martes, agosto 07, 2018

Vendrán más años y nos harán más ciegos


O: Y aún dicen que el pescado es caro


Llegamos sobre la hora prevista y pactada. Se trataba de llegar a la cena con un poco de margen de tiempo por delante para poder charlar con tranquilidad antes de la misma, y por qué no, porque tampoco ninguno de nosotros (?) somos demasiado nocturnos. Acudíamos mi pareja y yo al chaletito de un matrimonio con una hija de 7 años. Él es amigo mío desde hace exactamente 31 años y a su mujer la conozco desde hace 13, los años que hace que se casó. No los veía desde hacía casi un año y mi pareja no los conocía.

Como era de prever la niña acapara una cierta atención de mi pareja. Algo de alguna manera lógico en la medida en que mi pareja tiene una hija que no hace tanto tenía la misma edad de la hija de mis amigos.

Nos sentamos en la mesa a cenar los cinco, y la niña sigue siendo el centro de atención de 4 adultos que en principio tienen muchas cosas que decirse, muchas cosas que descubrirse. Creo. Ahora, pues, entiendo menos la exagerada atención a la niña. Toda conversación se intenta hacer extensiva a la niña, pobrecita. Ella se siente bien, claro, es la protagonista de unas conversaciones que a veces entiende y otras, la mayoría, no, pero siempre es consultada, siempre atendida, pobrecita. Se hacen apartes entre nosotros pero late en toda la cena la necesidad de mostrarle a la niña interés por su presencia ¡y hasta por su pensamiento!, pobrecita. Pero a la niña le resulta insuficiente. Lógico por otra parte. Y razonable. Y es entonces cuando le pide al padre su teléfono para jugar con él en la mesa. El padre le dice que no, que su teléfono no, pero la niña hace oídos sordos y se levante de la mesa. El padre le insiste, "con mi teléfono no". La niña regresa con él, lo toquetea y pide la clave para entrar. La madre se lo coge de la mano para intentar abrirlo, pero la niña dice “no, sólo lo puede abrir el papá”. El padre, que se encuentra en plena conversación conmigo coge el teléfono como un autómata e introduce la clave, la niña se lo arranca de las manos y se queja de no tener los juegos que le apetecen. Así la niña: “voy a descargarme un juego papi”. Así el padre: “no, P, no que el papá no quiere aplicaciones en el teléfono”. La niña se lo descarga. Empieza a jugar a un ruidoso juego y los padres le llaman la atención. La niña hace caso omiso; incluso llega a decir que no sabe bajar el volumen. Al final hay que ponerse serio. Es igual, ya se ha cansado y lo ha soltado. Ahora quiere desatar a los perros, que han sido atados precisamente para que no nos dieran la cena, son perros agrestes que viven en el campo y no están muy educados. Los padres se lo niegan... durante unos... segundos, pero la madre le dice “vale, ve y desátalos”. La niña sale disparada y contenta mientras la madre dice “pobrecita, es que le gustan mucho los animales y sufre si están atados”. Llegan los perros en una estampida. Comienzan los gritos de mis amigos para intentar mantenerlos a raya. Imposible Se acercan, babean, lengüetean, se arriman y demandan comida. Imposible. La niña, pobrecita, se abalanza sobre ellos y los abraza; los acaricia y los vuelve a abrazar. “Pobrecita”. El padre le dice que ahora tendrá que lavarse las manos si quiere volver a sentarse. Ella ni lo mira. Mi pareja le da conversación, los perros están al acecho, de repente uno de ellos se impulsa contra la mesa supletoria engancha unas viandas y sale escapado. La mujer de mi amigo sale tras él cagándose en sus muertos y al rato llega con una esterilla de comida destrozada por las mandíbulas del animal. Cuando la cosa parecía haber llegado al límite y con el goce de la niña en su punto de clímax exclama “me aburro”. A los tres adultos que me acompañan parece afectarles la frase de la niña, pobrecita. Claro, pobrecita, una niña entre 4 adultos... Yo, sin embargo me digo a mí mismo para mis adentros “¿que te aburres... desde cuándo?”. “Pues podrías bañarte en la piscina” dice el ocurrente padre. Pensado y hecho, la madre le pone el bañador y ale. Pero la niña no contaba con que dentro de la piscina no sería la reina de la noche, así que en unos minutos estaba envuelta en la toalla. Al cabo de un rato mi pareja y yo nos despedimos de elllos y nos vamos. Ya en el coche me hace dos observaciones, una en forma de afirmación y otra en forma de pregunta; afirmación: “qué bien me ha caído la niña, es estupenda, desde que la he conocido me he dado cuenta de que es especial; hemos conectado enseguida”. Pregunta: “¿Has estado bien esta noche?, es que te he visto poco hablador.

Mutatis mutandi. Me encuentro de veraneo en una apartamento con mis sobrinos de 18 año. Uno de ellos se tira en la cama después de la comida, 3,30 h., con el teléfono firmemente agarrado por ambas manos. Yo me pongo a leer y a escribir. Me levanto varias veces, unas para beber, otras para evacuar y otras por simple curiosidad. Dan la 8, 30 h. y mi sobrino permanece con el teléfono empotrado en su pecho y a dos palmos de su cara, como una estatua de sal. Mientras me arreglo para salir le pregunto si quiere venirse conmigo a tomar algo, pero me dice que no, que ha quedado con un amigo; de hecho se baja en el ascensor conmigo para encontrase con él. A mi regreso me lo encuentro en la cama en la misma posición en la que ha estado 5 horas seguidas abrazado a su artefacto. Con el artefacto, claro.

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