Un país cainita es un país cainita. Y nada puede hacer la razón en un país cainita porque sus ciudadanos son parte sustancial del problema, que no es otro que el de su desgracia. Es lo que tienen ciertos sistemas binarios (sobre todo en los países con antecedentes serios de cainitismo): que acaban por poseer un solo tipo de debate, el académico. Un debate siempre hueco en el que todo es asunto de palabras. El discurso de cada facción enfrentada se ve reducido exacta y exclusivamente a aquello que (re)produce permanentemente la controversia, una controversia monstruosamente maniquea, pueril, insalvable. En este tipo de sistemas políticos binarios sólo cabe el anatema como argumento y la exclusión como método. Se responde a la exclusión (que viene del otro) con el anatema (que nace de uno).
El debate político de España es un debate académico, mostrenco, que sólo dilucida a la contra. Es un debate académico que se abandona a los síntomas reactivos que producen las ideas fijas. Y como dijo Pirandello, mejor no tener ideas que tener una idea fija. Ante esta específica característica nuestra sólo cabría esperar que surgieran políticos con ganas de romper la mortífera tradición. Pero no, los políticos españoles acaban siempre siendo mucho más papistas que el Papa porque a diario comprueban (desde su coche oficial) lo rentable que es para ellos, y sólo para ellos, sostener las ideas fijas. Y así estamos, en una permanente Guerra Inmóvil en la que los mandamases alardean de intelectualismo diciéndonos desde la tribuna cosas como “es que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. O, “pues tú más”. Y todo mientras el ciudadano se resigna con afirmaciones también de alto nivel: “lo que hay es lo que hay”. Estamos inmersos en la mierda, oiga.
domingo, marzo 13, 2011
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