domingo, abril 24, 2016

Lo pequeño y lo grande

(El gran arco y Parsifal)

Los excesos están para momentos ocasionales y muy puntuales. Pueden ser apasionantes y enriquecedores, pero ya en el mismo concepto nos viene implícita una cierta carga de negatividad. Uno no puede vivir en permanente estado de euforia.

En tanto que categoría estética lo excesivo se encontraría en las antípodas de lo que generalmente uno espera de toda expresión artística. Puede que se encuentre conectado a la edad de uno, pero el caso es que a uno cada vez le gustan más los textos artísticos -cine, teatro, literatura- sobrios y austeros; aquellos en los que, precisamente, emerge la profundidad a partir de una depuración que se serviría antes de la retórica que de la escenografía.

Cierto es que no son incompatibles las categorías contrapuestas pero creo que lo excesivo puede asociarse más a un gesto y un gusto juvenil y lo austero a una cierta maduración. Lo he comentado en más de una ocasión: un joven puede recoger cachivaches por la calle porque tiene todo el futuro por delante para ver qué hace con ellos, pero nada hay más patético que un viejo con el Síndrome de Diógenes.

Ayer estuve viendo una emocionante obra de teatro, una pequeña obra de teatro; una obra que era pequeña, no tanto por su dimensión como por sus circunstancias: dos actores, una mesa, dos sillas y un gran biombo en un pequeño teatro de esos que ha sido pintado por los propios propietarios. En fin: una de esas obras mínimas que ves en pequeños teatros que apenas congregan a 40 personas por sesión.

Obras que, cuando como ésta funcionan, me reconcilian con una humanidad que ya en sí misma me resulta cada vez más excesiva. Tampoco es que haya nada novedoso en las formas, de hecho los propios autores reconocen haberse inspirado en el teatro del absurdo, y más concretamente en Beket y Ionesco.

Eso fue ayer, hoy he visto un documental sobre Calixto Bieito, ese director teatral que triunfa en el mundo entero y que todo el mundo conoce por sus espectaculares y controvertidos montajes. Mis sensaciones ante su trabajo son paradójicas. Quizá sólo porque no he tenido la oportunidad de ver nada suyo en directo. Y como los documentales, ya se sabe, son hagiográficos, pues eso, que no me pasan desapercibidas todas las entrevistas en las que los invitados califican de inolvidables sus experiencias ante las obras dirigidas por el maestro.

Ver una obra dirigida por Bieito es como montarse en el Dragón Khan durante 3 horas. Algo que al parecer entusiasma a tanta gente en todo el mundo. Su puestas en escena son inmensas, grandilocuentes, provocadoras y claro está espectaculares, todo eso que al parecer entusiasma a tanta gente por todo el mundo. Enormes proyecciones sobre todo tipo de superficies, andamios gigantescos y móviles, estrucuras mecanizadas y, en fin, todo tipo de esos ingenios apabullantes que al parecer gustan tanto a tanta gente en todo el mundo.

Ver una obra de Bieito es, con toda probabilidad, poder ver a una monja peinada con una cresta skin, o poder ver a unos coros que se masturban detrás de Tristán e Isolda, o poder ver una proyección de porno duro detrás de un Parsifal vestido como un ángel del infierno.

Y no se trata tanto de cuestionar la actualización de las obras clásicas como de sospechar de la grandiosidad paroxística que al parecer resulta necesaria en estos tiempos frenéticos y asincopados. Respecto a lo primero me consideraría resultadista, si bien es cierto que posiblemente preferiría, en un 90 % de las veces, obras que ajustan su estética al mismo pasado en el que suceden los hechos. Al fin y al cabo pienso que los buenos textos se sostienen a sí mismos sin necesidad de grandes alardes formales porque son universales y atemporales.

La cuestión no sería, pues, dudar acerca de esa necesidad de actualizar las obras para, según cuentan los empresarios que las producen, atraer a un nuevo público. No, la cuestión sería saber cuáles son los motivos reales de ese entusiasmo sobre lo espectacular que se explica, según cuentan los propios espectadores, acudiendo a la emoción de la experiencia. La pregunta sería ¿experiencia respecto a qué?, ¿a la misma obra o a los elementos que la hacen digerible, entretenida?

¿Haría falta el concreto texto de Parsifal, e incluso su música, para provocar una emoción tan parecida a la que se experimentaba viendo a La fura dels bous? Es decir, ¿es la sabia adecuación de texto y escenografía lo que tanto emociona a los agradecidos espectadores de las obras dirigidas por Bieito? ¿Acaso los espectadores que acuden a ver Parsifal (por decir algo) entienden todos el alemán cantado de un texto basado en los difíciles poemas de Wolfram Von Eschenbach?

Yo por mi parte no rechazaría jamás ver una obra dirigida por Calixto Bieito si se me diera la oportunidad porque creo que, en efecto, sería acceder a la posibilidad de tener una experiencia privilegiada. Además, pocas veces he visto un documental hagiográfico sobre un creador en el que el creador me cayera tan bien. Cosa rara. Un tipo magnífico este Bieito.

Pero la cuestión de fondo es otra. La cuestión es si toda esa espectacularidad que tanto gusta en todo el mundo aporta algo a unas obras que se sustentarían en sí mismas sin necesidad de ella. Más allá, claro, de aportar eso que al parecer gusta a todo el mundo: leña visual. La pregunta sería pues ¿qué puede implicar esa necesidad de añadir leña a eso que funciona perfectamente con las ascuas?

Lo cierto es que no me gustaría ver un Willy Loman de La muerte de un viajante (Arthur Miller) interpretado por una prostituta decrépita. Otra cosa es que la viera y pudiera considerarla interesante, o por distinta o por controvertida o por perspicaz o por original. Pero ya se sabe; la categoría de lo interesante se inventó cuando se impuso un relativismo que consideraba desafortunado decir que las cosas se podían hacer mejor o peor, bien o mal. Y ya se sabe también, todo es interesante salvo para un idiota.

La cosa es que ayer vi una pequeña obra de teatro realizada con cuatro chavos en un teatro donde las paredes se desconchan. Y logró emocionarme además de entretenerme. Por 10 euros. Me gustaría creer que el montaje de la obra sería el mismo aún cuando el presupuesto de la compañía se multiplicara por diez debido a las razones que fueran. Y me gustaría pensar que de aquí a unos años Bieito iba a renunciar categóricamente al estilo que le ha otorgado la fama para concentrarse en un estilo sobrio y austero. Aunque para eso hiciera falta espectadores sin gran poder adquisitivo. Y teatros cuyo principal objetivo no fuera la rentabilidad. Un imposible.

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