domingo, julio 30, 2017

Hegel y el progreso

O Hegel y el progresismo


Para la común y más extendida forma de historiar el Arte y la Cultura los periodos históricos no son sino esos lapsos de tiempo en los que un determinado Espíritu se ha manifestado de una concreta forma aun con todas sus pequeñas variables y excepciones. Esto es, se ha manifestado de forma colectiva, en las formas supraindividuales de las naciones o de los periodos. De tal forma que es el espíritu de Hegel el espíritu más reencarnado del mundo… y por tanto de la Historia Universal. Así es como cierto entendimiento de la Cultura y de las Civilizaciones ha logrado imponerse durante más de 200 años: considerando que cada época se manifiesta de una determinada manera evidente… a través del producto que resulta más representativo. Nadie (¿) ha podido evitar el influjo poderoso de Hegel ni aun toda la obsesiva determinación por distanciarse de él, como le pasó al bueno de Burkhardt, el padre de la Historia Cultural, que no pudo apartarse de Hegel ni un minuto. Todas las críticas, las apostillas, las correcciones, las refutaciones, los remedos, las aportaciones de filósofos historiadores y antropólogos a las tesis de Hegel no han servido, al fin a la postre, más que para perfeccionar la necesidad de entender las épocas a partir de las entidades supraindividuales. Y de entender la Historia como despliegue de la mente divina que cobra sentido en la inevitable autorrealización del Espíritu. Es Hegel quien nos presenta el desarrollo de las artes como un proceso lógico que acompaña y regula el desarrollo del Espíritu y él, por tanto, quien implanta un Sistema que no ha podido ser orillado por todo el pensamiento que durante más de 200 años se ha ido considerando a sí mismo progresista. En efecto, así fue como durante esos más de 200 años “TODOS” los expertos en Arte y en Historia se abandonaron a esta religión del Progreso con fines de Autorrealización del Espíritu y configuraron esa Historia del Arte que es UNA y sólo UNA. Y quien conserve alguna duda respecto a esa unicidad tan radical que intente hacer un listado de artistas ordenados cronológicamente de los siglos XIX y XX, por ejemplo. A ver si le sale un lista distinta de la que todos conocemos.

Así, la “voluntad artística” de Riegl y el matiz al respecto de Worringer, la dualidad de conceptos de Wölfflin, el psicologismo historicista de Burchardt, el método iconológico de Warburg, el enfoque personalista de Morelli, el idealista de Croce, el biocéntrico de Huyghe, el psicoanalítico de Kris, el sociológico de Francastel, los revisionismos de conservadores como Rene Clair, y sobre todo las variaciones marxistas de Hauser, Plejanov, Lukacs, Antal y Argan, no son más que pequeñas variaciones que confirman que la Historia es UNA y que el Arte, gracias a esa Historia ha superado sus pueriles jugueteos con la Belleza para pasar a ser la “expresión y realización del Espíritu”.  

La semiótica, el estructuralismo, la fenomenología, el existencialismo, el postestructuralismo, la hermenéutica, la lingüística, el psicoanálisis, etc., no consiguieron ser otra cosa (en su aproximación al mundo del Arte) que disciplinas excéntricas del saber puestas al servicio esa Historia que sólo puede ser UNA. Rosalind Krauss, por ejemplo, hizo un esfuerzo colosal por revisar el arte desde el punto de vista del psicoanálisis y lo que le salió es una interpretación excéntrica de los artistas que conforman… esa Historia del Arte que es UNA. Barthes, por su parte, se empeñó en hablar del grado cero del autor pero  a poco que se descuidaba recurría a Avedon y Stieglitz para explicar la fotografía. Aportaciones interesantes, pues, para la Historiografía que no varían un ápice la Historia UNA.

Por eso vale la pena insistir: si alguien quisiera comprobar hasta qué punto la Historia del Arte es UNA no tendría más que citar cronológicamente los nombres de los artistas que conforman una historia lineal del Arte. El resultado no podría que ser otro que el configurado por esa única historia elaborada desde ese pensamiento que se piensa a sí mismo como progresista. (Otra cosa sería hablar de lo que pasa una vez la Historia del Arte ha quedado cerrada, esto es, muerta y por ello es sólo una cuestión de pasado).

De hecho Hegel nos presenta el desarrollo de las artes como un proceso lógico que acompaña y regula el desarrollo del Espíritu. En su Sistema, Todo Arte –así como Toda Cultura- existe por derecho propio. Todo lo producido (en pasado, da igual si se trata de un cuadro o una guerra) representa una etapa hacia la realización del Espíritu, con lo que todo fenómeno histórico queda legitimado desde su misma existencia. No existiendo, además, la posibilidad de que la Historia hubiera podido equivocarse. El progreso, por tanto, como proceso de una evolución del Espíritu (divino) que se piensa a sí mismo en un proceso de ascenso que conducen a la plena autoconsciencia.

Así es como Hegel pudo engatusar no ya tanto a tantos expertos en Arte y configuradores de esa Historia del Arte que es UNA, sino, también, a todos aquellos que se pudieran ver reflejados en esa tesis justificativa de los acontecimientos –pasados- en tanto que producto de las determinaciones de esos personajes que el propio Hegel llamó “individuos histórico mundiales”.

Porque en efecto, si algo de Hegel ha llegado más lejos que su influencia en expertos del Arte y su Historia, ha sido sin duda la Filosofía de la Historia, que desarrolló con esa concepción de los hechos/acontecimientos entendidos como procesos inevitables del progreso. De ahí su admiración por los soberanos, esos seres que tomaban las riendas de la Historia para conseguir que el Espíritu se desplegara firme –y adecuadamente- hacia su plena autoconsciencia. Los soberanos, que no son otros que los verdaderos filósofos/poetas de la Historia (de esa Historia que es Filosofía de la Historia como todo Arte es Filosofía del Arte), los inoculadores de la Razón (astuta) en la Historia, en fin, los “individuos histórico mundiales”, en definitiva los líderes mundiales que de alguna forma dirigen el decurso de la Historia con sus siempre sabias decisiones y determinaciones, ya sean esos soberanos Generales, Jefes de Estado o Iluminados.

Sabemos lo que Hegel pensaba de Napoleón de la misma forma que sabemos lo que de Hegel pensaban Marx, Stalin, Lenin, así como, y salvando las distancias, los influyentes pensadores de la Teoría Crítica, o los de la Escuela de Francfurt, todos followers de Hegel, si bien con distintas intenciones en la aplicación de los mismos principios sistémicos. En cualquier caso se trataba de entender el proceso como un ascenso de categorías lógicas que desde lo dialéctico (como forma de superación de las contradicciones) conducen al despliegue del Espíritu, a su plena autoconsciencia.

El contenido fundamental de la empresa hegeliana, totalizadora y sintética, es la Idea, que siendo sustancia misma de lo que es, se despliega a través de la dialéctica, que a su vez no es otra cosa que la superación de las contradicciones. Y esto es, valga la pena el anticipo, lo que siempre puso cachondos a los pensadores que se pensaban a sí mismos progresistas, y sobre todo a quienes tocados por la Razón Divina (“individuos histórico mundiales”) decidieran imponer la superación de las contradicciones de un único modo.  Así, someter la Historia a la luz de la Razón y a la impronta de la Idea (proyecto propuesto por Hegel cuyo éxito ha ido configurando la Historia Universal de la Humanidad) no era otra cosa que poder decir respecto a la invención de las armas de fuego: “la humanidad las precisaba y, de repente, helas ahí, al alcance de sus manos”, para poder asignar a la Guerra un plano abstracto, esto es, elevado, para poderla considerar un instrumento del Espíritu.

O por decirlo de otra forma, gracias a la superación de contradicciones, y a través del ejercicio dialéctico, para Hegel todo lo negado no es relegación sino integración; no hay pues aniquilamiento de lo negado sino incorporación al Todo. Y para aclararlo recurre a ese capullo que se convierte en flor; el capullo es negado por la flor pero no aniquilándolo, sino conservándolo. La superación de contradicciones, por tanto, como acción de suprimir y negar conservando, sin aniquilar: lo negado es integrado en una síntesis que unifica los momentos antitéticos. De esta forma lo negativo cobra un papel importante en su Sistema en tanto que destruye, mantiene y también conserva. Así que ya sabemos cuál es el momento exacto por el que Hegel ha puesto tan cachondos siempre a los pensadores que se han creído a sí mismos progresistas: ese en el que aceptamos que la construcción de sentido mediante la acción política (siempre guiada por las astucias de la Razón) tienen inevitablemente un coste. Tal y como puede serlo, por ejemplo, el de la Guerra. Un coste que mida como se mida siempre será el inevitable en la consecución del objetivo, que no puede ser otro que el que el Espíritu se realice.

Así que ahora ya estamos en condiciones de entender mejor esa afirmación que hacíamos más arriba, la de entender el progreso como un ascenso de categorías lógicas que desde lo dialéctico conducen al despliegue del Espíritu, a su plena autoconsciencia, para poder justificar a los soberanos en la toma de decisiones tales como la de provocar una guerra. La Guerra no deja de ser para Hegel una simple síntesis que unifica los momentos antitéticos; un ejercicio de integración relativa que tiene unos costes siempre inferiores a los beneficios que proporciona encaminarse adecuadamente hacia el despliegue del Espíritu. Los soberanos, es decir los “individuos histórico mundiales” no tenían que conocer la Historia sólo tenían que orientarla, como dice José Luis Pardo en su excelente Estudios del malestar. Y la Historia nunca se equivoca, que por algo está confeccionada por individuos –seguro que histórico mundiales- que ineluctablemente han acertado en sus decisiones valorando adecuadamente los costes.

O dicho aún de otra manera; entender el progreso como un proceso en ascenso de categorías lógicas que desde lo dialéctico –y su consecuente superación de contradicciones- conducen al despliegue del Espíritu, a su plena autoconsciencia, no es sino una forma peculiar de poder decir, entre otras cosas, “viva la Guerra en su inevitabilidad”. Algo que vino muy bien a todos aquellos que se creían progresistas, ya digo, hablando de derecho pero despreciando la libertad. Fe ciega, por tanto (la de quienes se creen progresistas), en los soberanos, los verdaderos poetas/filósofos de la Historia. O lo que es lo mismo, fe ciega en ese soberano que representa al Estado, “esa instancia social que ha alcanzado la plena consciencia de sí misma” en palabras del mismo Hegel.

Es una forma peculiar de ver la Vida (la Historia Universal en tanto que autorrealización del Espíritu) ésta de asignarle pleno valor (en su doble acepción) a las decisivas determinaciones de esos soberanos que –gracias a las astucias de la Razón- nunca se equivocaban en sus declaraciones de Guerra. Una peculiar forma de ver la Vida ésta, la de considerar que la Guerra es un instrumento del Espíritu; tan peculiar como la de todos esos followers de Hegel a los que les pone tan cachondos esa justificación de la invención de las armas y la pólvora basada en el proceso dialéctico; una forma peculiar de ver la Vida ésta, la de atribuirle a la Guerra lo que no se le quiere atribuir a la búsqueda de condiciones para la Paz. ¿Acaso no resulta tan peculiar como coherente que las tesis de Hegel pongan cachondos a quienes se creen progresistas? A Hegel le ponía cachondo Napoleón y a sus followers les pone cachondos ese Hegel al que le poneía cachondo Napoleon. Todo cuadra. A Hegel le ponía más cachondo Napoleon que los comerciantes anónimos de la misma forma que a los followers de Hegel les pone más cachondos Hegel que los comerciantes anónimos, sobre todo si estos acababan siendo empresarios. Entre otras cosas porque los followers de Hegel han realizado con las tesis de Hegel una pirueta retórica cogiendo de ellas la parte (que les interesa) sin dejar de asignar a esa parte el valor del todo. Pero también porque el pensamiento progresista de los followers de Hegel (que no solo son historiadores al estilo Hobsbawn o Hauser, ni pensadores al estilo Marcuse o Adorno, sino soberanos amparados por la legitimidad de (alg)ún Estado) prefiere creer en lo épico/sagrado antes que en lo puramente profano. Resulta más épica una Guerra que un cúmulo de libre-comerciantes generando ciertas posibles condiciones de Paz. Hegel creía más en la pólvora que en los gremios de artesanos y sus comerciantes. Y los actuales followers de Hegel, que tan progresistas se creen defendiendo la redistribución de bienes, se pirran por esos soberanos que defienden los intereses de “su” pueblo con independencia de los costes que pudiera tener que soportar ese “su” pueblo.

Si uno mira atentamente el Guernica de Picasso sabe por qué su reproducción colgaba en las paredes de todos aquellos que se consideraban progresistas en los años 50, 60 y 70: no tanto por su rechazo a aquella guerra concreta como por la fascinación que provocaban unas imágenes indudablemente cruentas, es decir, no tanto por representar Guernica cuanto por representar la Guerra, que les fascinaba (si no, no hay otra forma de entender el hecho de tener presentes esas imágenes cruentas constantemente en tu propio hogar). Lo que no podían permitir aquellos que se consideraban progresistas –y por ello colgaban el cartel del Guernica en sus casas- es que no hubieran ganado los buenos, solamente eso.


En Los ángeles que llevamos dentro el psicólogo evolucionista Steven Pinker sostiene, por el contrario, que el comercio “elimina el incentivo del adversario a atacar, ya que se beneficia de intercambios pacíficos de igual modo […] Una vez la gente entre en relaciones de intercambio voluntarias se ve incentivada a tomar las perspectivas del otro para hacer el mejor negocio, lo que a su vez puede llevarlos a una consideración respetuosa del interés del otro”. Y añade poco más adelante: “Las élites intelectuales y culturales siempre se han sentido superiores a la gente de negocios y no se les ocurre atribuirles a los comerciantes algo tan noble como la paz”. Donde pone “élites intelectuales y culturales” podemos poner aquellos que se consideran progresistas, dando lo mismo que con ello se haga referencia a soberanos, historiadores, filósofos o concejales de cultura. Porque todos ellos creen en el plan de la Historia, o mejor, que la Historia tiene UN plan, que no es otro que aquel que le permita desarrollarse hasta la consecución de la realización del Espíritu. Algo que sólo será posible si se hace, lógicamente, desde el intervencionismo, con el Estado como máxima expresión de la voluntad divina. Así, si algo queda realmente aniquilado en este esquema es la libertad como concepto, pues el plan implica obediencia al patrón supuestamente encarnado en el Estado (a través del soberano, que puede ser un General, un Jefe de Estado o un Iluminado). 

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