Hace poco no sé quién ha realizado una pruebecita con no sé muy bien qué fines. Las conclusiones, claro, tampoco sé bien en qué han consistido. La cuestión es que pusieron a un violinista prestigioso a tocar en la calle, es decir, lo pusieron a tocar de “incógnito”. Y lo que sucedió ante el experimento no pudo ser mas que lo que era previsible: durante todo el día sólo fue reconocido sólo por una persona y sus emolumentos dieron para medio bocadillo. Y aun siendo previsible, todos los comentaristas del incidente se han echado las manos a la cabeza y han abierto la boca.
Más allá de análisis sociológicos realizados para cubrir 2 minutos en un telediario, nadie ha analizado las consecuencias de la pruebecita desde el punto de vista de la interpretación musical. Lo han hecho, sólo y lógicamente, desde el punto de vista de la espectacularidad de lo noticiado. Y así, las conclusiones son esas: las que se sorprenden ante lo que era previsible. De locos, claro, pero es así como funcionan los media.
La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Nada nuevo digo con esto, sólo lo repito a instancias de las conclusiones que se extrajeron de una pruebecita que se realizó no sé bien con qué fines. Barico, en su extraordinario libro El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (Ed. Siruela), dejó bien claro que la llamada música clásica (o culta, o seria, no sé a cuál más absurdo calificativo) cavó su fosa cuando se distanció de quien pagaba por ir a los conciertos.
La cuestión de interés respecto al experimento es pues otra y por tanto la duda es: ¿qué es lo que tenía el público que haber hecho ante el intérprete?, ¿cómo debió responder para que pudiéramos entender que respondió correctamente? (puesto que las conclusiones que se extrajeron es que el público no supo, no entendió, no agradeció, ya fuera porque ese público pudiera ser ignorante, ya fuera porque la música clásica es en sí misma dinasáurica o anacrónica), ¿la respuesta correcta era mostrar interés?, ¿interés respecto a qué: respecto a la belleza de la música, respecto al virtuosismo del músico, respecto a la interpretación, respecto a la adecuación interpretativa de una concreta pieza musical, respecto al reconocido músico por reconocido, respecto a lo sorprendente de su ubicación urbana?
La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Pero además cuenta con otro mal, el de no haber solucionado el tema de la interpretación de forma convincente. Una partitura musical admitirá muy diversas interpretaciones pero éstas nunca dejarán de ser, salvo experimentos iconoclastas, interpretaciones que deben ajustarse a unos muy estrictos y matemáticos parámetros (que para eso son intérpretes los que sólo eso son). Es decir, podrá un violinista ser visceral y pasional y otro violinista ser frío y distante tocando la misma pieza de Paganini (24th Caprice For Solo Violin). Y lo harán, valga la redundancia, en función de su propia interpretación. Pero en cualquier caso su interpretación podrá ser cuestionable en función de haber captado mejor o peor (¿) el alma de una pieza que tuvo unos fines muy concretos y un autor que lo fue en una época y un contexto muy concretos. Hasta aquí, la pruebecita y mi desconcierto ante lo que se pretendía con ella.
Mutatis mutandi. El clarinete es un instrumento con una extraña historia dentro de la música de Jazz. Comenzó su andadura siendo fundamental en los pasacalles de la originaria música Dixieland, pero eso era en los momentos en los que el saxo apenas tenía cabida, la percusión la ejecutaba un tambor y los bajos una tuba. Aún así salieron por entonces clarinetistas que, además de tocar con un peculiar estilo que los distinguía, sacaron del instrumento un sonido diferente. Y con todo ello pudieron otorgar al instrumento las connotaciones que requiere una historia que basa la evolución de los intérpretes en la excelencia de su creatividad pura. Como es sabido hasta el Jazz más simple, que es el originario, se basa el la constante interpretación de lo que no son más que unas pautas. Así, la pieza que se ejecuta se ejecuta siempre de forma diferente.
Nada tiene que ver el sonido que Jimmy Noone producía con su clarinete que el que afloraba en los solos de Johnny Dots, ambos músicos pertenecientes a la primera época del clarinete. Y por su puesto nada tenía que ver el estilo más ligado del primero con el distendido pero contundente del segundo. Hay clarinetistas (muchos) que usan sólo el registro medio y alto, como Pee Wee Russell y otros cuya originalidad consiste es usar el poco frecuente registro grave, como Tony Scott. Hay clarinetistas que abordan las notas ligándolas como norma, como Barney Bigard, y otros que las abordan picándolas, como Jimmy Giuffre. Hay clarinetistas con sentido popular del ritmo, como Artie Shaw y Benny Goodman, y otros con un sentido del tiempo bastante arrítmico, como Rusell Procope. Hay clarinetistas que usan cañas duras para diseminar el sonido y poder confundirlo con el sonido con una flauta o el de un saxo y otros que usan cañas blandas para localizar el soplido e incrementar la limpieza del mismo. Así, nada tiene que ver el sonido sucio de Giuffre con limpio de Darensbourg; pero tampoco el compacto que produce Albert Nicholas con el chirriante que produce Edmond Hall aun cuando ambos usen cañas blandas. Tampoco Sydney Bechet produce el mismo sonido que Procope aun cuando usen los dos el registro grave, ni se parece el estilo de Giuffre y el de Woody Herman, ni por sonido ni por concepto. Ni el de estos al de Hamilton. Ni ninguno al de Mezzrow. Y así sucesivamente.
Más allá de análisis sociológicos realizados para cubrir 2 minutos en un telediario, nadie ha analizado las consecuencias de la pruebecita desde el punto de vista de la interpretación musical. Lo han hecho, sólo y lógicamente, desde el punto de vista de la espectacularidad de lo noticiado. Y así, las conclusiones son esas: las que se sorprenden ante lo que era previsible. De locos, claro, pero es así como funcionan los media.
La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Nada nuevo digo con esto, sólo lo repito a instancias de las conclusiones que se extrajeron de una pruebecita que se realizó no sé bien con qué fines. Barico, en su extraordinario libro El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (Ed. Siruela), dejó bien claro que la llamada música clásica (o culta, o seria, no sé a cuál más absurdo calificativo) cavó su fosa cuando se distanció de quien pagaba por ir a los conciertos.
La cuestión de interés respecto al experimento es pues otra y por tanto la duda es: ¿qué es lo que tenía el público que haber hecho ante el intérprete?, ¿cómo debió responder para que pudiéramos entender que respondió correctamente? (puesto que las conclusiones que se extrajeron es que el público no supo, no entendió, no agradeció, ya fuera porque ese público pudiera ser ignorante, ya fuera porque la música clásica es en sí misma dinasáurica o anacrónica), ¿la respuesta correcta era mostrar interés?, ¿interés respecto a qué: respecto a la belleza de la música, respecto al virtuosismo del músico, respecto a la interpretación, respecto a la adecuación interpretativa de una concreta pieza musical, respecto al reconocido músico por reconocido, respecto a lo sorprendente de su ubicación urbana?
La llamada música clásica adolece del mismo mal del arte, el de haber eliminado al público y haber dirigido su producto sólo al experto. Pero además cuenta con otro mal, el de no haber solucionado el tema de la interpretación de forma convincente. Una partitura musical admitirá muy diversas interpretaciones pero éstas nunca dejarán de ser, salvo experimentos iconoclastas, interpretaciones que deben ajustarse a unos muy estrictos y matemáticos parámetros (que para eso son intérpretes los que sólo eso son). Es decir, podrá un violinista ser visceral y pasional y otro violinista ser frío y distante tocando la misma pieza de Paganini (24th Caprice For Solo Violin). Y lo harán, valga la redundancia, en función de su propia interpretación. Pero en cualquier caso su interpretación podrá ser cuestionable en función de haber captado mejor o peor (¿) el alma de una pieza que tuvo unos fines muy concretos y un autor que lo fue en una época y un contexto muy concretos. Hasta aquí, la pruebecita y mi desconcierto ante lo que se pretendía con ella.
Mutatis mutandi. El clarinete es un instrumento con una extraña historia dentro de la música de Jazz. Comenzó su andadura siendo fundamental en los pasacalles de la originaria música Dixieland, pero eso era en los momentos en los que el saxo apenas tenía cabida, la percusión la ejecutaba un tambor y los bajos una tuba. Aún así salieron por entonces clarinetistas que, además de tocar con un peculiar estilo que los distinguía, sacaron del instrumento un sonido diferente. Y con todo ello pudieron otorgar al instrumento las connotaciones que requiere una historia que basa la evolución de los intérpretes en la excelencia de su creatividad pura. Como es sabido hasta el Jazz más simple, que es el originario, se basa el la constante interpretación de lo que no son más que unas pautas. Así, la pieza que se ejecuta se ejecuta siempre de forma diferente.
Nada tiene que ver el sonido que Jimmy Noone producía con su clarinete que el que afloraba en los solos de Johnny Dots, ambos músicos pertenecientes a la primera época del clarinete. Y por su puesto nada tenía que ver el estilo más ligado del primero con el distendido pero contundente del segundo. Hay clarinetistas (muchos) que usan sólo el registro medio y alto, como Pee Wee Russell y otros cuya originalidad consiste es usar el poco frecuente registro grave, como Tony Scott. Hay clarinetistas que abordan las notas ligándolas como norma, como Barney Bigard, y otros que las abordan picándolas, como Jimmy Giuffre. Hay clarinetistas con sentido popular del ritmo, como Artie Shaw y Benny Goodman, y otros con un sentido del tiempo bastante arrítmico, como Rusell Procope. Hay clarinetistas que usan cañas duras para diseminar el sonido y poder confundirlo con el sonido con una flauta o el de un saxo y otros que usan cañas blandas para localizar el soplido e incrementar la limpieza del mismo. Así, nada tiene que ver el sonido sucio de Giuffre con limpio de Darensbourg; pero tampoco el compacto que produce Albert Nicholas con el chirriante que produce Edmond Hall aun cuando ambos usen cañas blandas. Tampoco Sydney Bechet produce el mismo sonido que Procope aun cuando usen los dos el registro grave, ni se parece el estilo de Giuffre y el de Woody Herman, ni por sonido ni por concepto. Ni el de estos al de Hamilton. Ni ninguno al de Mezzrow. Y así sucesivamente.
Si me hubieran colocado a Sandy Brown en la esquina de mi casa tocando el clarinete no lo hubiera reconocido por muchos cds que tenga de él, pero me habría quedado absorto y habría subido a mi casa diciéndome a mí mismo, a quién si no: "no somos nadie".
No hay comentarios:
Publicar un comentario