lunes, diciembre 31, 2012

¡Buen Año Nuevo! (lo memorable)

Llámenme antiguo si quieren, no me importa. O llámenme reaccionario, que tampoco me importa. Pero la verdad es que me ha vuelto a pasar lo que cada vez me pasa cuando, cada cierto tiempo, cumplo con el rito de ver seguidas dos películas: Rio Bravo y El Dorado. Me ha vuelto a pasar: que me he emocionado.
Pero ¿qué sería emocionarse?
Pues no, no existe el “depende” como respuesta; no hay "depende". Emocionarse es conmoverse; sentir una sacudida que alcanza el mismo cuerpo. Viendo (“de nuevo”) las dos películas se ha agitado mi ánimo. O sea, me he emocionado.
Dos películas con muy parecida estructura pero con diferencias tan sutiles como significativas. Dos películas rodadas en los estertores de una era que tomaba (en un nivel representacional) como paradigma la nobleza, la justicia y la generosidad. En ambos films hay cuatro individuos que se unen en su afán de derrotar a aquellos que, por poder, pretenden imponer unos intereses ajenos a la Justicia. O por decirlo con la vieja y ahora obsoleta nomenclatura: los dos films tiene como trama principal el que los buenos venzan a los malos.
En Río Bravo (Howard Hawks, 1959) Chance (John Wayne) es el sheriff; su honestidad se encuentra fuera de toda duda y su habilidad con las armas está plenamente domesticada a favor de las causas nobles. Dude, “borrachuzo” (Dean Martin) era un tipo duro pero a partir de un desengaño amoroso se ha abandonado a la bebida y es la burla de todo el pueblo. La ayuda que Chance le presta es la de un “padre que no oscurece su tarea con la compasión”. Stumpy (Walter Brenann) es uno de esos personajes que sólo el cine clásico americano es capaz de proporcionarnos; viejo cascarrabias que parece desvariar pero que conoce el trasfondo de todos los que le rodean con un simple vistazo. Y por último Colorado (Ricky Nelson), cuya lucidez deslumbra a Chance cuando al principio decide no tomar partido en la contienda. Sus razonamientos (su lógica de supervivencia) sólo son superados por la emergencia de una necesidad: la de ayudar a los justos. Memorable la canción que canta Dino "Dude" ante un Chance reconfortado.
En El Dorado (Howard Hawks, 1966), Cole Thorton es un viejo pistolero cuyo sentido de la justicia y su lealtad le inducen a enfrentarse con la banda completa de un terrateniente poderoso y sin escrúpulos. Jean Paul Harrad (es en esta ocasión el sheriff pero su papel es secundario respecto al protagonismo del pistolero Thorton) también era un tipo duro, pero es ahora motivo de escarnio de todo el poblado por su afición incontrolada a la bebida. Como le sucediera a Dude, Harrad se ha abandonado al alcohol debido a un desengaño amoroso. Thorton le ayuda “no poniéndoselo fácil”. Mississippi es el vagabundo que lleva dos años esperando vengar la muerte de su mentor y amigo. Un tipo entrañable. Memorable la secuencia en la que Thorton lleva el hijo muerto a sus padres.
En Río Bravo John Wayne es la Ley, en El Dorado un pistolero, pero sus personajes se definen por lo mismo: la protección del débil ante el poderoso sin escrúpulos. En Río Bravo se muestra torpe con las mujeres y en la segunda no tanto, quizá debido a su condición de pistolero a sueldo, pero en ningún caso a las mujeres les pasa desapercibida la figura que representa, la figura del héroe, y por eso son capaces de “acompañarlo” en su tarea. Hasta donde hiciera falta. Tanto Colorado como Mississipi son los jóvenes que necesita el relato para darle carácter de futuro. Resulta entrañable y emotivo ver hasta qué punto se adhieren a la tarea cuando detectan el sentido de justicia que emana el protagonista. Los borrachuzos muestran el lado más humano del ser humano cuando caen en las trampas de lo mundano, pero se redimen ante la necesidad de llevar a cabo su tarea.
Como puede verse se trata de una simple cuestión de buenos y malos. Y es muy probable que sea eso lo que en el fondo me emociona, y lo que me lleva a repetir el rito de visionar ambos films cada cierto tiempo. Nunca me defraudan. No sólo los disfruto, sino que además me inyectan una vitalidad difícil de describir. Podría decirse que, además, Chance y Thorton son personajes que me sirven en el día a día. Y supongo que no hará falta tenerlos presentes en mi mente para que actúen en mi ser. Pero también los borrachuzos me ayudan y por tanto me sirven… supongo que desde mi inconsciente. La voluntad y la nobleza venciendo a la tentación. Y la prudencia simpática de Colorado, así como las frases de un Mississippi nostálgico pese a su juventud, incrustados igualmente en mi inconsciente. Seguro.
Son películas que empecé a ver en mi adolescencia y que me han seguido en un camino trufado de desviaciones. Podrán ustedes llamarme antiguo pero la verdad es que me ha reconfortado enormemente volver a ellas. Sobre todo después de que, por motivos de mi afición al análisis audiovisual, tuviera que visionar una serie española que en 2008 se convirtió en auténtico éxito entre los adolescentes. Mantuvo un share record de más de 4 millones de espectadores durante todo el año de emisión. El personaje principal, el protagonista, era un asesino y narcotraficante sin escrúpulos. Fue la persona más deseada por las adolescentes durante dos años. La serie se llamó Sin tetas no hay paraíso. Y quieren reponerla. Soy definitivamente un antiguo.
(Hablaré sobre la serie en otro Post)

miércoles, diciembre 19, 2012

Melancolía

Melancolía
Antes que nada, dos premisas (de los tratados a los manifiestos):
+Uno de los objetivos del Renacimiento fue dotar de un discurso filosófico y cientificista a ciertas disciplinas hasta entonces consideras mecánicas. Ciertos artistas idearon los tratados como forma otorgar enjundia a algunas profesiones gremiales infravaloradas. Se convirtieron en seguida en una forma adecuada de transmisión del conocimiento, sobre todo por lo que hacía referencia a la escultura, la pintura y la arquitectura. En ellos se recogía información proveniente de un conjunto variado de disciplinas, como podían ser, la retórica, la filosofía, la matemática, la anatomía, la botánica, etc. Desde que Leon Battista Alberti escribiera el revolucionario Sobre la pintura (De pictura) comenzaron a prodigarse esos tratados que, además de proporcionarnos información acerca del cómo son y cómo se perciben las cosas, servían perfectamente para transmitir el conocimiento a futuros artistas y arquitectos. En la era de los tratados los artistas eran gente que se aproximaba a la creación desde la curiosidad que suscitaba tanto lo desconocido como lo por-conocer. No se trataba tanto de saber cómo representar la realidad, que también, cuanto de conocer la realidad representable; es decir, no se trataba tanto de una cuestión de Arte como de una cuestión de Conocimiento.
+Uno de los objetivos, si no “el Objetivo”, de todos los movimientos modernos fue acabar con el propio Arte; acabar con la idea de eso que hasta entonces había sido caracterizado como Arte. Así, la Modernidad caracterizó a sus artistas por una suerte de necesidad extravagante que consistía en asesinar aquello que tenía que volver a nacer a través de su megalómano genio. Algo que llevaron a cabo, no tanto con la propia obra artística cuanto con su obra verbal a través de lo que se denominaron manifiestos. Los manifiestos no fueron sino obras literarias creadas con el fin de justificar esa extravagante necesidad (propiamente moderna) que consistía en entender el Arte como algo que debe estar muriendo permanentemente… pero salvado en última instancia, claro, por el espíritu moderno de unos creadores con una desproporcionada fe en sí mismos. Leídos ahora, los manifiestos (del surrealismo, del dadaísmo, del suprematismo, del neoplasticismo, del orfismo, etc.) sirven, “sólo” para justificar esa tendencia necrófila de los abajo firmantes; es decir, sirven “sólo” para comprobar la eficacia de esa extendida forma hegeliana de entender la Historia del Arte. Así, en la Modernidad no se trataba tanto de elaborar cosas originales, que también, cuanto de configurar un sentido del Arte ineluctablemente vinculado a la Historia. La Historia sería lo que justificaría esos manifiestos al tiempo que legitimaría el producto nacido -supuestamente- a partir de ellos.
Es en la Ilustración comienza la excéntrica sobrevaloración de lo nuevo. Y después la Modernidad de las Vanguardias fijará lo nuevo como categoría obligatoria. Así, la Modernidad abre una era que se define a sí misma por “oposición a”, o sea, por contraposición. Pero no por contraposición a algo, sino por contraposición a todo[1]. La Modernidad se define a partir de su exigencia de tabula rasa respecto a todo pasado y exige sincronismo con el presente continuo; esto es: “cualquier cosa” siempre y cuando la cosa no tenga nada que ver con el pasado. O mejor aún: “cualquier cosa” siempre y cuando con ella pueda negarse el pasado.
En efecto, la tradición de toda vanguardia dictaba que el principio motor de la verdadera creación debía consistir en barrer la misma tradición; debía consistir en reinventar el concepto Arte en el presente de cada particular momento histórico; debía consistir en hacer tabula rasa respecto al pasado y partir de cero en un viaje hacia el futuro como único garante de compromiso y autenticidad[2].
La Modernidad, con su palabra, esto es, con sus “manifiestos” no sólo se desentendió de todo pasado sino que además se significó a sí misma como futuro. Y exigió posicionarse en la querella[3]: los modernos serían los liberadores salvadores mientras que los ancienes serían los reaccionarios condenadores. Así, el Arte de la Modernidad se legitimó por su condición de confrontación, de lucha vinculada a una promesa: la de un futuro mejor. Mientras los antiguos buscaban ejemplaridad los modernos construían utopías. Si en los primeros primaba el conocimiento en base a múltiples categorías, en los segundos lo nuevo se imponía como única categoría posible.
De esta forma, durante más de 200 años hemos convivido con una idea del Arte fundamentada en el rechazo hacia lo que el mismo concepto significaba. De hecho, los artistas han tenido que vivir durante casi todo ese periodo con la angustiosa creencia de que todo posible éxito social sólo podría entenderse como una especie de fracaso artístico[4]. Porque en efecto, lo nuevo y lo moderno, entendidos como categorías que debían oponerse a lo tradicional y a lo antiguo, ha sido la forma de entender el Arte durante esos 200 años, una forma de entendimiento que sólo podía basarse en el desprecio y el rechazo de lo que hasta entonces iba significando el propio concepto.
Mutatis mutandi. Es de sobra conocido el tema de la película Melancolía (Lars Von Trier). Un planeta llamado Melancolía se dirige hacia la Tierra. No está clara su trayectoria, pero todo apunta que va a colisionar contra la Tierra ocasionando su total destrucción. La película consta de dos partes claramente diferenciadas: la primera de ellas nos muestra la boda de Justine en un entorno aristocrático y bello. La segunda se centra en la inquietud generada por la aproximación del planeta Melancolía.
Justine se encuentra sumida en un estado depresivo que vemos aflorar al ritmo mismo del proceso que conlleva el rito de la boda. En ese proceso “destructivo” que lleva a Justine hasta la misma inmovilidad hay una secuencia que merece atención en la medida en que, siendo enigmática, parece ser poseedora de un gran sentido. Después de una reprimenda de su hermana Claire respecto a su comportamiento en la boda, Justine se queda sola en una habitación rodeada de libros de arte que, abiertos en determinadas páginas, se encuentran colocados a modo de exposición. De repente, y como si se encontrara poseída, Justine se dirige a ellos con el fin de eliminar de su vista las imágenes que muestran esos libros abiertos y sustituirlas por otras imágenes que, suponemos, sí desea ver. La violencia feroz con la que ejecuta este acto resulta sumamente desconcertante por cuanto su comportamiento se dirige, lo sabemos, hacia la “inmovilidad” de la depresión. Además ejecuta este acto con mucha más convicción que aquel otro llevado a cabo con quien no es ni siquiera capaz de ser un personaje secundario.
¿Qué imágenes son esas que han “despertado” a Justine, siquiera momentáneamente, del letargo en el que toda depresión sume? ¿Qué imágenes son esas que ofenden tanto a esa mujer que se encuentra a punto de entrar en estado de shock? ¿Qué imágenes son esas que incitan al rechazo violento de Justine? La respuesta, como ya hemos apuntado, se encuentra en el ámbito del arte. Son imágenes de cuadros, pero no de cualesquiera cuadros, sino de esos que provocan la furia de Justine. Se trata, concretamente, de cuadros suprematistas. Así, libros abiertos y expuestos que muestran unas concretas obras de arte que están ahí no tanto en función de un capricho críptico como en función de su representatividad paradigmática. Serían imágenes/cuadros que representan un paradigma: el del arte moderno. De hecho, si hay algo que representa a la perfección la esencia del arte moderno es, precisamente, esa suerte de movimientos identificados con una abstracción primaria: suprematismo, constructivismo, neoplasticismo, orfismo, etc. En este sentido, la inmovilidad de Justine sería la contrapartida de tanto movimiento superfluo.
La Modernidad está construida sobre manifiestos y los manifiestos, leídos ahora, sirven –de[5]cíamos-, “sólo” para justificar esa tendencia necrófila de los abajo firmantes; es decir, sirven “sólo” para comprobar la eficacia de esa extendida forma hegeliana de entender la Historia del Arte[6]. Por decirlo de otra forma: llegado su momento de la verdad a Justine le parecen patéticas esas imágenes que “sólo” son el producto de una megalomanía pretenciosa y despectiva[7]. Llegado el momento de la verdad, ese momento que siempre termina por llegar, a Justine le parecen indecentes las imágenes que sólo se explican a sí mismas. El momento de la verdad es para Justine ese momento en que el fin se hace presente a través de un nihilismo autodestructivo. Y la autodestrucción individual de la primera parte del film es sólo el anticipo de la destrucción total de la segunda. O mejor, su metáfora. Porque el fin de cada sujeto contiene el fin de la Humanidad. Futuro es, precisamente, lo que no hay en el momento de la verdad. Futuro es lo único que no hay en el fin último.
Ante la amenaza del fin, de su fin (su momento de la verdad) Justine no quiere saber nada de promesas[8]. Promesas como las que nos deparó todo el arte moderno; no quiere saber nada de unas imágenes que representan promesas incumplidas, promesas que además se fundaron en el rechazo y el desprecio de todo pasado; promesas que se sustentaban en una obscena superioridad moral[9]. En la desesperación Justine no quiere imágenes que se expliquen “sólo” a sí mismas, no quiere abstracciones de forma y color, ni líneas ni colores primarios[10], quiere imágenes con las que poder especular, quiere imágenes que le ayuden a entender, quiere imágenes que le anclen a la tierra.
La furia con la que Justine sustituye las imágenes suprematistas se encuentra justificada en una doble decepción: la que las asocia al fracaso de las utopías modernas y la que las vincula a la negación de todo pasado. Doble decepción de la Modernidad en un sujeto, Justine, que vive en sus carnes el descreimiento de una posmodernidad autodestructiva. Por eso a Justine le cuesta cada vez más moverse, y si lo hace lo hace en dirección contraria, de derecha a izquierda, esto es, del presente al pasado.  Allá donde no hay futuro (como en el mundo de Justine) resultan patéticas las manifestaciones que encuentran su sentido sólo en él.


[1] “El arte moderno rechaza, en general, la mayoría de los medios de gustar puestos en práctica por los grandes artistas de épocas anteriores”. (Apollinaire. Los pintores cubistas, 1913).
[2] “1. Repudiamos en la pintura el color como elemento pictórico… 2. Rechazamos en la línea su valor gráfico… 3. Negamos el volumen como forma plástica del espacio…”  (Pevsner y Gabo. Extracto del Manifiesto realista, 1920).
[3] Querelle des Ancienes et des Modernes.
[4] La idea de lo nuevo y la de partir de cero presidía el comportamiento moderno. No era sino una forma de rechazo hacia todo lo anterior. Respecto al artista nacido al amparo de esta ideología dicen Charles Rosen y Henri Zerner en su libro Romanticismo y Realismo: “Aunque los artistas nunca llegaron a perder la esperanza de un éxito postrero, no cabe duda de que muchos de ellos buscaron voluntariamente el fracaso inmediato, o, si no el fracaso, sí el desaliento y el sobresalto continuo”.
[5] Tal afirmación puede resultar excesiva cuando no inaudita, pero la verdad es que los manifiestos de los movimientos modernos son, leídos ahora, de una ingenuidad casi insoportable. Y lo que resulta más significativo: su significancia se encuentra casi exclusivamente vinculada a su valor documental, no a su valor estético. O dicho de otra forma, sirven “sólo” para demostrar que la Historia del Arte no se equivocaba al elegir a los artistas que la debían representar.
[6] Tal afirmación puede resultar excesiva cuando no inaudita, pero la verdad es que los manifiestos de los movimientos modernos son, leídos ahora, de una ingenuidad casi insoportable. Y lo que resulta más significativo: su significancia se encuentra casi exclusivamente vinculada a su valor documental, no a su valor estético. O dicho de otra forma, sirven “sólo” para demostrar que la Historia del Arte no se equivocaba al elegir a los artistas que la debían representar.
[7]  “Existe creación solamente en los cuadros cuyas formas no toman nada de lo que ha sido creado en la naturaleza, sino que son originadas por masas pictóricas, sin repetir y sin modificar las formas primitivas de los objetos de la naturaleza…” (Malevich. Del cubismo al suprematismo, 1915)
[8] Para Justine, que se encuentra viviendo su particular momento de la verdad, no está del todo claro que el arte pueda ser cualquier cosa por mucho que se presente en nombre de Una Gran Idea, ni tampoco que cualquier cosa sirva para justificar una idea de proceso histórico que nos llevará al Saber Absoluto.
[9] El arte moderno se impone y sustenta fundamentalmente por sus cualidades morales. Resulta curioso pensar, en este sentido, que en realidad todo alarde de moralidad debe ser considerado obsceno. 
[10] “La nueva plástica… debe encontrar su expresión en la abstracción de toda forma y color, es decir, en la línea recta y en el color primario netamente definido”. (Piet Mondrian. De Stijl nº 1)

martes, diciembre 11, 2012

Publicación de El lacónico, un hombre de cine

Presentamos el Trailer Book de la ultima obra del autor:

Ya se encuentra a la venta el libro:

El lacónico, un hombre de cine. Un análisis novelado y no feminista del papel de las mujeres en el cine

domingo, diciembre 02, 2012

Del desprestigio de la palabra

(Inmunizarse ante los efectos producidos en la emergencia de lo real es una forma de deshumanización. Decadencia).
Decíamos en el anterior post que la realidad tiene grados en cuanto su nivel de aprehensión. No se aprehende la realidad de la misma forma delante de un síntoma que delante de un signo. Ni se impone de la misma forma experimentada en la “cercanía” de un acontecimiento (en el cuerpo a cuerpo) que en la “lejanía” (a través de una representación). Por eso decíamos también que los grados de realidad se encontraban vinculados de alguna forma a la retórica, aunque pudo decirse también que los grados de realidad se experimentan en función de su aproximación a lo real entendido como aquello que en su inefabilidad nos confronta con el inexplicable vacío. Sólo la palabra, es decir, lo netamente humano, puede acudir a nosotros para salvarnos de la emergencia de lo real.
Sin embargo, lo sabemos, la palabra no tiene ya casi poder comunicativo en estos tiempos. No sirve para casi nada. El ejemplo del telediario lo demuestra: del texto de aquella noticia -que era en sí misma impactante sólo debido a las imágenes- ya casi nadie se acuerda. Hoy, último día del mes, una mujer ha mostrado su angustia ante las cámaras de televisión por no poder hacer frente a una deuda de 13.000 euros. Mientras el chino barbilampiño (Gao Pin), ex dueño de todos aquellos fajos de dinero robados, ha sido puesto en libertad por un defecto de forma del que nadie se responsabiliza. Las palabras de la noticia aquella han sido barridas por el tiempo como son barridas todas las palabras pronunciadas en una era, la digital, que sólo atiende a las imágenes, unas imágenes que ya sin sentido -el sentido que otorga la palabra-, sólo pueden ser obscenas. La palabra es la gran perdedora de la era digital. Lo que importan son las imágenes, y cuanto más conectadas con lo real mejor: sólo se busca el espectáculo; espectáculo puro y duro; espectáculo amorfo; espectáculo sin sentido; sin un sentido que pueda humanizar el vacío y el caos de lo real. Alejados de la palabra pues, y por tanto inmersos en el espectáculo deshumanizado de las imágenes no sostenidas, de las imágenes no ancladas.
Son las consecuencias de un pensamiento relativista inculcado con tesón por el mundo académico. Ese pensamiento que les ha venido de perlas a los políticos que no dejan de mentir amparándose en que no hay palabra capaz de decir la verdad. Mientras el espectador queda atrapado por cientos de imágenes potentes en su presentación pero carentes de poder de conciliación. El espectáculo por el espectáculo es el verdadero opio del pueblo. Los poderes fácticos han conseguido conculcar en la sociedad la estúpida idea de que una imagen vale más que mil palabras. Pero no hay pensamiento abstracto allá donde no hay palabra. No puede haberlo, sólo se puede acceder al pensamiento abstracto a través de la palabra. Las imágenes no bastan para desarrollar el pensamiento abstracto que caracteriza al ser humano. Las operaciones concretas son propias de la infancia y las formales del ser adulto, como demuestra el hecho de que lo libros infantiles requieren de imágenes y los libros universitarios no. Un signo de madurez es precisamente el que permite a la persona elaborar unas operaciones, las formales, que son de rango superior a las operaciones concretas, más propias de mentes más precarias.  
Sin embargo sabemos que, cada vez más, prepondera la imagen sobre la palabra. El pensamiento visual, propio del estadio iniciático se ha impuesto sobre el pensamiento razonado, propio de un estadio desarrollado, maduro. El pensamiento visual como única forma de confrontación a la realidad resultaría característico del autismo. En efecto, el pensamiento visual como método primario de procesamiento de información es característico de los niños autistas. Se supone que el proceso lógico de desarrollo del ser humano es aquel que, como decíamos, le conduce de métodos primarios (visuales, concretos) de procesamiento a métodos más complejos (formales, abstractos).

La era digital no quiere saber nada que vaya más allá de la imagen. Pero un mundo sin palabra es un mundo brutal; un mundo donde rige el gruñido, manda la economía y se renuncia a la ética. Por eso ya nadie utiliza aquella vieja expresión que nuestros padres nos obligaban a usar con prudencia y conocimiento. Ya nadie dice “te doy mi palabra” para acreditar su verdad porque la palabra no vale nada allá donde nadie quiere verdades, sólo dinero. Una sociedad sin palabra es una sociedad autista. En un mundo brutal. Decadencia.