jueves, junio 30, 2016

Educación

Con una cadencia prodigiosamente regular el bebé golpea la mesa de alumnio con una potencia inusitada. Plash, plash, plash… Se encuentra en brazos de su abuelo, que lo sujeta sobre sus piernas mientras la abuela se enciende un cigarro que agarra firmemente con sus carnosos labios. Los tres sentados en una mesa contigua a la barra del bar donde me encuentro.

10 minutos más tarde el niño sigue golpeando la mesa con la palma de la mano y con la misma extraordinaria cadencia. Plash, plash, plash, plash...El abuelo está pendiente de él y por eso le propina besos en la coronilla de vez en cuando, pero no se sabe muy bien si el niño entiende ese cariño pues lo ignora en su empeño de destrozarse la mano izquierda. Por la otra parte, su abuela parece sobreentender que el bebé está descubriendo el mundo, en este caso el fabuloso mundo de los sonidos, por eso no sólo ignora el estruendo producido con cadencia de tortura china, sino que expira el humo de su cigarro sin percatarse que el bebé se lo está comiendo a bocajarro.

El cadencioso estruendo resulta sin duda enervante a todos los no consanguíneos que nos encontramos en derredor, pero eso se la trae al pairo al abuelo de camisa de rayas y pelo engominado y por supuesto a la abuela ceñida de torso y con labios carnosos que fuma mirando siempre hacia otro lado. A su vez todos los allí presentes miramos hacia la mesa con ojos algo inquisitivos, pero ellos, los impecables abuelos, viven esa sonoridad con perfecta indulgencia. Diría más: viven esa estruendosa sonoridad innecesaria con la alegría que les permite justificarla en función de un natural supuesto descubrimiento del mundo por parte del bebé. Las manos (suyas), la mesa (las cosas) y el ruido (por él producido). Plash, plash, plash, plash… ya 20 minutos después del su primer plash.

¿Normal? No sé pero lo cierto es que es muy probable que el bebé llegue a su casa con la mano hinchada y dolorida, y nosotros, los clientes contiguos a la mesa de los protagonistas absolutos, lleguemos también a nuestras casas sin hambre y con gana de ingerir medio diazepan.

La pareja que ocupa la mesa de la derecha no puede soportarlo y decide hacer marcha no sin lanzar una hiriente mirada a los abuelos, la que estos ignoran mientras el bebé no ceja en su afán de demostrarles a ellos, y a todos nosotros, que se encuentra descubriendo el mundo, plash, plash, plash, plash, plash… La manita izquierda del bebé ya casi tiene el doble de tamaño que su derecha, pero a los abuelos eso no parece importarles demasiado. Tampoco le importamos un rábano todos los que allí nos encontramos, que sin duda inquietos ya hemos comenzado a bizquear.

En la mesa recién liberada se sientan 4 mujeres de clara edad provecta. A cuál más elegante. En unos minutos se percatan del asunto y comienzan a cuchichear y a girarse indisimuladamente hacia los 3 protagonistas absolutos de un bar repleto en la hora del aperitivo. Plash, plash, plash, plash, plash, plash... Se encuentran claramente alteradas por el turbador sonido potente y repetitivo que se produce junto a ellas pero no pasan de expresarse con cuchicheos. Parecen normales...

Una de ellas sube a su caniche sobre sus piernas de tal forma que deja su cabeza a ras de la mesa de aluminio, saca entonces de su bolso un platito de plástico, vierte sobre él la mitad de su café con leche, lo edulcora con azúcar y lo acerca a los morros del perrito, quien comienza a dar lametazos de forma tan veloz como indiscriminada. La dueña del caniche se vuelve hacia los abuelos con cierto aire insidioso pero sin dejar de acariciar al que sin duda es su can-querido-del-alma. Plash, plash, slurf, slurf, plash, slurf, plash, slurf, slurf…

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