domingo, junio 24, 2007

M. y el umbral diferencial (24-6-07)

Sucede con menos frecuencia de lo que me gustaría, pero al menos sucede de vez en cuando. Eso sí, sucede, sólo, cuando me puedo permitir que suceda.

Y es que comer en un restaurante “michelinesco” desbarata, siempre, la economía de cualquier individuo de una clase tan media como la mía. Así pues, y esto resulta de suma importancia, acudo al conocido restaurante con una inquieta expectación ante lo que va a ser un hecho incrontrovertible: la experiencia sensitiva que voy a vivir no sé si va estar en consonancia con lo que me va a costar (€) vivirla. En cualquier caso, el riesgo es un componente intrínseco a la afición culinaria. Lo sé y lo acepto.

Tengo que elegir entre dos posibles menús, uno relativamente sencillo con los platos más emblemáticos del local y otro más largo denominado Universo Local, conformado por 17 platos. Ahí es nada. Me decido por este último.
Este día no es cualquier día, me digo.

Las cosas transcurren de forma más o menos previsible: buen trato y un sinfín de platos secuenciados con medida precisión. Respecto a la propuesta estrictamente culinaria poco habría que apuntar más allá de poder matizar todos los platos a partir de mi particular gusto (si aceptamos que el nivel de estos restaurantes estrellados es siempre más que aceptable), pero no es este el tema que ahora me ocupa.

En cualquier caso, salsas excéntricas, escarchas, contrastes juguetones, parafernalias lúdico-sorpresivas, combinaciones imposibles, denominaciones pretenciosas, cocciones hipercalculadas, caramelizaciones, lacados, melosidades inesperadas, etc.

Hasta aquí la descripción de los hechos. Ahora bien, ¿qué podría esconderse detrás de una experiencia personal como la que acabo de describir?, ¿sería posible que hubiera algo que hiciera secundaria esa experiencia que pretendía ser primaria?, ¿cuál pudo ser la realidad más real respecto a esta experiencia descrita? Pues ésta (y que nadie piense que cambio de tema):

Uno: Lo que percibimos es casi siempre una cosa distinta de aquello que “nos viene dado” por los datos sensoriales. Podríamos hablar de datos imaginados, y serían los que provendrían de nuestro conocimiento, de nuestra cultura, de nuestros recuerdos. La percepción tiene un carácter sintético y por eso nosotros percibimos siempre estructuras, complejos de relación. Por ejemplo el dibujo de un tetraedro en planta sería entendido como una pirámide y no como un dibujo de seis líneas porque el cerebro recompone esas seis líneas en algo reconocible, asimililable. Por vivencial: deja vù.

Por ejemplo, me tomo un Cuba Libre de Fois y mi sensación no puede desvincularse de un recuerdo muy intenso relacionado con un plato parecido tomado en circunstancias muy concretas. Y en ese detalle me pierdo, y mi campo de atención queda contaminado por una sensación más fuerte que la propia del sabor que experimento.

Dos: La percepción es un fenómeno complejo y la sensación es un fenómeno simple resultado de una abstracción. La percepción es pues un fenómeno real y concreto, y la sensación no tiene realidad, es un elemento abstraído de la percepción. De esta forma, toda sensación está condicionada por tres clases de factores: físicos, fisiológicos y psicológicos. El primero podría ser considerado como el estímulo y el segundo como el desencadenante del tercero. La sensación sería la modificación que sufre la psique una vez el cerebro ha sido afectado por lo transmitido neurológicamente. Y esa afección puede estar contaminada por un excitante inadecuado.

Por ejemplo, me tomo una Gamba de Denia con caldo de su propio jugo. ¿Qué tiene que ver la ebullición del agua con una gamba de Denia?, ¿y esto con mi sensación de degustarla? Nada, porque la sensación, como fenómeno psíquico, aunque es producida por un excitante, no deja de ser una cosa completamente distinta de él. Así, si la sensación es un fenómeno subjetivo (una modificación de la psique), el excitante no es más que su causa productora. Pero, al mismo tiempo, como decimos y dada la subjetividad de toda sensación, compruebo que el placer de degustar la gamba queda afectado por un excitante inadecuado (por ajeno a la experiencia propia del momento). Y por tanto contaminado por el mismo.

Tres: La menor cantidad de estímulo que es necesaria para producir una sensación se llama umbral inferior. Una luz débil apenas se vislumbra, un sonido lejano apenas se oye. Cuando el estímulo es muy intenso y llega un punto tal que ya no aumenta la sensación, aunque aquel siga aumentando, tenemos el umbral superior. Una bombilla de 1000 watios no ilumina mejor nuestra lectura que una de 100 watios.

En el caso que nos ocupa, todo lo degustado se encuentra directamente relacionado con el estímulo de los mismos exquisitos platos. De eso se trata cuando uno frecuenta este tipo de restaurantes. La sensación se aproxima al umbral superior, pero sin llegar a él en ningún momento. Es una putada. Sobre todo porque las condiciones eran favorables.

¿A dónde pretendo llear con todo este rollo? Pues a decir que un sentimiento se ha introducido en mi vida y se ha apoderado de mí, un sentimiento de amor. Y que ese sentimiento me hace percibir las cosas de tal forma que mi sensaciones ante las experiencias vividas solitariamente no son las hasta ahora más o menos previsibles. Son más precarias, podríamos decir.

En efecto, como queda claro en los tres puntos, yo he ido a vivir una experiencia concreta y (pre)determinada suponiendo que, como en otras ocasiones, sería un fin en sí misma y me he encontrado con una experiencia frustrante en la medida de incompleta. Para mí no hay mejor muestra del estado que experimento que el de sentir que ciertas cosas no son lo mismo sin ser compartidas con la persona que amo.

En el uno me “pierdo” con el fois porque mi campo de atención ha sido inadecuado; el detalle que centraba mi atención no se encontraba en el plato sino fuera de él, en el recuerdo que me producía su sabor, en el recuerdo asociado a mi deseo. En el dos comprobaba que el excitante que debió ser no funcionaba y que por equivocarme de excitante no he podido disfrutar el plato en la medida que seguramente se merecía. Debido a mi deseo y mi frustración, claro. En el tres el umbral se debilitaba en la medida en que faltaba algo. Y yo sé que lo que me falta es lo que ha hecho de mi experiencia una experiencia precaria. He sentido placer degustando un arroz senia meloso, desde luego, pero me ha faltado el estímulo que me habría llevado al umbral superior, el pretendido umbral superior. Una putada, insisto.

Se llama umbral diferencial a la cantidad de excitante que es preciso añadir al ya dado para que se experimente un aumento de sensación. Si en una habitación iluminada con cien bombillas enciendes una apenas percibiremos cambio, pero sí lo percibiremos si encendemos diez. Este mínimo aumento necesario para que la sensación varíe es el umbral diferencial.

Una simple (¿) mirada de M. habría bastado para que las salsas excéntricas, las escarchas, las melosidades y todo el resto de parafernalias hubieran hecho de la experiencia un desentrañamiento del mundo.

domingo, junio 17, 2007

Estrategias fatales

Me los imagino a los dos, hace unos meses, teniendo que decidir sobre la propuesta que debían hacer para la Documenta de Kassel. Y me los imagino con claridad meridiana, si fuera posible imaginar de tal forma. Así pues, sentados ambos con papel y bolígrafo y haciendo garabatos como los que se hacen en voz alta. Ya saben ustedes, círculos flechas, reencuadres, etc. Nerviosos pero sosegados ante la responsabilidad que suponía responder a unas expectativas tan altas: las de integrar la cocina en el arte a través de un evento que es, en sí mismo, la pura y genuina representación del arte.

Me los imagino, como digo, sabiendo que es mucho lo que se jugaban en la participación de uno de los eventos más influyentes del arte contemporáneo. Él, el más grande cocinero del mundo de nuestra cambiante actualidad, Ferran Adrià, el Ferran que diría un catalán, ella, la hija de uno de los más grandes cocineros de otra actualidad cercana, una experta en arte y su historia. Había pues que afinar, sobre todo habida cuenta de que ser el número uno en algo no depende tanto de alguna excelencia cotejable como de afinar y atinar en las estrategias publicitarias.

Me los imagino comenzando de cero en su primera reunión, sosegados pero inquietos y sobre todo garabateando con flechas sobre papeles en blanco. Y me los imagino llegando a la conclusión definitiva, la que ha provocado la polémica; una polémica tan estúpida como todas las polémicas que rodean al mundo del arte. Me los imagino diciéndose uno al otro y con brillos en los ojos: “ si lo que hacemos nosotros es cocinar y lo hacemos mejor en las instalaciones que hemos creado para los efectos, ¿por qué tener que hacer algo para ser uno más de los artistas que llevan acudiendo años a Kassel?, ¿por qué no hacer algo para ser distinto a todos esos artistas que llevan haciendo lo mismo desde que existe la Documenta?, ¿por qué no ser coherentes con nuestro quehacer cotidiano y hacer lo único que sabemos hacer, que es hacer exactamente lo que hacemos todos los días, ni más ni menos?, ¿por qué entonces tener que acudir allí a epatar a nadie si nuestro negocio consiste en hacer venir aquí a todos desde todas las partes del mundo?”. Y con dos círculos (uno más grande y otro más pequeño) y dos flechas se habría dilucidado la propuesta: “si nuestra cocina está a la altura de ser considerada arte, que vengan a donde el milagro se da, un milagro que sólo puede darse allá donde se produce la conjunción de los astros, esto es, en El Bulli. Que vengan, sí, y que vengan de dos en dos. Que la pela es la pela tú”.

Nada que objetar, por supuesto. La propuesta está, sin duda, a la altura de aquello que ha hecho de Ferran Adrià el mejor cocinero del mundo: su inteligencia. De ahí que haya tanto mosqueo en el mundo del arte y se digan cosas tan bobas como “Me pregunto cuál ha sido el papel de ayuda (se refiere a la hija de Arzak) para terminar haciendo algo tan obvio” (Toni Strany).
Otra cosa sería valorar, no la inteligencia del Ferràn, sino su cultura. Otra cosa sería valorar su cocina respecto a la cocina tradicional y no respecto a su espíritu novedoso y su carácter original (conceptos tan artísticos ellos). O sea, otra cosa sería que pudiera considerarse innecesario relacionar una disciplina tan necesaria desde el punto de vista biológico con otra sólo necesaria para alimentar el espíritu. Porque otra cosa sería dilucidar si las cosas (navegar, amar, escribir, etc.) pueden hacerse -o no- con o sin arte, algo que parece tener todo el mundo claro.
Y otra cosa sería valorar la necesidad actual del arte por encontrar cosas que aún creen polémicas... tan innecesarias y poco productivas como un programa de salsa rosa.

sábado, junio 16, 2007

Tesis (atrevida)

Rothko es, como todo el mundo sabe, algo más que un pintor; es un MITO. Algo que se debe, en muy buena medida, a su suicidio. A su “oportuno” suicidio. Un suicidio que se produce, paradójicamente, cuando el pintor contaba con el mejor contrato económico conocido de toda la generación de pintores abstractos. Así que, quede claro desde el principio: no fue la penuria económica lo que indujo al pintor a quitarse la vida.

¿Pudo haber sido el sentimiento de incomprensión? A tenor de su éxito cabría decir que no. Entonces ¿a qué pudo deberse?

Se han publicado recientemente escritos suyos. Ha sido un buen momento para intentar encontrar razones, las razones de su suicidio. Razones de peso, se entiende. Las que se les escapan a todos esos exégetas que cuando hablan del mito no aciertan a entender su suicidio, el suicidio que lo convirtió en mito.

Aquí dos pistas que provienen de esos escritos:

“Detesto toda la maquinaria de popularización del arte: universidades, publicidad, museos.... y a los vendedores de la Calle 57”.
“Pinto cuadros muy grandes porque quiero ser íntimo y humano”.

Así, Rothko parece ser el único que no sabe que la historia en la que vive inmerso, la del arte, debe su existencia precisamente a aquello que detesta. Y que por lo tanto él no existiría sin sus progenitores, sin sus creadores. El arte sólo ES en la medida en que existe toda esa infraestructura que detesta.

Por tanto ya sabemos algo: Rothko, el gran Rothko, es, además de ingrato, BOBO

Además sabemos que pintaba cuadros grandes porque no cabían en casi ninguna casa probablemente habitada por proletariado, pero sí en las casas de los amigos de los vendedores de la Calle 57. Que le pagaban cantidades astronómicas para que no se ocurriese pintar miniaturas.

Repetimos: ¿Pudo haber sido el sentimiento de incomprensión lo que le indujo a suicidarse? A tenor de su éxito cabría decir que SÍ.
Se suicidó, no tanto porque no soportara toda la "maquinaria de popularización del arte", cuanto porque en realidad la amaba más que a su propia pintura. Incomprensión, pues, pero incomprensión hacia sí mismo. A quien detestaba era a sí mismo: por pintar, sólo, aquello que le exigían los vendedores de la Calle 57 y al tamaño que le exigían los museos, pero sobre todo por tener que creer que esos tamaños respondían a un deseo de ser íntimo y humano.

lunes, junio 04, 2007

Buenismo

Se dice que los extremos se tocan. Y es cierto, un fanático es un nihilista y un creyente un desalmado. Los extremos se tocan porque estamos hechos de ellos. Las dualidades prevalecen como ley y los términos antitéticos se imponen. Así la cuestión no es si se tocan o no los extremos, sino el cómo lo hacen: cómo se tocan esos inevitables extremos que aturden al sujeto.

En cualquier caso, los extremos se tocan: a veces a través de las llemas de unos dedos y otras a través de unas ruedas dentadas. Dos formas diferentes de enfrentarse a la naturaleza humana. Es decir, a veces los extremos se tocan en un sujeto provocando en él una cierta consciencia de la inevitable tensión entre los polos, y aveces se tocan sin que el sujeto se aperciba de tensión alguna. La primera de las posibilidades configura sujetos de apariencia débil y la segunda sujetos de apariencia robusta. Por lo que nos encontramos ante una curiosa situación, pues la debilidad y la robustez son, además de términos antitéticos, términos neutros que necesitan un contexto para saber de su positividad. De ahí que hablemos de apariencia. Y de ahí que sospechemos, siempre, digámoslo ya, de los que se muestran a sí mismos como “robustos”.

Así, nada que objetar cuando en un sujeto los extremos se tocan a través de un punto que equidista de unos nuevos extremos, como cuando alguien duda de sí mismo. Sin embargo, cuando los extremos se tocan a través de un círculo cinético es cuando los extremos, además de tocarse, terminan por fundirse y confundirse, desaparecen las referencias y por tanto nada equidista de nada. Cuando esto sucede emerge la figura de quien se sitúa en contra de un extremo sin apercibirse de estar en el otro; que es el mismo... debido al contacto. O por decirlo de una forma vulgar: emerge el buenismo (con sus representantes), uno de los grandes males de nuestra posmoderna era.

Por entendernos (por fin): quienes por estar en contra de una guerra pronuncian a grito pelado “no a las guerras” son quienes se adhieren a un furibundo relativismo en cada discusión mientras creen firmemente en su su superioridad moral. Y su maniqueísmo les obliga a vagar por una cinta de Moebius que conduce a ninguna parte. Son gente que, muy probablemente, asocien (aún) propiedad (privada) a latrocinio. Y digo “muy probablemente” porque los buenistas están conformados por un 10 % de agua y un 90 % de reminiscencias.

O por seguir entendiéndonos (si fuera posible): quienes en referencia al problema vasco (que no es sino un problema de irracionalidad por una de las partes) dicen “diálogo, diálogo y diálogo” son, con toda probabilidad, quienes creen que las leyes las hacen los individuos y el derecho lo engendran los gobernantes. Y digo “con toda probabilidad” porque los buenistas no distinguen entre las amenazas que exigen el cumplimiento de unas necesarias reglas comunitarias y la amenazas de unos matones.

Addenda. Lo decia Alan Alda en una de las mejores películas de Woody Allen mientras sujetaba una vara y la flexionaba: “si se dobla tiene gracias si se rompe no la tiene”.