Cuenta McEwan que el agente encargado de la seguridad del aeropuerto donde fue retenido 24 horas se mostró obsesionado con la especialidad del escritor. Así, el hecho de que fuera escritor no parecía impresionar al incisivo y curioso agente; lo que éste quería saber era, por encima de cualquier minucia anecdótica, si lo que escribía McEwan era ficción o no era ficción. “¿Qué tipo de obra escribe, ficción o no ficción?”, dice McEwan que preguntaba el agente de forma insistente.
La curiosidad del agente era la adecuada para el desarrollo de su trabajo; llegado el caso sólo tenía que saber distinguir entre literatura de ficción y esa otra que no lo es. Qizá el agente no sepa cómo se denomina aquello que no es ficción; sólo sabe, porque es lo único que debe saber, que no es lo mismo la ficción que la no ficción. Suficiente. Y la pregunta dirigida al que se autodenominaba escritor en una puerta de embarque era tan precisa como significativa. Perfecta.
En efecto, al agente no le importaba demasiado que el escritor fuera un sabio o un experto en algo; no le importaba nada aquello sobre lo que escritor escribía; sólo le importaba saber si lo escrito por el escritor era responsabilidad de él mismo o si lo era de los personajes de una trama. Y así es porque, para el agente, sólo ofrecen peligro los escritores que se irresponsabilizan de la “primera instancia”. Es decir, y por decirlo al revés, los escritores que preocupan al agente son los que sólo en última instancia se responsabilizan de las ideas expresadas (dada su inevitable condición de autor) y no de los que hablan por boca propia.
Y el agente lleva razón: según cuentan las estadísticas más recientes el 90% de los lectores leen por entretenimiento. Y de ahí que lean novelas. Por eso, lo importante para ese agente es saber distinguir entre quien tiene poder (de influencia, por ejemplo) y quien no lo tiene. Curiosamente y en contra de toda previsión lógica, para ese policía, como para la maquinaria del Estado que lo educa, el peligro se encuentra en quien escribe historietas. No así, por tanto, en quien escribe sobre ideas de forma más concreta, por mucha ideología que pueda transmitir, sino en quien se irresponsabiliza de lo expresado a través de personajes que no se afeitan, o que juegan a squash, o que dejan de fumar... Quien se irresponsabiliza de lo expresado, digo, que no de lo narrado.
Resultaría divertido si no fuera por lo trágico del asunto: Houllebecq y Salman Rushdie son perseguidos por inventarse historietas. Pero no tanto por ser éstas más o menos problemáticas como por poder ser leídas masivamente. Leídas por gente cuyo fin último y objetivo inmediato coincide: entretenerse.
La verdad es que el agente no es tonto. Y por eso lo retuvo 24 horas en la puerta de embarque. Sabe que la novela fue un instrumento de comprensión epocal, que fue una curiosa y singular fuente de conocimiento sobre épocas que carecían de internet y de televisión. Pero sabe que la novela está muerta porque lo dicen los mejores novelistas del mundo. Sabe, porque lo ha podido leer en cualquier periódico en momentos de lanzamiento editorial, lo que McEwan pretendía con su último libre Sábado: “es la respuesta a qué significa ser hombre, en una ciudad, en un siglo como éste”. Sabe que para el autor “Sábado es un intento de plasmar cómo esa realidad ha influido en nosotros; he intentado fotografiar la vida y la conciencia de la gente en un solo día al comienzo del siglo XXI”. Sabe, además, que McEwan pretendía presentar “desde una perspectiva atea y materialista, una panorámica mundial rica, interesante, cálida, todos los elementos trascendentes y emocionales que valoramos”, sabe también que McEwan quiso “escribir sobre la felicidad dentro de un contexto y explorar la idea de una filosofía de vida basada parcialmente en la ciencia y animada por el amor a la familia, a la música” (todos los entrecomillados se corresponden con palabras de McEwan).
La curiosidad del agente era la adecuada para el desarrollo de su trabajo; llegado el caso sólo tenía que saber distinguir entre literatura de ficción y esa otra que no lo es. Qizá el agente no sepa cómo se denomina aquello que no es ficción; sólo sabe, porque es lo único que debe saber, que no es lo mismo la ficción que la no ficción. Suficiente. Y la pregunta dirigida al que se autodenominaba escritor en una puerta de embarque era tan precisa como significativa. Perfecta.
En efecto, al agente no le importaba demasiado que el escritor fuera un sabio o un experto en algo; no le importaba nada aquello sobre lo que escritor escribía; sólo le importaba saber si lo escrito por el escritor era responsabilidad de él mismo o si lo era de los personajes de una trama. Y así es porque, para el agente, sólo ofrecen peligro los escritores que se irresponsabilizan de la “primera instancia”. Es decir, y por decirlo al revés, los escritores que preocupan al agente son los que sólo en última instancia se responsabilizan de las ideas expresadas (dada su inevitable condición de autor) y no de los que hablan por boca propia.
Y el agente lleva razón: según cuentan las estadísticas más recientes el 90% de los lectores leen por entretenimiento. Y de ahí que lean novelas. Por eso, lo importante para ese agente es saber distinguir entre quien tiene poder (de influencia, por ejemplo) y quien no lo tiene. Curiosamente y en contra de toda previsión lógica, para ese policía, como para la maquinaria del Estado que lo educa, el peligro se encuentra en quien escribe historietas. No así, por tanto, en quien escribe sobre ideas de forma más concreta, por mucha ideología que pueda transmitir, sino en quien se irresponsabiliza de lo expresado a través de personajes que no se afeitan, o que juegan a squash, o que dejan de fumar... Quien se irresponsabiliza de lo expresado, digo, que no de lo narrado.
Resultaría divertido si no fuera por lo trágico del asunto: Houllebecq y Salman Rushdie son perseguidos por inventarse historietas. Pero no tanto por ser éstas más o menos problemáticas como por poder ser leídas masivamente. Leídas por gente cuyo fin último y objetivo inmediato coincide: entretenerse.
La verdad es que el agente no es tonto. Y por eso lo retuvo 24 horas en la puerta de embarque. Sabe que la novela fue un instrumento de comprensión epocal, que fue una curiosa y singular fuente de conocimiento sobre épocas que carecían de internet y de televisión. Pero sabe que la novela está muerta porque lo dicen los mejores novelistas del mundo. Sabe, porque lo ha podido leer en cualquier periódico en momentos de lanzamiento editorial, lo que McEwan pretendía con su último libre Sábado: “es la respuesta a qué significa ser hombre, en una ciudad, en un siglo como éste”. Sabe que para el autor “Sábado es un intento de plasmar cómo esa realidad ha influido en nosotros; he intentado fotografiar la vida y la conciencia de la gente en un solo día al comienzo del siglo XXI”. Sabe, además, que McEwan pretendía presentar “desde una perspectiva atea y materialista, una panorámica mundial rica, interesante, cálida, todos los elementos trascendentes y emocionales que valoramos”, sabe también que McEwan quiso “escribir sobre la felicidad dentro de un contexto y explorar la idea de una filosofía de vida basada parcialmente en la ciencia y animada por el amor a la familia, a la música” (todos los entrecomillados se corresponden con palabras de McEwan).
Y claro, el agente, que no es tonto, se pregunta a sí mismo, a quién si no, si era lógico que McEwan acudiera a un artefacto muerto para poder comunicar su particulr visión del mundo. Y claro, el agente, que no es tonto, se mosquea y retiene a McEwan 24 horas en la puerta de embarque del aeropuerto.
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