El clarinete es un instrumento con una extraña historia dentro de la música de Jazz, decía en el anterior post. Y es cierto: comenzó siendo la parte más importante de reducidas formaciones improvisadas (allá por sus orígenes), pasó después a ser el instrumento idóneo para dirigir el swing de las big bands más populares y de ahí pasó, sin más, a desaparecer. El saxo, con ese sonido roto que tanto gusta a los que siempre están dispuestos para el alcohol y las drogas, fue quien se quedó con todo el protagonismo del entonces nuevo jazz, el be-bop. Y así les fue a sus acólitos..
Quizá se debiera a su sonido poco agresivo, o quizá se debiera a que, después de todo, esa falta de agresividad del clarinete no coincidía con los parámetros (necesariamente revolucionarios) de unos músicos que eran, ya, más artistas que otra cosa. El caso es que poco más allá del swing el uso del clarinete es, para el jazz, un capricho excéntrico de algún músico despistado cuando no nostálgico. Ni siquiera Count Basie, el más clásico y elegante (por sobrio) de los modernos le dio una oportunidad. Sólo el Duke contó siempre con él, y no con uno sino con dos, dos clarinetes extraordinariamente diferentes entre sí (Hamilton y Procope), pero el Duke no era un músico de Jazz, era un dandy cachondo y muy religioso: un músico a secas.
En ese lapsus temporal de inexistencia clarinetística hubo algunos músicos que decidieron investigar el instrumento por otros caminos. Puesto que los grandes productores de entonces no mostraban interés por el instrumento los clarinetistas más insobornables decidieron buscarse la vida y se dedicaron a hacer “cosas raras”. Uno de ellos fue Tony Scott, que se dedicó a viajar y a conocer las músicas de otros países para crear con ellas posibles sinergias. De Marruecos a la India, de la India a Japón... Y de la experiencia excéntrica salió una música híbrida extraña. Por decirlo de forma grosera y dicho así sólo para entendernos: hizo, avant la lettre, una suerte de new age. En cualquiera de los casos (y por aclarar), hizo una música cuya mejor fortuna fue la de no ser popular en su tiempo, y su peor fortuna la de parecerse tanto a una música pastosa y blandengue que se puso de moda 30 años después de ella.
Así, mientras en 1964 los más prestigiosos músicos de jazz de aquel entonces consumían sus vidas en garitos ahumados (que por algo eran artistas) y en piscinas de alcohol, Tony Scott grababa su Spirit of zen en compañía de Shinici Yuici y Hozan Yamamoto. Y lo hacía sentado sobre el suelo, como mandan los cánones japoneses: él al clarinete, Yuize al koto, y Yamamoto al ahakuhachi.
Y ¿cómo se compenetraron? Pues muy sencillo (¿): los tempos, los ritmos y las armonías serían orientales (escalas chidori), pero la forma de abordar las piezas sería estrictamente jazzística. Por decirlo de otra forma: la condición que propuso/impuso Scott a sus colegas fue que se dejaran llevar por todo lo que sabían y lo que sentían y que improvisaran absolutamente.
Shinichi Yuize era por aquel entonces un más que reconocido compositor que jamás pensó que la música podía improvisarse. Ser un excelente intérprete al koto podía ser una anécdota al lado de lo que significaba ser el compositor de unas piezas que requerían ser interpretadas con precisión. Así es la cultura japonesa: si uno quiere aprender a pintar acuarela debe pasar unos cuantos años para aprender a coger el pincel. Así que, quien entonces lo tuvo verdaderamente difícil fue Yuize, porque lo que tuvo que hacer para afrontar su cometido fue des-crear.
Quizá se debiera a su sonido poco agresivo, o quizá se debiera a que, después de todo, esa falta de agresividad del clarinete no coincidía con los parámetros (necesariamente revolucionarios) de unos músicos que eran, ya, más artistas que otra cosa. El caso es que poco más allá del swing el uso del clarinete es, para el jazz, un capricho excéntrico de algún músico despistado cuando no nostálgico. Ni siquiera Count Basie, el más clásico y elegante (por sobrio) de los modernos le dio una oportunidad. Sólo el Duke contó siempre con él, y no con uno sino con dos, dos clarinetes extraordinariamente diferentes entre sí (Hamilton y Procope), pero el Duke no era un músico de Jazz, era un dandy cachondo y muy religioso: un músico a secas.
En ese lapsus temporal de inexistencia clarinetística hubo algunos músicos que decidieron investigar el instrumento por otros caminos. Puesto que los grandes productores de entonces no mostraban interés por el instrumento los clarinetistas más insobornables decidieron buscarse la vida y se dedicaron a hacer “cosas raras”. Uno de ellos fue Tony Scott, que se dedicó a viajar y a conocer las músicas de otros países para crear con ellas posibles sinergias. De Marruecos a la India, de la India a Japón... Y de la experiencia excéntrica salió una música híbrida extraña. Por decirlo de forma grosera y dicho así sólo para entendernos: hizo, avant la lettre, una suerte de new age. En cualquiera de los casos (y por aclarar), hizo una música cuya mejor fortuna fue la de no ser popular en su tiempo, y su peor fortuna la de parecerse tanto a una música pastosa y blandengue que se puso de moda 30 años después de ella.
Así, mientras en 1964 los más prestigiosos músicos de jazz de aquel entonces consumían sus vidas en garitos ahumados (que por algo eran artistas) y en piscinas de alcohol, Tony Scott grababa su Spirit of zen en compañía de Shinici Yuici y Hozan Yamamoto. Y lo hacía sentado sobre el suelo, como mandan los cánones japoneses: él al clarinete, Yuize al koto, y Yamamoto al ahakuhachi.
Y ¿cómo se compenetraron? Pues muy sencillo (¿): los tempos, los ritmos y las armonías serían orientales (escalas chidori), pero la forma de abordar las piezas sería estrictamente jazzística. Por decirlo de otra forma: la condición que propuso/impuso Scott a sus colegas fue que se dejaran llevar por todo lo que sabían y lo que sentían y que improvisaran absolutamente.
Shinichi Yuize era por aquel entonces un más que reconocido compositor que jamás pensó que la música podía improvisarse. Ser un excelente intérprete al koto podía ser una anécdota al lado de lo que significaba ser el compositor de unas piezas que requerían ser interpretadas con precisión. Así es la cultura japonesa: si uno quiere aprender a pintar acuarela debe pasar unos cuantos años para aprender a coger el pincel. Así que, quien entonces lo tuvo verdaderamente difícil fue Yuize, porque lo que tuvo que hacer para afrontar su cometido fue des-crear.
En efecto: para Scott se trató de un juego, un juego estético con aires místico-espirituales; para Yamamoto fue otro juego, complejo pero juego, pues ya llevaba varios años colaborando con músicos occidentales de variado pelaje; pero para Yuize se trató de un verdadero sufrimiento. Tanto que nunca se atrevió hacer en público lo que sólo se atrevió a hacer en grabaciones restringidas y limitadas. Para poder cambiar su registro tuvo que abandonar toda su tradición, todo su saber, toda su verdad, una verdad que por fuerza debía ser Verdad. Pero renunció a todo ello y decidió deshacerse de todos sus principios, de todas sus normas, de toda su historia, de toda la Historia. Se trataba de algo muy superior a la mera improvisación; había que improvisar sobre una base mental extraordinariamente estricta en la que improvisar era, más que un juego, un sacrilegio. Tuvo, en definitiva, que olvidarse de la creación y tuvo, en definitiva, que des-crear. Tuvo, en definitiva, que DES-CREER.
Así, mientras todos creaban porque en nada creían más que en sí mismos (ese es el mundo de la improvisación y la renuncia a lo estipulado) uno de ellos descreía a fuerza de descrear.
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