viernes, agosto 27, 2010

De la fotografía (De su muerte)

Como es masivamente sabido hay una nueva forma de documental que arrasa en las televisiones. Se trata de un tipo de narración documental que consiste en filmar con cámara al hombro evitando la presencia física del mismo narrador visual. Supongo que el éxito se debe, precisamente, a su aparente neutralidad, a su aparente objetividad, condiciones ambas que han sido siempre el caballo de batalla de este género no ficcional y que ha sido resuelto, en esta “nueva” forma de documental, anclando todo protagonismo sobre los personajes “intervenidos”. El más famoso, quizá por pionero, de todos ellos es sin duda Callejeros.

No quiero extenderme demasiado en su descripción porque a buen seguro todos lo conocen, pero baste decir que se trata de un programa televisivo del que son fans hasta los desheredados más “inmundos”. Tiene más fans que cualquier equipo de fútbol. “¿Sois de Callejeros?, pues adelante”, dice el tipo de pelo engominado que controla la venta de droga en el barrio, y acto seguido presenta a sus enjoyados cómplices y amigos, y a toda su oronda familia, que por supuesto se alegra de ir saliendo a escena en medida comparecencia secuencial. Atusándose el pelo unas y comentando sus fechorías los otros. En efecto, ante Callejeros no hay nadie que se resista, y quien dice Callejeros dice cualquiera de esos programas que se han puesto de moda en su imitación al de Callejeros. Los ladrones se jactan de serlo y muestran cómo roban en el supermercado, los contrabandistas nos presentan a sus hijos, futuros contrabandistas, los drogadictos nos enseñan cómo se rebajan para conseguir una dosis que apenas le dará fuerza para aguantar un par de horas más. Los pobres más pobres nos muestran el basurero de donde escogen las mejores sobras culinarias. Los adolescentes ebrios de alcohol y droga mandan saludos escabrosos a sus ignorantes padres. Las prostitutas nos cuentan, todas dignas, aquello que no están dispuestas a hacer con un cliente (después de contar cómo se la chupan a un camionero sucio), pero después de haberse inyectado un chute ante la cámara. “¿Sois de Callejeros?, pues adelante, que os voy a mostrar mis entrañas, pero no os olvidéis de decirme cuándo voy a salir por televisión”. Y acaban despidiéndose con el grito de guerra: “¡Viva Callejeros!”.

¡Quién nos lo iba decir! Hasta hace unos “días” la posibilidad de documentar la vida de una banda organizada de mafiosos de barrio habría tenido que contar con una ardua negociación. Después de varias charlas pactadas a través de intermediarios se habría convenido quién y en qué condiciones iba a realizarse el documental. Seguramente no habrían dejado entrar a la cámara a cualquier sitio y las preguntas habrían sido previamente convenidas de alguna manera. El reportaje se habría resuelto con unas notas transcritas y unas fotografías, casi seguro en blanco y negro, que habrían servido para vender más ejemplares de la revista en cuestión. Que por eso se jugaban la vida el periodista y el fotógrafo. Esto, como digo, es lo que pasaba hace unos días.
Ahora, lo vemos a diario, las cosas suceden de otro modo. Es otro el estilo de los canallas y los desheredados. Se mueren todos ellos por salir en televisión. Facilitan los accesos al periodista y les cuentan incluso aquello que no es demandado. Los primeros muestran un nulo sentido ético del que se sienten satisfechos ante sus compinches porque saben, entre otras cosas, que “nunca pasa nada”. Y a los segundos les enloquece salir en televisión, y más aún si salen por ser considerados “especiales”, algo que les hace sentirse especiales. Los canallas hacen gala de sus coches tuneados y sus pulseras de oro. Los pobres nos muestran su insalubre inodoro y nos enseñan sus miserias más personales y privadas. Los primeros nos cuentan cómo se burlan de la ley y los segundos cómo la justicia los ignora. Y si en alguna ocasión el documental se centra en personas ricas éstas no dudan en mostrar rápidamente todas y cada una de las pruebas que demuestran su supina incultura. En resumidas cuentas: todas las personas que antes tenían motivos para ser discretos y cautos ahora son unos exhibicionistas consumados.

Lo curioso de este exhibicionismo se encuentra en la relación con los medios de comunicación. Es decir, como comprobamos a diario, los matones, los indigentes, los facinerosos, los yonkis, los desesperados, los proxenetas, los ladrones, los adolescentes desocupados, los chaperos, los atracadores, los desheredados etc., abren sus puertas y su alma, sin negociación alguna, a quien le permitirá alcanzar sus 15 minutos de gloria: la televisión. Y lo hacen aun cuando esos 15 minutos pueda pasarles una factura desproporcionada respecto a este efímero y raquítico éxito.

Sin embargo si apareciera ante ellos un tipo “indocumentado”, s decir, sin una acreditación televisiva, pertrechado con una cámara de fotografiar y quisiera sacar unas cuantas fotografías de su forma de vida, es muy probable que fuera expulsado a hostias de los dominios del desalmado o del friki. La fotografía ya no tiene ninguna cabida como género documental. Primero porque la fotografía carece de credibilidad alguna (como veíamos en reciente post), segundo porque, por ello, la impresión gráfica se encuentra en plena decadencia, tercero porque el espectador expectante del hoy prefiere que los personajes se muevan, como los de los videojuegos y las consolas, y cuarto porque, por ello, el espectador expectante del hoy prefiere cualquier “youtube” a cien insulsas y aburridas imágenes fijas.

jueves, agosto 26, 2010

De la fotografía (De lo inverosímil)

Todos los años realizo la misma prueba con mis alumnos en el primer día de clase. Les paso una veintena de fotografías escogidas, casi al azar, de entre varias revistas. Son fotos normales que carecen de rasgos especiales. Y digo “casi” al azar porque, aunque es cierto que su búsqueda no fue nada laboriosa, lo cierto es que aún en su disparidad existe en todas ellas un sutil denominador común que confiere sentido a la selección, así como a la misma prueba. Se las paso a través de un proyector (después de haber sido escaneadas directamente de las revistas), lo que desde luego imprime un cierto carácter analítico –involuntario- a la visualización. Se las paso sin haber dado pista alguna, con parsimonia y dejando que el obligado silencio obtenga su sentido. De hecho, ésa es la causa que provoca en ellos una atención que jamás volverán a mostrar a partir de entonces, cuando las ulteriores habituales proyecciones académicas deban ya exigir una atención responsable. Pero eso parece otra cuestión.

El caso es que el resultado siempre es el mismo, y se encuentra en relación directa a la suma acumulativa de las percepciones. Describir las fotografías no serviría de nada, pues lo interesante de las fotos no se encuentra en lo que muestran sino en las sensaciones perceptivas que provocan. Resultado: indefectiblemente existe siempre una opinión que se expresa de forma colectiva; una opinión que seguramente surge en las particularidades de las fotos, pero que se resuelve juzgando el conjunto. Y esto último resulta de suma importancia, pues de las particularidades no habría mucho que decir debido, precisamente, a la trivialidad de las imágenes. En cualquier caso y a pesar de esa trivialidad, prácticamente todos los alumnos tienen el mismo pensamiento durante la proyección de las fotografías: todos sospechan de la “realidad” de esas fotografías; todos desconfían de su Verdad. O por decirlo de otra forma: todos consideran que se trata de fotografías que pueden contener algún tipo de engaño o truco. O dicho en lenguaje fotográfico: todos piensan que esas fotografías podrían estar manipuladas, retocadas de alguna forma y en alguna medida. ¿Por qué? Pues por diversos motivos, esos motivos por los que yo las elegí “casi” al azar: porque confluía en ellas alguna descontextualización (objetual o espacial) inesperada o alguna imprevisibilidad que sólo era pensable ante la exigencia de un juicio fotográfico y no ante una visualización ordinaria. O simplemente porque había algo extraño en ellas. O porque preponderaba algún tipo de belleza –o lo contrario. O porque se mostraba algún tipo de realidad idílica –o lo contrario. (Debo decir, haciendo un pequeño paréntesis, que dados los lugares de donde las extraje yo, educado en la fotografía analógica, no habría dicho nunca que se trataba de fotografías manipuladas. Puede que lo hubiera pensado de una, todo lo más, pero jamás habría hablado de “engaño” refiriéndome al conjunto)

En cualquier caso, la conclusión de mis alumnos es siempre la misma aun cuando no se tenga claro el motivo que haya podido inducir a ese (posible) retoque fotográfico -a todas luces innecesario, dada la intrascendencia de las imágenes. Dan por hecho el uso de un software de retoque fotográfico y por tanto descreen, en alguna instancia, de la realidad de esas fotografías. Su inflexible desconfianza hacia la verosimilitud se encuentra, además, asociada al concepto de Verdad, que en este sentido se resuelve siempre en la forma de “no verdadero”. Con los años y observando cotidianamente su actitud hacia la Fotografía he llegado a la conclusión de que los resultados de esta experiencia nada tienen que ver con esas concretas fotografías y que por lo tanto su actitud es extensible a la visualización de la imagen fotográfica en general.

Es cierto que todo en la prueba conducía a una visualización “defensiva” (primer día de clase, aula oscura, proyección…), pero no es menos cierto que después, durante todo el curso académico, se irá repitiendo y consolidando esa desconfianza a lo largo de todas las visualizaciones de imágenes fotográficas. En efecto: siendo sabedores de la existencia del llamado retoque fotográfico ya no es posible ingenuidad alguna. O mejor, no se trata tanto de una cuestión de descreimiento hacia lo verosímil como de una cuestión de sospecha (genérica), una sospecha que se encuentra incrustada en la propia percepción del sujeto del hoy. La sospecha, pues, como forma de abordaje perceptivo hacia el producto de un medio de representación que es, ya, absolutamente masivo. La desconfianza como una forma de vida. No se trata, como muchos piensan, de que se haya impuesto una especie de postfotografía. De lo que sin embargo no hay duda es que se ha impuesto una nueva forma de mirar imágenes: la postfotográfica. Una desconfianza hacia lo verosímil que por fin demuestra verdaderamente la fragilidad de toda distinción ontológica entre lo imaginario y lo real. Y esto no ha hecho más que empezar.

Nota. Resulta curioso comprobar la contradicción que emerge en el sujeto del hoy. Debido a su nihilismo “innato” no cree en nada, no se cree nada. Por eso, lo que más arriba parecía otra cuestión no sólo no lo era, sino que se trataba de una extensión de lo mismo. Efectivamente: es precisamente ese nihilismo el que induce a los jóvenes a la sospecha (respecto a las fotos), pero también el que les lleva a NO mostrar verdadero interés por la adquisición de conocimientos. Así pues, la contradicción: no se creen nada, pero siguen haciendo como que se lo creen todo. Y por eso hacen fotografías, se casan y hacen turismo.

martes, agosto 24, 2010

De la Fotografía (Turismo vital)

Tomar fotografías es lo esencial, mirarlas es (para quien las toma) siempre subsidiario. Además, no es lo mismo hacer fotos por afición que hacerlas por obligación. Y como sabemos, la forma más extendida de hacerlas se corresponde con la segunda opción. Nueve de cada diez personas tienen cámara fotográfica y casi la totalidad de las fotos que circulan por internet no han sido hechas por afición a la fotografía (con cámaras semiprofesionales, etc.) sino por la obligación de dejar constancia de lo experimentado (para uno mismo o para los demás). Así es como el acto de fotografiar ha acabado por sustituir a la misma realidad. Quien fotografía de forma compulsiva, es decir, quien fotografía por “obligación”, acaba por “no ver” la propia realidad. Es una suerte de síndrome que, como es sabido, se apodera de muchos turistas. El ansia por dejar constancia de lo experimentado no elimina, desde luego, la experiencia misma, pero la convierte en una experiencia de segundo grado; una experiencia degradada. El primer grado de la experiencia retornará, eso sí, cuando sea el “otro” quien dé fe de una experiencia que no es suya. Y de ahí la obsesión por colgar fotografías en el limbo. Se trata de una forma perversa de experimentar la vida, pero no por ello menos real.
Y esto no es, ni más ni menos, que lo que le pasó a la ex soldado israelí cuando necesitó fotografiarse con los soldados palestinos presos y esposados. Y lo que les pasa a los mismos adolescentes delincuentes que fotografían y filman sus propios delitos.

Una posible explicación se encontraría en la inmanencia que habita al sujeto del hoy, para quien todo “ha muerto”: la Historia, el Arte, los Grandes Relatos, el Amor, la Belleza, la Verdad, el Mito. Se trataría, por tanto, de encontrar algo que, ya sin sentido metafísico alguno, pudiera conferir sentido al presente (en el que compulsivamente se toman fotos). La perversión devendría, pues, de haber encontrado en el futuro inmediato la solución a esa carencia de trascendencia. Uno toma las fotos cuando es anulado por su inevitable sentido inmanente de la vida y las cuelga (sin verlas, sólo descargándolas) en Internet para intentar dar sentido retrospectivo a su nihilismo. Así, uno sabe, por tanto, que las fotos harán del presente algo no del todo ininteligible.

El futuro a largo plazo, sea mundano o celestial, ya no sirve ni como explicación ni como justa recompensa a las acciones del presente, entre otras cosas porque también la Justicia (como Dios y el Paraíso) “ha muerto”. Hasta hace unos días el caos de lo real -lo que se encuentra fuera del orden del discurso y del concepto- se sujetaba con un sentido trascendente -no necesariamente religioso- que ahora es inviable. La necesidad de fotografiar compulsivamente (el presente continuo) del sujeto del hoy no sería, de este modo, más que una forma de dar sentido a ese presente a través del futuro.
Y esto no es, ni más ni menos, que lo que le pasó a la ex soldado israelí cuando necesitó fotografiarse con los soldados palestinos presos y esposados. Y lo que les pasa a los mismos adolescentes delincuentes que fotografían y filman sus propios delitos.

Otra cosa sería hablar del sentido ético que conlleva tal entendimiento de la existencia. El caso es que, ya sin Justicia y ya sin Verdad (etc.), se han dado las premisas suficientes y necesarias para que los Juicios de Valor sean definitivamente sustituidos por Juicios de realidad. Una realidad que, además, es sospechosa de no ser como se nos muestra. Las sociedades individualistas y relativistas han producido un sujeto eminentemente narcisista que tiene como prioridad la necesidad de verlo todo (a través de imágenes). Pero si no hay un orden simbólico que sujete esa necesidad no hay, desde luego, forma de comprender nada. Algo, por cierto, que tiene asumido el sujeto del hoy. Sin que ello le importe absolutamente nada.

domingo, agosto 15, 2010

Pentotal sódico

El calor asfixiante había disuadido a la gente de salir de sus casas. A la poca gente que quedaba en la ciudad. La verdad es que no sé qué hacía exactamente en la calle a las cuatro de la tarde, 15 de Agosto y domingo para más señas, pero de hecho era yo el único que se encontraba deambulando por una ciudad desolada. No quisiera extenderme poéticamente en la descripción de una ciudad a mediados de Agosto porque todo el que ha vivido esa circunstancia ya sabe de qué hablo. Y aquí lo que importa son los hechos acaecidos. Hechos, todo se ha de decir, de los que ya he dado cuenta a las autoridades competentes. La cuestión es que al girar una esquina igual a tantas otras sucedió. Aún me sobrecojo cada vez que lo recuerdo y tardaré en olvidar lo sucedido hace ahora apenas unas horas.

Precisamente cuando el silencio era más intenso y mis pensamientos más etéreos sucedió: apareció un brazo por entre una puerta situada a mi lado y me arrebató. Sí, me arrebató de la calle, me sustrajo de ella. De repente me vi sustraído de la normalidad del paseo y en unos minutos me encontré dentro de una sala oscura atado a una silla por los brazos. Se produjo todo de modo muy veloz, como si verdaderamente estuviera perfectamente planeado. Las formas y maneras habían sido las propias de profesionales, las que impidieron el reflejo defensivo: primero con ese brazo emergente que de improviso que me agarraba fuerte el cuello con el fin de estrangular mi respiración, y segundo con la fuerza que sobre mi muñeca ejercía una segunda persona. Así fue como, por pasillos angostos y oscuros, me condujeron a la habitación verde donde sólo había una silla. Me ataron a ella por los brazos y desaparecieron. No sabía qué pensar, me encontraba aterrorizado porque comenzaba a intuir que no se trataba de un simple atraco. ¡Canastos!, me dije, y comencé a especular acerca de lo que me podía pasar. Cuanto más pensaba peor me encontraba. Y decidí dejar de pensar hasta que las cosas ocurrieran. Qué distintas son éstas cuando no es la ficción la que les da cuerpo. La experiencia de la violencia es aterradora cuando no es ficcional.

Al cabo de una hora aproximadamente apareció un tipo que comenzó a merodearme mirándome con cierto desprecio. Giraba a mi alrededor mientras yo dudaba de si mirarlo a él o no. Cada vez que se posicionaba a mis espaldas se paraba y respiraba más profundamente, seguramente para incrementar mi inquietud y debilitar más mi estado de ánimo, si eso hubiera sido posible. Yo sólo escuchaba el tintineo de las monedas que movía con la mano metida en el bolsillo –con la otra sostenía una fusta. Pasados unos minutos se paró frente a mí y por fin se arrancó: “queremos saber la verdad”. ¡Cáspitas! -me dije-, ahora sí que la hemos hecho buena; se han debido equivocar de persona y por eso estoy aquí. Y fue entonces que traté de demostrarles que no era yo a quien querían. Que no era yo quien ellos creían. Con todo el aire de tranquilidad que fui capaz de fingir intenté decirle quién era yo y lo poco que debía de saber acerca de aquello sobre lo que me preguntaban. Pero él insistía: “queremos saber la verdad”. Hablaba en plural pero el hombre estaba solo frente a mí, el otro se había esfumado y nunca más supe de él. El plural mayestático me confundía, no sé si con él se refería a sí mismo o a una organización. Las dos posibilidades me preocupaban aunque por motivos distintos. La primera porque me dan miedo los psicópatas y la segunda porque me dan miedo las corporaciones.

Si se han equivocado -me dije- aún tengo posibilidades de salvación porque sólo se tratará de deshacer el entuerto, no tendré más que acudir a los argumentos para demostrar que nada tengo que ver con ellos y que por lo tanto nada tengo que contarles. Y me dejarán marchar después de prometerles que nada diría a nadie de lo sucedido. Pero si no se han equivocado estoy definitivamente perdido. Ése fue mi único pensamiento. Y por eso intentaba aferrarme a la razón. Pero, ¿cómo pude yo llegar a pensar que no se habían equivocado, cosa que de hecho sucedió? No lo sé, pero dadas las desconcertantes circunstancias, es cierto, llegué a dudar. Para ser exacto: llegué incluso a contemplar la posibilidad de tenerles que contar la verdad. Pero sin tener ni idea de cuál era.

Para no hacer eterno aquel trágico momento, o para disimular mi miedo, mi cabeza comenzó a buscar una respuesta satisfactoria ante tan curiosa demanda. Si comienzo dando alguna respuesta, la que sea, –pensé-, por lo menos iré sabiendo, siquiera por aproximación, qué es exactamente lo que quieren. En cualquier caso se trató una tarea infructuosa ya que su respuesta era invariable dijera lo que yo dijera, “queremos saber la verdad”, una afirmación que contenía de forma encubierta la pregunta más cruel y asfixiante de todas las posibles. Mi instinto me hizo recapitular todo lo que sabía y por eso comencé preguntándome a mí mismo qué verdad podría ser la verdadera para ellos. Y por no encontrar respuesta casi me desmorono aun a pesar de descubrir que teníamos, al menos, una importante cosa en común mis asaltadores y yo: la estimación por la verdad. Yo siempre me he considerado un defensor de la verdad; siempre me he posicionado en contra de todo relativismo epistémico, tan de moda en los tiempos que corren. Creo que el paradigma kuhniano ha ejercido más influencia de la que se merecía. Por otra parte siempre he creído que quien acepta el relativismo epistémico tiene menos razones para indignarse por la “torcida” representación de ciertas manifestaciones pretenciosas, pues éstas no dejarían de ser para él más que otro “discurso”.

En esas estaba cuando se me inquirió de nuevo, pero con el añadido de unas amenazas que resonaron como truenos en mi debilitada mente, sobre todo debido al aspecto de mi inquisidor y al tono empleado. Y al timbre, un sonido nasal extremadamente cínico. Era alto, encorvado y desgarbado, con unas facciones angulosas que le conferían un aspecto perverso, muy a lo Peter Cushig. Frecuentemente torcía sus humedecidos labios en gesto de asco y cuando se dirigía a mí blandía la vara diciendo, “si se dobla tiene gracia si se rompe no la tiene”. Así que tenía que encontrar la verdad que buscaban, pero ¿cómo? Mi idea de verdad se encontraba vinculada de alguna manera con las presencias reales de Steiner. Era una verdad verdadera y virtual simultáneamente que no adviene nunca por contacto directo sino por roce coyuntural. Y que se busca aun con la certeza del fracaso. Pero ¿y la suya? ¿Será productivo, en cualquier caso, preocuparme por estos asuntos en vez de tratar de convencerles de su error en la mayor?

Así que ni corto ni perezoso le dije, “es que no sé lo que es la Verdad”. Su respuesta fue inmediata. Se acercó en medio giro hacia mí y después de soltarme un tremendo soplamocos en la cara me dijo, “no te hemos pedido que nos hables de las condiciones del término, sólo te hemos pedido que nos cuentes la verdad”. Rapámpanos –me dije-, estos tipos son muy duros, así que tendré que pensarme más lo que de ahora en adelante tengo que decir. Yo estaba aturdido por el impacto, el golpe fue tan fuerte que derramé sangre abundante por la nariz. Cuando pude recuperarme me dediqué a recomponer el estado de las cosas. La sangre reseca que había hecho costra en mi labio superior consiguió, paradójicamente, tranquilizarme. Ahora me sentía con menos miedo. El sabor a hierro me ayudaba a pensar con más serenidad. En este impás mi inquisidor recibió una llamada telefónica en la que sólo dijo dos frases: “sí, está actuando como esperábamos” y “continuaremos con el plan previsto”. ¡Carambolas! –me dije- tengo que tratar de salir de aquí por cualquier medio porque con toda seguridad no voy a poder evitar el ser previsible. Aunque de momento tengo que dar con algo que me haga ganar tiempo.

Nada, no había forma de que se me ocurriera algo. Además pensé que estos malhechores podían ser seguidores de las tesis de Popper. Y volví a asustarme. Porque, ¿y si esperaban una respuesta mía para cotejarla desde la metodología de su falsabilidad? ¿y si mi respuesta tenía que pasar por el filtro de la falsación? Según Popper nunca se puede probar que una teoría es verdadera, puesto que, en términos generales, formula una infinidad de predicciones empíricas, de las que sólo se puede somete a prueba un subconjunto finito; no obstante, sí es posible demostrar que una teoría es falsa, puesto que, para ello, basta una sola observación confiable que la contradiga. Estaba perdido.

Entonces alguien llama con los nudillos a una de las dos puertas que contenía la habitación. No sé quién hay detrás porque apenas abre la puerta pero veo una mano de mujer que se estira por la rendija y le ofrece una jeringuilla cargada. Al principio me temo lo peor, pero pasados unos instante lo comprendo todo; como lo que pretenden es conocer la verdad que yo debo poseer, se trata de pentotal sódico. Me lo inyectan y a los pocos minutos comienza su efecto. Me siento como borracho y todos mis pensamientos que llegan a mi mente se encuentran relacionados ¡con la televisión! No sé cuáles debían haber sido los efectos del pentotal con independencia de los claros fines pretendidos, pero la sensación era de nebulosa televisiva. No podía evitar que todos los pensamientos que advenían a mi mente se encontraran relacionados con cosas vistas en la tele. Así, me vino a la cabeza ese asturiano que después de una inesperada riada veraniega decía al micrófono, “ha sido horrible, no se puede decir con palabras lo que ha pasado aquí”. Y también la de ese hincha de fútbol que tras haber ganado el partido decía, “ha sido incréible, no puedo expresar con palabras la emoción que se siente”. Y la de ese fanático de la romería que con lágrimas en los ojos dice a las cámaras, “es impresionante, no se puede expresar con palabras”. Y la del fanático de las fiestas de su pueblo, de cualquier pueblo compuesto sólo apenas por fanáticos. La cuestión es que si ellos convencían al personal profesional con esas respuestas, quizá yo también pudiera hacerlo.

Así que me armé de valor y aún con los efectos del suero de la verdad le dije, “es que no puedo expresar con palabras…” No me dejó acabar, me soltó otra galleta que esta vez giró mi cara al menos 90 grados. ¡Carambolas! –me dije-, no tengo ya nada que hacer si sigo con mis preceptos. Y es así que decidí cambiarlos y hablar con lugares comunes que me resultan tan zafios como falsos. Así yo: “la verdad es histórica, transitoria y circunstancial” y acto seguido cerré los ojos con el fin de aguantar el impacto, pero éste no tuvo lugar. Más bien al contrario, se trató de la única vez que le vi sonreír. Y entonces me dijo, “es la verdad lo único que queremos de ti, es la verdad lo único que queremos saber, así que déjate de hostias y dinos la verdad sin burlarte de nosotros”.

Decidí echar el resto, me envalentoné y dije, “la verdad, tal y como defiende la investigación heideggeriana no es regresiva ni descriptiva, es “progresiva”, es decir, con apertura al futuro, a las condiciones (futuras) de posibilidad”. Esto fue, en efecto, lo que dije en voz alta, pero mientras lo hacía me acordé de algo que podía servir mejor a mis fines; me acordé de Gadamer y su Verdad y método. Me acordé de que la verdad hermenéutica se diferencia principalmente de la verdad como correspondencia o como coherencia porque implica una transformación. Verdad no es tanto ni tan solo la exigencia de juicios como “esto es una mesa”, sino más bien la experiencia que nos transforma y “reorganiza” nuestra visión de las cosas. Y fue así que le dije “esto es una pantomima”, y ya sólo recuerdo que me desperté en un callejón oscuro de un barrio periférico de Valencia. Fui directamente a la policía, pero ésta, aún siendo muy amable no me hizo demasiado caso. En cualquier caso debo insistir en que todo sucedió exactamente como lo he narrado. Por no mentir sólo albergo una duda de lo contado, debido seguramente a que no soy un gran entendido en materia química. Y quizá no fuera pentotal lo que me inyectaron. Y fuera tinto de verano.

Aún no sé cómo pudo pasarme esto pero creo que tengo suerte de haberlo podido contar.

miércoles, agosto 11, 2010

Hermenéutica de lo común

Si hay una revista que pueda considerarse representativa del estado actual de las cosas en lo que respecta a la mujer del hoy, ésa sería YO dona. Y esto no lo negaría casi nadie. Sobre todo porque su equipo, de hecho, se encuentra formado por 34 bravas mujeres dispuestas a reivindicarse y a “luchar” para conseguir, supongo, la plena igualdad de la mujer respecto al hombre. Que por eso son 34 mujeres por 4 hombres en YO dona. En cualquier caso es una revista para ellas, con artículos escritos por ellas y para ellas, con publicidad para ellas. Y ha sido El Mundo, y no otro, el medio de (in)formación (de masas) que ha llevado hasta las últimas consecuencias la labor de la corrección política. Ha sido El Mundo quien ha elaborado este perfecto artefacto progresista que se regala el día en el que el periódico alcanza sus máximas ventas. No sé quién compra el periódico, pero lo que sí sé es que todo hombre lector de YO dona es un intruso.

Su estructura no difiere de cualquier otra revista: un editorial, noticias, entrevistas, columnas de opinión, moda, horóscopos y mucha publicidad de cosméticos. En cualquier caso, yo me voy a centrar esta vez en la opinión expresada por el conducto reglamentario, la columna, precisamente porque la línea editorial no ofrece dudas respecto a sus objetivos (que podrían definirse de muy variadas maneras). Yo Dona sería, por tanto, además de representativa paradigmática. Y su influencia en la sociedad sería la misma que la propia revista recibe, en perfecta y nutritiva retroalimentación, de la misma sociedad. Así pues, si alguien quiere saber el verdadero estado de las cosas en lo que respecta, por ejemplo, al sentir de la mujer del hoy, que lea YO dona.

Como en todas las líneas editoriales “fuertes” el medio es el mensaje. Lo que no quita para considerar todas las partes como necesarias para configurar ese todo que es el medio. Es decir, como en toda línea editorial “fuerte” el sistema de propaganda ideológico se basa en una configuración fractal; cada micromundo debe representar a la perfección el macromundo. Así, no resulta ocioso analizar algún que otro micromundo pues en su análisis podrán atisbarse los fines apologéticos del macromundo. Es cierto que los medios no se responsabilizan de las opiniones de sus colaboradores, pero no es menos cierto que en las líneas editoriales “fuertes” nadie se atreve a despistarse. En YO dona, desde luego, nadie se despista.

Lo que en esta ocasión me ocupa es, concretamente, la columna llamada “Sexo débil” firmada por la habitual colaboradora de la revista Bárbara Alpuente. El método para el análisis del texto va a consistir en ir comentándolo progresivamente hasta su totalidad parándome donde crea oportuno. Transcribiendo, pues, el texto en su integridad. De modo que yo recomendaría al lector que en una primera lectura prescindiera de mis comentarios y leyera de tirón el artículo completo de Alpuente, que extrajera así sus particulares conclusiones sin contaminación alguna y que después lo volviera a leer incluyendo mis comentarios.

“Resulta que tú estás tranquilamente haciendo tu vida y dedicada a tus cosas, aunque sea mirar a la pared durante horas, pero son tus cosas. Entonces llega un tipo y te ronda.”

Ya en la primera frase nos encontramos con la perfecta descripción del paradigma de la mujer del hoy. No se puede condensar mejor en una primera frase la idea de mujer que la mujer propone. En cualquier caso es la forma con la que la autora define perfectamente a la protagonista. Define su estado como de tranquilo y asocia esa tranquilidad a un factor individualista: se dedica a “sus” cosas; o por decirlo de otra forma: NO se dedica a las cosas de “otros”. La tranquilidad, pues como producto del individualismo, de la INDEPENDENCIA. Tanto es así, que resulta preferible mirar la pared durante horas antes que poder hacer algo que, por ejemplo, incluyera generosidad o entrega (la que devendría de compartir algo con alguien). De hecho todo se confirma en la segunda frase. Ya sabemos con absoluta seguridad de qué está hablando cuando habla de tranquilidad. El aburrimiento es para la autora un signo de libertad que como tal DEBE producir tranquilidad. Así, la independencia como signo de fortaleza y el aburrimiento como signo de libertad. Y por oposición subliminal a lo que le procura tranquilidad se encontrarían la generosidad, el altruismo y la entrega (el amor), signos de debilidad. O al menos como signos vinculados al peligro. Pero el peligro, siempre al acecho de quien en el fondo no ha dejado de ser lo que con el verbo niega, llega; el peligro que puede hacer tambalear esa tranquilidad de juguete. “Entonces llega un tipo y te ronda”.

“Tú te mantienes escéptica, que para eso tienes ya una edad y has visto de todo. Piensas que está tonteando contigo simplemente porque se aburre o porque está picando flores hasta que alguna acceda a desprenderse de sus pétalos. No te arriesgas a un posible rechazo tras haber malinterpretado las señales, como te ha pasado tantas veces. No, estás de verdad tranquila y sin pretensiones”.

Alpuente utiliza la segunda persona del singular como forma literaria, pero nada hay que impida pensar que se trata de una forma retórica que sustituye encubiertamente a la primera persona (algo que se corrobora en una frase ulterior). Como puede comprobarse de nuevo, la tranquilidad como un estado de ánimo que excluye el concepto de futuro. Es preferible el aburrimiento (del presente) a tener una sola pretensión que incluya un esfuerzo (que siempre contiene un futuro). La independencia, claro, excluye el esfuerzo para con un “otro”. Además ya tiene una edad en la que haber “visto de todo” la ha convertido en escéptica y el escepticismo, en efecto, debe carecer de pretensiones. Por otra parte Alpuente reivindica su propio aburrimiento y acepta la forma en la que éste se manifiesta (mirar la pared durante horas), pero no ve con buenos ojos la forma en la que en otros se manifiesta. Y todo ello narrado sin ocultar un alto grado de inseguridad: “Piensas que está tonteando contigo simplemente porque se aburre…”.

“Eres maja, sí, pero no te lanzas al vacío porque intuyes que esta vez no aguantarás una caída sin red. Te encuentras de nuevo con el tipo y él parece interesado, pero mucho. Te ablandas un poco y decides entrar en el juego y perder el miedo. Lo ves una vez más y resulta que algo pasa, hay tema. Te mira obnubilado, te dice que le encantas, que qué bien todo, bromea con que a ver si os casáis y tenéis hijos y propone incluso iros un fin de semana juntos. Un fin de semana significa que este hombre quiere pasar más de unas horas contigo. “¡Aquí hay algo!”, piensas, y por fin te dejas de escepticismos”.

Como puede verse la “tranquilidad” no era exactamente el estado ideal de la protagonista (por mucho que ella crea lo contrario), pues con la peor de las explicaciones decide renunciar a ella de forma inmediata. Pero, y he aquí lo significativo, no tanto por deseo propio cuanto por el deseo de “otro”. Entra en el juego por el deseo y la insistencia de “otro”, por eso para hacerlo ha necesitado ablandarse. Sabe que se trata de un juego, por eso no son las bromas del hombre las que le convencen de entrar en él, sino el hecho de que diga que quiere pasar un fin de semana con ella. Así, ha visto de todo debido a su edad, seguro, pero al parecer no sabe lo que cualquier adolescente conoce: que cuando un hombre le dice a una mujer que quiere acostarse con ella (y eso es exactamente lo que le dice cuando apunta su deseo de pasar un fin de semana juntos) lo que quiere es fundamentalmente acostarse con ella.

“Al día siguiente de tan intensa velada le envías un mensaje, por ejemplo: “Qué bien lo pasé ayer, tengo ganas de verte”. Enviar. Sonido de grillos. Ausencia de respuesta. Bueno, no tiene por qué contestar inmediatamente, estará liado. Haces como que sigues con tu vida mientras vigilas el móvil. Sales, entras, ves gente, miras la pantalla cada tres o cuatro minutos, miras el correo cada tres o cuatro minutos, miras el Facebook cada tres o cuatro minutos… (la tecnología no ha hecho sino empeorar las cosas). Llega la noche. Más grillos. Bueno, no tiene por qué contestar el mismo día. Estará liado. Día dos. Bueno, no tiene por qué contestar en dos días, estará liado… ¡con otra! Porque si no, explícame tú a mí por qué no puede contestar. Entonces te pasas la semana sin respuesta, desconcertada, preguntándote qué has hecho mal. ¿Por qué ese cambio repentino de un día para otro? ¡Si encima fue él el que insistió!”.

Cuando Alpuente le pide explicaciones (“explícame tú”) a la protagonista queda desvelada la identidad verdadera de la misma: la propia Alpuente. Unas explicaciones que por indignidad le son después pedidas también (y patéticamente) a quien con su silencio ya las había dado sobradamente. Pero lo importante de este fragmento se encuentra, claro, en lo que no se cuenta. En aquello que sucede después de culminar lo que, según palabras de ella, ha sucedido por el ablandamiento de ella, y no debido su verdadero deseo (nunca descrito). De hecho, si hay algo que a la mujer del hoy le cuesta reconocer, y más aún aceptar, son todos esos síntomas que puedan evidenciar (su) dependencia hacia el “otro”, por muy nobles que pudiera ser el origen de esos síntomas; el amor, por ejemplo, es tomado como un signo de debilidad. Máxime si se canaliza hacia un hombre pues éste es, por definición y como rezan TODOS los medios, un ser despreciable (motivo por el cual la autora pluraliza al final para pedir explicaciones y para insultar).

Lo importante, por tanto, se encuentra en aquello que de repente le ha hecho renunciar a seguir siendo una mujer “tranquila”. Nada se dice de lo que al parecer la ha dejado plenamente satisfecha, ni del porqué le ha dejado plenamente satisfecha. Es en la elipsis narrativa donde sí que hay algo que resulta de suma importancia, pues ahí, en eso que sucede y no cuenta, se encuentra la causa de que ella, una mujer que es feliz por estar “tranquila”, diga “…tengo ganas de verte”. Porque eso que ha pasado ya (¿) ha sido, en definitiva, lo que a ella le ha hecho renunciar a su idílica “tranquilidad”.

Y dense cuenta que aquí no interesa para nada el personaje masculino pues éste cumple a la perfección todas las previsibilidades que por edad y por haber visto de todo, la protagonista conoce. Lo que importa aquí es eso de lo que se habla, que no es otra cosa que lo que a ella le pasa. ¡Claro que fue él el que insistió!, y de hecho esa fue la causa de que ella se ablandara; esa fue la causa, según ella misma, de que ella hiciera exactamente lo que él quería. Es más, ella cede (se ablanda) SÓLO porque él insiste. Que por eso insiste. Y seguimos sin saber nada acerca del deseo de ella, sólo sabemos que decide entrar en el juego. En efecto, él quería pasar unas cuantas horas con ella y es ella la que determina que, por ello, “aquí hay algo”.

“Cuando le ves de nuevo, él actúa como si os acabarais de conocer. Tú deberías callar dignamente, pero mira, no lo haces porque no te da la gana. Le pides explicaciones y él te viene a decir que no agobies, que vayas más despacio y que estés tranquila. Perdona yo estaba de lo más tranquila hasta que llegaste tú a ponerme nerviosa”.

Aquí se encuentra la clave del texto porque da perfecta cuenta de la irresponsabilización en la que cae la mujer protagonista. El motivo de que ella se ponga nerviosa sólo puede encontrarse en ella misma.

“Es como tener a alguien dándote collejas una hora tras otra mientras tú te repites mentalmente: “ya parará, ya parará”. Pero no para y acabas metiéndole un puñetazo. Y entonces él te dice: “pero mujer, no te pongas violenta”. ¡Pues no me des collejas! Yo no estaba violenta antes de las collejas”.

Cuando un hombre pega a una mujer poco importan las causas que pudieran justificar tal violencia. Todos saben que no hay causa que la justifique, pero mucho menos si la causa proviene de una diferencia discursiva. Las collejas son claramente metafóricas, el puñetazo al parecer no. O por lo menos no hay nada que nos haga pensar lo contrario. En fin, da igual; todos estarían de acuerdo en que por mucho que un hombre sufriera vejaciones verbales por parte de una mujer no habría respuesta que justificara la violencia; y da igual porque la cuestión es que la violencia ha derivado de algo tan nimio como lo es el AMOR PROPIO. De lo único que da cuenta la actitud de ella es, por tanto, de debilidad, de inestabilidad. Es el débil quien hace siempre uso de la violencia. Lo que a ella parece ofuscarle hasta el punto de llevarle a la violencia es el hecho de que él (el “otro”) se mantenga firme en su independencia y en su libertad mientras ella se ha visto superada.

“Y este podría ser un resumen de mi propia experiencia, pero no, es el resumen de una experiencia común a muchas mujeres en este momento. Toda la vida teniendo que escuchar que somos unas histéricas, unas desiquilibradas, que no sabemos lo que queremos, ¡mentira! Lo sabemos muy bien. Pero, ¿qué queréis vosotros? Por favor, chicos, ¿qué os pasa? ¿Tanto miedo le tenéis al sexo débil?”

Tanto da que sea o no ella la protagonista si al final de las cuentas van a ser “muchas” las mujeres que viven tan trágico problema (trágico en la medida en que ha necesitado de la violencia y provocado frustración). Y así acaba la columna; con ese discurso por el cual (la mujer) se irresponsabiliza de sus actos y además hace extensible a lo general su caso particular. Culpabilizando al “otro” de sus males. Y el “otro” es, casualmente, quien corrobora la diferencia de género. No la igualdad. Es el hombre, de nuevo, el despreciable. Y es la diferencia lo que se apuntala. La escritora en ningún momento habla de sus sentimientos, sólo habla intereses, de oportunidad y de juego; ¿alguien se ha preguntado el porqué ella no habla de (sus) sentimientos? Pues porque la tenencia de sentimientos parece que implica debilidad en una coyuntura social en la que la mujer sólo quiere mostrar independencia y libertad. Y los sentimientos emocionales, sobre todo los proyectados por una mujer hacia la figura de quien se encuentra criminalizado mediáticamente, implican dependencia y además indolencia. De hecho Alpuente rehuye vincular los hechos (y sus decisiones) a cualquier connotación sentimental. Pero si no podemos hablar de amor, sí podremos hablar de sexo, eso por lo que la mujer se siente ya libre, ¿no? Y si sólo podemos hablar de sexo ¿qué es entonces lo que le molesta de los hechos? ¿No ha sido el suyo el producto de sus decisiones, de sus actos y, en definitiva, del uso que ha hecho de su libertad? ¿No ha sido ella la primera en menospreciar SU propio deseo “ablandándose” ante el deseo de otro? ¿Qué puede tener que ver, por tanto, SU caso particular con SU necesidad de pluralización respecto al sexo contrario? En efecto: la Guerra (dicho así para quien sigue mi blog).

Por último se nos insta a los hombres a decir qué queremos y a explicar que nos pasa. Debería saber Alpuente que su libertad de expresión no es la misma libertad que contamos los hombres para poderle contestar públicamente. Tenemos libertad de pensamiento y de opinión privada, pero no de opinión pública. Y así van las cosas. Como aquí mismo comenté en su momento Enrique Lynch expresó su opinión en El País en un descuido del supervisor del periódico y se armó la marimorena. Le llovieron piedras de todos los lados. Y eso que se trataba de un pensador de reputación intachable. Aquí sólo puede gritar “¡mentira!” y ridiculizar al sexo contrario una mujer.

Post Scriptum. Puede afirmarse a día de hoy que el Ministerio de la Igualdad es un auténtico fracaso. No sólo no ha conseguido la igualdad supuestamente pretendida, sino que, como vemos, ha abierto una insondable y enorme brecha entre hombres y mujeres. Y no sólo abundando en la diferencia (lo contrario de lo que dicen pretender), sino consiguiendo que la diferencia sirva para provocar una Guerra permanente que ya sólo genera frustración. Lo veíamos en un post reciente, la Ministra no quería quitarles la cofia a las camareras, quería ponérsela a los camareros. Ya ven Ustedes, es el odio unidireccional y masivo lo que pretende salvarnos de algunas actitudes energúmenas, aunque sea a costa de producir una Injusticia descomunal. O mejor: es la manifestación del odio unidireccional y masivo contra el hombre lo que pretende salvarnos de algunos canallas. Extraña y desproporcionada empresa. Y puestos a hablar de fracaso podríamos acudir a las cifras de mujeres asesinadas a manos de sus parejas este año para comprobar que el ODIO que emana del Ministerio (y se contagia y siente por doquier) no es la forma apropiada de atajar el problema. Porque la mayor parte de las medidas por él adoptadas se fundamentan en el ODIO.

Por cierto, cuando un hombre asesina a una mujer y luego se suicida lo que demuestra a través de sus actos es una inmensa debilidad, como la que salvando las distancias ha demostrado la mujer en la historieta de Alpuente. Indudablemente es la mujer la que ha dado claras y perfectas muestras de debilidad con el uso de la violencia. Sin ser machista, por supuesto, pues para usar la violencia no es necesario creer en la superioridad de un sexo sobre el otro. ¿O sí?

miércoles, agosto 04, 2010

Autobiografía sin vida (Félix de Azúa) II

[Nada relaja más al personal que manifestarse constantemente a favor de algún tipo de relativismo]

Llevamos decenios de años escuchando a los expertos en arte decir que todo principio de catalogación y clasificación es dudosamente objetivo. Y para relajarse ante su afirmación se llenan la boca de Francis Haskell. Sin embargo y curiosamente después resulta que la Historia del Arte siempre es UNA y la misma, la que se fundamenta en estilos asociados a periodos históricos en donde hay (las mismas) obras maestras y (las mismas) obras subsidiarias. Ante todo en la Historia del Arte del siglo XX. Todos los pequeños “revisionismos” que han creído demostrar la inestabilidad de la posibilidad objetivista no han sido, a la postre, sino livianos divertimentos entre exegetas. Así es como un lugar común, esto es, la negación de la estética objetivista, se ha impuesto como premisa metodológica… en la Teoría. Y se ha impuesto, valga la paradoja, mientras simultáneamente se imponía la ÚNICA Historia posible: la configurada por quienes decían dudar de una estética objetivista por no tener muy claro qué hacer con los hechos.*

En efecto, nos afirman los expertos que no hay verdades inamovibles y que toda clasificación jerárquica se corresponde, sólo, con el gusto de una época. Sin embargo, lo que después nos imponen se parece más bien a la burla del diablo, pues si hay algo inamovible y jerárquico (para ellos) es el “objeto” de la Historia del Arte; ese “objeto” que otorga sentido a la existencia de la misma Historia del Arte: Picasso, bla bla bla, Damien Hirst. Es decir, niegan la estética objetivista, pero después nos imponen unos hechos que además deben ser indiscutibles. No hay experto que ponga en duda lo legitimado (y asimilado por coleccionistas millonarios y museos poderosos) a través de la Historia ni lo hay que pueda evitar una clasificación jerárquica.

Para confirmar que la Historia del Arte del siglo XX es UNA cómprese una doce de libros de Historia del Arte del siglo XX de diversos autores y compárense. En la Historia del Arte del siglo XX no hay, después de todo, más cera que la que arde, sobre todo si tenemos en cuenta el Poder de los propietarios de las principales Obras de Arte que “mejor” representan al siglo XX. No hay Historia del Arte del XX que renuncie a contener básicamente los mismos productos que se consideran el “objeto” de su disciplina. Todos estos expertos a los que le relaja expresar cierto relativismo en sus manifestaciones son, indefectiblemente y después de todo, los perfectos configuradores de la ÚNICA Historia real, la que conocemos: Picasso, bla bla bla, Damien Hirst.

Es así como de unos pocos años a esta parte los expertos, esos expertos cuyo poder les ha permitido ir configurando esa ÚNICA Historia del Arte del siglo XX POR TODOS CONOCIDA (Picasso, bla bla bla, Damien Hirst), se encuentran en pleno proceso de desaparición. Dentro del los cambios profundos que se están operando en el concepto Arte, así como en todos los términos que lo rodean, uno de los más importantes es éste: el de la progresiva desaparición del experto. Ya lo dice Dan Thompson sin conocer muy bien el alcance de lo que ese cambio supone. De hecho él es economista y coleccionista y no acierta a dar con claves vinculadas al pensamiento más o menos filosófico. En su libro El tiburón de 12 millones de dólares (ver post) asegura que el poder de influencia de los expertos es casi despreciable y que el verdadero poder de configuración de la Realidad está en manos de marchantes adinerados, coleccionistas millonarios, casas de subastas, algunos directores de museo y algunos artistas.

Yo estaría plenamente de acuerdo con ambas cosas: creo que todo principio de catalogación y clasificación del arte es dudosamente objetivo, y que por ello no hay verdades inamovibles. Y no cabe duda de que la figura del experto, es decir, ese personaje cuya función es explicarnos el arte para un mejor (unívoco) entendimiento y que lo hace siempre e indefectiblemente en función de conceptos autoritarios como el de catalogación y jerarquización (conceptos basados en lo histórico), se encuentra en plena decadencia. Por eso resulta tan importante la aparición de Autobiografía sin vida de Félix de Azúa porque, entre otras cosas, no es un libro propiamente de Historia. Hace las veces de él, pero con una contundencia que apenas se vislumbra en quienes no han sabido narrar en primera persona. O sea, porque no es un libro de Historia sino un libro sobre la experiencia de la Historia. Sólo la VERDADERA narración subjetiva (de una historia) puede otorgar credibilidad a una depauperada y desfasada disciplina llamada Historia del Arte.

Ninguno de los expertos que han ido actualizando la Historia del Arte del siglo XX ha entendido verdaderamente a Francis Haskell. Sólo han extraído de él el sentido relativista que tan bien les venía ante su incapacidad real de subjetivismo (si lo que querían aportar algo a la Historia) o ante su incapacidad investigadora (si querían ser estrictos en la descripción de los cambios del gusto). De hecho, es el propio Haskell quien siempre ha investigado arrastrando unas dudas que sus e ineptos seguidores no albergaban, o por pereza o por pusilanimidad o simplemente por incapacidad. Según Haskell “es bastante fácil aceptar la teoría, y más incómodo afrontar los hechos”, por eso no se le escapan las consecuencias y se lamenta del constreñimiento que bajo su influencia ha retenido a “un cierto número de historiadores de arte, y aún más a teóricos”. Más aún si nos ceñimos al siglo pasado donde apenas hay historiador que se resista a repetir la lista de los 40 principales.

En este sentido Félix de Azúa es lo contrario del experto, pues en ningún intenta imponernos nada y jamás pretende universalidad alguna en sus asertos. Su pensamiento no es “histórico”, sino “filosófico”. Es su propia experiencia la que justifica la presencia del “objeto” artístico y nunca al revés. Por eso no hay juicios coercitivos ni impositivos, sólo hay experiencia y narración; experiencia analizada desde la inteligencia y narración sublime desde el punto de vista literario. La Historia del Arte es la disciplina que abarca los “objetos” que son capaces de configurar nuestra existencia; los “objetos” que son capaces de activar nuestra imaginación. La Autobiografía es la historia de un sujeto a partir de la cual la Historia se hace inteligible. En este sentido los historiadores tradicionales que aún actúan con premisas de legitimación basadas en lo vanguardista son unos papagayos. Sólo sirven ya las narraciones basadas en la experiencia personal, ya sea nuestra ya sea la de “el otro”.

* El método de validación vanguardista es coercitivo e impositivo por definición y sólo departe parabienes a los de su cuerda (de Fe en el progreso). Método, por otra parte, que sigue siendo aún el que configura lo que por Historia del Arte entendemos (de momento). Otra cosa es que cierto revisionismo histórico recupere de vez en cuando figuras denostadas por la vanguardia, pero en cualquier caso el método de validación basado en lo vanguardista rara vez ha quedado afectado por estos ingenuos revisionismos. Es decir, Balthus, Magritte, Solana, Morandi, Chirico, Delvaux se encuentran acogidos por una disciplina que para incluirlos no se ha visto obligada a restar nada de lo que había. Es más, dentro de los cánones vanguardistas estos artistas siempre serán subsidiarios y darán más fuerza a los que, por clasificación jerárquica, ostentaban rango de privilegio. Sobre todo en el siglo XX, donde NO ha sido el gusto lo que ha ido legitimando ese rango de privilegio.


Nota. Precisamente en el post dedicado a El tiburón de 12 millones de dólares hay un error en el principio del segundo párrafo. Ejemplifico al contrario de lo que debiera. Cuando me refiero a "estos últimos" citados en el final del primer párrafo hay que entender que me refiero a los primeros.

domingo, agosto 01, 2010

Futuro

Hace años se decía con frecuencia que la ignorancia y el sentimiento nacionalista se curaban viajando.
Pues bien, en vista de lo visto, sólo puedo decir respecto a tal previsión que "je, je" (que diría un pofesional del chateo compulsivo, que a su vez es alguien que ha viajado muchísimo y escibe sin acentos)