sábado, septiembre 30, 2006

Prepotente

Vengo de haber pasado 6 días por la cornisa cantábrica. Mi idea del viaje no contemplaba la posibilidad de ir las “nuevas” cuevas de Altamira, pero cuando vas acompañado no hay nada como carecer de ideas preconcebidas. Y yo iba acompañado de una amiga.

Así que, suponiendo que a primerísima hora de la mañana no habría mucha gente dispuesta a ver la cueva, decidimos ir al día siguiente de llegar a Comillas. Si no me gusta la visita, por lo menos me divertirá, me digo a mi mismo; sobre todo si tengo en cuenta que yendo a primera hora no habrá casi nadie, me sigo diciendo. Así que madrugamos y llegamos pronto a Santillana del Mar. Y en efecto, parece un pueblo fantasma a esas horas. Me las prometo felices. Hasta los bares están cerrados.

Cogemos el trenecillo que nos acercará a las cuevas: 4 personas íbamos en él cuando su capacidad debe ser de unas 80 personas. Fresco matutino norteño en un día nublado; dos kilómetros de trayecto. Llegando divisamos la cueva, pero no tanto porque sea espectacular la edificación de la nueva Altamira, cuanto porque la gente que hace cola para entrar se divisa desde lejos. Mucha gente en un larga cola multicolor. Nos ponemos a hacerla: además de larga es lenta. Nos dan, junto con el ticket de entrada, un cartoncillo cuya función no logro entender ni aun con las voluntariosas explicaciones de la chica de la ventanilla. En el cartoncillo plastificado pone 11:40.

Entramos en la nueva Altamira y allí comprendo en breves minutos. Una cosa son las cuevas y otra el museo. Sólo pueden verse las cuevas en grupos reducidos y guiados. Hemos llegado las 9:30, pero la visita de nuestro grupo comienza a las 11:40.Veamos pues el museo. Todo lo tecnologizado que han podido hacerlo, claro. Interactivo, cuando es posible, por supuesto. Amontonamiento de gente delante de las vitrinas para ver unos huesecillos.

Le digo a mi compañera que no entiendo cómo los museos atraen a tanta gente que, seguramente, acuden a ellos por estar situados en su ruta turística. Mi compañera lo siente como una afirmación ofensiva y prepotente hacia “la gente”, me llama al orden y me dice que muchas de esas personas que parezco despreciar (¿) se han leído, con toda seguridad, muchos libros sobre la materia y que seguramente por ello saben mucho más que yo. No puedo discutírselo, por lo que decido ir a la cafetería, no sin antes pasar por la tienda-librería del museo. Efectivamente, mi compañera debía llevar razón: la tienda está a rebosar de gente, la cola para pagar en caja se sale de la misma tienda y nadie de todos ellos, nadie, me fijo en ello, hace siquiera el amago de comprar un libro. Todos cargados con camisetas, pañuelos, libretas, pendientes, amuletos, ceniceros, bisontitos, láminas, vasijas, llaveros, vídeos, pantuflas, etc.

Llega nuestra hora y nos recibe el que dice va a ser nuestro guía. A partir de ahora (venimos a saber por sus palabras), todos los conocimientos que nos llevemos a casa serán responsabilidad suya; todo lo que podamos aprender dependerá de él. Y así es: antes de comenzar este pequeño discursillo de presentación ya ha dicho algo que me ha resultado tan revelador como gracioso: “Bienvenidos a la neocueva”. La neocueva, pues. Fantástico. Cartón-piedra a manta. O resina, que viene a ser lo mismo. Todo perfectamente falso. Toda la cueva de mentirijillas.

El guía es alto y sus movimientos son algo deslabazados; tiene todo el aspecto de ser una buena persona, pero carece definitivamente de cualquier atisbo de dotes de seducción. Habla lento, con voz de catedrático cansado y con el rintintín de quien no sabe guardar la oportuna distancia entre dos frases que necesitan una pequeña pausa entre ellas. Lo que no quiere decir otra cosa que se trata de un autómata. La tecnología, de nuevo.

Va desgranando todo su discurso ante un grupo agradecido en el que muchos de ellos asienten constantemente a cabezazos. No cuenta más de lo que podría leerse en un tema de primaria escrito para muchachos imberbes. Y mucho menos de lo que podría leerse en un artículo de cualquier revista de divulgación. La gente parece encontrarse en estado admirativo observando todo aquello que señala con su puntero láser. Unos minutos después de haber entrado en la neocueva somos instados a dejarla en una despedida en la que, ante todo, se nos agradece la visita cultural. “Por la rampa de la derecha, por favor”, nos dice nuestro desangelado neoguía cultural; o mejor: nuestro guía neocultural.

Salgo de la neocueva con una sensación agridulce, la que me provoca el pensar que he salido de una atracción de Port Aventura. Los carteles explicativos iban a consonancia con los que pueden leerse a lado de cualquier montaña rusa. He tenido la ocurrencia de tomar nota. Ante un trozo de cartón-piedra, esto es, de supuesta roca prehistórica (labrada, eso sí, por un comite cintífico-artístico posmoderno) reza la siguiente frase:

“Siempre al grabar o dibujar, la roca ha dejado de ser sólo naturaleza inerte para recibir la vida que alguien aporta en nombre del grupo. Donde antes había piedra ahora hay un animal: ¿hay vida?”.

Es probable, me digo a mi mismo mientras esto transcribo, que la frase pase desapercibida a quien, con toda razón, quiere eliminar de los estudios la asignatura de religión.

Salimos del recinto y decidimos ver el pueblo cuando ya se hace más que insoportable el tráfico humano comprando anchoas y bonito del norte. Tiene que pasar mucho tiempo (varias horas) para que desaparezca de mi cabeza la falsa cueva, esto es, de la neocueva. Me acuerdo de Escohotado cuando dice que la ciencia es desencantamiento del mundo y que por eso la ciencia no interesaba mucho a la gente corriente. La gente no quiere desencantarse, quiere estar encantada. Y lo está.

viernes, septiembre 29, 2006

Generalización

Hay dos tipos de personas: aquellas a las que les gusta generalizar y aquellas que rechazan ferozmente todo tipo de generalización. Cada grupo esta formado, a su vez, por dos tipos de personas: las que generalizan y las que no pueden evitara el hacerlo.
“Todos los hombres son iguales”, dicen muchas mujeres. Y seguramente no les falta razón.

jueves, septiembre 28, 2006

J.A.M. Montoya: fotógrafo. Flash Back

Eran las 10:30 de la noche del domingo y llegaba a Badajoz después de un viaje de 11 horas. Allí estaba Montoya esperándome en el andén, con ese especie de bolso-cartera (rectangular pero con la sujeción por el lado estrecho), ese bolso-cartera sin el que ya no le he vuelto a ver. Le conocí en persona unos cuantos años antes y en un rato. Un tipo curioso que iba muy bien acompañado: ésa fue mi percepción de aquel lejano encuentro. Ahora estábamos dirigiéndonos, juntos y en su tierra, a cenar a casa de una amiga suya que nos esperaba. El viaje había sido innecesariamente largo, pero no tanto debido a la distancia del trayecto (desde Valencia) como debido a la lentitud de la marcha. Y todo lo que sucede en la lentitud tiñe las circunstancias de un aire melancólico que acrecienta los estados perceptivos.

Cenamos en la casa de su amiga, que se encontraba en las afueras de Badajoz. Una casa de construcción reciente y moderna en el sentido más literal de la palabra. Tan moderna que su dueña estuvo a punto de renunciar a ella en los primeros compases de su convivencia. Por miedo: se sentía observada desde todos esos inmensos vanos acristalados que comunican con el exterior desde cualquier punto de la casa. Cenamos, pues, como observados desde el exterior, y después de una breve charla la dueña nos invitó a abandonar la casa con el incuestionable argumento de que al día siguiente tenía que trabajar. Montoya, sin embargo, y porque puede, había estado trabajando duramente la semana anterior a mi visita con el fin de poderme dedicar al completo los tres días de mi estancia en Badajoz. Nos fuimos de la casa de Eulalia y dejamos a sus dos inmensos perros negros ladrando hasta no se sabe cuándo.

Me llevó al hotel en donde iba a pasar las tres noches por él contratadas y se despidió hasta la mañana siguiente, hasta la hora en la que vendría a recogerme. Todo había resultado un tanto precipitado. O eso me pareció a mí, que venía de un viaje parsimonioso. En cualquier caso y en contra de lo que pudiera parecer, ese aspecto de precipitación (cenar nada más llegar y retirarnos súbito a nuestros diversos y respectivos aposentos) confería a la situación un punto de sosiego: resultaba oportuno un lapsus de tiempo entre los saludos y las conversaciones que inevitablemente nos deparaba el encuentro programado. Así, durante la primera noche, poco más que saludos protocolarios -pero afectuosos- y una cena en las afueras.

A la hora concertada llegó en su destartalado coche. Después de un café nos encaminamos a su estudio, no sin dejar de manifestarme su desconcierto ante mi obsesión por ver sus originales fotográficos. “Pero si eso es lo que quieres –me dijo-, te vas a hartar”, a lo que yo respondí, “sólo me hartaré si me decepcionan, cosa que dudo”. Y estos son los retos que le gustan a Montoya, una de las personas con la autoestima más alta que conozco, una autoestima desproporcionada, posiblemente. Dice de sí mismo ser indestructible, algo que debe a las enseñanzas de su padre, quien entre otras cosas le enseñó a tener paciencia. Eso al menos dice él. Yo, me lo creo.

Dados los recientes avances tecnológicos en fotografía digital quizá ahora suene raro hablar de positivos y negativos, pero hasta hace apenas unos pocos años la fotografía necesitaba de la labor del laboratorio de productos químicos para existir. Pues bien, habiendo dejado claro que la fotografía de Montoya es fotografía en blanco y negro positivada en laboratorio tradicional por él mismo, sólo quedaría por aclarar que no todos los buenos fotógrafos son expertos positivadores. Para ser un buen positivador hace falta un sentido del tiempo distendido, relajado; hace falta tener paciencia, la paciencia que a Montoya le sobra, sea por las enseñanzas recibidas del padre o por las aprendidas por sí mismo en base a sus necesidades.

Me enseñó las tres primeras; tres fotos en blanco y negro a gran formato. No sé lo que a la postre serán esas fotos, pero de lo que no hay duda es de lo que me provocan. Sólo después de ver las tres primeras sentí una agresión poco compasiva con mis creencias. No con creencias asociadas a algún tipo de fe personal, sino con las creencias acerca del conocimiento sobre mí mismo. Aún sabiendo que el problema de la identidad es complejo uno cree conocerse porque cree conocer sus propios límites. Viendo las tres primeras fotos de Montoya tuve una de esas pequeñas revelaciones que te advienen cuando acabas por no reconocerte. Llegué incluso a considerar esas tres fotos como una pequeña venganza hacia mi persona; una venganza esgrimida por aquellos de quienes me burlé por pacatos. Me sentí acosado por mi incertidumbre: dos de esas imágenes representan escenas defecatorias. Y no sabía si me gustaba mucho, poco o nada. Aunque fueran innegablemente bellas.

Las cuestiones escatológicas siempre me han parecido obscenas en el sentido terminológico menos dramático de los posibles. Derivaciones de una educación que incita al pudor y que exige esfuerzo (también sacrificio) en los acometeres personales. Así, las imágenes me proporcionaban, antes que nada, miedo. ¿Cómo puede dar miedo una defecación?, me pregunto ahora, de manera analítica. Sólo se me ocurren respuestas intelectuales y sumamente personales. Un miedo, eso sí, abismal; un miedo atractivo por lo que de inexplicable tiene. Un miedo relacionado con la atracción del abismo. Dos mujeres cagan en sus respectivas dos fotografías y a mí entran ganas de llorar: acabo de recordar que me voy a morir. En una de ellas la mierda en cuestión se encuentra a punto de desprenderse en caída libre. Pero se resiste, y se resiste tanto que nunca llegará a hacerlo, porque ese es el instante decisivo, el que había que salvaguardar para la memoria (según Montoya). Son cosas de la Fotografía, de las fotografías. Todos los instantes (decisivos o no) tienen un antes y un después, pero cuando el instante es congelado por procedimientos fotosensibles el instante se vuelve casi eterno. Esa mierda colgará mientras las sales de plata y el virado al selenio la puedan sostener. Y la mujer que caga se pasará ese mismo tiempo cagando. Con ese esfuerzo tan personal; con ese esfuerzo que provoca esa magnífica y turbadora tensión en sus empeines, tensión que me incita, tampoco sé por qué, al amor.
Un paseo por el amor y la muerte es la forma en la que podría describir mis sensaciones ante las escatológicas fotos del Montoya. El amor imposible y la sensación de fin. Veo esas imágenes y me entretengo mirándolas, escudriñándolas, buscando en ellas lo que no buscaría en imágenes más previsibles. Me descubro atraído por la textura de la piel de la modelo, que me habla de aquel su presente que es ahora eterno gracias a la captura fotosensible. Una textura, la de la piel, que casi me persigue cuando dejo de mirarla.

miércoles, septiembre 27, 2006

J.A.M. Montoya: fotógrafo

Tenía que ir a Badajoz. Era una cuestión personal. Yo había visto tres publicaciones del fotógrafo J.A.M. Montoya pero aún no había podido ver ningún original. A él lo conocí en persona unos cuantos años antes y en un rato. Un tipo curioso que iba muy bien acompañado: ésa fue mi percepción de aquel encuentro.

Cuando bajé del tren me estaba esperando en el andén de la pequeña estación de Badajoz. Saludos, etc. Nos fuimos a cenar y poco más tarde me llevó al hotel. A la mañana siguiente vino a recogerme para llevarme a su estudio. Cuando llegamos me sentó en un sillón, encendió los focos que me permitirían ver su obra en buenas condiciones y me dijo que no me preocupara de nada, que él me iría sacando todas las fotografías y que lo haría solo por mucho que algunas de ellas fueran grandes y difíciles de manejar. Así hice: me senté y esperé mientras él desaparecía por un pasillo dándome la espalda. Todo ello habiéndome dejado claro en más de una ocasión que no entendía demasiado esa obsesión mía por ver sus copias fotográficas originales en papel de fibra, papel baritado y virado al selenio.

Comenzó por las más grandes. Tres fotografías en blanco y negro.

La primera de ellas representa un cuerpo femenino desnudo de espaldas y en una extraña torsión. Fondo neutro, de estudio. La ubicación de la cámara, así como la torsión mencionada, hace que los labios vaginales de la modelo tomen una importancia relevante, determinante. El punctum barthesiano es, sin duda, para mí, ese SEXO desplegado como una campanilla. Punctum vulgar, si se quiere, por previsible, pero inevitable. En ningún momento sentí que me encontraba ante una foto erótica, lo cual confería a ese SEXO una presencia cuyo peso específico no tienen, jamás, las imágenes pornográficas, que sirven para lo que sirven. Es un SEXO que, más que incitar a la masturbación, turba. Algo que, todo se ha de decir, se encuentra directamente relacionado con la pose, con esa torsión que realza toda la musculatura de la espalda y la de las piernas en tensión forzada, incómoda. De los labios de ese SEXO puede prenderse uno, quizás porque detrás de ellos no se encuentra más que el fondo, fondo neutro. El culo hacia afuera, es decir, proyectado hacia atrás, hacia el espectador prendado de los labios, labios situados -respecto al espectador- a la misma distancia que queda entre la modelo y el fondo, fondo neutro. Gris perfecto.

Entonces vino la segunda, que trajo también desde ese pasillo que se oscurecía al fondo. Con parsimonia, como hace todo quien sabe que las prisas le igualarían al resto de la humanidad, entró Montoya por el umbral de la puerta haciendo girar suavemente la fotografía para que no tropezara. Me la puso delante: se trata de una mujer de frente, defecando, quiero decir, cagando, porque las fotos de Montoya no admiten cursiladas. Mismo fondo neutro de la anterior. De pie, con las piernas abiertas, ligeramente flexionadas y los brazos apoyados sobre los muslos. Por el esfínter de la modelo sale una mierda larga y rígida que se curva en el extremo a modo de anzuelo. A punto de caer sobre una especie de moqueta de rizo americano. Ese es el momento decisivo, ese es el momento de la captura de la imagen, ese es el momento que queda reflejado en una fotografía que es, ante todo y sobre todo, bella, bellísima diría. Para mí al menos, que nunca me he sentido atraído por las cuestiones escatológicas. Quizá por eso el punctum de esta foto fuera la textura de la piel de la modelo, o mejor, el tono de la piel de los tobillos de esa mujer que hace un esfuerzo, el esfuerzo. Una piel irisada en la que se superponen los vestigios de una depilación reciente (que suele ser rojiza) sobre un principio de varices (que suele ser verdoso), todo ello condicionado por el tono que imprime sobre ella el citado esfuerzo, que amorata en la tensión. Todos esos colores, y algún otro, en un blanco y negro con el punto perfecto de contraste. Los tobillos, con esos tendones estirados y tensos del empeine. ¡Ay!

Y como toda imagen tiene un posible recorrido visual ésta no iba ser menos y a mí me proponía UNO: el de circular en torno a la mierda que no quieres ver pero que te atrae (como a una mosca pero por otros motivos). Es decir, el recorrido visual que la imagen me proponía/imponía era el de circular alrededor de lo que en vano intentaba evitar. Y cuya presencia era demasiado fuerte para no ver(la) aun cuando no fuera eso lo que mirara. Allí estaba la mierda, y allí estaba aun cuando hiciera un tremendo esfuerzo por fijarme en aquello que me punzaba, que eran los tobillos y los empeines. Allí estaba la mierda saliendo con la ayuda de una presión x antes de abandonarse al estado gravitatorio. Ese fue, en su momento, el “momento decisivo” (Cartier-Bresson) para Montoya, y esa era, por tanto, la imagen que él quiso “conservar” de ese momento. La técnica puso todo lo demás, una técnica puesta al servicio de una idea que requería un uso adecuado de la técnica para que el resultado pudiera ser excelente.

Me quedé algo absorto, así que no reparé en que había salido de la habitación, y cuando quise balbucear algo él estaba llegando con la tercera fotografía; con tanta presencia no me había percatado de su ausencia. Otra defecación; otra mujer cagando, esta vez una mujer gorda, y la pose sigue siendo frontal. Lleva la cabeza cubierta con una especie de pasamontañas. La posición es menos forzada que la de las anteriores, más natural si tenemos en cuenta los quehaceres requeridos a la modelo. En cuclillas y abriéndose las piernas con los brazos. Los hombros están proyectados hacia delante para facilitar el punto de equilibrio, algo en lo que colabora el peso de unas tremendos senos que reciben la mayor parte de la iluminación, dejando las partes bajas en una sugerente penumbra. La mierda, esta vez, ya se encuentra depositada sobre la moqueta, con la punta hacia arriba, apuntando hacia el lugar de donde procede. Detrás del pasamontañas entrevemos la persona que se ha dispuesto a los efectos y nos induce a querer saber de ella. Su semblante parece serio, impasible, el esfuerzo principal está ya hecho, sólo queda el de posar inamovible con su detrito, trofeo para Montoya. En cualquier caso, si hay algo que no podía dejar de atraerme hasta el punto de volver y volver sobre ello eran los zapatos de la modelo. Zapatos con los que, con toda probabilidad, una señora entrada en años y en kilos como ésta, va al mercado todos los días. Zapatos de tipo mocasín, con muy poquito tacón y desgastados. Tremenda brutalidad la de la desnudez defecatoria de una mujer ajena al común sentido de la belleza: recien cagada y con los mocasines puestos.

Después de estas tres fotografías vi cerca de 150 más; repartidas en dos sesiones.

Sobre la belleza

Lo bello fue la categoría sobre la que se fundó la Estética. Lo bello como la categoría estética a través de la cual se entenderían todas las demás categorías estéticas. Lo bello como la categoría estética directamente vinculada a las categorías fundamentales de la ciencia y la ética. Lo bello, pues, como representación de unos valores directamente relacionados con lo verdadero y lo bueno. Todo en positivo.

La pregunta, en la actualidad, sería: ¿qué tiene que ver ahora lo bello con lo agradable, lo bonito, lo armonioso y con el placer (¿desinteresado?); es decir, con lo positivo? Respuesta: la mayoría de la gente piensa, AÚN y a pesar de todo, que lo bello sólo puede asociarse a aquello que produce un placer agradable debido a condiciones como la serenidad, el equilibrio, la simetría etc. Esto es; respuesta: que independientemente de lo que la Estética haya ido queriendo corregir o variar en su transcurrir como disciplina filosófica, para la mayoría de la gente lo bello sólo puede ser aquello que le produce una especie de placer vinculado, de alguna manera, con la bondad y la verdad (serenidad, sobriedad, equilibrio, etc.: todo en positivo). Lo que demostraría, una vez más y entre otras cosas, que en la Filosofía del Arte sólo hay Filosofía cuando el Arte apenas existe. Por decirlo de forma más directa: para la mayoría de la gente la belleza sigue teniendo más que ver con algo bello que con algo feo por mucho que la representación de esto último pueda gustar y por mucho que alguien se empeñe en decir que las cosas son relativas. Porque no estamos hablando de los gustos de la mayoría sino de lo que la belleza sería para esa mayoría; esto es, de cómo definiría esa mayoría el concepto de belleza.

Si en una primera instancia (a principios del XVIII) lo feo fue la antítesis de lo bello, su lado negativo, su lado oscuro, pasados unos días acabaron traspasándose poderes. Así las brujas de Machbeth poco después del nacimiento de la Estética: “lo bello es feo, lo feo es bello”. En un breve lapsus de tiempo, pues, esas categorías pasaron de ser antitéticas (y por tanto complementarias) a ser suplementarias. Tan breve que casi no dio tiempo a saber qué era exactamente “lo bello”. Cosas de la Filosofía.

Comienzo de la Modernidad, tan democrática ella: la trasgresión como negadora de todo principio: “¿quién eres TÚ para decirme lo que es bello y lo que no?, ¿bello, desde qué punto de vista?, ¿bello, hasta qué punto?”, “ESO LO DIRÁS TÚ”.
Negación de todo principio estético (norma) = principio de la exaltación del gusto (siempre subjetivo). “Que más da que sea o no bello si a mí me gusta” dice el ingenuo que cree defenderse ante el insulto de ignorante. Nace la democracia estética. Aunque sea a costa de que el Arte pierda toda credibilidad: si todo es YA una simple cuestión de gusto, ¿qué sentido tiene la existencia de algo que YA no es superior en función de su condición? Todo puede valer. Y todo puede valer, entre otras cosas, porque todo puede ser bello, y quien dice bello dice trágico, es decir, cómico; todo puede valer desde que el momento en que cualquier cosa es equivalente a su propio contrario (y por extensión, a cualquier otra cosa). Cosas de la Filosofía, siempre tan atenta con las atormentadas mentes de los artistas que necesitan expresarse para ser incomprendidos pero adorados. “¿Bello, para qué –se pregunta el filósofo-, si es posible la positividad de lo negativo y es más que factible la negatividad de lo positivo?”. Y todos los artistas aplauden. Y lloran de emoción.

martes, septiembre 26, 2006

El arte de ser o no ser artista

Cuando el decepcionado Gombrich aseguraba que ya no existía el Arte y que ya sólo había artistas, lo que hacía no era sino ahondar en la teoría de que la “cosa” denominada Arte es Arte debido, no tanto al producto mismo cuanto a la firma que lo legitima como tal; es decir, no tanto debido a la existencia de un producto legitimado por excelente cuanto a la existencia de un autor/creador, tan re-conocido como incuestionable, que da cuenta de su libertad y por ende de la Libertad. Así pues, es Artista quien haga cosas consideradas Arte por el mismo mundo del Arte, que es, por otra parte, quien entre otras cosas crea, configura y recrea aquello que garantiza la misma existencia del Arte: la Historia del Arte.
Artista es, en definitiva, el firmante de esas obras que nos son presentadas en nombre del Arte. La pregunta verdaderamente esclarecedora no sería, por tanto, quién es artista, sino es qué es ser artista¸ o ¿cuáles son las condiciones suficientes y necesarias para convertirse en artista?


Planteemos unos silogismos sencillos y encadenémoslos:

Premisa I: Javier es artista
Premisa II: Muchos quieren ser artistas y pocos los que lo logran.
Conclusión: Javier es un ser privilegiado, extra-ordinario.


Premisa I: Javier es artista
Premisa II: Hay muy pocos artistas respecto a los no-artistas que hay
Conclusión: Javier es un ser excepcional (desde el punto de vista numérico, estadístico).

Premisa I: Javier es artista
Premisa II: El Arte es un bien para la Humanidad
Conclusión: Javier es un ser excepcional (desde el punto de vista ético)

Premisa I: Muy pocos logran ser artistas de entre los muchos que lo pretenden.
Premisa II: La cifra de los que quieren ser artistas es despreciable respecto a los que no pretenden serlo.
Conclusión: Los artistas son seres privilegiados y excepcionales con independencia del producto con el que representan al Arte.

Quede claro en cualquier caso que Javier, como cualquier artista, sólo puede ser un ser excepcional con independencia de lo que en nombre del Arte haga. Como apuntaba Gombrich. Y eso es así porque, dadas las condiciones con las que opera el mercado, el éxito de tal o cual creador se deberá, con toda certeza, a la pura contingencia (cuando no a cuestiones menos “artísticas”). Sabemos que un creador llega a ser artista por cuestiones ajenas a un juicio de valor universal sobre su producto. Y lo sabemos porque no existe la posibilidad de un criterio de juicio que pudiera ser universal. Todo criterio con posibilidades de ser universal acabaría con la misma idea de Arte, que es lo que es por haber eliminado todo criterio que, por poder ser universal, fuera restrictivo en el uso de la Libertad.

Por eso no importa lo que diga el artista ni cómo lo diga; esto es: por eso no importa realmente el producto mismo del artista (la Obra de Arte) siempre y cuando sigan existiendo artistas. Juzgar el producto Arte sería algo perfectamente futil si no fuera porque para lo que sirve, y además perfectamente, es para mantener viva la idea de Arte. Sólamente. A propósito, resulta gracioso ver lo bien que han entendido esto los poderes fácticos (tanto económicos como políticos) y lo que se resisten a entenderlo los propios artistas.

A pesar de todo, y dada la inevitablemente admitida excepcionalidad de todo artista, un artista es un ser que elabora “cosas” que, no pudiendo ser juzgadas por excelencia alguna resultan positivas para la Humanidad; “cosas”, pues, cuyo valor descansará exclusiva e inevitablemente sobre la existencia de la figura del artista: un ser que es excepcional debido a cuestiones contingentes.
Excepcionalidad, como digo, que no podrá demostrarse acudiendo al producto por ellos elaborado, pero gracias al cual se podrá constituir la diferencia que media entre el artista y el no-artista. De otra forma no cabría la diferencia entre artista y no-artista, y por tanto carecería de sentido la existencia de algo (excepcional) que se basa en la diferencia respecto a la norma. Es decir, un panadero, un dentista, un mecánico, un director de cine y un abogado no son artistas porque el producto de su trabajo, además de estar elaborado a partir de normas (o precisamente por ello), no se puede permitir el lujo de poder no ser juzgado. No cabría imaginar a un dentista que corrigiera dentaduras a base de martillazos, aunque menos aún cabría imaginar que el dentista justificara su actitud en la trasgresión a la norma como signo de libertad. Como tampoco cabría imaginar un panadero que elaborara panes de mármol. Y nos sonaría ridículo que nuestro panadero nos quisiera vender panes de mármol como gesto de compromiso con los desfavorecidos por el libre mercado. Sobre todo si lo que tenemos es hambre.

¿Qué es ser artista, entonces? Respuesta: un artista es aquel que elabora unos productos que, al no poder ser juzgados en base a excelencia alguna, no pueden considerarse más que excrecencias de un ser amorfo.

lunes, septiembre 25, 2006

De mentir, mentiroso


Decir algo parecido a “yo amo al prójimo” es pronunciar una mentira del calibre de aquella que reza “yo nunca miento”. Amar al prójimo puede ser un deber desde un punto de vista normativo moral básico, pero todos sabemos que la Realidad se impone con un tenacidad que rara vez cuadra con unos deseos, que además de ser utópicos, son animales.

domingo, septiembre 24, 2006

Libertad de expresión

Me invitó a comer porque quería que probara un nuevo plato que, esta vez, había elaborado a partir de tres recetas distintas. Como en otras ocasiones, se trataba de que diera mi opinión respecto al invento culinario sin darle más importancia que la que pueda darse a la opinión de un amigo del que te fías en materia gastronómica.

Intrigado por el extraño silencio mantenido durante la degustación me preguntó, "Qué te parece, que no dices nada?, ¿que no te gusta?" A lo que yo contesté con circunspecto talante: "el maldito plato te lo puedes meter por el culo, mamón, a ver si con un poco de suerte se te pudre en el intestino y corroe todas tus putas vísceras. La guarnición me repugna y la salsa es una puta mierda que parece estar hecha para escupirse. Tu sentido culinario es el de un cerdo que se regodea entre sus propias heces, hijo de puta".

Su desconcierto, lógicamente, le dejó sin habla un instante, el instante en el que tal desconcierto te adviene como un mazazo. Tanto debido a que me dirigiera a él en esos términos cuanto por haber utilizado un lenguaje que él nunca me había escuchado. Después de ese instante, ya con la calma que confiere intuir la existencia de un gato encerrado, pero sin dejar de mostrarse desconcertado por desconocer la ubicación del gato, me preguntó, "¿a qué viene todo esto?", a lo que yo contesté, "libertad de expresión, amigo, libertad de expresión; el plato no ha sido lo que me esperaba". Y ahí acabó todo.

Flash Back. El día anterior habíamos mantenido una amistosa pero acalorada discusión acerca de las famosas declaraciones del dramaturgo Rubianes. Supongo que debido a la buena voluntad (la que consiste en pensar y creer que todos tenemos derecho a decir lo que pensamos del modo que nos venga en gana), mi amigo se veía en la obligación de posicionarse junto a lo que más sonara a Libertad. Y eso es exactamente lo que hacía. "se trata de libertad de expresión", repetía como una muletilla.

Ya casi terminada la discusión dijo: "tal vez Rubianes se excediera en las formas, pero en ningún caso respecto al contenido". Y como para él lo importante era ese contenido concluyó: "la cuestión es que lleva razón Rubianes; y lo que hace falta en realidad es más gente que, como él, tenga el valor de expresar públicamente, sin miedo y sin vergüenza, lo que pensamos tanta gente".

De poco me sirvió demostrarle que no es valor lo que hace falta para expresar las cosas en esos términos. De poco me sirvió explicarle que mucha ("tanta") gente no es toda. De poco me sirvió el uso que desde ese momento hice de la teoría literaria. De poco me sirvió el arsenal de argumentos con lo que intenté demostrar que la expresión verbal es apreciada como excelente sólo cuando ambos factores (fondo y forma) son indisolubles. De poco me sirvió dejarle claro con varios ejemplos que las formas sin fondo son pura y simple superficie y que el fondo sin formas es vapor de agua. De poco me sirvió preguntarle si es así (con esa libertad de expresión) como quiere enseñar a sus hijos a argumentar cuando algo no les satisfaga. De poco me sirvió decirle que la educación debe tener algo que ver con todo esto. De nada me sirvió, más bien. Para él, las palabras de Rubianes significaban y representaban la libertad de expresión y quienes las rechazábamos representábamos a la nueva Inquisición fascistoide.

No sé si mi amigo seguirá fiándose de mí en materia gastronómica, lo que sí sé es que me mira raro.

viernes, septiembre 22, 2006

Conclusión: premisa

1. La anécdota. Después de 16 años retirado de la docencia he vuelto a dar clases. Mismo tipo de alumnado: misma edad, mismos fines: vivir de aquello para lo que estudian; en este caso, del diseño gráfico. Finalizado el curso 2005-06 mis penúltimas palabras a ese alumnado fueron: “si hubiera tenido que exigiros lo que exigía hace 16 años os habría tenido que suspender a todos”. Respuesta: oídos sordos.

Ahora les voy a contar una anécdota que quizá no sea relevante respecto a su nivel de conocimientos, pero que resulta en cualquier caso significativa. Tenían que entregar unas fotografías y mi consejo fue que me las presentaran como si de un cliente se tratara, esto es, que no me las entregaran a palo seco, sino que las presentaran con cierta“gracia”; y les recomendé que si no se les ocurría nada mejor al menos les construyeran algún tipo de ventana o passe-partout que diera solidez a la imagen.

En general el resultado fue descorazonador: la mayoría parecía haber recortado la cartulina después de una noche de farra. Y en concreto dos de los trabajos adolecían de la seriedad mínima indispensable: las fotos, efectivamente, habían sido enmarcadas recortando una cartulina, pero el resultado manifestaba un desdén de magnitudes casi jocosas: parecían haber recortado la ventana de la cartulina con una hoz. Y después de la farra. Les comenté que tal tosquedad no se correspondía con una simple dejadez, sino que lo hacía con con una absoluta falta de respecto hacia el propio trabajo, lo cual me parecía más grave a la par que sintomático. Por eso les mandé repetir la presentación. Conclusión sorprendente: pues que en esta segunda ocasión las cartulinas parecían estar cortadas con una hoz más afilada; es decir, con una hoz. Presentaban una mejora apenas perceptible. Eso sí, se habían acoplado al nivel general mostrado por el resto de compañeros.

Viendo mi asombro un alumno, el más espabilado de todos, me espetó: “desengáñate Alberto, somos de otra generación a la tuya. Nosotros no sabemos qué hacer con las manos, y por eso lo que hacemos con ellas no lo sabemos hacer. Somos generación del ordenador y la pantalla.”

Es probable que no se trate mas que de una anécdota trivial, pero yo me he leído los exámenes de las asignaturas de Teoría del Diseño y de Historia del Arte y he comprobado que podían pasar por exámenes de Botánica o de Endocrinología. En efecto; ésta es la consecuencia más interesante de las reformas educativas: los alumnos más zoquetes porán exigir, en base a su derecho de minoría, ser evaluados en función de alguna misteriosa corrección política. Y el profesor se verá obligado a evaluar en función de una suerte de hermenéutica posmoderna que permita aprobar a los zoquetes.

Quizá todos los profesores (tanto de enseñanza media como de superior) tengan “anécdotas” similares que contar, pero el caso es que no trascienden en los media, quizá debido a la trivialidad de lo que es considerado anecdótico; esto es: quizá debido a que lo que al parecer importa no es la anécdota, sino el tema de fondo. Ese tema que se toca en los media con bastante frecuencia; la misma con la que la realidad hace oídos sordos a las grandes palabras, a los grandes temas, a los temas de fondo. Así, cuando se habla de Educación se habla, naturalmente, a través de consideraciones genéricas, la mayoría de las veces muy lúcidas, y que indefectiblemente son ignoradas por quienes tienen que actuar (políticamente) previendo resultados a corto plazo. A los demás, los que no tenemos ningún poder, nos hacen mucha gracia por lo lúcido. Y nada sigue igual, sino que va empeorando piano piano.

El caso es que el curso ha acabado y, “anécdotas” aparte, la conclusión es la siguiente: mi criterio para evaluar al alumnado no ha podido ser el de los conocimientos adquiridos por los alumnos. Si ése hubiera sido el criterio ninguno habría aprobado. ¿Entonces? Pues que he aprobado a los que han mostrado un cierto interés. O mejor: a los que han mostrado un poco más de interés que aquellos que no han mostrado nada.

2. La mano. La técnica es producto de la animalidad, de ahí que todos los animales hagan uso de ella para sobrevivir y reproducirse, desde la ameba hasta el cocodrilo pasando por el cormorán y el besugo. Sólo la reflexión acerca de ella es una cuestión estrictamente humana. Es más, es la consciencia de la técnica lo que nos hace humanos. Y es la táctica resultante de esa reflexión la que produce lo que llamamos cultura.

Esa conciencia adviene, como muy bien explica Spengler (tantas veces considerado agorero), con el descubrimiento de la mano. Es la mano por la que el Hombre se enfrenta y contrapone a la fatalidad de la Naturaleza. Es la mano la que crea; la que por crear produce cultura; y la que al producir cultura nos enfrenta a la Naturaleza. La mano es, pues, lo que nos hace humanos. Al pensar teórico de los ojos se suma el pensar práctico de la mano; a la sabiduría intuitiva derivada de la contemplación se suma la inteligencia de quien trabaja con los principios del medio y del fin. Es el acto de prometeo. Se trata de la tragedia que ya nunca abandonará al hombre: la de tener que enfrentarse a aquello de lo que es consciente y que le sobrepasa, la Naturaleza. Y todo por la mano.

Pero eso fueron los principios, el origen. La mano nos hizo inteligentes al otorgarnos la posibilidad de pensar de modo práctico. Sabemos por otra parte que toda práctica requiere de técnica y que toda técnica necesita ser eficaz para poder ser considerada en la elaboración de una Historia Universal de la Humanidad. Así fue como se inventó la rueda y se impuso sobre otros métodos de arrastre.

3. La Realidad. Ahora la mano está en desuso, en declive, en extinción. Aún las usamos en el teclado del ordenador pero éste pronto responderá al dictado de nuestra voz, como los interruptores de la luz, y el equipo de música, que no existirá como tal porque formará parte del gran ordendor central, que responderá al timbre de nuestra voz y que habrá aprendido a hacenos la vida más fácil. Porque de eso se trataba: de que todo fuera más fácil.

Muy probablemente se me diga que nunca como ahora los jóvenes gozan de un elevado y confortable nivel de vida en los paises desarrollados. Seguramente me lo dirán los optimistas. Y seguramente tienen razón porque nunca como ahora los jóvenes han tenido tantas facilidades. Los jóvenes de ahora sólo tienen motivos para ser felices. En la infancia les enseñan expresión corporal y conocimiento del medio. Nada que fuerce su memoria, no vaya a ser que el esfuerzo pueda causar traumas psicológicos en algunos (y después denuncien al profe) o promueva agravios comparativos en otros (y después denuncien al profe). En la adolescencia no les faltará de nada: última tecnología, parques temáticos, televisión e internet a manta. Y por si faltara poco, unos padres que actúan exactamente igual que ellos (esperarando desesperadamente el fin de semana para irse de marcha y llegar ebrios a las tantas. Y esto no es mas que la descripción de una realidad muy distinta a la que vivimos los de otra generación). No sabrán siquiera definir conceptos que usan a diario, pero tendrán facilidades para viajar a cualquier sitio y podrán acudir a las clases con chanclas y camiseta sport. Saben que definitivamente el Conocimiento no es llave de felicidad alguna.

4. Nueva Era. Algo se mueve. Algo se mueve a lo grande. Si no me equivoco la conclusión de mi reflexión es que el Conocimiento está en decadencia si no es que está periclitado totalmente. Conocer (adquirir conocimientos) no es garantía de nada para los decreídos jóvenes. Saben, porque lo comprueban a diario, que aquellos que han dedicado su vida a conocer apenas saben nada (además, si algo reivindican los sabios es, lógicamente, su condición de ignorantes). Por eso los jóvenes han decidido no perder el tiempo y no saben ni siquiera definir conceptos elementales; ni falta que les hace. Saben que ahora todo es pasajero y circunstancial. Nada les indica que pueda ser importante lo que no exista en Internet y por eso no compran libros. Todo lo que necesitan se encuentra en Internet y tienen la absoluta seguridad que lo que necesitan para sobrevivir allí se encuentra. Los que sabemos que el Conocimiento está en otra dimensión ajena a Internet somos seres rancios y obsoletos para esa nueva juventud engreida y autosuficiente. Esa juventud ya no se enfrenta, como fue habitual en otras eras, a la generación que les ha educado, puesto que su soberbia no tiene límites, y por ello se enfrenta a todas las generaciones anteriores, a todo el pasado, a toda la Historia. No quieren recordar, sólo quieren inventar y aunque les demuestres que a veces no inventan y que sólo rebuznan no se preocupan porque saben que hasta eso puede rentabilizarse. Y todo se lo hemos enseñado nosotros: con la imposición metológica de los estudios culturales, con la eliminación de la filosofía del sistema educativo, con la difusión de la cultura de la queja, con el desprecio hacia todo criterio de excelencia, con la imposición de la corrección política y con la exaltación de todo victimismo. Saben que todo es pasajero y que nada es verdadero y mucho menos definitivo: ni el amor, ni la ciencia, ni el arte, ni el deporte, ni el trabajo...

5. Idiota. Soy un idiota: tras un esfuerzo que ha sido producto de una dilatada experiencia, constantes lecturas y muchas reflexiones he llegado a una conclusión que para los jóvenes no es mas que una premisa. Una simple premisa, una premisa simple.

jueves, septiembre 21, 2006

Badajoz-Valencia (viaje de vuelta)

A veces uno no busca las cosas sino que se las encuentra. Aunque exista cierto deseo de encontrarse algo cuando uno realiza un movimiento concreto y premeditado. En cualquier caso, no es lo mismo entrar en una galería de arte porque deseas hacerlo debido al placer que esperas, que entrar porque ciertas circunstancias te empujan de alguna manera a ello. La curiosidad, por ejemplo. En este caso lo hice porque siempre he pensado que para hablar de algo hay que comenzar por estar informado. Y a mí siempre me han interesado las cuestiones que rodean al Arte. Una perversión como otra cualquiera.

Para regresar a Valencia desde Badajoz tomé la decisión de hacerlo pasando por Madrid, lo que me permitiría pasar unas horas en el foro. Así fue como me encontré subiendo las escaleras de la galería Juana de Aizpuru. No sin haber visitado otras galerías circundantes al epicentro aizpúreo. Porque, guste o no e independientemente de que el tamaño tenga o no importancia, hay que reconocer que la “Juana de ARCO” es la Juana más grande de España (con su tocado espinoide rondará el metro ochenta largos). Es decir, puestos a saber qué es lo que se cuece en el mundo del Arte, siempre será más instructivo ir a Juana de Aizpuru que ir a Sen o a Max Estrella o a Moriarty (todas ellas vecinas).

Vale la pena visitar la citada galería aun cuando fuera sólo por tener que atravesar el patio de entrada y subir las escaleras de madera corroída. Y por poder contar con la suerte de ver a su directora a través de la puerta entreabierta de su despacho. Algo que sucede en ciertas ocasiones. La exposición podrá gustar más o menos dependiendo de demasiados factores, pero subir esas escaleras y poder espiar los movimientos del mito no tiene parangón alguno con la mejor de las posibles exposiciones.

En esta ocasión la suerte estuvo conmigo. No sólo pude verla sino que pude hacerlo sin que ella se percatara de mi presencia; pude espiarla. La exposición era de fotografías, lo cual no tiene nada de extraño si sabemos que el mundo del Arte, siempre tan preocupado por lo original y lo único, se aferra a las tendencias como un niño a las chucherías. Así pues, fotografías. Pero no fotografías “normales”, no, fotografías diferentes. ¿Que por qué diferentes? Pues fundamentalmente diferentes por lo que marca las diferencias entre una fotografía doméstica y una fotografía que se vende a 9.000 euros: por el tamaño. Que sí importa. Y mucho. Esto es: por el precio.

Ya digo, enormes: medirían 3 metros por su lado más largo. Y representaban, supongo, lo que la autora había querido representar. Algo que debía quedar claro en ese espacio oscuro dedicado a la proyección del tan previsible como necesario audiovisual.

Me introduje en la sala oscura donde se proyectaba la película. Se trataba de un plano secuencia en el que una mujer bailaba. La mujer se movía la ritmo de una música que el espectador no escuchaba. Se encontraba en pleno campo abierto, con la línea de horizonte a lo lejos y con una carretera, detrás de ella, por la pasaban vehículos de vez en cuando. En esto consistía la película cuando empecé a verla. Al cabo de 5 minutos la película consistía en lo mismo: la mujer seguía bailando y por detrás de ella pasaba de vez en cuando un vehículo. Y a los 10 minutos. Llegado este punto, cambié de posición para poder espiar a la dueña y directora de forma más discreta, algo mucho más excitante a la par que instructivo. En cualquier caso, no por todo ello dejé de estar pendiente de la evolución del mediometraje, que continuaba mostrando lo que seguramente representaba una buena idea. 15 minutos y la cosía no mejoraba.

Así son los artistas: gente con buenas ideas a quienes se le permite realizar productos a condición de que sigan pareciendo el resultado de sus buenas ideas. Se me ocurre que la película de la bailarina podía ser una buena secuencia para iniciar una película de cine, una secuencia que fuera adquiriendo sentido en función de una trama, una trama no necesariamente vinculada a esa secuencia de forma evidente.

miércoles, septiembre 20, 2006

Destino Badajoz

Estaba de camino a Badajoz en el único tren que hay directo desde Valencia. Concretamente me encontraba en la cafetería. Con una cerveza y un bocadillo, e intentando leer un periódico que era propiedad de RENFE. Y digo intentando, y digo bien, porque un tipo inquieto con pinta de extranjero situado al otro lado de la mesa me impedía la concentración. Pudo haber sido cosa de mi susceptibilidad, pero no. Mi falta de concentración no respondía a ninguna fantasía. No tardó ni cinco minutos en dirigirse a mí para preguntarme, en inglés, algo tan bobo como que si el tren en el que nos encontrábamos ambos desde hacía un par de horas se dirigía a Granada. Así pues, tanto su inquietud como la mía –provocada por la suya- no eran infundadas, puesto que la pregunta era a todas luces una excusa. De hecho, cuando le contesté que sí dio evidentes muestras de no interesarle la conversación y continuó hablándome, siempre en inglés, de otras cosas. Y aunque todo me pereció, digamos que bien, no pude acabarme el bocadillo, se me atragantó.

Debido a mi insuficiente inglés y a su carácter extrovertido mi postura era casi exclusivamente complementaria. Es decir, mi papel en la conversación consistía en corroborar lo que con sus vehementes maneras venía a ser una crítica a los transportes públicos españoles. No le cabía en la cabeza como un trayecto relativamente corto pudiera tardar tanto en cubrirse con un servicio ferroviario estatal. Yo, ya digo, asentía. E incluso, para hacer más amable la conversación, me indignaba de vez en cuando. En unos instantes parecíamos amigos. Tanto que pidió dos cervezas sin reparar en que yo no me había acabado aún la anterior. Y todo sin quitarse unas “innecesarias” gafas de sol que no me dejaban ver del todo bien sus expresiones.

Llegado un punto, sobre todo teniendo en cuenta su desproporcionada extroversión, comencé a sentirme inquieto. Había algo en el encuentro fortuito que, a partir de cierto momento y sin saber muy bien por qué, comenzó a parecerme cualquier cosa menos fortuito. A pesar de todo, y ante sus previsibles primeras preguntas, a mí no se me ocurrió otra cosa que contestar con toda la ingenuidad de la que soy capaz: siendo absolutamente sincero. Algo que inmediatamente, y sin seguir sabiendo por qué, me pareció un error. Y fue así que le conté que iba a Badajoz fundamentalmente para hacer dos cosas: ver unas fotografías y hacer unas fotografías.

Se presentó como Kevin y me tendió la mano, era de Irlanda e iba a Granada a escribir el guión de su próxima película. Así, resultó ser un director de cine –él así se presentaba, como director cinematográfico- que escribía siempre sus propios guiones y que necesitaba un retiro para hacerlo. Esta vez, según él, Granada. Es decir, esta vez, al parecer, Granada. A mí, he de reconocerlo, me resultaba difícil creerle por demasiadas evidentes razones, las que a mí me parecían suficientes para parecer evidentes. Cosas del desconcierto ante lo imprevisible. El caso es que nos pusimos a hablar de cine. Con esa vehemencia a la que antes he hecho referencia fue elaborando toda una teoría cinematográfica a partir de sus películas favoritas. Efectivamente, parecía saber de lo que hablaba.

Fue entonces cuando apareció, por la puerta junto a la que nos encontrábamos, la que me fue presentada como su mujer, una mujer de muy pocas palabras que inmediatamente se despidió desapareciendo por la otra puerta de la cafetería. Lo que no dejaba de ser extraño, puesto que no parece tener sentido cruzar la cafetería sin hacer uso de ella. Si venía de su vagón, ¿qué sentido podía tener ir a otro que se encontraba en la otra parte del tren? No sé, ya digo, había algo extraño en todo ello. De hecho toda percepción comenzó a estar teñida de una cierta desconfianza. A pesar de encontrarnos en pleno invierno, Kevin llevaba una camiseta de algodón de manga corta que dejaba ver un enorme hematoma morado en la parte superior del brazo. Un “atractivo” hematoma que dirigía mi mirada hasta el punto de despistarme. Un punctum barthesiano.

Continuamos hablando de cine hasta que agotamos nuestras películas favoritas. Y así fue que sucedió de nuevo: dejándome casi con la palabra en la boca se giró y dirigiéndose hacia la barra de la cafetería y andando hacia atrás me preguntó que si quería otra cerveza. Ambos sabíamos que no importaba lo que yo pudiera contestarle. De hecho cuando decidí contestarle él ya se había dado la vuelta y las estaba pagando. Se acrecentó mi inquietud y no sin razones. Yo no le había quitado el ojo de encima y había examinado todos sus movimientos –todos ellos muy teatrales-, por lo que había algo que no me cuadraba: no le había visto beber apenas. Por eso, cuando aún se encontraba pagando despaldas a mí, aproveché para empujar disimuladamente con un dedo la cerveza que se estaba bebiendo. Y efectivamente: la suya estaba llena, totalmente. Así, yo bebiendo para estar a la altura de una generosa invitación y él... no sé, mostrando entusiasmo con mis puntualizaciones cinematográficas. Raro.

No mostraba ninguna intención de abandonar la conversación, y a mí, la verdad, no me importaba. A pesar de mis sospechas estaba disfrutando. ¿Tendría el disfrute algo que ver con la inquietud? Aún no lo sé. Y el hematoma del brazo no dejaba de ser una presencia, casi una superpresencia: tan grande, tan morado. Más que preguntarme cómo se lo habría hecho me preguntaba, no sé por qué, quién se lo habría hecho. Y sus ojos, ¿dónde estaban?, ¿qué miraban?, ¿desde dónde?

Cuando el alcohol había empezado a hacerme un cierto efecto –tres cervezas con el estómago vacío eran demasiadas para mí- me preguntó “¿te gustaría ver mi última película?” a lo que inmediatamente contesté “por supuesto” Y ahí fue donde, de nuevo, sentí que había cometido otro error. Pero sin saber muy bien por qué. El caso es que ni corto ni perezoso se agachó, tomó la bolsa que se encontraba entre sus piernas, la colocó encima de la mesa y me preguntó que si no me importaba vigilarla mientras él iba a su vagón a recoger la película que tenía guardada en formato CD. Yo le contesté que no se preocupara, que me encargaría de cuidar su bolsa.

Así que, llegado a este estado de las cosas me encontraba en la cafetería solo, cuidando una bolsa que no era mía y con la sospecha de haber cometido dos errores. Tal era mi desconcierto que comencé a fantasear, ahora sí, de verdad. Tanto que casi llego a reconocerlos a ambos (Kevin y su mujer) en los andenes de una estación en la que el tren hizo parada mientras yo aguardaba. De hecho no resultaba demasiado descabellado: les había dado la información que habría precisado cualquier timador profesional, y de ahí que me los imaginara huyendo del tren con todo mi equipaje, un equipaje fundamentalmente compuesto por buen material fotográfico. Camino a Badajoz y preocupado me encontraba yo en aquella cafetería. Esperando. Elucubrando. Pero sobre todo esperando.

Quizá no tardara demasiado en llegar pero a mí me pareció que había regresado a Irlanda a buscar su película. Llegó con otro paquete, esta vez más pequeño, un portador de CDs. Lo abrió y empezó a pasar películas en formato CD hasta encontrar la suya. Volvió a preguntarme si verdaderamente me apetecía verla, a lo que contesté, con más firmeza que antes –y valga la paradoja-, que por supuesto. “Se llama Horse y es un mediometraje”, me dijo. “Estupendo”, le contesté. Abrió la otra bolsa, la que había dejado a mi recaudo, y extrajo un ordenador portátil al que le introdujo Horse. Me puso unos auriculares y me dejó al albur de su película.

La película duraba media hora y Kevin dirigía su mirada, de forma alterna, hacia la pantalla y hacia mi cara, seguramente para averiguar qué es lo que yo pensaba. Yo, por otra parte, dirigía mi mirada a la pantalla, pero no sin dejar de sentir la presencia de aquel hematoma con el que me rozaba una vez nos encontrábamos en paralelo viendo la película Horse. Cuando le quería hacer algún pequeño comentario sobre algo que acababa de ver me señalaba la pantalla como pidiéndome concentración en lo que la necesitaba. Y silencio. No me dejaba despistarme.

La vi entera con una calma inquieta, es decir, aparente, y cuando me encontraba leyendo los títulos de crédito la megafonía anunció que los pasajeros debían volver a sus respectivos vagones pues estábamos llegando a Alcázar de San Juan. Efectivamente, el tren se dividía en dos en la citada estación: una máquina con un solo vagón de segunda clase se iría para Badajoz y el resto (no sé cuántos vagones y DOS cafeterías) hacia el sur. Nos teníamos que separar apresuradamente, por lo que apenas nos dio tiempo para comentar su película. Sólo unos efusivos despidos y unas señales de alegría por habernos conocido. Había llegado el momento de la verdad.

Ya estaba todo más o menos claro, pero había llegado el momento de confirmar que mis fantasías no se habían hecho realidad. Porque eso, la realidad, es lo que distingue la conjetura de un hecho real. Hasta ese momento el robo-timo no había sido más que el producto de una fantasía, una fantasía, eso sí, no carente de “argumentos lógicos”. En cualquier caso, había llegado el momento de corroborar que mi bolsa de viaje se encontraba intacta y en su sitio. Llegué y lo comprobé. Y entonces me sentí aturdido: en mi fuero interno se había mezclado un cierto deseo inconfesable con otro deseo mucho más legítimo (pero más vulgar). Así pues, aturdido por decepcionado a la vez que contento.

Continué el viaje. Me quedaban aproximadamente 8 horas de viaje en un tren compuesto por una máquina y un solo vagón de clase turista, sin vídeo, sin megafonía y sin cafetería. Son las cosas de salirte del circuito de las “grandes” provincias; son las cosas de ir a Extremadura. Para saber por qué se requieren 8 horas para cubrir el trayecto de Alcázar de San Juan a Badajoz no había más que asomarse a la parte trasera del único vagón del tren y observar las vías que ibas dejando atrás: puede decirse que la rectitud de las mismas era tan imaginaria como inquietante. De hecho el tableteo del tren era tan acusado que una hora después de haberlo abandonado aún me sobrevenía pequeños, y casi imperceptibles, movimientos convulsos.

De todas formas, la experiencia de la lentitud es toda una experiencia en los tiempos que corren, que corren tanto y tan rápido. No es lo mismo hacer un viaje largo que hacer un viaje innecesariamente largo. Todo lo que sucede en la lentitud se va tiñendo de un aire melancólico que acrecenta los estados perceptivos, así como los comunicativos. Y aprendes más.

martes, septiembre 19, 2006

Guerra al "sexo"

“Mientras que la mujer procesa información incesantemente, y de forma simultánea, el hombre no y, a veces, tiene dificultades para ver qué sucede a su alrededor [...] Ellos son literales y explícitos, por tanto es más factible que una mujer descubra a un hombre mentiroso que viceversa [...] Está claro que el hombre no domina en absoluto el sentimiento amoroso [...] Ellos son mucho más simples que nosotras”. Éstas son sólo unas cuantas afirmaciones de las cientos que discurren a lo largo del libro Hombres. Modo de empleo de la periodista Teresa Viejo. Las afirmaciones del género suelen ir acompañadas de un comentario de tono paternalista (¿maternalista?) del que se colige en todos los casos un mensaje: los hombres no son tan malos como muchas feministas promulgan; son tan sólo son un poco burdos y primitivos, burdos y primitivos, claro, por comparación hacia ellas, las mujeres, con más y mejores cualidades. Y después de cada afirmación, el consejo: “Ellos son literales y explícitos, por tanto es más factible que una mujer descubra a un hombre mentiroso que viceversa. Si un hombre busca mantener las manos ocupadas mientras habla, esté segura de que eso que le está diciendo no será muy convincente. La conversación cara a cara es la prueba del algodón para que el varón se sincere sobre sus auténticos sentimientos. Siéntele frente a usted y aguante su mirada; su rostro le dirá todo”.

No es éste un ejemplo rebuscado, y por tanto parcial, de lo que podemos encontrarnos publicado en torno al tema de la cuestión de los géneros. Se corresponde exactamente con la norma. En este caso concreto se trata de un texto “menor” desde el punto de vista intelectual, pero no por ello menos relevante respecto a su influencia en la sociedad, pues no podemos olvidar que es este tipo de libros y no otros los que se venden masivamente. Da igual que se trate de Teresa Viejo (Hombres. Modo de empleo) o de Carmen Posadas (Ese veneno llamado amor), de Rosa Villacastín (Querido imbécil), Carmen Alborch (Malas, Libres y Solas), Margarita Rivière o de alguna reputada periodista bienvenida del extranjero, como Maureen Dowd (¿Son necesarios los hombres?). Todas ellas habrán sido superventas en su momento y habrán ocupado espacios privilegiados en las grandes superficies. Y lo que es más significativo: habrán sido leídas por legiones de mujeres. Textos todos ellos perfectamente complementados con otros miles de artículos que, con iguales intenciones, son machaconamente publicados en dominicales y revistas de divulgación (QUO, Psicologies, Muy interesante, Mujer de Hoy, Cosmopolitan, Dona, Ana Rosa, Mary Claire, Elle y un largo etc.) desde hace muchos años. Y perfectamente apoyados por el pensamiento de elite, el académico, tan bien avenido con una suerte de estudios culturales obsesionados con todo victimismo (la literatura feminista es el centro neurálgico de miles de tesis doctorales. En este sentido conviene recordar que en la literatura feminista de ensayo no existe hombre que no sea sospechoso).

No podemos ignorar, por otra parte, que lo que se publica y se vende masivamente tiene su correlato en los distintos niveles intelectuales. No hay más que buscar en otro lugar para encontrarnos con más de lo mismo, ahora dicho desde la tribuna y no desde las gradas. Germaine Greer, catedrática de Inglés y Literatura Comparada en Warwick dice en La mujer completa, “Es que los hombres son unos inútiles. Yo misma he vivido con varones que podían haber sacado mucho más partido de sus cualidades y no lo han hecho”. Y esto es casi un piropo al lado de lo que expresa la totalidad del libro. La antropóloga y superventas norteamericana Helen Fisher afirma que el cerebro de cada sexo ha desarrollado diversas capacidades y que “la mujer tiene una visión más profunda de las cosas, un pensamiento de tipo contextual”; por lo que llega a la conclusión de que “el futuro es de las mujeres”.

En el tema del sexo siguen predominando los “informes Hite”, entendiendo por ellos toda esa literatura que suele centrarse en la insatisfacción de la mujer (en libros especializados y en artículos dominicales de difusión masiva). Y por si faltara poco, surgen con significativa periodicidad autores varones que casi reniegan de su condición con el fin de halagar a su “contrario” (a este respecto véase el libro Instinto de seducción de Sebastià Serrano, cuya conclusión podría expresarse en los siguientes términos sin traicionar un ápice el fondo del texto: los hombres serían simples “serecillos” al lado de los verdaderos seres, las mujeres).

Así, y por resumir: al margen de cual fuere la realidad a la que referencia todo lo publicado, nos encontramos con el hecho verificable e incuestionable de que nada puede ser dicho si no es para decir con ello lo único que se está dispuesto a dejar que se escuche. No podemos olvidar que vivimos en la Cultura de la Queja y que sólo tiene voz en ella la supuesta víctima, entre otras cosas (o quizá fundamentalmente por ello) porque se trata un negocio muy rentable.

El caso es que no se sabe muy bien por qué, pero en éste, como en tantos otros temas relacionados con la corrección política (ese método tan vinculado al control de lo dicho públicamente), no existen voces disonantes. No existen voces que puedan ser en alguna medida críticas respecto a un método que, como queda demostrado con pertinaz insolencia, no es capaz de acabar con el mal que tan vehemente pretende erradicar. La llamada violencia de género no para de aumentar y el otro día se nos avisaba en un periódico de que “más de un millón de trabajadoras sufre algún tipo de acoso sexual” mientras que en otro medio se hablaba de que “una de cada cuatro trabajadoras sufre acoso sexual”. ¡Una de cada cuatro! Quedaría demostrado de esta forma que la corrección política no es el método ideal para resolver el problema, pero nuestros paternalistas y globalizados dirigentes (hombres y mujeres en perfecta paridad) se niegan a buscar otro método, quizá porque como ya hemos apuntado a muy pocos de ellos les interese en el fondo cambiar esa situación.

Así pues, y por lo que se ve, nadie parece querer analizar las causas reales de ese desastre del que la realidad da cuenta. O dicho de otra forma, a tenor de lo publicado parece que nadie contempla analizar el estado actual –el desastre- como consecuencia de algo distinto a la maligna predisposición del macho (varón heterosexual). La misoginia y la homofobia, como no podía ser de otra forma, son patologías exclusivamente masculinas. Las mujeres no odian (a pesar de que los miles de textos que se publican en el presente continuo SÓLO expresan un tremebundo resentimiento en el mejor de los casos), sólo son víctimas. Y al decir de todos (al decir de la opinión publicada), el futuro.

lunes, septiembre 18, 2006

Sinsentido

El sentido común es, fundamentalmente, aquello que todo el mundo cree tener. Y si hay algo por lo que todos creen ser personas sensatas es, fundamentalmente, debido a lo que opinan sobre eso de lo que pueden hablar (y si no que se lo pregunten a los tertulianos radiofónicos).

Paradójicamente, la cosa se complica cuando el asunto más elemental parece, o cuando de forma más cotidiana se nos presenta. Es decir, es cierto que mucha gente reconocería sus carencias respecto a ciertos temas especializados, como la ornitología por ejemplo, algo que les induciría a guardar inteligente silencio llegada la hora de opinar. Sin embargo, prácticamente nadie renunciaría a hablar y opinar sobre aquello que propiamente es, sobre su propia condición de varón o hembra por ejemplo, asunto que siendo mucho más complejo que el primero no deja de ser un asunto sobre el que todo el mundo tiene opinión. ¿Cómo debemos actuar ante este irrefutable hecho? Pues primero agradeciendo la existencia de ornitólogos y, segundo, intoduciendo una camisa de fuerza en nuestro fondo de armario. Nunca se sabe.

domingo, septiembre 17, 2006

Del tópico a lo atípico

Del tópico a lo atípico

Recurriendo al viejo tópico ha de decirse que no es lo mismo pelar una cebolla que pelar una alcachofa. Günther Grass, por ejemplo, ha exorcizado su culpa en las primeras capas de su particular cebolla. Es decir, se ha encontrado con el Günther Grass de antaño, el malo. Y nos lo ha mostrado. Así pues, gracias a sus propias declaraciones sabemos ahora que ha sido mala persona; para unos pocos debido a su filiación perversa, para otros muchos por su silencio posterior, reiterado e hipócrita. No sabemos, en cualquier caso, qué es Günther Grass en el presente, porque ¿debemos creer que sigue siendo mala persona después de sus declaraciones? ¿puede ser el bueno de Günther una mala persona por sus pecados (grandes) de juventud o lo es por haber sido un hipócrita durante toda su vida posterior al pecado? ¿puede haber dejado de ser mala persona a partir de unas declaraciones que le liberaban?, y si así fuera, ¿lo sería gracias a ellas o lo sería porque el pasado, inmediato o no, nada tiene que ver con el presente continuo? ¿si deja de ser (simpatizante de o hipócrita) lo que le convertía en una mala persona deja de ser una mala persona? ¿debe acarrear uno con la imposibilidad de ser una buena persona sólo por el hecho de haber cometido “irregularidades”? ¿puede, llegando al límite de la cuestión, un asesino ser una buena persona si el remordimiento y la culpa no le dejan vivir tranquilamente? ¿haber actuado mal conlleva el inevitable estigma de la maldad? ¿con qué se va a encontrar el malo de Günther después de pelar toda la cebolla? Lo único que sí es seguro es que se va a encontrar con más dinero. Pase lo que pase en su fuero interno y piensen lo que piensen los demás.

Mutatis mutandis. No falla. Y podría parecer cómico si no fuera porque es estrictamente dramático, pero cada vez que entrevistan al entorno de un terrorista suicida o un asesino en serie la respuesta es la misma, no falla: “parecía una buena persona, venía a comprar el pan todos los días y siempre tenía una frase amable para alguien”. Por otra parte es sabido que los grandes timadores son grandes precisamente porque no lo parecen. Pero son malos. Todos: los terroristas, los asesinos, los violadores, los timadores, los racistas, los hipócritas, los xenófobos, los egoístas, los irresponsables... A propósito, ¿son malos los despistados? ¿son malos sólo si el despiste les irresponsabiliza? ¿son malos si con con uno sólo de sus despistes causan una tragedia? O mejor, ¿hasta qué punto son malos los despistados? O mejor aún, ¿son malos desde qué momento, sólo desde el momento en que su irresponsabilidad provoca desaguisados? ¿hasta cuándo serían malos?
Da capo. Recurriendo al viejo y cursi tópico ha de decirse que no es lo mismo pelar una cebolla que pelar una alcachofa. Yo llevo años pelando una alcachofa y mi conclusión es que soy una mala persona. Pero no tanto debido a mi pasado, nada relevante en ningún sentido, sino debido a mi presente. Yo no soy malo por lo que fui, sino por aquello que me lo hace ser a diario. Pelar una alcachofa presupone, a diferencia de lo que presupone pelar una cebolla, encontrarse con un corazón y yo ya sé que no tengo un corazón de oro, como el que por ejemplo demuestran tener todos los opinadores mediáticos, que siempre ven el mal en lo ajeno y además hacen un curioso esfuerzo por parecer distantes de él. Yo veo el mal en mí. Quizá no excesivamnte, pero lo veo. No siempre, pero sí más de lo que me gustaría. Un mal que no se expresa de forma grandilocuente pero que está y se expresa.

martes, septiembre 12, 2006