Como en una coreografía ensayada y aprendida. Por repetición. Y cada cual en su papel, seguramante sin consciencia alguna de representación. Dos parejas comiendo en un restaurante. Dos parejas en sus respectivas mesas haciendo (¿casualmente?) lo mismo: comer sin apenas dirigirse la palabra.
Cada pareja es un calco de la otra. Así, ellas, las mujeres, con las mismas formas: moviendo el tenedor y jugueteando con el cuchillo a modo de apoyo; pequeñas porciones y muchos movimientos sobre el plato. Ellos, yendo al grano; porciones más grandes y austeridad en los movimientos sobre el plato. Ellas masticando más veces y mirando vagamente al tendido; ellos masticando menos y alternando miradas vagas con algunas más concretas. Ellas, simultaneando discretas atenciones (a la comida y al partenaire); ellos, definitivamente más pendientes de sus propios quehaceres biológicos. Para ellas, el plato debe ser una unidad y por ello hay que armarlo mientras se aborda -aunque se acaben dejando parte de la guarnición; para ellos, cada plato no es más que un un conjunto de unidades y hay que desarmarlo en la misma ingestión.
Ambas parejas, en cualquier caso, abandonadas a una suerte de ensimismamiento, digamos que adquirido. El ensimismamiento de cada pareja, eso sí, como producto del ensimismamiento de cada individuo. Cualquiera podría decir, en ambos casos, que se conocen hace muchos muchos años y que no tienen ya nada que decirse.
Flash Back. Hace muchos muchos años me vi envuelto en varias enardecidas discusiones con personas del sexo contrario. En todas ellas, quizá debido a la coyuntura de entonces, se me negaba con feroz vehemencia cierta tesis, la que yo defendía; a saber: que los hombres y las mujeres no somos iguales debido, precisamente, a los condicionantes que nos imponía nuestro respectivo sexo. O dicho de otra forma: que la fisiología de nuestros respectivos y diferentes cuerpos condicionaba unas particularidades que constaban la diferencia (así de elemental era la tesis). “Somos muy diferentes y la diferencia responde a una lógica”, decía yo. “Los hombres y las mujeres somos exactamente igual. En todo. Y eres un machista”, me repetían todas. Pero esto sucedía, como digo, hace muchos muchos años; cuando la edad sólo me permitía hablar desde la intuición.
Yo les decía que cofundían la necesaria reivindicación de la igualdad ante la Ley con la reivindicación de otra igualdad innecesaria por inocua para los efectos que pretendían. La confusión era precisamente la causa de la discusión; de no haberla habido no habría habido tal discusión, puesto que nadie habría discutido que existía una evidente discriminación social, laboral y además histórica hacia la mujer. Lo único que por mi parte se negaba es que fuéramos iguales, nunca que no tuviéramos los mismos derechos. Ellas, sin embargo, decían que tenían los mismos derechos precisamente porque somos iguales. Nada que ver lo uno con lo otro.
Así que, dadas las respuestas obtenidas ante el esfuerzo dialéctico, hace muchos muchos años aprendí la lección: todo argumento (entendido como recurso dialéctico necesario para alcanzar conclusiones) carecerá de valor real mientras se crea que tal argumento puede suponer un perjuicio a quien previamente se ha señalado como víctima. El argumento no será atendido en un debate si, con independencia de su relación con lo constatable, no sirve a una ideología que ha definido la forma de alcanzar sus objetivos. Es decir, yendo al caso que nos ocupa: la tesis de la diferencia se rechazaba, sólo, por el hecho de creer que no favorecería a la liberación de la mujer. ¡Ay las modas!, ¡qué traicioneras!
¿Y cuál era, hace muchos muchos años, el modo en el que se contestaba a quien hablaba de diferencia? Respuesta: con el insulto: “machista”, el insulto más elocuente de los posibles cuando el tema era, precisamente, el de la guerra de sexos, esa guerra que es permanente a pesar de los pesares. Así que, hace muchos muchos años aprendí que la argumentación (entendida como el recurso dialéctico por excelencia) carecería de valor alguno si no coincidía con la moda del momento. Hace muchos muchos años, pues eso: el feminismo de la igualdad. Indiscutible.
Pasaron unos cuantos días y la sociobiología, la psicología evolutiva y los estudios neuronales promovieron la idea, de hecho constatable y verificable, de que efectivamente... somos muy distintos. Consecuencia: el feminismo de la diferencia. Así fue como muchas muchas mujeres se olvidaron perfectamente de lo que, hasta hacía unos días, habían estado defendiendo con uñas y dintes. Con el tiempo y la inestimable ayuda de la corrección política promovida por la Cultura de la Queja el discurso de la diferencia se mostraría, lógicamente, como lo que no podía dejar de ser: una cuartada para hablar de... la superioridad de la mujer. Y digo hablar y digo bien. No sabremos muy bien qué piensan realmente las mujeres al respecto, pero lo que sí sabemos es lo que dicen. Y de lo que hablan tanto en privado como en público es de eso: de superioridad (y esto es, desde luego, constatable).
Da capo. Dos parejas agónicas. Dos parejas, pues, en los estertores de una relación sentimental.
La mujer de una de ellas, llamémosla Rosa, se encuentra cansada, más bien decepcionada. No era eso lo que en su momento, hace muchos muchos años, esperaba de una relación sentimental.
Su marido, ahora, no es lo que a ella le gustaría que fuera. Es, por decirlo de alguna manera, demasiado hombre en el peor de los sentidos. No se ha amoldado a los nuevos tiempos, quizá porque desde el principio no lo tuvo fácil: fue él quien tuvo que ampliar su jornada laboral para poder acarrear con los indispensables gastos que ocasionaba una familia inesperada. En cualquier caso, esos tiempos pasaron y, ahora, son una pareja representativa de los tiempos que corren: los dos trabajan en condiciones similares. Pero él, no colabora en casa lo suficiente; definitivamente no ha entendido que, en los tiempos que corren, nada debe haber que discrimine a un sexo respecto al otro. Pero él, sin ninguna mala intención, hace oídos sordos a los nuevos requerimientos sociales requeridos por la nueva situación social. Pero él, se sigue considerando una especie de protector de la familia y además cree que ese es el rol que le toca cumplir mientras su pareja cumple con... el suyo (¿). No ha entendido nada. Ella reconoce que la agresividad que mostraba en un principio le gustaba, porque además era indicador de la condición necesaria para asegurar la protección necesaria. Pero, como ahora corren otros tiempos, pues eso: su agresividad le molesta mucho; más bien le irrita. Por innecesaria, por anacrónica. En definitiva, no le soporta: es demasiado hombre en el peor de los sentidos.
La mujer de la otra pareja, llamémosla Pilar, se encuentra cansada, más bien decepcionada. No era eso lo que en su momento, hace muchos muchos años, esperaba de una relación sentimental.
Cada pareja es un calco de la otra. Así, ellas, las mujeres, con las mismas formas: moviendo el tenedor y jugueteando con el cuchillo a modo de apoyo; pequeñas porciones y muchos movimientos sobre el plato. Ellos, yendo al grano; porciones más grandes y austeridad en los movimientos sobre el plato. Ellas masticando más veces y mirando vagamente al tendido; ellos masticando menos y alternando miradas vagas con algunas más concretas. Ellas, simultaneando discretas atenciones (a la comida y al partenaire); ellos, definitivamente más pendientes de sus propios quehaceres biológicos. Para ellas, el plato debe ser una unidad y por ello hay que armarlo mientras se aborda -aunque se acaben dejando parte de la guarnición; para ellos, cada plato no es más que un un conjunto de unidades y hay que desarmarlo en la misma ingestión.
Ambas parejas, en cualquier caso, abandonadas a una suerte de ensimismamiento, digamos que adquirido. El ensimismamiento de cada pareja, eso sí, como producto del ensimismamiento de cada individuo. Cualquiera podría decir, en ambos casos, que se conocen hace muchos muchos años y que no tienen ya nada que decirse.
Flash Back. Hace muchos muchos años me vi envuelto en varias enardecidas discusiones con personas del sexo contrario. En todas ellas, quizá debido a la coyuntura de entonces, se me negaba con feroz vehemencia cierta tesis, la que yo defendía; a saber: que los hombres y las mujeres no somos iguales debido, precisamente, a los condicionantes que nos imponía nuestro respectivo sexo. O dicho de otra forma: que la fisiología de nuestros respectivos y diferentes cuerpos condicionaba unas particularidades que constaban la diferencia (así de elemental era la tesis). “Somos muy diferentes y la diferencia responde a una lógica”, decía yo. “Los hombres y las mujeres somos exactamente igual. En todo. Y eres un machista”, me repetían todas. Pero esto sucedía, como digo, hace muchos muchos años; cuando la edad sólo me permitía hablar desde la intuición.
Yo les decía que cofundían la necesaria reivindicación de la igualdad ante la Ley con la reivindicación de otra igualdad innecesaria por inocua para los efectos que pretendían. La confusión era precisamente la causa de la discusión; de no haberla habido no habría habido tal discusión, puesto que nadie habría discutido que existía una evidente discriminación social, laboral y además histórica hacia la mujer. Lo único que por mi parte se negaba es que fuéramos iguales, nunca que no tuviéramos los mismos derechos. Ellas, sin embargo, decían que tenían los mismos derechos precisamente porque somos iguales. Nada que ver lo uno con lo otro.
Así que, dadas las respuestas obtenidas ante el esfuerzo dialéctico, hace muchos muchos años aprendí la lección: todo argumento (entendido como recurso dialéctico necesario para alcanzar conclusiones) carecerá de valor real mientras se crea que tal argumento puede suponer un perjuicio a quien previamente se ha señalado como víctima. El argumento no será atendido en un debate si, con independencia de su relación con lo constatable, no sirve a una ideología que ha definido la forma de alcanzar sus objetivos. Es decir, yendo al caso que nos ocupa: la tesis de la diferencia se rechazaba, sólo, por el hecho de creer que no favorecería a la liberación de la mujer. ¡Ay las modas!, ¡qué traicioneras!
¿Y cuál era, hace muchos muchos años, el modo en el que se contestaba a quien hablaba de diferencia? Respuesta: con el insulto: “machista”, el insulto más elocuente de los posibles cuando el tema era, precisamente, el de la guerra de sexos, esa guerra que es permanente a pesar de los pesares. Así que, hace muchos muchos años aprendí que la argumentación (entendida como el recurso dialéctico por excelencia) carecería de valor alguno si no coincidía con la moda del momento. Hace muchos muchos años, pues eso: el feminismo de la igualdad. Indiscutible.
Pasaron unos cuantos días y la sociobiología, la psicología evolutiva y los estudios neuronales promovieron la idea, de hecho constatable y verificable, de que efectivamente... somos muy distintos. Consecuencia: el feminismo de la diferencia. Así fue como muchas muchas mujeres se olvidaron perfectamente de lo que, hasta hacía unos días, habían estado defendiendo con uñas y dintes. Con el tiempo y la inestimable ayuda de la corrección política promovida por la Cultura de la Queja el discurso de la diferencia se mostraría, lógicamente, como lo que no podía dejar de ser: una cuartada para hablar de... la superioridad de la mujer. Y digo hablar y digo bien. No sabremos muy bien qué piensan realmente las mujeres al respecto, pero lo que sí sabemos es lo que dicen. Y de lo que hablan tanto en privado como en público es de eso: de superioridad (y esto es, desde luego, constatable).
Da capo. Dos parejas agónicas. Dos parejas, pues, en los estertores de una relación sentimental.
La mujer de una de ellas, llamémosla Rosa, se encuentra cansada, más bien decepcionada. No era eso lo que en su momento, hace muchos muchos años, esperaba de una relación sentimental.
Su marido, ahora, no es lo que a ella le gustaría que fuera. Es, por decirlo de alguna manera, demasiado hombre en el peor de los sentidos. No se ha amoldado a los nuevos tiempos, quizá porque desde el principio no lo tuvo fácil: fue él quien tuvo que ampliar su jornada laboral para poder acarrear con los indispensables gastos que ocasionaba una familia inesperada. En cualquier caso, esos tiempos pasaron y, ahora, son una pareja representativa de los tiempos que corren: los dos trabajan en condiciones similares. Pero él, no colabora en casa lo suficiente; definitivamente no ha entendido que, en los tiempos que corren, nada debe haber que discrimine a un sexo respecto al otro. Pero él, sin ninguna mala intención, hace oídos sordos a los nuevos requerimientos sociales requeridos por la nueva situación social. Pero él, se sigue considerando una especie de protector de la familia y además cree que ese es el rol que le toca cumplir mientras su pareja cumple con... el suyo (¿). No ha entendido nada. Ella reconoce que la agresividad que mostraba en un principio le gustaba, porque además era indicador de la condición necesaria para asegurar la protección necesaria. Pero, como ahora corren otros tiempos, pues eso: su agresividad le molesta mucho; más bien le irrita. Por innecesaria, por anacrónica. En definitiva, no le soporta: es demasiado hombre en el peor de los sentidos.
La mujer de la otra pareja, llamémosla Pilar, se encuentra cansada, más bien decepcionada. No era eso lo que en su momento, hace muchos muchos años, esperaba de una relación sentimental.
Sus expectativas no se han cumplido. Su marido se ha amoldado, quizá en exceso, a los nuevos tiempos que corren. Quizá porque él nunca tuvo que hacer ningún esfuerzo extraordinario que clarificara un determinado rol en concreto. Y no lo hizo: nunca marcó el territorio como hombre. En cualquier caso, han pasado muchos muchos años desde aquel momento en que se las prometían felices. Él es, para ella y por decirlo de alguna manera, poco hombre en el único de los sentidos posibles. Se ha amoldado quizá demasiado a los tiempos que corren. Nunca fue una persona de gran autoridad, pero ahora ella no soporta su pusilanimidad. Él ha hecho lo que tocaba al reclamo de la nueva sociedad, la de los tiempos que corren, y ha destapado su lado femenino. Y ella no soporta tener que tomar ciertas decisiones que le correpondería tomar a él, según ella. De vez en cuando incluso llora cuando le vienen las cosas torcidas. Es decir, de vez en cuando actúa sin los complejos que la sociedad machista de antaño inculcaba a los hombres. En definitiva, no le soporta: es demasiado poco hombre en el peor de los sentidos.
Dos parejas agónicas. Dos parejas, pues, en los estertores de una relación sentimental.
Ambas parejas están a punto de separarse. Cuando lo hagan, ellas, las mujeres, se quedarán con los hijos aun cuando ambos deseen hacerlo en la misma medida. Ellas recibirán una manutención de ellos. Ellas seguirán dejándose seducir por quien ellas hayan previamente elegido para tales efectos. Ellas conseguirán, llegado el caso, sustituir (laboralmente) a un hombre con superiores cualidades específicas verificables y lo harán gracias a la paridad (las cuotas). Ellas culpabilizarán al hombre de todos sus males. Y sobre todo, ellas se podrán permitir el lujo de alardear de la superioridad de su género. En fin, nada que no sepa cualquiera.
6 comentarios:
Hoy has estado sembrado, Adsuara. Brillante de verdad.
Los partes de la guerra de sexos son constantes y no me refiero a los de la primera página, es decir, los criminales, que esos trascienden la cuestión.
Hoy por ejemplo, leo en titulares que el premio Planeta dice que "las mujeres son mucho más interesantes que los hombres". ¡Vaya por Dios!. Suena tan bien como que el Madrid es mejor que el Barça. A eso se llama "calentar el ambiente antes del partido, creo.
Y en la última página del Unico Periodico Nacional que se puede leer en mi Centro Institucional (perdón, ahora también se puede ver en la mesa de la sala de profesores el ABC...) hay un alegre reportaje sobre otra refriega habida en Salamanca en la que unos y otros se ponen en comparación con las botellas de cerveza, y se ofenden mucho. Y así la ingesta de alcohol de cerveza en vez de aflojarnos los yoes para ir a la cama, promete una vez más llevarnos a la guerra de sexos. Qué bonito. Qué bonito.
Ya... pero, qué? Qué vienes a querer decir?
"Ellas" y "Ellos" es hablar de topicazos, y las parejas que has puesto como ejemplo son también topicazos. La realidad es inenarrable y por eso hay que inventarla, y no es que me parezca ni mal ni bien, sencillamente es así, y así sucede.
Personalmente lo que yo veo es que en todas partes cocemos habas, que hombres y mujeres somos iguales y diferentes y lo somos ya como individuos del mismo sexo además de serlo como individuos de distinto sexo.
Hombres y mujeres, así en genérico, no son ni más inteligentes ni menos, no hay más que observar un poco para darse cuenta, creo yo.
La inteligencia es individual y cada uno y una tiene la que tiene. Pero no me negarás que llevamos a cuestas una historia de la humanidad en la que la mujer ha sido tratada no como un ser humano sino como un animal o peor. Se nos ha negado que tuviéramos inteligencia, no ya que tuviéramos menos que los hombres, que fuésemos inferiores a ellos, sino que ni siquiera se nos podía comparar a los hombres.
Lógico es que en el proceso de luchar por ser consideradas "personas" se haya hecho tanto hincapié en el "género" y muchas veces se tienda a distorsionar la realidad.
(Por cierto, lo del anuncio publicitario de la cerveza cómo podría ser considerado? es machismo eso? o eso no es machismo? qué es? es una demostración de la inteligencia varonil? en fin... yo creo que, paradójicamente, el anuncio trata igual de mal a mujeres que a hombres, al menos desde el punto de vista de la inteligencia, puesto que subvalora a ambos igualmente)
Estoy de acuerdo. Así es. Somos distintos. En cualquier caso me remito a su final algo cáustico. Pide guerra. ¿Cómo valorarlo? ¿Estos cambios sociales a que responden? ¿Qué peligros nos amenazan? ¿Reflexión o acción? ¿Nos necesitamos? Que sé yo.
Leyendo este artículo, parece que estemos en un partido de fútbol, aquí las mujeres, aquí los hombres, ellas (todas)finas estilistas, ellos (todos) toscos babeantes.
Subyace también una educación compartimentada, yo pienso que con mucha influencia de la Biblia, y cuando digo influencia, me refiero a que, en una tierna infancia se aprendieron los fuertes condicionantes que tiene en cuanto a la rigidez de los papeles que un hombre y una mujer deben que tener, pues influenciados por la Biblia estamos todos los que nos hemos educado en esta parte del mundo. Eso que se grava a fuego cuando las mentes son muy tiernas luego es imposible de cambiar cuando cala de verdad y no hay sentido crítico en este sentido, pues en otros sentidos,si he visto que el autor tiene sentido crítico.
Yo no soy psicoanalista, ni nada de eso pero esta frase es muy sintomática "discusiones con personas del sexo contrario" yo cuando oigo a alguien decir eso se de lo que me esta hablando me lo disfraze como quiera, aunque sea con una buena manera de escribir, no cuela nada de lo que venga después, como dicen por aquí "se ve el plumero", es muy fácil decir lo que hay que decir tuve discusiones con mujeres y ya está. Estoy totalmente de acuerdo con Roma que nos da a todos una lección muy sencilla, pero por lo que se ve muy difícil de digerir
"hombres y mujeres somos iguales y diferentes y lo somos ya como individuos del mismo sexo además de serlo como individuos de distinto sexo.
Hombres y mujeres, así en genérico, no son ni más inteligentes ni menos, no hay más que observar un poco para darse cuenta, creo yo.
La inteligencia es individual y cada uno y una tiene la que tiene". Esto es lo que dice y para mi si se nos metiera esto en la cabeza cuanto mejor nos iría a los dos, hombres y mujeres.
Un saludo
Graba con b, sorry.
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