miércoles, octubre 28, 2015

Ansia mal enfocada

O el ansia de un Trastorno Delirante

Revisando una revista cultural on-line (Makma, que abro de vez en cuando para ponerme al día) me topo con una reseña sobre la obra de teatro a la que le dediqué el último post. Lo que viene a hacer la periodista, Bel Carrasco, es ordenar los apuntes que debió tomar el día de la presentación de la obra en medios e informarse acerca del autor. De hecho su reseña viene a ser un conjunto de entrecomillados que describen la obra a partir de la propia explicación -dada por los actores de la compañía- y que le sirven para elogiarla. Todo correcto y apropiado, además de fácil de compartir. Todo, digo, menos una frase. Pero no tanto por no estar de acuerdo, sino por estarlo más de la cuenta, si eso fuera posible.

Después de sugerir -en base a los entrecomillados- que una de las bondades de la pieza es la de permanecer perfectamente vigente a pesar de su edad, más de 50 años, dice la periodista “La reducida presencia femenina es quizá el único punto que revela la edad de la pieza que de haber sido escrita hoy contaría con más actrices”.

¿Qué habrá querido decir Bel Carrasco? De entrada que, a pesar de las bondades de la obra que son muchas, y a pesar de encontrarse entre ellas la de permanecer vigente su texto en el momento actual, sí contiene un aspecto que oscurece su llamémosla redondez, algo por lo que podríamos hablar de envejecimiento, término que como bien sabemos resulta destructivo cuando se valoran las obras de otros tiempos, ya sean pictóricas, teatrales, literarias o cinematográficas.

Para la periodista “La reducida presencia femenina es quizá el único punto que revela la edad de la pieza…”. Así pues, en efecto, hay algo en la obra que revela envejecimiento; a saber: que la obra fuera escrita para 6 actores y una actriz. Y para confirmar que esa elección se revela como un aspecto negativo -rancio- de la pieza contamos con la segunda parte de la frase “...que de haber sido escrita hoy contaría con más actrices”.

Nos preguntábamos qué habría querido decir la periodista con esa extraña frase. ¿Lo sabemos ya? ¿Puede que lo que quisiera decirnos estuviera inextricablemente ligado al propio texto, a la trama? Puede, pero no lo creo.

¿O pudiera tener que ver con otros parámetros de medida, más vinculados a la ideología más correctamente politizada? ¿Qué nos contestamos apreciadso lectores? ¿Por qué cree la periodista que de haber sido escrita hoy la obra contaría con más actrices? ¿Por la irrefrenable necesidad del autor de que todo se diera en paridad? ¿Por el miedo del autor a no ser lo suficientemente políticamente correcto? ¿Por cuestiones puramente comerciales?

¿O, repito, por las necesidades intrínsecas de la propia trama?

Recordemos que no hay ningún personaje que se salve de la quema. La obra trata precisamente de eso, de la podredumbre que habita en esos 7 personajes que no saben salir de un círculo vicioso. Por simplificar: todos son representativos de la perversión, la ambición desmedida o el desquiciamiento.

Así que volvamos a la pregunta: ¿Puede que lo que quisiera decirnos la periodista estuviera inextricablemente ligado al propio texto, a la trama? Es decir, ¿Puede que lo que quisiera decirnos la periodista es que puestos a hablar de maldad  y perversión en la época actual no resulta ni propio ni adecuado hacerlo sólo a través de personajes masculinos? Puede, pero no lo creo. En cualquier caso, estoy plenamente de acuerdo que en una obra donde todos los personajes contienen un punto (o muchos) de corrupción, o de desquiciamiento, o de perversión, tiene sentido que haya el mismo número de representantes femeninos que masculinos. O no.

sábado, octubre 24, 2015

Lo que nos perdemos (El invernadero)

Lo que nos perdemos (El invernadero)

En realidad no sabe uno nunca lo que se pierde. Nuestras vidas no dan más que para saber qué es lo que ganamos, que muchas veces no es poco. Pero sí infinitamente inferior a lo que nos perdemos. No se trata, en el fondo, más que una cuestión directamente ligada a las limitaciones del tiempo.

Valencia es un ciudad muy precaria en cuanto a la oferta cultural se refiere y eso me genera malestar. Precisamente por eso, porque los que en ella vivimos nos perdemos tantas cosas…

Hace unos meses fui a Madrid para poder encontrarme (¿casualmente?) con lo que no había que perderse. Tal era ese al menos mi sentir, pues casi nada sabía yo de la obra de teatro que me atrajo -desde la Guía del ocio- por dos motivos fundamentales: el autor era Harold Pinter, su traductor Eduardo Mendoza y su director Mario Gas. El caso es que mi provincianismo me impidió prever una realidad tan distinta de la que ofrece una verdadera ciudad. Y es que Valencia no es Madrid. En definitiva: todo un largo paseo por las frías calles de Madrid para encontrarnos, finalmente, con el “no hay entradas” pegado en los vidrios de la taquilla del teatro. De la ilusión del espectador expectante a la frustración del que siente que algo se ha perdido.

Ayer, unos ocho meses después de mi viaje a Madrid, tuve la oportunidad de ver la obra en Valencia. ¿Cómo podría calificar la experiencia? La primer palabra que viene a mi cabeza es... placer; placentera, pues. ¿Ver El invernadero, entonces? No, más que ver yo más bien hablaría de vivir la experiencia, la experiencia que conjuga la estética con el factor humano del directo. Con un texto que resulta difícil porque prepondera en todo momento el asunto -más abstracto- sobre el tema -más concreto-. Tanto, además, que después de ver la obra compruebo que resultaría incluso complicado hacer una sinopsis a alguien que la pudiera demandar, algo que potencialmente ya elimina el público joven.

Así, El Invernadero se encuentra en las antípodas de esos miles de espectáculos que triunfan en las ciudades donde la oferta cultural resulta tan exigua. Otra cosa es Madrid, repito, donde yo no pude verla por “exceso” de espectadores interesados en ella, y donde la oferta cultural permite tranquilizar las conciencias de quienes pudieran sufrir por ese sentimiento de pérdida.

En las antípodas, digo, porque si por algo se caracterizan la producciones más exitosas (tanto de teatro como de televisión) de la actualidad, que por ello son las más difundidas, es por estar conformadas a partir de fundamentos claramente caracterizados por su simplismo. Un simplismo pueril en donde el asunto, que sería aquello de lo que una obra pretende hablar en última instancia, el deseo, la alienación, la muerte, el amor, el recuerdo, etc., acaba siendo menoscabado por un burdo tratamiento del tema, que sería aquello que podríamos definir fácilmente con una sinopsis. Un asunto menoscabado por una ineficacia artística que curiosamente devendría del exacerbado interés puesto en la supuesta grandeza del mismo asunto.

O por decirlo de otra forma; El invernadero se encuentra en las antípodas de un tipo de producción -actual y exitosa- que se configura con unos previos en donde, o prima el humor de telecomedia, o lo que es peor, la ambición de un compromiso social expresado con una zafiedad infantil. No hay peor combinación posible en un autor que la buena intención y la falta de cultura sobre medio en uso (sea teatral, artístico, televisivo o literario).

En El invernadero casi no hay trama, hay en todo caso un cúmulo de diálogos que engarzan situaciones concomitantes. Situaciones absurdas debido a su extremo realismo, un realismo abstracto si me permiten la figura retórica. Diálogos que conducen a un desenlace que carece de importancia, o que la tiene de forma testimonial, pues es en la especifidad de los propios diálogos donde radican todos los matices de excelencia que pudieran otorgársele a la obra en su totalidad. Un cúmulo de diálogos, pues, que se agrupan en un extraño invernadero para que pueda germinar con normalidad la irracionalidad más humana.

En cualquier caso habría otro motivo para no perderse esta obra, también, cómo no, relacionado con la excelencia: la soberbia interpretación de los actores y especialmente la de Gonzalo de Castro. Sólo por eso valdría la pena venir desde, pongamos Albacete, para verla. Que ya está bien de actores o graciosos y de actores que susurran.

Lo que en Madrid perdí, lo he ganado en Valencia ahora. No sé si ese lapsus de tiempo me ha hecho ver las cosas de otra forma, eso nunca se sabe. De momento me voy al teatro de nuevo; tengo otra obra que ver a las 8 de la tarde.

sábado, octubre 03, 2015

A quien pueda no interesar

A quien pueda no interesar

Son las consecuencias de lo interesante desde el punto de vista categorial: que todo lo vale lo mismo. Así, decir "a quien pueda interesar" es exactamente lo mismo que decir "a quien pueda no interesar". No hay otra. Ya lo decíamos en otro post: todo resulta interesante salvo a un cretino. Además, lo sabemos, este blog está escrito, afortunada o desgraciadamente, para muy pocos lectores. No por voluntad propia, desde luego, pero sí por inevitabilidad. Nada me produce más satisfacción que abrir mi blog y comprobar que nadie comenta mis textos. Otra cosa sería hablar del número de lectores. El caso es que este post está escrito para todos aquellos a quienes pudiera no interesarles nada de lo que en él digo.


1.El otro día me encontré un amigo de confianza. No lo veía desde hace unos 3 o 4 meses, así que nos lo tomamos con calma. Más allá de expresar esa vitalidad que siempre le caracterizó lo cierto es que algo en él le hacía parecer desconcertado. No me hizo falta preguntarle, de hecho no tardó mucho en abordar el asunto. "No entiendo muy bien lo que me está pasando -me dijo extrañado-, ya sabes que no soy persona a la que le guste hablar de temas personales, pero es que lo que me está pasando desde un tiempo a esta parte me tiene confundido...". Y después de estirar brevemente esta introducción dijo, "mira, no sé cómo debo entenderlo, pero de las 5 mujeres con las que estado últimamente 4 de ellas me han pedido que les hiciera daño. O que les pegara directamente".

Como ni mi amigo ni yo nos chupamos el dedo apenas hizo falta matizar su frase. Lo que él me quería transmitir no era que esas mujeres pedían ligeros forzamientos o palmaditas juguetonas en los glúteos. No. Nada que ver. Lo que le pedían era dolor y humillación de verdad. Dolor y humillación, claro, que a ellas resultaban placenteros. Y no voy a entrar en detalles, los que sí me dio mi amigo. "Una en concreto -siguió contando- casada con un buen hombre, tal y como ella misma me hizo saber, me dijo que estaba liada con su jefe que la maltrataba en habitaciones de hotel. Y que estaba obsesionada con ese canalla que sólo la utilizaba para eso". Mi amigo, por tanto, no era el único "extra" con el que se la pegaba a su marido esa mujer tan decidida, pero a mi amigo le dio pereza hacer el esfuerzo que había que hacer para satisfacer la curiosa (?) demanda. Y declinó. Y por eso mi amigo nunca dejará huella real en la mente de esa mujer, como tampoco lo hará su marido. El único que dejará una buena huella en ella será el jefe que le atiza en lujosas habitaciones de hotel.

2.Tengo una amiga que trabaja en una pequeña tienda de ropa de barrio. Me habla de la cantidad de clientas que le cuentan sus infidelidades. Me da pelos y señales de algunas de ellas. Al parecer, según ella apunta, se ha conseguido la verdadera igualdad. No tanto por el derecho a ser infiel, algo a lo que nadie debe aspirar debido a las connotaciones negativas de maldad que contiene el hecho en sí, sino por el "derecho" a contarlo de forma indiscriminada y con orgullo. Todo esto me lo cuenta mi amiga delante de su marido, también amigo.

3.De dos años a esta parte se han separado dos conocidos míos. Los dos han tenido que dejar la casa donde vivían con su familia e irse a vivir a otro lugar. Uno en concreto ha tenido que abandonar el casoplón e irse a vivir a un mini apartamento donde no caben ni sus pertenencias. El otro se ha trasladado momentáneamente a casa de su anciana madre para organizar su existencia. El primero estaba casado con una mujer que no trabajaba, el segundo con una mujer que le era infiel. Curiosamente las mujeres de ambos (que no se conocen porque pertenecen a ámbitos de mi vida diferentes) tienen rasgos físicos similares: labios gruesos, cuello terso, ojos rasgados y un buen escote. En fin, la cuestión es contar lo que nadie cuenta. Pero insisto, la mujer del primero no trabajaba (y ya saben lo que eso significa respecto a los bienes en común). Y la segunda hacía "horas extras".

4. Me lo contó el año pasado una perpleja buena amiga. Un abogado prestigioso (al menos aquí en Valencia) muy amigo suyo se estaba separando. Ante los trámites del reparto de bienes y la discusión acerca de la gestión familiar ella le suelta a bocajarro delante de la abogada: "No te preocupes demasiado por tus hijos porque en realidad no son tuyos. Ninguno. Son los 3 de Javier del que soy amante desde que te conozco".

Como puede verse, se trata de casos vinculadas de alguna forma -más o menos directa- a mi experiencia personal. La pregunta que se hará el lector es ¿Hasta qué punto pueden ser extrapolables o extensibles los casos personales para yo poder tomar partido? Y por tanto, ¿qué me dicen, más allá de ser casos aislados? O mejor, ¿hasta qué punto a mí me importa lo que pueda pasar en el entorno de una sola persona que escribe en un blog sin apenas lectores? Mi respuesta: "¿aislados?".

jueves, octubre 01, 2015

En defensa del maniqueísmo

En defensa del maniqueísmo


En cuestiones de ética fue uno educado de manera elemental: o se era bueno o se era malo. Las tentaciones y las debilidades existían, por supuesto, pero estaban ahí para confirmar que la voluntad y la determinación tenían mucho que decir en cuestiones éticas. Y el cine clásico americano fui muy preciso al respecto: Robert Mitchum podía caer en un abismo de abandono, pero su fin en tanto que protagonista debía regirse por la fortaleza y por la determinación que le permitieran volver a ser ejemplar. De todas formas sólo apuntar que las debilidades de ciertos protagonistas del cine clásico eran simples caídas de fortaleza que, curiosamente, provenían de algún tipo de sufrida traición inesperada.

Las cosas, como bien sabemos, han cambiado mucho. Pasamos primero por una época cinematográfica (1965-1990) en la que a los protagonistas ya no se les requería ser ejemplares sino que debían mostrar una ambigüedad en sus comportamientos que los hicieran "más" humanos. En realidad todo el cine de este periodo se caracterizó por considerar la ética desde una falsa tesitura, pues el bien acababa de alguna manera triunfando sobre el mal. A veces, eso sí, a costa de rebajar el nivel de exigencia (los buenos nunca ya serían héroes). En cualquier caso, la dicotomía persistía y facilitaba una comprensión del mundo en términos antagónicamente sanos: o se era bueno o se era malo con independencia de las debilidades que a veces ya no podían superarse, pero que seguían marcando esos dos territorios claramente definidos. Así, no se llegó muy lejos en ese largo periodo respecto a un posible cambio de paradigma, pero se instalaron las bases que permitieron promover una educación cultural masiva, la de la actualidad, en la que el canalla y el malvado acabarían convirtiéndose en los verdaderos protagonistas. Y lo que resulta más inquietante: en los verdaderos paradigmas. Ahora ya nadie quiere ser como John Wayne, si acaso y en el mejor de los casos, como Dexter. Pero para saber del peor basta leer el artículo Con tetas y sin paraíso publicado en Trama y Fondo:

http://www.tramayfondo.com/articulos.php