Había salido en principio a tomarme
una cerveza, pensando además que mientras me la tomaba decidiría
dónde comer. El caso es que he llegado a las cercanías del
epicentro cervecero y me ha sido imposible aparcar, cosa más o menos
previsible en un lugar de veraneo que, como tantos otros, ya carece
de temporadas bajas. Siento que es un poco pronto para comer pero dar
vueltas con el coche me saca de quicio, por lo que decido dirigirme a
un restaurante que suelo frecuentar a menudo, si bien es cierto que
siempre lo he hecho de noche. Son las 13,40 horas y el sol cae a
plomo. Bueno, me digo a mí mismo, puede resultar interesante ver
este restaurante pakistaní desde otro punto de vista, en este caso
el determinado por el sol, lo que tampoco está mal si, como en este
caso, se encuentra en primera linea de la costa.
Al restaurante se entra por una terraza
que debe contener unas 20 mesas, pero sólo se encuentran
ocupadas 2 de ellas. Una con tres mujeres que ya se encuentran
degustando una copa de vino y una mujer solitaria que me mira
indisimuladamente mientras atravieso la terraza. Me introduzco en el
salón interior, me quito los pinganillos para saludar al dueño, al
que conozco desde hace cerca de 20 años y le pido sentarme en la que
suele ser mi mesa de invierno, que claro está se encuentra en el
interior, curiosamente con unas vistas, diría, mucho mejores que las
que ofrecen las mesas de exterior, pero la gente es la gente y gusta
de lo que gusta, me digo a mí mismo. En el interior me encuentro
absolutamente solo. En verdad odio las terrazas de los restaurantes y
las de las cervecerías, con sus ruidos innecesarios y sus
temperaturas variables. Y también eso que los hiperetésicos llaman
brisa, cuando en realidad yo siento en mi piel quemaduras de segundo
grado. Me gustan los manteles para comer y las barras para beber, así
que con la servilletas en las rodillas me vuelvo a poner los
pinganillos y sigo escuchando el programa “Sólo Jazz”,
capitaneado por un sobrio y elegante Luis Martín. Hoy toca programa
dedicado a Harry James.
La primera sorpresa me la encuentro con
la carta cuando descubro que hay un menú de mediodía, así que me
acojo a él. Mi posición en la mesa interior me permite, además de
situarme a resguardo de la intemperie que tanto gusta a tanta gente,
poder observar sin ser observado debido a mi posición respecto a los
cristales. Así puedo seguir a la perfección toda la acción que se
produce en la terraza mientras escucho una estimable selección de
temas de Harry James. He de decir que la banda de Harry hace un Jazz
muy digno debido a los curiosos y personales arreglos del líder y
trompetista. No es un Basie (Count) ni un Ellington (Duke), pero es
amable y a veces incluso excelente. Su sonido, en cualquier caso, es
personal y por ello identificable, lo que ya es mucho. Alegra en
cualquier caso.
Observo a la rubia, seguramente una
guiri si mi intuición no me falla: sonrosada de cara, demasiado
maquillada para encontrarse en un lugar de veraneo, vestida de blanco
y con una cola de caballo que nace en la coronilla. En fin. Le acaban
de servir los aperitivos y un vino rosado, como no podía ser de otra
forma -me digo a mí mismo, sólo a mí mismo por si acaso-, y yo
escucho “Una noche en Tunisia”. Qué emocionante. Viene el
camarero de siempre, que siempre tiene el mismo gesto y que carece
absolutamente del don de la simpatía y me toma nota. Pido de primero
unas verduras rebozadas y le pregunto cuánto de picante podría ser
el segundo, el Chicken Bhurma. Con la seriedad de un verdugo y con su
acento inevitablemente pakistaní, me dice que ponga yo el límite
“por favor”, así que le digo que lo quiero extrapicante. Y
punto, me digo a mí mismo, claro.
Le pido una cerveza para quitarme la
sed y quedo a la espera de los aperitivos. Al grupo de 3 mujeres les
traen los primeros platos porque los aperitivos las tenían muy, pero
que muy atareadas. La rubia tiene sobre la mesa unas gafas de sol y
un teléfono que consulta de vez en cuando, no demasiado. Le traen el
primer plato cuando aún no ha terminado los aperitivos y pide que se
los dejen. El camarero acepta con un gesto sumiso y robótico. Me
traen a mí los míos y me dispongo para los efectos. Ya son las 14
horas, así que cambia el programa de Radio Clásica, única
emisora que vale la pena en estos tiempos de periodismo basura. Ahora
entra el programa “El tupé de
Karajan”, presentado por una pareja más que discutible en
su supuesta idoneidad. Él, Ricardo de Cala, es un tipo del que puede
aprenderse mucho pero resulta excesivamente histriónico, y ella
Silvia Pérez Arroyo, de la que poco puedo decir más allá de decir
que no sé muy bien qué pinta en un programa de música clásica.
Como pareja el show que ofrecen es lamentable (juegan a llevarse mal,
si es que fuera un juego), si bien como digo vale la pena ser
escuchado por lo que puede aprenderse con Ricardo, sobre todo cuando
habla de Ópera.
Cuando acabo el primer plato la rubia
se encuentra masticando la segunda verdura rebozada. En efecto hemos
pedido lo mismo, ella bastante antes que yo, pero su ritmo es otro,
también debido entre otras cosas al teléfono que mira y toca. Las
otras tres se encuentran en animada conversación, me digo a mí
mismo, pues su comida no desaparece de la mesa. No ha entrado nadie
más al restaurante, son cerca de las 14, 15 horas y el circunspecto
camarero me trae el chicken diciéndome “por favor”. Lo pruebo
mientras la rubia pide aceite para ponérselo a las últimas verduras
rebozadas, supongo que con el fin de lubricarlas y evitar la bola.
Las otras tres van a lo suyo, me digo a mí mismo, a quién si no.
Parece que estén comiendo. Ya con los labios escocidos observo a la
rubia que a su vez se muestra algo nerviosa mirando a su alrededor
como si fuera a hacer algo extraño. Que lo hace: coge con los dedos
unos granos de arroz y los tira disimuladamente al suelo. A mí cada
vez me escuece más la boca. Suena Glenn Goud en una de sus
variaciones Goldberg y los pajaritos que tanto fascinan a la rubia
disfrutan de los granos del Arroz Pulao que ella misma les suelta en
pequeñas dosis clandestinas. Resulta todo muy emocionante. Yo ya me
encuentro desatado, las lágrimas caen sobre los últimos pedazos del
Bhurma y nadie sería capaz de consolarme. Son las 2,30 horas y el
camarero sirve el segundo plato a las tres mujeres que continúan en
animada conversación, aunque la verdad sólo es animada en mi
imaginación.
“Por favor”, me dice desde atrás el camarero a
mí, a quién si no. Pretende que elija entre postre o café y esa es
su forma de demandarlo. Me decanto por lo segundo mientras veo que la rubia, que se encuentra a mitad del segundo plato, llama al camarero y éste lo retira. En
unos minutos vuelve a su mesa con el paquete donde ha metido
toda la comida que ha sobrepasado a la rubia al tiempo que deja sobre su mesa
un helado de chocolate. En fin, me digo a mí mismo, a quién si no. Son las 14, 40 horas, pago y salgo. Veo a las
tres mujeres intercambiándose los segundos platos. La rubia ya no me
mira, le interesan mucho más los pajaritos. Qué feliz que soy, le digo a un Ricardo de Cala que no sabe de mi existencia.
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