Me los imagino a los dos, hace unos meses, teniendo que decidir sobre la propuesta que debían hacer para la Documenta de Kassel. Y me los imagino con claridad meridiana, si fuera posible imaginar de tal forma. Así pues, sentados ambos con papel y bolígrafo y haciendo garabatos como los que se hacen en voz alta. Ya saben ustedes, círculos flechas, reencuadres, etc. Nerviosos pero sosegados ante la responsabilidad que suponía responder a unas expectativas tan altas: las de integrar la cocina en el arte a través de un evento que es, en sí mismo, la pura y genuina representación del arte.
Me los imagino, como digo, sabiendo que es mucho lo que se jugaban en la participación de uno de los eventos más influyentes del arte contemporáneo. Él, el más grande cocinero del mundo de nuestra cambiante actualidad, Ferran Adrià, el Ferran que diría un catalán, ella, la hija de uno de los más grandes cocineros de otra actualidad cercana, una experta en arte y su historia. Había pues que afinar, sobre todo habida cuenta de que ser el número uno en algo no depende tanto de alguna excelencia cotejable como de afinar y atinar en las estrategias publicitarias.
Me los imagino comenzando de cero en su primera reunión, sosegados pero inquietos y sobre todo garabateando con flechas sobre papeles en blanco. Y me los imagino llegando a la conclusión definitiva, la que ha provocado la polémica; una polémica tan estúpida como todas las polémicas que rodean al mundo del arte. Me los imagino diciéndose uno al otro y con brillos en los ojos: “ si lo que hacemos nosotros es cocinar y lo hacemos mejor en las instalaciones que hemos creado para los efectos, ¿por qué tener que hacer algo para ser uno más de los artistas que llevan acudiendo años a Kassel?, ¿por qué no hacer algo para ser distinto a todos esos artistas que llevan haciendo lo mismo desde que existe la Documenta?, ¿por qué no ser coherentes con nuestro quehacer cotidiano y hacer lo único que sabemos hacer, que es hacer exactamente lo que hacemos todos los días, ni más ni menos?, ¿por qué entonces tener que acudir allí a epatar a nadie si nuestro negocio consiste en hacer venir aquí a todos desde todas las partes del mundo?”. Y con dos círculos (uno más grande y otro más pequeño) y dos flechas se habría dilucidado la propuesta: “si nuestra cocina está a la altura de ser considerada arte, que vengan a donde el milagro se da, un milagro que sólo puede darse allá donde se produce la conjunción de los astros, esto es, en El Bulli. Que vengan, sí, y que vengan de dos en dos. Que la pela es la pela tú”.
Nada que objetar, por supuesto. La propuesta está, sin duda, a la altura de aquello que ha hecho de Ferran Adrià el mejor cocinero del mundo: su inteligencia. De ahí que haya tanto mosqueo en el mundo del arte y se digan cosas tan bobas como “Me pregunto cuál ha sido el papel de ayuda (se refiere a la hija de Arzak) para terminar haciendo algo tan obvio” (Toni Strany).
Me los imagino, como digo, sabiendo que es mucho lo que se jugaban en la participación de uno de los eventos más influyentes del arte contemporáneo. Él, el más grande cocinero del mundo de nuestra cambiante actualidad, Ferran Adrià, el Ferran que diría un catalán, ella, la hija de uno de los más grandes cocineros de otra actualidad cercana, una experta en arte y su historia. Había pues que afinar, sobre todo habida cuenta de que ser el número uno en algo no depende tanto de alguna excelencia cotejable como de afinar y atinar en las estrategias publicitarias.
Me los imagino comenzando de cero en su primera reunión, sosegados pero inquietos y sobre todo garabateando con flechas sobre papeles en blanco. Y me los imagino llegando a la conclusión definitiva, la que ha provocado la polémica; una polémica tan estúpida como todas las polémicas que rodean al mundo del arte. Me los imagino diciéndose uno al otro y con brillos en los ojos: “ si lo que hacemos nosotros es cocinar y lo hacemos mejor en las instalaciones que hemos creado para los efectos, ¿por qué tener que hacer algo para ser uno más de los artistas que llevan acudiendo años a Kassel?, ¿por qué no hacer algo para ser distinto a todos esos artistas que llevan haciendo lo mismo desde que existe la Documenta?, ¿por qué no ser coherentes con nuestro quehacer cotidiano y hacer lo único que sabemos hacer, que es hacer exactamente lo que hacemos todos los días, ni más ni menos?, ¿por qué entonces tener que acudir allí a epatar a nadie si nuestro negocio consiste en hacer venir aquí a todos desde todas las partes del mundo?”. Y con dos círculos (uno más grande y otro más pequeño) y dos flechas se habría dilucidado la propuesta: “si nuestra cocina está a la altura de ser considerada arte, que vengan a donde el milagro se da, un milagro que sólo puede darse allá donde se produce la conjunción de los astros, esto es, en El Bulli. Que vengan, sí, y que vengan de dos en dos. Que la pela es la pela tú”.
Nada que objetar, por supuesto. La propuesta está, sin duda, a la altura de aquello que ha hecho de Ferran Adrià el mejor cocinero del mundo: su inteligencia. De ahí que haya tanto mosqueo en el mundo del arte y se digan cosas tan bobas como “Me pregunto cuál ha sido el papel de ayuda (se refiere a la hija de Arzak) para terminar haciendo algo tan obvio” (Toni Strany).
Otra cosa sería valorar, no la inteligencia del Ferràn, sino su cultura. Otra cosa sería valorar su cocina respecto a la cocina tradicional y no respecto a su espíritu novedoso y su carácter original (conceptos tan artísticos ellos). O sea, otra cosa sería que pudiera considerarse innecesario relacionar una disciplina tan necesaria desde el punto de vista biológico con otra sólo necesaria para alimentar el espíritu. Porque otra cosa sería dilucidar si las cosas (navegar, amar, escribir, etc.) pueden hacerse -o no- con o sin arte, algo que parece tener todo el mundo claro.
Y otra cosa sería valorar la necesidad actual del arte por encontrar cosas que aún creen polémicas... tan innecesarias y poco productivas como un programa de salsa rosa.
1 comentario:
Estoy contenta a ver que estas escribiendo de nuevo.
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