domingo, febrero 27, 2011

Nos vemos en El Reina (o del aprendizaje de la decepción)

Pocas propuestas expositivas me habían intrigado tanto como ésta que se celebraba en El Reina. Venía precedida de la típica controversia que habita el mundo del arte, la que divide al público experto en feligreses y escépticos. Nada nuevo, en este sentido. Pero, por otra parte, rara vez se había encontrado un soporte teórico justificativo tan verdaderamente interesante como el propuesto por su comisario, el inteligente Didi-Huberman. Las expectativas crecían en base al texto que el propio comisario había difundido como resumen de su tesis, y se derivaban de la asumida deuda metodológica hereda del maestro Warburg. Había que ir a Madrid a ver la exposición, Atlas, ¿cómo llevar el mundo a cuestas? Había que descubrir el punto de credibilidad conseguido por tamaña empresa. No ya de autenticidad, sino de simple credibilidad. La autenticidad le ha sido prácticamente vetada a un mundo, el del arte, que no puede ser sino la perfecta representación de la pura contrariedad.

La frase que más me atraía de su reclamo era, “Aquí no verán las bellas acuarelas de Paul Klee, sino su modesto herbario y las ideas gráficas o teóricas que brotaron de él; no verán los modernos “cuadrados” de Josef Albers, sino su álbum de fotografías realizado alrededor de la arquitectura precolombina; tampoco las inmensas pinturas de Robert Rauschenberg, sino una serie de fotografías que reúnen objetos tan modestos como heteróclitos; no verán las magníficas pinturas de Gerhad Richter; sino una selección de montajes realizados para su Atlas de larga duración; no verán los cubos minimalistas de Sol LeWitt, sino sus montajes fotográficos en las paredes de Nueva York. Antes que las pinturas (como resultado del trabajo) hemos preferido, esta vez, las mesas (como espacios operativos, superficies de juego o realización del trabajo mismo)”.

Y me atraía por el doble motivo que la enunciación propone, es decir, me atraía tanto por su reclamo negativo (lo que no íbamos a ver) como por el positivo (lo que sí íbamos a ver). Sólo habría que matizar una diferencia sustancial entre sus a-prioris y los míos, una diferencia que en el texto se encuentra instalada en las expectativas de lo que no íbamos a ver. Por decirlo de forma directa: a diferencia de Didi-Huberman yo, en el fondo, agradecía no ver las pinturitas de Albers o las pinturazas de Rauschenberg, o las “bellas” y “magníficas” pinturas de Klee y Richter, o los cubos de nadie. Así, a mí me intrigaba (e interesaba) la exposición por motivos parecidos a los de su autor, pero con un nivel de sentimentalismo mucho menor. A Didi-Huberman le interesaba el proceso creativo del genio creador de productos incuestionablemente sagrados; a mí me interesaba el proceso creativo sin necesidad de interesarme el producto que lo podría justificar. Tal era mi expectativa sobre la exposición: la de creer que podría incluso “convertirme”.

La conclusión es que cualquier panel de Warburg es mucho más intrigante y produce más conocimiento visual que toda la exposición del Reina. Quizá se deba al incontrovertible destino hacia el que toda exposición de tesis nos conduce: al arte como espectáculo. En verdad, la acumulación heteróclita de elementos resulta sumamente interesante pero las expectativas se esfuman en la misma pretenciosidad de una exposición que eleva el rango de unos objetos que nacieron con la sana intención de formar parte de un simple aprendizaje. De esta forma, lo que para Didi-Huberman es la prueba que demuestra y muestra la genialidad (del Arte), para mí es la prueba que nos muestra perfectamente el aprendizaje de la decepción de todo artista moderno. Y no es que no me parezcan “bellas” las acuarelas de Klee, sino que exijo que se contemple la posibilidad de que no me lo parezcan. Aún gustándome enormemente su particular y “modesto” herbario. Y aún no gustándome su herbario colgado en las paredes del Museo.

Es cierto, por otra parte, que la exposición puede servir para entender mejor la historia de la humanidad a través del estudio y análisis de su producción simbólica, pero sólo si ese estudio no se basa exclusivamente en la necesidad de confirmar una Historia (la del Arte Moderno) que no puede ser otra cosa que el producto de la Contingencia. Y de ahí la diferencia entre los previos de un feligrés y los míos: para el comisario va entrecomillada la palabra “cuadrados” cuando hace referencia a las pinturas de Albers; para mí es “modernos” la palabra que debió ir entrecomillada. Sin embargo no entrecomilla la palabra cubos cuando los adjetiva como minimalistas (Sol LeWitt), cuando yo sí lo habría hecho. Y todo sin olvidar que Didi-Huberman es uno de los filósofos que mejor ha analizado el minimalismo (ver su estupendo Lo que nos ve, lo que nos mira). Por lo que mi crítica no se encamina al discurso en sí mismo sino al discurso en tanto que artefacto necesario para justificar y legitimar el espectáculo.

Y, en efecto, el inevitable resultado de esta exposición se encuentra implícito en las propias palabras del autor/curador: “Antes que las pinturas (como resultado del trabajo) hemos preferido, esta vez, las mesas (como espacios operativos, superficies de juego o realización del trabajo mismo)”. Exacto: un juego, ése es el aspecto general de la exposición, por ¿”esta vez”? Un juego en el que, después de todo, hay mucho más material colgado en la pared que el depositado en mesas. Necesidades mandan; cosas del espectáculo. La autenticidad, repito, le ha sido prácticamente vetada a un mundo, el del arte, que no puede ser sino la perfecta representación de la pura contrariedad. Cuando es espectáculo. Siempre.

domingo, febrero 13, 2011

Patético

Quizá debido a su particular historia podría decirse que España apenas ha contado en la conformación de la Historia del Arte Occidental a partir de la segunda mitad siglo XX. Durante la época de la dictadura surgieron, eso sí, algunos artistas que gracias a su actitud cosmopolita y su afán vanguardista se dedicaron a la creación de un tipo de arte tan poco entendido por muchos como poco “premiado” por la élite de los expertos nacionales de aquel momento. En cualquier caso, de tal incomprensión no se colige, de ninguna manera, ningún rasgo de excelencia demostrable. O por decirlo en otros términos: los artistas a los que me refiero hacían un tipo arte que aquí se veía lejano pero que en realidad era el arte que fuera de España venían haciendo los artistas más vanguardistas.

Lo que hacían, pues, estos artistas españoles no era otra cosa que crear , con mayor o menor fortuna, a partir de los conceptos que servirían a occidente para ir configurando una concreta Historia del Arte (o una concreta Historia de la producción simbólica de occidente). O por decirlo de otra forma: lo que hacían estos artistas era ir a la moda del arte más internacional. Un arte que sirvió a los últimos intereses de un concreto entendimiento del arte moderno; intereses que se manifestaron de varias maneras y a través de distintas denominaciones. Todas, en cualquier caso, englobadas dentro de las posibilidades de lo que se dio en llamar arte conceptual.

No hace mucho tuve la oportunidad de visionar el vídeo de una especie de mesa redonda que organizaba y patrocinaba la Facultad de Bellas Artes de Valencia (Universidad Politécnica). La mesa redonda formaba parte de un ciclo de tres mesas redondas que pretendían, de alguna forma, reivindicar tres artistas “ninguneados” por el stablishment español: Juan Hidalgo, Isidoro Valcárcel Medina y Esther Ferrer. Las tres mesas, por cierto, independientes unas de otras pero agrupadas en un mismo ciclo a partir de una idea vertebradora. Y las tres, claro, centrando su discurso, no tanto en los méritos de los reivindicados artistas, que también, cuanto en la estulticia de un país que no supo (ni sabe) valorar a los grandes creadores. Cada una de ellas compuesta a su vez por tres participantes: dos expertos y el artista en cuestión. El núcleo argumental de la presentación, a cargo del moderador, fue restar importancia a su interés por las obras en sí para dárselo a los sujetos artistas: “pioneros en cuestiones múltiples”.

La mesa-debate protagonizada por Juan Hidalgo (1927) contaba con David Pérez, director y coordinador del ciclo, y con el experto Xosé Manuel Buxán Bran (especializado en arte lésbico y gay) y se llamaba Una práctica nómada.

La actitud de Hidalgo quedaba clara desde un principio: defensa y reivindicación de la libertad de cada cual. Un especie de buenismo ácrata que en la mesa se celebraba cada 3 o 4 minutos por unos contertulios que estallaban de emoción cada vez que el ínclito se decidía a defender la libertad (creativa, de palabra, de opción sexual…) del individuo (“cada uno que piense lo que le dé la gana, lo único que tenemos que hacer es aprender a respetarnos”). El resultado de sus intervenciones era de lo más esclarecedor, algo, por cierto, que podrá comprobar todo aquel que consiga el vídeo que con efectos divulgativos realizó la propia Universidad. Esclarecedor en la medida en que daba cuenta de quién es el personaje artista, el personaje creador.

No se trata aquí de juzgar lo que se encuentra a la vista de cualquiera que lo requiera, sino de analizar lo que puede suceder ante el verbo de un artista de 80 años que decide usarlo ante el público; analizar lo que puede suceder ante el verbo por él pronunciado y a partir del cual pretende dar cuenta de su sentir respecto a la creación artística y al mundo del arte en general; analizar lo que puede suceder ante el verbo, que es en definitiva lo que congregó a todo el público en la sala de conferencias (y no su obra, por mucho que ésta fuera mentada y conocida). Además, uno de los matices que Buxán Bran se vió impelido a significar en un momento del coloquio fue el amor del artista a la palabra. “No es un iletrado”, dijo el experto. Vale, pues, ni es un iletrado: juzguemos entonces su palabra, que es por otra parte o que ha venido a “mostrarnos”.

Y mi conclusión es que toda su intervención parecería mentira si no fuera porque al estar grabada todo el mundo puede acceder a su análisis. Lo cierto es que ya deberíamos estar curados de espanto respecto a la diferencia que puede mediar entre la producción de un sujeto y el propio sujeto (véanse Las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla, concretamente la segunda: se comprobará que alguien puede ser un imbécil con independencia de que pueda realizar perfectamente una actividad). Pero después de todo no lo estamos y seguimos sorprendiéndonos ante el verbo de quien pudo conformarse con su producción y con lo que su producción podía “decir” al espectador. Algo habitual en el arte moderno.

Hay algo en los artistas modernos que les impele, no sólo a ser expertos en Teoría del arte, sino a ser expertos de sí mismos, de su propia obra y de su propio ser. Lo que sucede especialmente en los artistas del arte debido a su extrema vinculación con la Filosofía, y no tanto en los artistas del cine, del teatro, de la literatura, del diseño, de la música, etc. “¿Cómo se recibe en el arte español a Juan Hidalgo, en las Instituciones, los Museos…?”, le pregunta el experto al inicio del coloquio. “La verdad es que me importa un carajo”, contesta el artista omnicomprensivo. Y para dejar clara la incomprensible incomprensión que ha generado su trabajo continúa, “yo tengo muchos trabajos que valen un dinero, aunque a lo mejor nadie los valore todavía, pero desde que yo me muera se van a revalorar” (textual). “[el arte no nos ha beneficiado en nada, somos nosotros los que] nos hemos entregado para beneficiar al arte”.

Una vez acabada la mesa Hidalgo, y en coherencia a lo por él dicho; es decir, en coherencia a su verbo explícito dijo: “Ahora lo que sería interesante, si nos quitamos todas esas puñetas, pues que alguien empiece a preguntar cosas, o diga lo que le dé la gana, o haga lo que le dé la gana”. Y digo en coherencia porque es precisamente eso, la actitud libre (buenrollista) pero respetuosa hacia la actitud del otro, lo que él asegura proponer a los demás en la misma medida en que él la exige de los demás. Algo que, como digo a quedado claro en su verbo explícito, el que le dicta su deseo, pero que no ha quedado demasiado claro en su verbo implícito, el que emerge a su pesar. En efecto, durante hora y media Hidalgo no se ha cansado de reivindicar y exigir lo que confiere dignidad al individuo, la libertad. Pero por otra parte, no ha dejado de mostrar ira hacia todos aquellos que o no le entendieron o siguen sin entenderle en el mundo del arte en particular, así como en el social en general. Con todos esos “que se jodan” proferidos en sus intervenciones no ha hecho sino ir mostrando su verdadero ser.

La prueba que confirma tal conclusión personal sobrevenida durante el transcurso de la mesa no se hace de rogar. Ante la inseguridad o la timidez del público por hacerle preguntas Hidalgo reacciona e insta al público a participar de forma un tanto impulsiva y prepotente. Así entonces un chaval: “por una parte, mucha gente de la que hay aquí no tiene ni idea de lo que Usted ha hecho y por otra Usted habla de la felicidad y de que el arte le da placer…; sería interesante saber si Usted venía ya de una familia acomodada porque como ha viajado tanto y ha podido hacer tantas cosas…; y aquí la gente, cuando salgamos de esto nos iremos al paro y ya veremos. A ver, ¿qué es lo que había hecho Usted?, por seguir un poco sus pasos o… o no; ¿cuál es el camino a seguir?”. El artista se estira en la silla, tuerce el gesto y dice, “Pues mira, te voy a dejar que tú pienses lo que te dé la gana”. “No me vale”, contesta el chaval. A lo que el artista replica, “me es completamente indiferente, lo siento porque tú de mi vida no sabes, por lo visto, nada; entonces yo creo que tú tienes una oportunidad maravillosa para hacerte mejor y hacer más felices a los que te rodean, todos nosotros por ejemplo, informándote; o sea, tú eres universitario, supongo que tienes las técnicas suficientes para informarte de las cosas, hay muchas bibliotecas, mucha gente que me conoce; puedes por ejemplo empezar preguntando a Pepa nosecuantos Poquet y poco a poco te irás informando y a lo mejor llegarás a entender una cantidad de cosas, pero que no soy yo el que tiene que explicarlas”.

A estas alturas del texto ya me encuentro en condiciones de decir que pocas veces en mi vida he presenciado una intervención pública tan zafia (y el adjetivo es exacto) como la de este artista que, al parecer, no ha sido amado como él cree que debíó ser amado: “Yo tengo muchos trabajos que valen un dinero, aunque a lo mejor nadie los valore todavía, pero desde que yo me muera se van a revalorar” y “que se jodan” (los que no le aman). Las continuas provocaciones -escatológicas y sexuales- mostradas a lo largo de toda su intervención, no son, después de todo, más que una mala-malísima explicación de un producto artístico que merecería otro tipo de exegesis menos empobrecedora y burda.

El artista que dice, “cada uno que piense lo que le dé la gana, lo único que tenemos que hacer es aprender a respetarnos” es el mismo que pretende curar a la única persona no aduladora que se dirige a él. Así, para el artista omnicomprensivo, primero: la ignorancia que sobre él ostenta el ingenuo chaval debe curarse y además sólo podrá ser curada con la información acerca de él obtenida; y segundo: esa información sobre él adquirida le proporcionará la felicidad al chaval y a todos los que le rodean. Así, como vemos, una cosa es la imagen que un sujeto quiere dar (y respecto a esto puede decirse que los artistas son muy poco originales) y otra muy distinta quién se es después de todo.

domingo, febrero 06, 2011

El cine: Godard y Scorsese

Deberíamos empezar por hacer distinciones terminológicas. Estamos demasiado acostumbrados a confundir género y estilo en el (mal) llamado séptimo arte. Cine de autor, cine experimental, cine independiente, cine no comercial… Por otra parte, siempre habrá una corte de honor para todos esos films de apariencia inclasificable. Posiblemente debido a esa influencia provenida del arte arte (que no es séptimo de nada). Desde que a los intelectuales europeos les dio un ataque de aburrimiento, los artistas tuvieron que crear obras que al menos resultaran difíciles, si no tanto de entender, sí al menos de aceptar. El Pensamiento Continental ama a Godard, mientras el Pensamiento Analítico ama a Ford, o a Truffaut. En cualquier caso, siempre tuvo mucho poder el Poder Intelectual que impuso un tipo de cine así como un tipo de literatura allá por los años sesenta y setenta.

De mis inicios como espectador de cine recuerdo perfectamente mis filias y mis fobias. Las que permanecen aun después de mis intentos de creer que nada de ellas tienen que ver con mis prejuicios. Si acaso, sólo, o casi sólo, con mi concepción estética de la vida. Así, podían gustarme ciertas películas “lentas” de Toni Richardson y aburrirme soberanamente con los guiones de algunas de Antonioni (Il desserto rosso). Podía gustarme el Bergman más onírico y metafórico de La hora del lobo y al mismo tiempo considerar vulgar el Bergman realista de La carcoma. Podían gustarme los silencios ensordecedores de Alain Tanner y hastiarme los diálogos estultos de Rohmer. Podía sin embargo gustarme La aventura de Antonioni y todo el pensamiento de Rohmer (cuyos libros de cine y música son magníficos), y despreciar todo Godard al completo. Podía gustar enormemente de algún Fellini con independencia de la extraña irregularidad del director. Herzog: dos películas y las dos lo mismo. Wajda: cansino y sin superar la prueba del paso del tiempo. Wenders: algo de lo mismo aún siendo un director con habilidad narrativa en lo que respecta a encuadres y escenografía (El amigo americano). Blow up (Antonioni), extraordinaria. El rayo verde (Rohmer), para matarla. If o Un hombre con suerte (Lindsay Anderson), inquietantes. Roma (Fellini), desbordante. Vivamente el domingo (Truffaut), magnífico divertimento, aunque tardío; Los 400 golpes, fantástica; La habitación verde (Truffaut), estupenda “novela” trágica. La mujer del aviador (Rohmer), para no volverla a ver nunca. Pierrot le fou, rancia, lo siento. Me sucede con algunas películas lo que con tantos autores ensayistas de entonces que escribían bajo las pautas de un estructuralismo marxista insoportable. Sigo: El verdugo (Berlanga), insuperable, como Mujeres peligrosas (Luigi Comencini). El accidente (Losey), turbadora como casi todas sus películas más personales. Renais: para ver sus films con un whisky en la mano siempre. Louis Malle, siempre sobrio. Como el primer Chabrol.

Desde que a los intelectuales europeos les dio un ataque de aburrimiento, los artistas tuvieron que crear obras que al menos resultaran difíciles, si no tanto de entender, sí al menos aceptar. Si no lo hacían, los intelectuales afilarían sus uñas y desde el partido machacarían a todo aquel que hiciera comedias o fuera eminentemente figurativo. Han pasado más de 30 años y así, AÚN, Godard. En su última película el cineasta intelectual nos brinda una sucesión de imágenes en las que hay niños que hablan como filósofos, filósofos que hablan como niños, falsa entrevistas, cortes abruptos innecesarios, sonido distorsionado, monólogos ininteligibles, fragmentos de documentales, fragmentos de otras películas, secuencias intrascendentes tomadas de internet, famosos que aparecen sin conferir sentido a su aparición, frases tan ambiciosas como ampulosas, planos efectistas que no vienen a cuento en un director radical, planos feos que remiten demasiado a la mente creativa del autor, secuencias cortas que podrían ser largas, secuencias que se hacen largas debido a su aspecto postizo, etc. etc. ¿Pensará Godard en su aislamiento medio suizo que aún vivimos en los años setenta y sin Internet?, ¿podría ser esta una disculpa aceptable respecto a su incalificable producto? ¿Pensará aún que el significante (“libre”) se encuentra muy por encima de toda (vana) pretensión de significado? Estamos ante Film solialisme, la última película de Godard.

En cualquier caso, y por volver al inicio, ¿es la inclasificabilidad garantía de excelencia? Viendo la película de Godard yo diría que no, pero una vez más los intelectuales del hoy parecen pensar igual que el cineasta. Porque sólo atendiendo a la similitud de pensamiento (entre crítico y autor) puede entenderse que una película estrictamente rancia guste tanto a los exquisitos de Cahiers du cinema, que le dan casi máxima puntuación y la sitúan como una de las mejores películas de los últimos tiempos. O por decirlo de otra forma: vuelve a imperar el elogio ante la zozobra que al parecer provoca toda inclasificabilidad, especialmente si proviene de un gurú. El experimentalismo sigue teniendo su predicamento en los ideólogos. Y como contrapartida, el cine eminentemente figurativo es mirado con cierta sospecha y precaución. Como hemos visto ante la última película de Scorsese.

En una entrevista Godard reconoce de forma explícita su interés por hacer un cine distinto, que no sea igual “a cualquier otra película que se hace en Francia”. Y ante la pregunta, “¿De qué manera trabaja para que todo encaje?”, responde sin dudar: “No hay reglas. Tiene que ver con la poesía y la pintura, y con las matemáticas. Con la geometría antigua sobre todo”. Exacto, ése es el ímpetu típico del creador plástico: despreciar las reglas para hacer lo que él llamará poesía. Y mezclar el discurso con unas pizcas de excentricidad. Si el cine se puede caracterizar por algo que le diferencia del arte arte (plástico, videocreativo…) es precisamente por eso: por la existencia de unas reglas que dirigen una creatividad servil. Y ahí radica precisamente su grandeza. El experimentalismo es en este sentido no puede sino ser un “simple” medio, no un fin en sí mismo, si lo que se pretende es hacer cine, y no una videocreación, un artefacto de video-arte. De ahí que terminen por interesarme tan poco todas aquellas películas que confunden tan elementales términos. Godard quiere ser un artista del arte arte y no del (mal) llamado séptimo arte. Quiere estar en un Museo y lo acabará consiguiendo aun cuando asegure (y no tengo para dudar de su sinceridad) que la posteridad no le preocupa en absoluto.

En cualquier caso la crítica está con él, con el maestro, con el maestro que no sufre por la posteridad. Está con él: “Film socialisme es una declaración política, una meditación sobre la crisis, un collage sobre el reciclaje audiovisual…” (Carlos Reviriego). Y la mitificación: “Desde su lejanía y aislamiento Godard ha dejado de contemplar el Reino de la Posmodernidad que un día fue suyo y rumia el cine de nuestro tiempo como un rey sabio y olvidado, desterrado en la soledad de su castillo. Su patria es el Cine”. En fin, qué puede decirse después de este elogio que suena tanto a mezcla de nostalgia e ideología rancia. Cuando se habla de “gran belleza estética” tengo que cerrar la revista. Ni el mismísimo Godard habría aceptado tal tontería.

Y por otra parte Scorsese, es autor que, como Godard, ha realizado interesantes análisis cinematográficos que podrían constituir por sí mismos unas excelentes Historia(s) del cine. Scorsese, con su barroca y abrumadora Shutter Island, nos ha ofrecido una película que ha sido aceptada, por la crítica especializada, con la típica precaución de quien sólo explota en elogios ante lo mínimal, lo complejo ininteligible, lo difícil, lo de autor, lo no comercial. Para hablar bien de ella han tenido que recurrir al elogio honorífico del conjunto histórico de su producción, y no al elogio concreto de una película que, por otra parte, usa los mismos mecanismos retóricos respecto al significado último de la trama. Porque, en efecto, tanto una como la otra muestran lo que no es más que una metáfora perpetua de lo que sería una primera y rápida lectura. En ambas el asunto resulta ser más importante que el tema. Sólo que en Shutter Island la narración es inteligible y responde a una historia, que si bien es compleja, no deja de ser “novelesca”. Y no se trata tanto de desprestigiar el experimentalismo o la falta de trama (aspectos que pueden dar lugar a obras interesantes) como de desprestigiar la megalomanía pretenciosa que utiliza una forma narrativa obsoleta y torpe. En este sentido, puedo decir que me ha fascinado la última película de Pere Portabella, autor emblemático de cine de autor, experimental y no comercial: El silencio antes de Bach, película sin trama ortodoxa y estructurada de forma fragmentaria y nada comercial. Similar en algunas cosas (?) pero con un resultado absolutamente distinto en cuanto a la calidad creativa.

Tampoco se trata de cuestionar la falta de compresibilidad. De hecho, otras dos películas estrenadas en este año, Copia Certificada (Kiarostami) y Uncle Bonmee (Weerasethakul), han sido confeccionadas a partir de secuencias relativamente inconexas y cuyo sentido último tiene que ser construido por el espectador. Las dos, excelentes.



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