Hace muchos años tuve un amigo que a menudo aseguraba que el verdadero acceso al conocimiento se logra frecuentando y cultivando dos prácticas: la lectura de los clásicos y el género epistolar. Entendía el género epistolar como una forma de exponer lo pensado que va más allá del lenguaje oral. Y es absolutamente cierto que la única forma de acceder a un pensamiento verdadero (profundo) deviene de haber ordenado por escrito lo que sólo eran simples chascarrillos más o menos agudos. De esta forma el conocimiento, la sabiduría, sólo tiene que ver con la inteligencia de forma tangencial. La capacidad intelectiva de desarrolla en los individuos que la desarrollan. La inteligencia (mayor o menor) es sólo un parámetro que incide en toda actividad. Así, una persona puede ser muy inteligente y, al mismo tiempo, una nulidad desde el punto de vista intelectual. Otra cosa sería hablar de felicidad. Hay tontos sumamente felices. Y sabios tristes.
Aunque, si nos atenemos a la realidad más actual, sólo cabe hablar de felicidad, ya que es la búsqueda de felicidad inmediata lo que hace que los jóvenes no lean a los clásicos (ni a los clásicos ni a los modernos) y que su género epistolar quede reducido a “anoxe sali fue xaxi me encntre con javi y le conte la peli je je je x”. Todo en ellos gira en torno a la búsqueda de la felicidad, sobre todo para nunca tener que ir después en búsqueda del tiempo perdido. Los jóvenes del ahora viven una suerte de descreimiento nihilista. Y en cierto modo son consecuentes: son ya muchos años los que se les lleva inculcando que no hay verdad más verdadera que otra y que todas lo son por igual. Podrán no saber qué es el relativismo pero lo practican con desesperación.
Hace poco comentaba (en post reciente de este blog) que las cabras les hacían más caso a sus pastores que a mí mis alumnos. No pretendía hacer una gracia con la afirmación, sobre todo debido a su dosis de veracidad. A mis alumnos nadie les tose porque desde la más tierna infancia les han enseñado a reivindicarse constantemente. A reivindicarse sin fin alguno, sin fin concreto alguno. No siempre hacen lo que quieren, pero no hacen nada que no quieran. Todo nivel de exigencia hacia ellos se ha ido rebajando hasta dejarlo a la altura de sus requerimientos. Los alumnos aprenden, sólo, lo que quieren. Aunque en última instancia no sepan qué es lo que quieren.
Ese descreimiento nihilista, ese vacío de esperanza que provoca la poca fe en la justicia social, les induce al rechazo de todo esfuerzo. El esfuerzo es sólo un parámetro posible, o mejor, un miniparámetro, un parámetro casi despreciable por nimio. Nada garantiza el esfuerzo. Los clásicos están muertos, más muertos que nunca, y escribir sólo es una forma de poder comprender. Algo que tampoco garantiza nada. Así, la justa distancia que se abría entre el aprender y el comprender (en todo aprendizaje tradicional) se ha estirado ahora hasta el absurdo. No quieren aprender porque el comprender no garantiza siquiera la diversión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario