pasivo y conocimiento

[Texto surgido a partir de un pasaje de Leo Marx a propósito de Mark Twain, quien de joven comenzó como aprendiz de piloto en embarcaciones fluviales: “(Cuando aprendió)… la forma en que el piloto ve debajo de la superficie del agua, el río se convirtió en un libro nuevo y maravilloso para él. Ahora en vez de deleitarse con los reflejos del agua de una espléndida puesta de sol, él veía en casi cada pequeño detalle de una línea o de un color el signo de una amenaza oculta: un escollo escarpado, una corriente peligrosa o un nuevo obstáculo”]


Allá donde Turner pudo ver un confín confuso el agrimensor intentaba ver el límite de una propiedad. Donde muchos ven un paisaje el promotor ve parcelas y el campesino un terreno. Allá donde un paciente ve manchas abstractas en un monitor el médico ve signos significantes. ¿Qué es preferible, la actitud ingenua del esteta –placer pasivo- o la actitud productiva del profesional –racionalista-? ¿Qué proporciona más placer, ver las manchas ininteligibles de una ecografía –ignorancia- o leer en ellas las respuestas a una demanda –conocimiento-? A veces no hay forma de distinguir dónde acaba el placer pasivo y dónde empieza el racionalismo placentero. Unas veces el conocimiento es el precio que hay que pagar por renunciar a un placer pasivo, como puede que le suceda al agrimensor. Y otras veces, las menos, resulta más oportuno o más gratificante renunciar al conocimiento para disfrutar verdaderamente del placer pasivo. La búsqueda de una conclusión al respecto no debería llevarnos a equívocos producidos por la necesidad de tomar partido de forma apresurada. Es cierto que las variables son demasiadas y que cada individuo es un mundo, pero en cualquier caso y sea como sea, nada nos impide dar crédito a la sensatez, esa cualidad que, como es sabido, creen poseer todos los individuos.

La pregunta verdaderamente difícil de responder sería, ¿es el placer pasivo una forma inferior de placer?, ¿tiene el ser humano la obligación de intelectualizar su actitud vital para superar ese estadio infantil definido fundamentalmente por la condescendencia hacia el placer pasivo?

En cualquier caso conviene distinguir entre la percepción ligada a lo cotidiano y la “lectura” profesional de signos. Por ejemplo: todos los seres civilizados se encuentran familiarizados con la palabra paisaje, porque lo que con ella se señala es algo con lo que todos se topan de forma regular, algo que no sucede con la contingencia que supone visionar una radiografía. El placer pasivo sería aquel que se produce ante la visión naif de un conjunto reconocible: árboles+riachuelo+montaña+ovejas. Por eso el placer pasivo se encuentra tan estrechamente ligado, por una parte a la ingenuidad y por otra a la ignorancia, características tan propias de los infantes. Así, ante una puesta de sol, por ejemplo, se produce una emoción primitiva que tiende a producir placer en el observador. ¿Es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Por supuesto. ¿Y es, siendo legítima, una buena forma de aproximación; buena en el sentido de productiva? Es decir, ¿es posible dictaminar niveles de excelencia en la experiencia perceptiva? Y ahí es donde surgen las dudas, aun sabiendo que el placer pasivo no por ser pasivo deja de ser placer. Dudas que emergen ante unas cuestiones extremadamente personales que además son incomunicables (el placer de cada uno). Dudas, pues, que no resuelvo si lo que quiero es poder determinar posibles niveles de excelencia perceptiva. Porque de lo que se trata es de relacionar la experiencia perceptiva con la epistemología. Y todo sabiendo que traspasada la infancia rara vez es posible percibir la naturaleza (la montaña, el río, el acantilado…) sin rémoras culturales. En efecto, donde el agrimensor veía un terreno yo veía un constable. Así, de lo que se trata es de confrontar, ante la percepción de un mismo objeto, el placer “puramente” sensorial y el placer “voluntariamente” cognoscitivo.

¿Disfruta más quien ve desde la ingenuidad perceptiva que quien ve ahondando en inevitables reflexiones conceptuales, las que desde luego no impiden ningún placer? ¿Disfruta más del paisaje aquel que pone nombre a las hayas y abedules que aquel que simplemente ve árboles; o aquel que distingue los estratos geológicos de las formaciones rocosas que aquel que sólo ve montañas; disfruta más aquel que ve un claudio de lorena que aquel que se extasía viendo un lago a contraluz? No, pero tampoco quiere esto decir que pueda denominarse como más “pura” la experiencia que no se encuentra contaminada por el Saber o el querer Saber. Suponiendo, claro, que pura sea la mejor forma de definir la mirada ignorante, desprejuiciada, pueril. O sea, no si se aceptamos que no hay pureza posible. No creo, por otra parte, que el botánico o el ecologista no sean capaces de obtener placer perceptivo ante la espontánea visión general de un paisaje desconocido aun siendo conocedores del nombre de las especies que lo conforman. Sería como pensar que un músico no puede obtener placer ante una sonata para violonchelo de Bach sólo porque conoce los fundamentos de la armonía o porque sabe traducir las notas a un pentagrama.

Por eso yo volvería a la pregunta, ¿es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Y yo volvería a contestar: por supuesto. ¿Y siendo legítima es una buena forma de aproximación? Y es aquí donde mis dudas se ratifican. Habría que aceptar, en cualquier caso, que no todos los individuos se pueden permitir el lujo de “perder” el tiempo con algo que no resuelve sus problemas inmediatos (laborales, por ejemplo), pero no es menos cierto que debe resultar mucho más cómodo vivir pendiente de un resultado deportivo, que intentando aprender a conceptualizar percepciones o experiencias en base a reflexiones inquisidoras.

Por cierto, esta segunda opción no resulta muy popular debido, precisamente, a lo ingrato de unas consecuencias que nunca agotan el problema y menos lo resuelven. Mientras que un resultado deportivo se resuelve en el mismo instante perceptivo, la adquisición de conocimientos (a través del análisis conceptual) contiene la ambigüedad que cuestiona el mismo aprendizaje. Es decir, las expectativas creadas por el ansia de conocimiento nunca pueden ser plenamente satisfechas: todo analista sabe que cuanto más se sabe menos se sabe y que cuando más uno se cultiva más le queda por aprender. Pero por eso mismo, el ansia de conocimiento es única forma real de decencia que posee el ser humano. El conocimiento nos libra, precisamente, de ser infrahumanos. Y este es el principal motivo por el que la educación escolar es obligatoria en los niños. Si no concluyéramos en que el conocimiento es esencial para el desarrollo del ser humano, no estaríamos llevando a los niños a las escuelas para que sepan algo de geografía, física, historia, literatura o matemáticas.

Por eso yo volvería a la pregunta, ahora por última vez, ¿es legítima la forma naif de aproximación a la representación del mundo? Y yo volvería a contestar: por supuesto. ¿Y siendo legítima es una buena forma de aproximación? Pues una vez aceptamos que la educación del infante es crucial para el adulto que será, no hay por qué pensar otra cosa respecto al adulto que ya es. La adquisición de conocimientos es, por tanto, la única forma decente con la que enfrentarse al transcurrir de la vida. Se trataría de conculcar al individuo que el aprendizaje no es una cuestión de juventud, sino de necesidad vivificadora. Se trataría de conculcar al individuo, ya desde la infancia, una suerte de curiosidad intelectual gratificante; de conculcar amor hacia la profundidad de la idea y suspicacia hacia la fascinación por la superficie.

Dijo Baltasar Gracián, “No se nace hecho. Cada día uno se va perfeccionando en lo personal y en lo laboral, hasta llegar al punto más alto, a la plenitud de cualidades, a la excelencia. Esto se conoce en lo elevado del gusto, en la pureza de la inteligencia, en lo maduro del juicio, en la limpieza de la voluntad. Algunos nunca llegan a ser cabales, siempre les falta algo; otros tardan en hacerse”.